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Papa por sorpresa No podía permitirse sentir afecto por nadie Aunque ser padre no entraba en los planes de Pierce Hollister, se encontró al cuidado de un niño al que no podía rechazar. Necesitaba una niñera urgentemente. Anna Aronson, la mujer perfecta para el puesto, ya tenía un bebé, por lo que aquel hombre solitario se encontró viviendo en una casa llena de niños. La situación doméstica desbarató la vida planificada de Pierce, que además se sentía muy atraído hacia Anna. Entonces una complicación surgida del pasado amenazó con destruirlo todo. ¿Defendería el papá millonario lo que era suyo? Al precio que sea ¿Ahora somos tres? Anthony Price, el director más famoso de Hollywood, siempre conseguía lo que quería. Sin embargo, la vida le ofreció un guion de lo más inesperado cuando obtuvo la custodia de su sobrina huérfana. Necesitaba a su mujer más que nunca… pero ella se había marchado tres meses atrás. Para conseguir que volviera, tenía que demostrar que estaba dispuesto a anteponer la familia a su carrera. Charlotte no sabía si la paternidad cambiaría las prioridades de Anthony, pero no podía darle la espalda a una bebé inocente… ni al hombre al que seguía deseando. ¿Sería demasiado esperar tener un final feliz? Secreto mortal No como niñera, sino como esposa Grace Templeton, cumpliendo la promesa que le había hecho a su prima en el lecho de muerte, dejó a un bebé en la puerta de los Dalton y, a continuación, se ofreció a trabajar como niñera para intentar descubrir cuál de los gemelos Dalton era el padre. La promesa incluía proteger al bebé, pero no enamorarse del hombre que al final resultó ser el padre de Molly. Para Blake Dalton, convertido en padre soltero, solo había una prioridad: desvelar los secretos que Grace se negaba a revelar sobre su hija. De algún modo le sacaría la verdad y, mientras tanto, mantendría a la niñera a su lado… día y noche.
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Seitenzahl: 513
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 565 - junio 2025
© 2012 Emilie Rose Cunningham
Papá por sorpresa
Título original: The Ties that Bind
© 2012 Jules Bennett
Al precio que sea
Título original: Whatever the Price
© 2012 Merline Lovelace
Secreto mortal
Título original: The Paternity Promise
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011, 2011 y 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-565-0
Créditos
Papá por sorpresa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Al precio que sea
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Secreto mortal
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Anna Aronson sopló levemente a través de la varilla de plástico con el deseo de que las pompas de jabón que salían por el otro lado se llevaran sus problemas.
Los niños que jugaban a sus pies en la hierba chillaban y gorjeaban de la forma contagiosa propia de los bebés y le hicieron sonreír a pesar del desastre que se avecinaba.
Tenía que conseguir el empleo.
Vio que la mujer que la había entrevistado iba hacia ella, y la tensión creció en su interior.
–El señor Hollister la espera en su despacho, Anna. Entre por la puerta de la izquierda del jardín –le señaló con un gesto la amplia y lujosa casa, situada en Greenwich, en Connecticut.
Anna se pasó la lengua por los labios resecos y bajó la varilla.
–Los niños…
–Los vigilaré mientras habla con el jefe. Es él quien tiene la última palabra, pero sepa que cuenta con mi voto a favor –la señora Findley extendió la mano para que Anna le diera la varilla y la botella con el agua jabonosa.
Ella se las entregó con la sensación de que se desprendía de un salvavidas en un mar agitado. Si no conseguía el empleo, no podría pagar el alquiler ni el recibo de la luz de aquel mes, por lo que no le quedaría más remedio que tragarse el orgullo, volver a su casa y pedir ayuda, aunque su madre le había dejado muy claro que Cody y ella no serían bienvenidos en la comunidad para personas mayores en la que vivía.
Pero cabía esperar que las cosas no llegaran a ese punto.
–Gracias, señora Findley.
–Llámame Sarah. Y, Anna, no dejes que Pierce te intimide. Es un buen jefe y un buen hombre, a pesar de su forma de ser.
El temor hizo que Anna fuera incapaz de articular palabra. Asintió y se dirigió a la casa. La distancia hasta ella le pareció enorme, y llegó a las escaleras de piedra jadeando como si hubiera corrido un kilómetro.
Por la puerta de vidrio vio a su posible jefe, que se hallaba sentado tras un inmenso escritorio de madera.
