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Escrita en 1835, "Papá Goriot" es quizá la novela mejor de Honoré de Balzac, y forma parte de las Escenas de la vida privada de la
Comedia humana.
En "Papá Goriot", Balzac ha escrito el drama de la paternidad, como lo hizo Shakespeare en "El rey Lear", y a menudo se han establecido comparaciones entre las dos obras.
En ésta se analiza la naturaleza de la familia, el matrimonio, la estratificación y la corrupción en la sociedad parisina durante la Restauración francesa a partir del drama vivido por personajes como papá Goriot -el hombre que muere en la miseria y rechazado por sus hijas luego de haber sacrificado todo por ellas-, Eugène Rastignac -el joven cándido y ambicioso que aspira a formar parte de la alta sociedad-, los otros pensionistas en la Casa Vauquer y damas de la alta sociedad como la señora de Bauseánt o las hijas de Goriot.
El drama de "Papá Goriot" se desarrolla en París durante el siglo XIX . Las particularidades de esta historia se hallan al pie de Montmartre y las alturas de Montrouge, en una pensión pobre y deteriorada conocida como la Casa Vauquer, situada en la parte baja de la calle Nueve-Sainte-Genevieve, entre el barrio Latino y el de Saint Marceau. En dicho lugar se percibe un aire sombrío, la tierra es seca, los arroyos no tienen agua, está rodeado de casas tétricas, las murallas huelen a cárcel y hasta el hombre más despreocupado se entristece allí por su apariencia.
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Veröffentlichungsjahr: 2025
PAPÁ GORIOT
I. Una pensión burguesa
II. La entrada en el mundo
III. Burla-la-Muerte
IV. La muerte del padre
Al grande e ilustre Geoffrey Saint Hilaire,
como testimonio de admiración
por su labor y su talento.
DE BALZAC
La señora Vauquer, de soltera De Conflans, es una anciana que desde hace cuarenta años regenta una pensión en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, entre el barrio latino y el de Saint-Marceau. Esta pensión, conocida bajo el nombre de Casa Vauquer, admite tanto a hombres como mujeres, jóvenes y ancianos, sin que las malas lenguas hayan atacado nunca las costumbres de tan respetable establecimiento. Pero también es cierto que desde hacía treinta años nunca se había visto en ella a ninguna persona joven, y para que un hombre joven viviese allí era preciso que su familia le pasara mensualmente muy poco dinero. No obstante, en el año 1819, época en la que da comienzo este drama, hallábase en Casa Vauquer una joven pobre. Aunque la palabra drama haya caído en descrédito por el modo abusivo con que ha sido prodigada en estos tiempos de dolorosa literatura, es preciso emplearla aquí: no que esta historia sea dramática en la verdadera acepción de la palabra; pero, una vez terminada la obra, quizás el lector habrá derramado algunas lágrimas intra muros y extra. ¿Será comprendida más allá de París? Nos permitimos ponerlo en duda. Las particularidades de esta historia llena de observaciones y de colores locales no pueden apreciarse más que entre el pie de Montmartre y las alturas de Montrouge, en ese ilustre valle de cascote continuamente a punto de caer y de arroyos negros de barro; valle repleto de sufrimientos reales, de alegrías a menudo ficticias, y tan terriblemente agitado que se precisa algo exorbitante para producir una sensación de cierta duración.
Sin embargo, encuéntranse en él de vez en cuando dolores que la acumulación de los vicios y de las virtudes hace grandes y solemnes: a su vista, los egoísmos y los intereses se detienen; pero la impresión que reciben es como una fruta sabrosa prestamente devorada. El carro de la civilización, semejante al del ídolo de Jaggernat, apenas retardado por un corazón menos fácil de triturar que los otros y que fija los rayos de su rueda, pronto lo ha roto y continúa su gloriosa marcha. Así mismo haréis vosotros, los que sostenéis este libro con una mano blanca, que os hundís en un mullido sofá, diciéndoos: «Quizás esto va a divertirme». Después de haber leído los secretos infortunios de papá Goriot comeréis con buen apetito, poniendo vuestra sensibilidad a cuenta del autor, tachándole de exagerado, acusándole de poesía. ¡Ah!, sabedlo: este drama no es, una ficción ni una novela. All is true, todo es tan verdadero, que cada cual puede reconocer los elementos del mismo en su casa, quizás en su propio corazón.
La casa en la que se explota la pensión pertenece a la señora Vauquer. Está situada en la parte baja de la calle Neuve-Sainte-Geneviève, en el lugar donde el terreno desciende hacia la calle de la Arbalète, con una pendiente tan brusca que raras veces suben o bajan por ella los caballos. Esta circunstancia es favorable al silencio que reina en esas calles apretadas, entre la cúpula del Val-de-Grâce y la cúpula del Panteón, dos monumentos que cambian las condiciones de la atmósfera, proyectando en ella tonos amarillos y volviéndolo todo sombrío con sus tonos severos. Allí el suelo está seco, los arroyos no tienen agua ni barro, la hierba crece a lo largo de los muros. El hombre más despreocupado se entristece allí lo mismo que todos los transeúntes, el ruido de un carruaje se convierte en un acontecimiento, las casas son tétricas, las murallas huelen a prisión. Un parisiense extraviado sólo vería allí pensiones o instituciones, miseria y tedio, vejez que muere, fogosa juventud obligada a trabajar. Ningún barrio de París es más horrible, y digámoslo también, más desconocido.
La calle Neuve-Sainte-Geneviève, sobre todo, es como un marco de bronce, el único que conviene a este relato, para el cual hay que preparar la mente mediante colores pardos, por medio de ideas graves; de modo que de peldaño en peldaño va disminuyendo la luz, y el canto del guía va expirando cuando el viajero desciende a las Catacumbas. ¡Comparación exacta! ¿Quién decidirá lo que es más horrible: corazones resecos o cráneos vacíos?
La fachada de la pensión da a un jardincillo, de suerte que la casa da en ángulo recto a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, donde la veis cortada en su profundidad. A lo largo de esta fachada, entre la casa y el jardincillo, hay un firme en forma de canalón, de una toesa de anchura, delante del cual se ve una avenida enarenada, bordeada de geranios, de adelfas y granados plantados en grandes jarrones de mayólica azul y blanca. En la puerta de acceso a esta avenida hay un rótulo, en el que se lee: C ASA V AUQUER, y debajo: Pensión para ambos sexos y demás. Durante el día, una puerta calada, armada de una vocinglera campanilla, permite advertir al extremo del pavimento, en el muro opuesto de la calle, una arcada pintada en mármol verde por un artista de barrio. Bajo el refuerzo simulado por esta pintura se levanta una estatua que representa al Amor. Bajo el zócalo, esta inscripción, medio borrada, recuerda el tiempo al que se remonta tal obra artística por el entusiasmo que atestigua hacia Voltaire, que regresó a París en 1777:
Seas quien fueres, he aquí tu dueño:
Lo es, lo fue o debe serlo.
Al caer la noche, la puerta calada es sustituida por una puerta llena. El jardincillo, tan ancho como larga es la fachada, se encuentra encajonado por el muro de la calle y por el muro medianero de la casa vecina, a lo largo de la cual pende un manto de yedra que la oculta completamente y atrae las miradas de los transeúntes por un efecto que resulta pintoresco en París.
Cada uno de estos muros se halla tapizado por espaldares y vides cuyas menguadas y polvorientas fructificaciones son objeto de los temores anuales de la señora Vauquer y de sus conversaciones con los huéspedes. A lo largo de cada muralla hay una estrecha avenida que lleva a un grupo de tilos. Entre las dos avenidas laterales hay un parterre de alcachofas flanqueado por árboles frutales y bordeado de acedera, lechuga o perejil. Bajo los tilos hay una mesa redonda pintada de verde y rodeada de asientos. Allí, durante los días caniculares, los huéspedes lo suficientemente ricos para permitirse el lujo de tomar café vienen a saborearlo bajo un calor capaz de empollar huevos. La fachada, de tres pisos y buhardillas, está construida con morrillos y pintada de ese color amarillo que presta un carácter innoble a casi todas las casas de París. Las cinco ventanas practicadas a cada piso tienen pequeños cristales y están provistas de celosías, ninguna de las cuales está levantada de la misma manera, de suerte que todas sus líneas conspiran entre sí. La profundidad de esta casa comporta dos ventanas que en la planta baja tienen como adorno unos barrotes de hierro. Detrás del edificio hay un patio de unos veinte pies de ancho, en el que viven en perfecta armonía cerdos, gallinas, conejos, y al fondo del cual se levanta un cobertizo para guardar la leña. Entre este cobertizo y la ventana de la cocina se cuelga la fresquera, debajo de la cual caen las aguas grasientas del fregadero de la cocina. Este patio tiene en la calle Neuve-Sainte-Geneviève una puerta estrecha por la cual la cocinera echa las basuras de la casa, limpiando esta sentina con gran acompañamiento de agua, so pena de pestilencia.
Naturalmente destinada a la explotación de la pensión, la planta baja se compone de una primera pieza iluminada por las dos ventanas de la calle y en la que se penetra por una puerta-ventana.
Este salón comunica con un comedor que se halla separado de la cocina por la caja de una escalera cuyos peldaños son de madera y ladrillos descoloridos y gastados. Nada hay más triste que ver este salón amueblado con sillones y sillas con una tela a rayas, alternativamente mates y relucientes. Parte de las paredes está tapizada con papel barnizado, que representa las principales escenas de Telémaco, y cuyos clásicos personajes están pintados en colores. El panel, situado entre las ventanas enrejadas, ofrece a los pensionistas el cuadro del banquete dado al hijo de Ulises por Calipso. Desde hace cuarenta años, esta pintura suscita las bromas de los huéspedes jóvenes, que se creen superiores a su posición al burlarse de la comida a la que la miseria les condena. La chimenea de piedra, cuyo hogar siempre limpio atestigua que sólo se enciende fuego en las grandes ocasiones, está adornada por dos jarrones llenos de flores artificiales que acompañan a un reloj de mármol azulado del peor gusto. Esta primera pieza exhala un olor que carece de nombre en el idioma y que habría que llamar olor de pensión. Huele a encerrado, a moho, a rancio; produce frío, es húmeda, penetra los vestidos; posee el sabor de una habitación en la que se ha comido; apesta a servicio, a hospicio. Quizá podría describirse si se inventara un procedimiento para evaluar las cantidades elementales y nauseabundas que en ella arrojan las atmósferas catarrales y sui generis de cada huésped, joven o anciano. Bien, a pesar de estos horrores, si lo comparaseis con el comedor, que le es contiguo, hallaríais que este salón resulta elegante y perfumado. Esta sala, completamente recubierta de madera, estuvo en otro tiempo pintada de un color que hoy no puede identificarse, que forma un fondo sobre el cual la grasa ha impreso sus capas de modo que dibuje en él extrañas figuras. En ella hay bufetes pegajosos sobre los cuales se ven botellas, pilas de platos de porcelana gruesa, de bordes azules, fabricados en Tournay. En un ángulo hay una caja con compartimientos numerados que sirve para guardar las servilletas, manchadas o vinosas, de cada huésped.
Se encuentran allí algunos de esos muebles indestructibles, proscritos en todas partes, pero colocados allí como los desechos de la civilización en los Incurables. Veréis allí un barómetro de capuchino que sale cuando llueve, grabados execrables que quitan el apetito, todos ellos enmarcados en madera negra barnizada con bordes dorados; una estufa verde, quinqués de Argand, en los que el polvo se combina con el aceite, una larga mesa cubierta de tela encerada lo suficientemente grasienta para que un bromista escriba su nombre sirviéndose de su dedo como de un estilo, sillas desvencijadas, pequeñas esteras de esparto, calientapiés medio roto, cuya madera se carboniza. Para explicar hasta qué punto este mobiliario es viejo, podrido, trémulo, roído, manco, tuerto, inválido, expirante, haría falta efectuar una descripción que retardaría con exceso el interés de esta historia, y las personas que tienen prisa no perdonarían. El ladrillo rojo está lleno de valles producidos por el desgaste causado por los pies o por los fondos de color. En fin, allí reina la miseria sin poesía; una miseria económica, concentrada. Si aún no tiene fango, tiene manchas; si no presenta andrajos ni agujeros, va a descomponerse por efecto de la putrefacción.