Llamó a la puerta. El hombre alzó la vista con el ceño fruncido y le indicó que entrase con un movimiento de la cabeza. La mano de Anna resbaló en el picaporte y tuvo que secársela en el vestido antes de conseguir abrir.
Pierce Hollister, de rasgos como los de un modelo y el denso pelo oscuro cortado en capas, parecía el protagonista del anuncio de un producto caro que cualquier joven millonario querría comprar. Vestido con un polo negro que llevaba desabrochado y permitía apreciar su cuello moreno, desprendía poder y prestigio.
Anna pensó que un hombre rico y encantador había contribuido a que su situación económica fuera penosa, así que no iba a bajar la guardia con aquel.
–Soy Anna Aronson, señor Hollister.
Unos ojos castaños la inspeccionaron de arriba abajo sin miramientos. Anna esperó que el sencillo vestido y las sandalias pasaran el examen.
–¿Por qué la despidieron de su anterior empleo?
Muy nerviosa por la brusca pregunta cuando ni siquiera había cerrado la puerta, Anna trató de ganar tiempo mirando los cuadros de las paredes, que, para su sorpresa, eran originales.
–Me despidieron porque me negué a acudir a una cita fuera del horario escolar con el padre de uno de mis alumnos.
–¿Le hizo proposiciones deshonestas?
–Sí.
–¿Por qué no se quejó al director de la escuela?
–Lo hice, pero el padre en cuestión era uno de los principales benefactores de la escuela. No hicieron caso de mi queja.
–¿Cuánto tiempo trabajó allí?
–Las fechas están en mi currículum.
–Se las pregunto a usted.
¿Por qué iba a hacerlo salvo que creyera que se las había inventado y no las recordaría?
–Me contrataron a tiempo parcial, justo al acabar mis estudios universitarios, como tutora de alumnos difíciles. Seis meses después, cuando un profesor dejó la escuela de forma inesperada, me ofrecieron un puesto de profesora a tiempo completo. En total, trabajé allí tres años y medio.
–Y a pesar de eso, la despidieron por lo que alegó un padre. Prefirieron creerlo a él que a usted.
–Al director le pareció que era más difícil encontrar generosos donantes que profesores de enseñanza primaria.
–O tal vez buscaba una excusa para librarse de usted porque no la consideraba una buena profesora.
Las injustas palabras dejaron a Anna sin aliento.
–Siempre que me evaluaron, los resultados fueron excelentes y me subieron el sueldo.
–¿Y si llamo a la escuela para comprobar lo que me dice?
Las esperanzas de ella se evaporaron. No la creía, y no era el primero. Y hasta que no hubiera alguien que la creyera, no encontraría un empleo con un salario suficiente para pagar la guardería de Cody. Tal vez si consiguiera más clases particulares…
¿A quién pretendía engañar? Eso no bastaría.
–Si llama a la escuela, le dirán que el padre en cuestión afirmó que la tomé con su hijo después de que él, el padre, rechazara mis insinuaciones.
–¿Se le insinuó usted?
Ella dio un respingo. Nadie le había preguntado eso antes.
–Claro que no. Está casado.
–Los hombres casados tienen aventuras.
–Conmigo, no.
–Su currículum dice que se licenció con matrícula de honor en Vanderbilt. Mi secretaria me ha dicho que esa universidad tiene uno de los mejores programas educativos del país. ¿Cómo es que no encuentra trabajo de profesora?
Aquello parecía más un interrogatorio que una entrevista.
–Parece que decir que no a personas poderosas y con muchos conocidos tiene consecuencias que van mucho más allá del mercado laboral local.
Sospechaba que estaba en una lista negra.
–Carece de experiencia como niñera.
–Así es, pero he estado años controlando a veinte niños a la vez, más cuando trabajaba en el campamento de verano de la escuela, y también soy madre, por lo que estoy acostumbrada a acostar a un niño, bañarlo y darle de comer.
Él se recostó en la butaca de cuero y la miró con ojos escrutadores. Ella le devolvió la mirada rogando que viera la verdad y su disposición a trabajar en sus ojos. El silencioso escrutinio se prolongó hasta que ella se sintió tan incómoda como el día en que el director de la escuela, en su despacho, la acusó injustamente.
–Sepa que no me creo lo que me ha contado.