Esta pieza se halla en todo su lustre en el momento en que, hacia las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer precede a su dueña, salta sobre los bufetes, husmea en ellos la leche contenida en varios potes, y deja oír su ronroneo matutino. Pronto aparece la viuda, con su gorro, bajo el que pende un mechón de pelo postizo, y camina arrastrando sus viejas zapatillas. Su cara avejentada, grasienta, de en medio de la cual brota una nariz como el pico de un loro; sus manos agrietadas, su cuerpo parecido al de una rata de iglesia, su busto demasiado cargado y flotante, se hallan en armonía con esta sala que rezuma desgracia, en la que se ha refugiado la especulación, y cuyo aire cálidamente fétido es respirado por la señora Vauquer sin que le produzca desmayo.
Su rostro fresco como una primera helada de otoño, sus ojos circundados de arrugas, cuya expresión pasa de la sonrisa prescrita a las bailarinas, a la amarga mueca de los usureros, en fin, toda su persona implica la pensión, así como la pensión implica toda su persona. El presidio no se imagina sin el capataz, no puede concebirse el uno sin el otro. La fofa gordura de esta mujer es el producto de esta vida, como el tifus es la consecuencia de las exhalaciones de un hospital. Su vestido, hecho con ropa vieja, resume el salón, el comedor, el jardincillo, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes. Cuando ella está allí, el espectáculo es completo. De una edad de unos cincuenta años, la señora Vauquer se parece a todas las mujeres que han tenido desgracias. Tiene los ojos vidriosos, el aire inocente de una callejera que se hace acompañar para hacerse pagar mejor, pero, por otra parte, dispuesta a todo con tal de hacer más agradable su suerte. Sin embargo, es buena mujer en el fondo, dicen los huéspedes, que la creen sin fortuna al oírla gemir y toser como ellos. ¿Quién había sido el señor Vauquer? Ella nunca hablaba del difunto. ¿Cómo había perdido su fortuna? En las desgracias, respondía la señora Vauquer. Se había portado mal con ella, sólo le había dejado los ojos para llorar, aquella casa para vivir y el derecho de no compadecer ningún infortunio, porque, decía, había sufrido todo lo que es posible sufrir. Al oír los pasos de la señora, la gorda Silvia, la cocinera, se apresuraba a servir el desayuno de los huéspedes internos.
Generalmente los huéspedes externos sólo se abonaban a la comida del mediodía, que costaba treinta francos mensuales. En la época en que comienza esta historia, los internos eran en número de siete. El primer piso contenía los dos mejores apartamentos de la casa. La señora Vauquer habitaba el menos considerable, y el otro pertenecía a la señora Couture, viuda de un comisario-ordenador de la República francesa. Tenía consigo a una muchacha llamada Victorina Taillefer, a la que hacía de madre.
La pensión de estas dos señoras ascendía a mil ochocientos francos. Los dos apartamentos del segundo piso estaban ocupados, el uno por un anciano llamado Poiret; el otro por un hombre de unos cuarenta años de edad que llevaba una peluca negra, se teñía las patillas, decíase antiguo negociante y se llamaba señor Vautrin. El tercer piso se componía de cuatro habitaciones, dos de las cuales estaban alquiladas, una a una solterona llamada señorita Michonneau; la otra a un antiguo fabricante de fideos, pastas de Italia y de almidón, el cual dejaba que le llamaran papá Goriot. Las otras dos habitaciones estaban destinadas a los pájaros de paso, a esos desdichados estudiantes que, como papá Goriot y la señorita Michonneau, no podían destinar más que cuarenta y cinco francos mensuales a su sustento y a su alojamiento; pero la señora Vauquer deseaba poco su presencia y sólo les tomaba cuando no hallaba algo mejor: comían demasiado pan. En este momento, una de las dos habitaciones pertenecía a un joven venido de los alrededores de Angulema a París para estudiar leyes, y cuya numerosa familia se sometía a las más duras privaciones con objeto de poder enviarle mil doscientos francos anuales. Eugenio de Rastignac, que tal era su nombre, era uno de esos jóvenes que han sido forjados por la desgracia, que comprenden desde su infancia las esperanzas que sus padres depositan en ellos, y que se preparan un hermoso porvenir calculando ya el alcance de sus estudios y adaptándolos de antemano al movimiento futuro de la sociedad. Sin sus observaciones curiosas y la habilidad con la cual supo presentarse en los salones de París, este relato no poseería los matices de veracidad que sin duda deberá a su inteligencia sagaz y a su deseo de penetrar los misterios de una situación espantosa tan cuidadosamente ocultada por los que la habían creado como por el que padecía los efectos de la misma.
Encima de este tercer piso había un desván para tender la ropa y dos buhardillas en las que dormían un jornalero llamado Cristóbal y la gorda Silvia, la cocinera.
Además de los siete internos, la señora Vauquer tenía, alguno que otro año, ocho estudiantes de derecho o de medicina, y dos o tres hombres que vivían en el barrio y que sólo estaban abonados para la comida. La sala podía tener dieciocho personas a comer y podía admitir una veintena; pero por la mañana sólo se encontraban siete huéspedes cuya reunión ofrecía durante el desayuno el aspecto de una comida en familia. Cada cual bajaba en zapatillas, permitíase observaciones confidenciales sobre el modo de vestir o sobre el aire de los externos y sobre los acontecimientos de la noche anterior, expresándose con la confianza de la intimidad. Estos siete huéspedes eran los niños mimados de la señora Vauquer, la cual les medía con precisión de astrónomo los cuidados y las atenciones, conforme al importe de sus pensiones. Una misma consideración afectaba a esos seres reunidos por el azar. Los dos inquilinos del segundo sólo pagaban mil doscientos francos anuales. Esta pensión tan barata, que sólo se encuentra en el barrio de Saint-Marceau, entre la Bourbe y la Salpêtrière, y de la que constituía excepción la señora Couture, revela que estos huéspedes debían hallarse bajo el peso de desgracias más o menos manifiestas. Así, el espectáculo desolador que ofrecía el interior de aquella casa repetíase en el vestido de sus habituales, igualmente míseros. Los hombres llevaban levitas cuyo color habíase hecho problemático, zapatos como los que se arrojan en el rincón de los guardacantones de los barrios elegantes, vestiduras raídas. Las mujeres llevaban ropa gastada, reteñida, desteñida, viejos encajes zurcidos, guantes lustrosos por el uso. Si tal era la indumentaria, casi todas esas personas mostraban unos cuerpos sólidamente construidos, constituciones que habían resistido las tormentas de la vida, caras frías, duras, borradas como las de los escudos desmonetizados. Las bocas marchitas estaban armadas de dientes ávidos. Estos huéspedes hacían presentir dramas consumados o en acción; no esos dramas representados a la luz de las candilejas, entre telas pintadas, sino dramas vivientes y mudos, dramas helados que removían cálidamente el corazón, dramas continuos.
La vieja señorita Michonneau llevaba sobre sus ojos fatigados una visera grasienta de tafetán verde, con un borde de alambre de latón que habría asustado al ángel de la Piedad. Su chal de franjas delgadas y lloronas parecía cubrir un esqueleto, tan angulosas eran las formas que cubría. ¿Qué ácido había despojado a aquella criatura de sus gracias femeninas? Debía de haber sido linda y bien proporcionada. ¿Había sido el vicio, la pena, la codicia? ¿Había amado demasiado, había sido una cortesana? ¿Expiaba los triunfos de una juventud insolente que había sido sustituida por una vejez ante la cual huían los transeúntes? Su mirada daba escalofríos, su rostro era amenazador. Tenía la voz estridente de una cigarra que grita en su mata al acercarse el invierno. Decía haber cuidado a un señor anciano aquejado de un catarro en la vejiga y abandonada por sus hijos, que la creyeron sin recursos. Aquel viejo le había legado mil francos de renta vitalicia, periódicamente disputados por los herederos, de cuyas calumnias era objeto. Aunque el juego de las pasiones hubiera causado estragos en su rostro, se hallaban todavía en él vestigios de una blancura y de una delicadeza que permitían suponer que el cuerpo conservaba algunos restos de belleza.
El señor Poiret era una especie de mecánico. Al verle extenderse como una sombra gris a lo largo de una avenida del Jardín Botánico, la cabeza cubierta con una vieja gorra, sosteniendo apenas en la mano su bastón de puño de marfil amarillento, dejando flotar su levita que ocultaba mal un pantalón casi vacío, y unas piernas cubiertas con medias azules, mostrando su sucio chaleco blanco y su corbata mal anudada alrededor de su cuello de pavo, muchas personas se preguntaban si aquella sombra chinesca pertenecía a la raza audaz de los hijos de Jafet que mariposean por el bulevar italiano. ¿Qué trabajo había podido reducirle a tal estado? ¿Qué pasión había consumido su rostro? ¿Qué había sido?
Quizás había sido empleado en el Ministerio de Justicia, en la oficina a la que los ejecutores de obras envían sus memorias de gastos, la cuenta de los suministros de velos negros para los parricidas, bramante para los cuchillos. Quizás había sido cobrador a la puerta de un matadero, o subinspector de higiene. En fin, aquel hombre parecía haber sido uno de aquellos asnos de nuestra gran noria social, un pivote alrededor del cual habían girado los infortunios o las suciedades públicas, en fin, uno de esos hombres de los que al verles decimos: «Es preciso, sin embargo, que haya también tipos así». El bello París ignora esos rostros lívidos de sufrimientos morales o físicos. Pero París es un verdadero océano. Echad la sonda en él, y nunca llegaréis a conocer su profundidad. Recorredlo, describidlo; por mucho cuidado que pongáis en recorrerlo, en describirlo; por muy numerosos que sean y por muy grande que sea el interés que tengan los exploradores de ese mar, siempre se encontrará en él un lugar virgen, un antro desconocido, unas flores, unas perlas, monstruos, algo inaudito, olvidado por los buceadores literarios. La Casa Vauquer es una de esas monstruosidades curiosas.
Dos figuras formaban allí un sorprendente contraste con la masa de los huéspedes y de los habituales. Aunque la señorita Victorina Taillefer tuviera una blancura enfermiza parecida a la de las jóvenes afectadas de clorosis, y aunque se uniera al sufrimiento general que constituía el fondo de este cuadro, por una tristeza habitual, por un aire taciturno, sin embargo, su rostro no era viejo, sus movimientos y su voz eran ágiles. Aquella joven calamidad parecía un arbusto de hojas amarillentas, recién plantado en un terreno adverso. Sus cabellos de un rubio oscuro y su cintura en exceso delgada expresaban aquella gracia que los poetas modernos encontraban en las estatuillas de la Edad Media. Sus ojos grises expresaban una dulzura, una resignación cristianas. Sus vestidos sencillos, poco caros, revelaban formas juveniles. Era linda por yuxtaposición.
De haber sido feliz, habría sido encantadora: la felicidad es la poesía de las mujeres, tal como la «toilette» es el afeite. Si la alegría de un baile hubiera reflejado sus rosados matices sobre aquella cara pálida; si las dulzuras de una vida elegante hubieran llenado, hubieran teñido de carmín aquellas mejillas ya ligeramente sumidas; si el amor hubiera reanimado aquellos ojos tristes, Victorina habría podido competir con las más hermosas jóvenes. Le faltaba lo que crea por segunda vez a la mujer, los trapos y los billetes amorosos. Su historia habría suministrado tema para un libro. Su padre creía tener razones para no reconocerla, negábase a tenerla a su lado, no le concedía más que seiscientos francos al año, y había alterado su fortuna para poderla transmitir íntegramente a su hijo. Parienta lejana de la madre de Victorina, que en otro tiempo había ido a morir de desesperación a su casa, la señora Couture cuidaba de la huérfana como si fuera hija suya. Desgraciadamente la viuda del comisario-ordenador de los ejércitos de la República no poseía en el mundo más que su viudedad y su pensión; podía un día dejar a aquella pobre criatura, sin experiencia y sin recursos, a merced del mundo. La buena mujer llevaba a Victorina a misa todos los domingos, a confesar cada quince días, con objeto de hacer de ella una joven piadosa. Tenía razón. Los sentimientos religiosos ofrecían un porvenir a aquella pobre niña, que amaba a su padre, que cada año se dirigía a su casa para llevar el perdón de su madre, pero que todos los años encontraba la puerta de la casa paterna inexorablemente cerrada. Su hermano, único mediador, no había ido ni una sola vez a verla en cuatro años, y no le enviaba ningún recurso. Rogaba a Dios que abriera los ojos de su padre, que ablandase el corazón de su hermano, y rezaba por ellos sin acusarlos. La señora Couture y la señora Vauquer no encontraban en el diccionario bastantes injurias para calificar este bárbaro proceder. Cuando ellas maldecían a aquel millonario infame, Victorina dejaba oír palabras dulces, parecidas al canto de la paloma torcaz herida, cuyo grito de dolor expresa aún el temor.