Sus palabras fueron un duro golpe para ella. Frustrada por no poder demostrar su inocencia, se quedó mirándolo a la cara mientras sus esperanzas se desvanecían. Hasta el incidente que le había relatado, nadie había dudado de su integridad. Siempre había sido la chica lista, equilibrada y de fiar que hacía bien su trabajo. A partir de entonces, nadie la había creído.
Si quería volver a enseñar, tendría que hallar el modo de limpiar su reputación. Pero hasta entonces, tenía que seguir dando de comer a su hijo.
–Quería una mujer más madura para cuidar al niño –prosiguió el señor Hollister–. Y usted tiene el inconveniente de que tiene un hijo.
–Cody tiene diecisiete meses, solo es seis meses mayor que su hijo. Se harían buena compañía –insistió ella, pero al ver la expresión de él deseó no haber abierto la boca.
–Ya tengo bastante con un niño ruidoso en casa. Dos serían un desastre. Debería indicarle la salida, pero Sarah me ha jurado que usted es la candidata mejor cualificada, y necesito una niñera de forma inmediata. Usted es la única disponible.
Las esperanzas de Anna comenzaron a aumentar. Él se puso de pie, apoyó los puños en el escritorio y se inclinó hacia delante.
–Pero estaré observándola. Un solo movimiento en falso y, por muy desesperado que esté, su hijo y usted irán a la calle. ¿Queda claro?
Anna dio un profundo suspiro de alivio y se le saltaron las lágrimas porque, aunque el señor Hollister no confiaba en ella, le había dado el empleo.
–Sí, señor Hollister.
–¿Cuánto tardará en recoger sus cosas y volver?
Ella calculó con rapidez el tiempo y el coste del viaje. ¿Tendría dinero para pagar un taxi hasta la estación?
–Se tarda una hora en ir y otra en volver en tren, y necesitaré una hora más para hacer la maleta. Estaremos de vuelta cuando Graham vaya a cenar.
–¿No tiene coche?
–No.
–Tiene que empezar inmediatamente. La llevaré en coche.
Eso implicaba que estaría a solas con él en su piso.
–Pero…
–No hay peros que valgan. ¿Quiere el empleo o no?
–Lo quiero. Pero tengo que hacerle una pregunta.
–¿Cuál?
–La señora Findley no me ha dicho claramente por cuánto tiempo me necesitará usted. Me ha dicho que hasta que la madre de Graham vuelva de trabajar en el extranjero, sin especificar si será dentro de unas semanas o de unos meses.
–No se lo ha dicho porque no lo sabemos. Su contrato será de duración indefinida. Se le pagará mensualmente tanto si trabaja un día al mes o el mes completo, y se le dará un mes extra de sueldo cuando el trabajo acabe. Si eso le supone un problema, deje de malgastar mi tiempo.
–No, está bien –el sueldo que le ofrecía era muy elevado.
–Entonces, firme –el señor Hollister le entregó un documento y un bolígrafo.
–¿Puedo leer antes el contrato?
–Léalo mientras la llevo a su casa –rodeó el escritorio y se acercó a ella. Anna retrocedió sin querer. Era un hombre muy alto y ancho de hombros, un hombre poderoso no solo desde el punto de vista económico, un hombre de la misma clase que el que había conseguido que la despidieran.
–Vámonos. Sarah cuidará de su hijo mientras recogemos sus cosas.
Alarmada, Anna miró por la ventana. No le hacía ninguna gracia dejar a Cody con una desconocida y rodeado de agua. La propiedad se hallaba frente al río y, además, había una piscina y un jacuzzi. Pero no tenía más remedio.
–¿Le importa que me despida de Cody y hable un momento con la señora Findley?
La pregunta pareció irritarlo.
–Dese prisa. Voy a por el coche. La espero en la puerta principal. De camino a su casa pararemos en el laboratorio para que se haga la prueba de que no consume drogas. No hace falta que le diga que, si esta resulta positiva o si sus referencias son falsas, la despediré sin indemnización.
–Entiendo. No tiene que preocuparse por nada, señor Hollister. Y gracias por darme una oportunidad –le tendió la mano, pero él no se la estrechó.
–No haga que me arrepienta.
Anna abrió la puerta mientras comparaba mentalmente su humilde casa con la lujosa mansión del hombre que la acechaba por detrás como un ave de presa. Todo el piso cabría en el salón en que la señora Findley le había hecho la entrevista preliminar y le había comentado los detalles del puesto.