Eugenio de Rastignac poseía un rostro muy meridional, la tez blanca, cabellos negros, ojos azules. Sus maneras, su actitud habitual denotaban al hijo de una familia noble, en la que la educación primera sólo había comportado tradiciones de buen gusto. Aunque trataba muy bien sus trajes, aunque durante los días laborables acababa de gastar las prendas de vestir del año anterior, sin embargo, algunas veces podía salir vestido como un joven elegante. Generalmente llevaba una levita vieja, un mal chaleco, la corbata negra, raída, mal anudada, del estudiante, un pantalón que hacía juego con todo lo anterior, y unas botas remendadas.
Entre estos dos personajes y los otros, Vautrin, el hombre de cuarenta años, el de las patillas teñidas, servía de transición. Era uno de esos hombres de los que dice la gente: «¡He ahí un buen mozo!». Tenía anchas las espaldas, el pecho bien desarrollado, los músculos bien marcados, manos compactas, cuadradas y bien marcadas en las falanges de los dedos por ramilletes de pelos de un color rubio ardiente. Su rostro, surcado por arrugas prematuras, ofrecía señales de dureza que estaban desmentidas por sus maneras ágiles. Su voz, de bajo, en armonía con su carácter alegre, no resultaba en modo alguno desagradable. Era amable y risueño. Si una cerradura funcionaba mal, pronto la había desmontado, arreglado y vuelto a montar, diciendo: «Esto es cosa mía». Por otra parte, todo lo conocía: los barcos, el mar, Francia, el extranjero, los negocios, los hombres, los acontecimientos, las leyes, los hoteles y las prisiones. Era muy servicial. Había prestado varias veces dinero a la señora Vauquer y a algunos huéspedes; pero las personas a quienes favorecía antes morirían que dejar de devolverle lo que les había prestado, tan grande era el temor que su mirada profunda y resuelta inspiraba a pesar de su aire benévolo. Por el modo de escupir denotaba una sangre fría imperturbable que no había de hacerle retroceder ante un crimen con tal de salir de una situación equívoca. Cual juez severo, sus ojos parecían ir al fondo de todas las cuestiones, de todas las conciencias, de todos los sentimientos. Sus costumbres consistían en salir después de desayunar, regresar para comer, ausentarse toda la tarde y volver hacia medianoche, con ayuda de una ganzúa que le había confiado la señora Vauquer. Sólo él gozaba de este favor. Pero también él era quien se hallaba en mejores relaciones con la viuda, a la que llamaba mamá, cogiéndola por el talle, halago que la gente comprendía muy poco. La buena mujer creía que era cosa fácil, mientras que sólo Vautrin tenía en realidad los brazos lo suficientemente largos para apretar aquella pesada circunferencia. Un rasgo de su carácter era el de pagar generosamente quince francos al mes por un suplemento en el postre. Gente menos superficial que aquellos jóvenes arrastrados por los torbellinos de la vida parisiense, o aquellos viejos indiferentes a quienes no les afectaba Vautrin. Éste sabía o adivinaba los asuntos de aquellos que le rodeaban, mientras que nadie podía penetrar ni sus pensamientos ni sus ocupaciones. Aunque hubiera arrojado su aparente benevolencia, su constante complacencia y su alegría como una barrera entre los demás y él, a menudo dejaba traslucir la espantosa profundidad de su carácter. A menudo una salida digna de Juvenal, con la que parecía complacerse en burlarse de las leyes, fustigar a la alta sociedad y convencerla de inconsecuencia consigo misma, debía hacer suponer que guardaba rencor al estado social y que había en el fondo de su vida algún misterio cuidadosamente oculto.
Atraída quizá, sin saberlo, por la fuerza del uno o por la belleza del otro, la señorita Taillefer repartía sus miradas furtivas y sus pensamientos secretos entre aquel cuarentón y el joven estudiante; pero ninguno de ellos parecía pensar en ella, por más que de un día a otro el azar pudiera cambiar su situación y hacer de ella un buen partido. Por otra parte, ninguna de aquellas personas se molestaba en comprobar si las desgracias alegadas por una de ellas eran falsas o verdaderas.
Todas tenían las unas para con las otras una indiferencia mezclada con una desconfianza que resultaba de sus situaciones respectivas. Se sabían impotentes para aliviar sus penas, y todas, al contárselas, habían agotado la copa de las condolencias. Parecidas a viejos cónyuges, ya no tenían nada que decirse. No les quedaba, pues, más que las relaciones de una vida mecánica, el juego de unos engranajes sin aceite. Todas debían pasar sin detenerse por delante de un ciego, escuchar sin emoción el relato de una desgracia, y ver en una muerte la solución de un problema de miseria que les dejaba indiferentes ante la más terrible agonía. La más feliz de estas almas desoladas era la señora Vauquer, que se hallaba en la presidencia de aquel hospicio libre. Sólo para ella aquel jardincillo, que el silencio y el frío, la sequía y la humedad hacían vasto como una estepa, era un risueño vergel. Sólo para ella poseía delicias aquella casa amarilla y sombría. Alimentaba a sus penados ejerciendo sobre ellos una autoridad respetada. ¿Dónde habrían podido aquellos pobres seres encontrar en París, por el precio que ella se los daba, unos alimentos sanos, suficientes, y un apartamento que ellos eran libres de convertir, si no en un apartamento elegante y cómodo, por lo menos limpio y salubre? Aunque ella se hubiera permitido una injusticia manifiesta, la víctima la habría soportado sin quejarse.
Una reunión parecida debía ofrecer y ofrecía en miniatura los elementos de una sociedad completa. Entre los dieciocho comensales se encontraba, como en los colegios, como en el mundo, una pobre criatura rechazada, sobre la que llovían las bromas. Al comenzar el segundo año, esta figura convirtióse para Eugenio de Rastignac en la más destacada entre todas aquellas en medio de las cuales estaba condenado a vivir aún dos años. Esta figura era el antiguo fabricante de fideos, papá Goriot, sobre cuya cabeza un pintor, como el historiador, proyecta toda la luz del cuadro. ¿Por qué azar ese desprecio mezclado con odio, esa persecución mezclada con piedad, esa falta de respeto habían afectado al más antiguo de los huéspedes?
¿Había dado él lugar para algunos de aquellos ridículos que la gente perdona menos que los vicios? Estas preguntas afectan muy de cerca a las injusticias sociales. Quizás es propio de la naturaleza humana hacer soportarlo todo a aquel que todo lo sufre por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia. ¿No nos gusta acaso demostrar nuestra fuerza a expensas de alguien o de algo?
Papá Goriot, anciano de sesenta y nueve años, habíase retirado a la casa de la señora Vauquer en 1813, después de haber abandonado los negocios. Primero había tomado el apartamento ocupado por la señora Couture, y pagaba entonces mil doscientos francos de pensión, como hombre para quien cinco luises más o menos eran una bagatela. La señora Vauquer había arreglado las tres habitaciones de aquel apartamento mediante una cantidad previa que pagó, según dicen, el valor de un mal mobiliario compuesto de cortinas de algodón amarillo, sillones de madera barnizada tapizados de terciopelo de Utrecht, algunas pinturas a la cola y unos papeles que las tabernas de los suburbios rechazaban. Quizá la despreocupada generosidad que puso en dejarse atrapar papá Goriot, que por aquel entonces era llamado respetuosamente señor Goriot, le hizo considerar como un imbécil que no entendía de negocios. Goriot llegó provisto de un guardarropa bien abastecido, el magnífico ajuar del negociante que no quiere privarse de nada al retirarse del comercio. La señora Vauquer había admirado dieciocho camisas muy finas, cuya calidad resaltaba aún más porque el antiguo fabricante de fideos llevaba en la pechera dos agujas unidas por una cadenilla, y cada una de las cuales llevaba un diamante de gran tamaño. Ordinariamente llevaba un traje azul, y todos los días se ponía chaleco de piqué blanco, bajo el cual fluctuaba su vientre piriforme y prominente, que hacía rebotar una pesada cadena de oro provista de dijes. Su petaca, también de oro, contenía un medallón lleno de cabellos que en apariencia le hacían culpable de algunas aventuras. Cuando su esposa le acusó de ser un tenorio, él dejó vagar sobre sus labios la alegre sonrisa del burgués que se siente halagado.
Sus armarios fueron llenados por las numerosas piezas de plata de su hogar. Los ojos de la viuda se iluminaron cuando le ayudó complaciente a desembalar y colocar en orden los cucharones, las cucharas, las vinagreras, las salseras, varias fuentes, en fin, piezas más o menos bellas, que valían cierto número de marcos, y de las que él no quería desprenderse. Estos regalos le recordaban las solemnidades de su vida doméstica. «Esto —dijo a la señora Vauquer guardando una fuente y una pequeña escudilla cuya tapa representaba dos tortolillas que se daban el pico— es el primer regalo que me hizo mi mujer el día de nuestro aniversario. ¡Pobrecilla!, consagró a este regalo sus economías de soltera. Veis, señora, preferiría cavar la tierra con mis uñas a desprenderme de esto. Gracias a Dios podré tomar en esta escudilla mi café todas las mañanas durante el resto de mi vida. No puedo quejarme». En fin, la señora Vauquer había visto muy bien, con sus ojos de urraca, ciertas inscripciones en el libro mayor que, vagamente sumadas, podían representar para el excelente Goriot una renta de unos ocho a diez mil francos. A partir de aquel día, la señora Vauquer, de soltera De Conflans, que entonces tenía cuarenta y nueve años efectivos y sólo aceptaba treinta y nueve, tuvo algunas ideas. Aunque el lagrimal de los ojos de Goriot estuviera hinchado, colgante, lo cual le obligaba a secárselos con bastante frecuencia, ella le encontró aspecto agradable y como es debido. Por otra parte, sus mejillas carnosas, salientes, pronosticaban, lo mismo que su larga nariz cuadrada, cualidades morales a las que parecía dar gran importancia la viuda, y que venían confirmadas por la cara lunar e ingenuamente tonta del buen hombre. Debía de tratarse de un animal sólidamente estructurado, capaz de gastar toda su inteligencia en sentimiento. Sus cabellos en forma de alas de pichón, que el peluquero de la Escuela Politécnica iba a empolvarle todas las mañanas, dibujaban cinco puntas sobre su baja frente y adornaban bien su cara.
Aunque un poco palurdo, sabía tomar de un modo elegante su rapé, lo aspiraba como hombre que estuviera seguro de tener su petaca siempre llena de macuba, y el día en que el señor Goriot se instaló en casa de ella, la señora Vauquer se acostó por la noche ardiendo en el fuego del deseo de abandonar el sudario de Vauquer para renacer convertida en una Goriot. Casarse, vender su pensión, dar el brazo a aquella fina flor de burguesía, convertirse en una dama notable en el barrio, pedir limosna para los indigentes, hacer pequeñas partidas el domingo con Choisy, Soissy y Gentilly; asistir a los espectáculos que quisiera, en butaca de palco, sin tener que aguardar las entradas de autor que le daban algunos de sus huéspedes, en el mes de Julio; soñó todo el Eldorado de los pequeños hogares parisienses. No había confesado a nadie que tenía cuarenta mil francos, acumulados céntimo sobre céntimo. Ciertamente, desde el punto de vista financiero, considerábase un buen partido. «Por lo demás, bien valgo ese buen hombre», díjose, volviéndose del otro lado en la cama, como para asegurarse de los encantos que la gorda Silvia encontraba cada mañana moldeados en hueco. Desde aquel día, durante unos tres meses, la viuda Vauquer aprovechóse del peluquero del señor Goriot e hizo algunos gastos de «toilette», justificados por la necesidad de dar a su casa cierto decoro en armonía con las personas honorables que la frecuentaban. Puso un gran empeño en cambiar el personal de su pensión, con la pretensión de no aceptar en adelante más que a las personas más distinguidas en todos conceptos. Si se presentaba un extraño, ella le alababa la preferencia que le había dispensado el señor Goriot, uno de los negociantes más notables y más respetables de París. Distribuyó unos prospectos en los que se leía: «Casa Vauquer, una de las pensiones más antiguas y más apreciadas del barrio latino. Tiene una vista de las más agradables del valle de los Gobelinos (se le divisa desde el tercer piso) y un lindo jardín, en el extremo del cual se extiende una avenida de tilos».