Salvo cuando Anna indicó al señor Hollister cómo llegar desde el laboratorio a su piso, el viaje había transcurrido en un incómodo silencio. Le daba la impresión de que su jefe no tenía buen concepto de ella. Y el contrato había sido confuso. ¿Por qué había tenido que firmar una cláusula de confidencialidad? ¿Qué ocurría en el hogar de los Hollister que pudiera interesar a otras personas?
El señor Hollister entró detrás de ella y dirigió la mirada al escaso mobiliario: un sofá de segunda mano, una mesita con una lámpara, una cesta de plástico con los juguetes de Cody, una minúscula mesa de cocina con dos sillas y la trona del niño. No tenía mucho, pero Cody y ella no necesitaban mucho. Además, al haber pocos muebles el niño tenía más espacio para jugar.
–¿Se acaba de mudar? –le preguntó su nuevo jefe.
–Llevo aquí casi cuatro años.
–¿Está cambiando la decoración?
–No –muchos de los alumnos a los que daba clases particulares vivían en mansiones espectaculares como la del señor Hollister, al igual que él, no tenían ni idea de cómo vivían las personas menos afortunadas.
–¿Le gusta el minimalismo?
–Mi ex se llevó la mayor parte del mobiliario al marcharse –reconoció ella de mala gana. Además del coche y su confianza y su creencia en el amor.
–¿Cuándo fue eso?
Era un hombre inquisitivo, pero estaba en su derecho a ser precavido, ya que ella viviría en su casa y tendría acceso a sus bienes. No necesitaba haber estudiado Arte para saber que las pinturas y esculturas originales que poseía valían más de lo que ella había ganado en un año en la escuela.
Pero ella también estaba en su derecho a desconfiar al estar sola con un desconocido rico e influyente. Había aprendido que la riqueza solía implicar arrogancia, y esta, la sensación de tener derecho a todo y a no aceptar una negativa.
Dejó la puerta de entrada entornada a propósito.
–Todd se marchó cuando yo estaba en el hospital dando a luz a nuestro hijo.
El señor Hollister entrecerró los ojos. Algo en su tono le debía de haber indicado que todavía le dolía la traición. Una cosa era que Todd se hubiera cansado de ella, pero rechazar su propia sangre…
–¿No le dijo que se iba?
–No. Me dejó en urgencias y dijo que iba a aparcar, pero no volvió. Temí que… No supe que se había marchado hasta que volví en taxi con Cody al piso y vi que estaba vacío.
–Supongo que a su marido no le gustó que se quedara embarazada.
Anna se puso rígida.
–Se necesitan dos personas para tener un hijo. Cody fue una sorpresa para ambos. Estábamos recién casados y teníamos la intención de esperar unos años antes de tener descendencia. Pero esas cosas pasan.
–¿Qué le parece a él que haya solicitado este puesto de trabajo?
–No le parece nada porque ya no forma parte de nuestras vidas.
–¿Sigue casada?
–Estoy divorciada. Siéntese, por favor. Haré la maleta lo más deprisa posible.
–¿Le pasa una pensión para mantener al niño?
–No.
–¿Por qué no?
–Ni siquiera sé dónde está, y, si no quiere estar con nosotros, prefiero no relacionarme con él.
–¿Y el asunto de la custodia?
–Renunció a sus derechos paternos en el acuerdo de divorcio –y el hecho de que hubiera estado contento de hacerlo mató en ella todo rastro de ternura por él–. No se preocupe de que Todd vaya a presentarse en su casa y a crear problemas. Perdone.
Anna salió precipitadamente de la habitación antes de que él siguiera haciéndole más preguntas. No quería hablar del fracaso de su matrimonio ni de lo mal que había juzgado a su exmarido. Para eso le bastaba con llamar a su madre y escuchar su cantinela de «ya te lo decía yo».
Metió la ropa de Cody y su mono de peluche preferido en una bolsa. Su vida hubiera sido mucho más sencilla si hubiera hecho caso a sus padres, que consideraban que Todd era un gorrón y le habían prohibido verlo. Pero a los veinte años estaba eufórica por la libertad de que había gozado en la universidad, las atenciones de Todd la habían abrumado y había sido muy ingenua para ver algo que no fuera lo que quería ver: su encanto cautivador, su increíble talento musical y sus grandes sueños.