Hablaba en el prospecto de los buenos aires y de la soledad. Este prospecto le trajo a la señora condesa de Ambermesnil, mujer de treinta y cinco años, que aguardaba la liquidación de tina pensión que se le debía en calidad de viuda de un general muerto en los campos de batalla. La señora Vauquer cuidó de la mesa, encendió lumbre en los salones por espacio de casi seis meses y cumplió lo prometido en su prospecto. Así, la condesa decía a la señora Vauquer, llamándola querida amiga, que le procuraría la baronesa de Vaumerland y la viuda del coronel conde Picquoiseau, dos de sus amigas, que vivían en el Marais en una pensión más cara que la Casa Vauquer. Por otra parte, estas damas vivirían con mucho mayor desahogo cuando las Oficinas de la Guerra hubieran terminado su trabajo. «Pero —decía— las Oficinas no terminan nada».
Las dos viudas subían juntas, después de comer, a la habitación de la señora Vauquer y charlaban allí un rato mientras bebían licor de grosella y comían algunas golosinas reservadas para el paladar de la dueña. La señora de Ambermesnil aprobó los proyectos de su patrona con respecto a Goriot, proyectos excelentes, que, por otra parte, ella había adivinado desde el primer día; parecíale un hombre perfecto.
—¡Ah!, querida amiga, un hombre sano como mis ojos —decíale la viuda—, un hombre perfectamente conservado y que aún puede dar gran satisfacción a una mujer.
La condesa hizo generosamente algunas observaciones a la señora Vauquer con respecto a su modo de arreglarse, que no estaba en consonancia con sus pretensiones.
—Debéis poneros en pie de guerra —le dijo.
Después de muchos cálculos, las dos viudas fueron juntas al Palacio Real, donde compraron, en las Galeries de Bois, un sombrero de pluma y un gorro. La condesa llevó a su amiga al almacén de La Petite Jeannette, donde escogieron un vestido y una echarpe. Cuando estas municiones fueron empleadas y la viuda estuvo bajo las armas, parecía completamente la muestra del Boeuf à la mode.
Sin embargo, encontróse cambiada tan en favor suyo, que, aunque poco inclinada a hacer regalos, creyendo estar en deuda con la condesa, le rogó que aceptase un sombrero de veinte francos. Contaba, a decir verdad, con utilizarla para sondear a Goriot y hacer que la alabara delante de éste. La señora de Ambermesnil prestóse muy amistosamente a esta maniobra y sonsacó al antiguo fabricante de fideos, con quien logró tener un coloquio. Pero después de haberlo encontrado púdico, por no decir refractario a las tentativas que le sugirió su deseo particular por seducirle por su propia cuenta, salió sublevada de su grosería.
—Ángel mío —le dijo a su querida amiga—, ¡no podríais sacar nada de ese hombre! Es ridículamente terco; es un avaro, un animal, un tonto, que no os daría más que disgustos.
Hubo entre el señor Goriot y la señora condesa de Ambermesnil tales cosas que la condesa no quiso siquiera encontrarse con él. Al día siguiente partió olvidándose de pagar seis meses de pensión y dejando unos objetos de escaso valor. Por mucho ahínco que la señora Vauquer pusiera en sus pesquisas, no pudo obtener en París ningún informe sobre la condesa de Ambermesnil. Hablaba a menudo de este deplorable asunto, lamentándose de su exceso de confianza, aunque fuese más desconfiada que una gata; pero parecíase a muchas personas que desconfían de su prójimo y se entregan al primero que llega. Hecho moral extraño, pero verdadero, cuya raíz es fácil de encontrar en el corazón humano. Quizá ciertas personas ya no tienen nada que ganar junto a aquellas con las cuales viven; después de haberles mostrado el vacío de su alma se sienten secretamente juzgadas por ellas con una severidad merecida; pero experimentando una invencible necesidad de halagos, o devoradas por el afán de parecer que poseen las cualidades de que carecen, esperan sorprender la estimación o el corazón de aquellos que les son extraños, con el peligro de verse un día desengañadas.
En fin, hay individuos nacidos mercenarios, que no hacen ningún bien a sus amigos o a sus deudos porque les deben; mientras que al hacer favores a desconocidos, cosechan una ganancia de amor propio: cuanto más cerca de ellos se encuentra el círculo de sus afectos, menos aman; cuanto más se extiende, más serviciales son. La señora Vauquer participaba sin duda de estas dos naturalezas, esencialmente mezquinas, falsas, execrables.
—Si yo hubiera estado aquí —le decía entonces Vautrin—, esta desgracia no os habría sobrevenido. Habría desenmascarado a esa farsanta. Conozco sus artimañas.
Como todos los espíritus mezquinos, la señora Vauquer tenía la costumbre de no salir del círculo de los acontecimientos y no juzgar las causas de los mismos. Le gustaba achacar las culpas a los demás. Cuando tuvo lugar esta pérdida, consideró al honrado fabricante de fideos como el principio de su infortunio, y comenzó desde entonces, como ella decía, a desenamorarse. Cuando hubo reconocido la inutilidad de sus mimos y de sus gastos de representación, no tardó en adivinar la razón de ello. Advirtió entonces que su huésped tenía su modo propio de vivir. En fin, quedó demostrado que su esperanza tan lindamente acariciada se apoyaba sobre una base quimérica, y que nunca sacaría nada de aquel hombre, según la expresión de la condesa, que parecía muy experta. Llevó necesariamente su aversión más lejos que su amistad. Su odio no estuvo en proporción con su amor, sino con sus esperanzas frustradas. Si el corazón humano halla reposo al subir las cuestas del afecto, raras veces se detiene en la rápida pendiente de los sentimientos de odio. Pero el señor Goriot era su huésped; la viuda viose, pues, obligada a reprimir las explosiones de su amor propio herido, a enterrar los suspiros que le ocasionó esta decepción y a devorar sus deseos de venganza, como un monje humillado por su prior. Los espíritus mezquinos satisfacen sus sentimientos, buenos o malos, con incesantes pequeñeces. La viuda empleó su malicia de mujer en inventar sordas persecuciones contra su víctima.
Empezó por suprimir las superfluidades introducidas en su pensión. «Basta de pepinillos y boquerones; todo esto no son más que engañabobos», le dijo a Silvia la mañana en que volvió a su antiguo programa. El señor Goriot era un hombre frugal, en quien la parsimonia necesaria a las personas que han hecho ellas mismas su fortuna había degenerado en hábito. La sopa, el hervido, un plato de legumbres, habían sido, habían de ser siempre su comida predilecta. Resultó, pues, difícil a la señora Vauquer atormentar a su huésped, cuyos gustos en modo alguno podía contrariar. Desesperada de encontrar a un hombre inatacable, comenzó a disminuir sus consideraciones para con él, y de este modo hizo que sus huéspedes compartieran su aversión por Goriot, los cuales, por afán de divertirse, coadyuvaron a las venganzas de ella. Hacia el fin del primer año, la viuda había llegado a tal grado de desconfianza, que se preguntaba por qué aquel negociante, que poseía de siete a ocho mil libras de renta, una soberbia platería y joyas tan valiosas como las de una querida, permanecía en casa de ella, pagándole una pensión tan módica en proporción a su fortuna. Durante la mayor parte de este primer año, Goriot había comido a menudo fuera de casa una o dos veces por semana; luego, insensiblemente, llegó al punto de que ya no comió fuera de casa más que dos veces al mes. La señora Vauquer sintióse contrariada al ver la exactitud progresiva con la que su huésped comía en su casa. Estos cambios fueron atribuidos tanto a una lenta disminución de fortuna como al deseo de contrariar a su patrona. Una de las costumbres más detestables de estos espíritus liliputienses es la de suponer sus mezquindades en los demás. Desgraciadamente, al fin del segundo año, el señor Goriot justificó las habladurías de que era objeto al pedir a la señora Vauquer que le dejara pasar al segundo piso y reducir su pensión a novecientos francos. Tuvo necesidad de una economía tan estricta, que no encendió lumbre en la chimenea del aposento de él durante todo el invierno. La viuda Vauquer quiso cobrar por adelantado, a lo que consintió el señor Goriot, a quien ella desde entonces llamó papá Goriot.
Resultaba difícil adivinar las causas de esta decadencia. Como había dicho la falsa condesa, papá Goriot era un socarrón, un taciturno. Según la lógica de las personas de cabeza vacía, todas indiscretas porque no tienen nada que decirse, aquellos que no hablan de sus acciones es porque deben realizar malas acciones. Aquel negociante tan distinguido convirtióse, pues, en un bribón. Según Vautrin, que hacia esa época fue a vivir a la Casa Vauquer, papá Goriot era un hombre que iba a la Bolsa y que, después de haberse arruinado en ella, cometía estafas. O tal vez era uno de esos jugadores que todas las noches van a probar suerte y ganan diez francos en el juego. También hacían de él un espía agregado a la alta política; pero Vautrin pretendía que no era bastante astuto para ello. Papá Goriot era asimismo un avaro que prestaba dinero, un hombre que jugaba a la lotería. Se hacía de él todo cuanto de más misterioso engendran el vicio, la vergüenza y la impotencia. Únicamente que, por innobles que fuesen su conducta o sus vicios, la aversión que inspiraba no llegaba al extremo de que le expulsaran: pagaba su pensión. Además, servía para que cada cual desahogara en él su buen o mal humor por medio de bromas o de broncas. La opinión que parecía más aceptable y que fue generalmente adoptada era la de la señora Vauquer. De oírla a ella, aquel hombre tan bien conservado, sano, y con el cual aún era posible encontrar placer, era un libertino de aficiones extrañas. He aquí sobre qué apoyaba la viuda Vauquer sus calumnias. Unos meses después de la partida de aquella desastrosa condesa que había sabido vivir durante seis meses a sus expensas, una mañana, antes de levantarse, oyó en su escalera el fru-frú de un vestido de seda y el paso gracioso de una mujer joven y ligera que se introducía en la habitación de Goriot, cuya puerta había sido abierta inteligentemente. En seguida vino la gorda Silvia a decirle a su dueña que una joven demasiado linda para ser honrada, vestida como una diosa, calzada con borceguíes hermosos y nuevos, habíase deslizado como una anguila desde la calle hasta su cocina y le había preguntado por el apartamento del señor Goriot.
La señora Vauquer y su cocinera pusiéronse a escuchar y sorprendieron varias palabras tiernamente pronunciadas durante la visita, que duró algún rato. Cuando el señor Goriot acompañó a su dama, la gorda Silvia tomó en seguida su cesta y fingió ir al mercado para poder seguir a la pareja amorosa.
—Señora —díjole a su ama al regresar—, el señor Goriot debe ser endiabladamente rico. Figuraos que en la esquina de la Estrapade había un soberbio carruaje en el que ella montó.
Durante la comida, la señora Vauquer corrió una cortina para impedir que Goriot fuera incomodado por el sol, uno de cuyos rayos caía sobre sus ojos.
—Sois amado por las hermosas, señor Goriot; el sol os busca —dijo aludiendo a la visita que había recibido—. ¡Demonio!, tenéis buen gusto; era muy linda.
—Era mi hija —dijo con una especie de orgullo en el que los huéspedes quisieron ver la fatuidad de un viejo que pretende guardar las apariencias.
Un mes después de esta visita, el señor Goriot recibió otra. Su hija, que la primera vez había llegado en vestido de mañana, vino después de comer y vestida muy elegantemente. Los huéspedes, ocupados en conversar en el salón, pudieron ver una linda rubia, esbelta, graciosa y demasiado distinguida para ser la hija de papá Goriot.
—¡Ya van dos! —dijo la gruesa Silvia, que no la reconoció.