Esa ceguera amorosa había alcanzado su apogeo cuando Todd la convenció de que se casaran después de licenciarse. Y aunque sus padres, cuando ella les dijo que iban a casarse, la habían puesto de patitas en la calle y le habían dicho que tendría que atenerse a las consecuencias de su impulsiva conducta, no se había arrepentido de su decisión.
Si les hubiera hecho caso no tendría a Cody, y cualquier dolor o sacrificio valía la pena por su niño.
Lo más importante que le había enseñado la traición de Todd y de sus padres era que estaba mejor sola con su hijo. No le hacía falta un hombre. Cody era su familia.
Llevó la bolsa a la caja de juguetes de su hijo y la metió en ella. No había visto juguetes en casa de los Hollister, pero no le habían enseñado el cuarto de juegos.
Hollister señaló la cesta.
–¿Tenemos que llevárnosla?
–Sí.
–La bajaré al coche y volveré a por lo demás.
–Pero son cuatro pisos…
–Ya lo sé.
Habían tenido que subir andando porque el ascensor estaba estropeado.
–Estaré lista cuando vuelva.
Cuando él se hubo marchado, ella sintió que se liberaba de la tensión. Había conseguido un trabajo que le permitiría vivir y, si el señor Hollister le daba buenas referencias, tal vez encontrara otro trabajo después de aquel.
Recogió sus cosas. Se le había olvidado preguntarle cómo tenía que vestirse, pero esperaba que su guardarropa de estilo informal fuera suficiente.
Llamaron a la puerta. Era Elle, su vecina, una chica de trece años.
–¿Te han dado el trabajo?
–Sí, empiezo hoy.
–Supongo que ya no necesitarás una canguro.
–Estoy segura de que te necesitaré cuando vuelva. Es un trabajo temporal.
–Os echaré de menos –a Elle le temblaron los labios.
Anna la abrazó.
–Y nosotros a ti.
El señor Hollister volvió y se detuvo bruscamente al contemplar la escena.
–¿Está lista?
Anna soltó a Elle.
–Prácticamente. Elle, este es el señor Hollister. Voy a cuidar a su hijo, Graham.
La chica trató de contener las lágrimas.
–Mucho gusto.
Anna le pasó la mano por el pelo.
–Elle vive en el piso de enfrente. Cariño, ¿por qué no miras si queda comida que pueda echarse a perder en la nevera? Llévatela. Y en el armario hay dos cajas de cereales y un tarro de mantequilla de cacahuete abiertos. Llévatelos también. Y el pan que hay en la encimera.
Elle se marchó y el señor Hollister enarcó una ceja.
–¿Da de comer a los vecinos?
Sonó como si fuera un insulto.
–Elle cuida a Cody cuando doy clases particulares. Como nos vamos, dejará de ganar un dinero que su familia necesita.
Cuando la chica volvió con dos bolsas llenas de comida, el señor Hollister la examinó de la misma forma que había hecho con Anna, hasta que Elle lanzó una mirada de preocupación a su vecina.
–¿Estás segura de que puedo llevármelo todo, Anna?
–Totalmente, Elle. Aquí se echaría a perder. Y ya sabes que detesto tirar la comida.
–¿Tiene teléfono móvil? –le preguntó el señor Hollister a Anna.
–No.
Él sacó la cartera y de esta tomó una tarjeta y dos billetes que dobló antes de que Anna viera su valor.
–Cuide de la casa de la señorita Aronson mientras no esté. Y, si surge algún problema, llámela a este número –dijo tendiéndole la tarjeta y los billetes a la chica.
Anna se mordió los labios para ocultar su sorpresa. Y asintió con la cabeza para que Elle los agarrara.
–Te lo agradecería, Elle. Te avisaré cuando vayamos a volver.
El señor Hollister señaló la trona de Cody.
–Será mejor que se lleve eso.
Salió del piso detrás de Elle con el resto del equipaje de Anna. Ella plegó la trona, cerró la puerta y bajó las escaleras.
En la calle se paró al lado del señor Hollister.
–Ha sido muy amable al darle la tarjeta y el dinero a Elle.
–No tiene importancia –él cerró el maletero y puso la trona en el asiento trasero.
–Su padre está discapacitado y…
–No me interesa ni hay necesidad de que conozca los detalles.
La frialdad de su tono reveló la dureza de su forma de ser.
Durante unos segundos le había parecido que se comportaba como un ser humano, e incluso que sentía compasión.
Pero lo había malinterpretado.
Anna se preguntó si no estaría cometiendo un error garrafal.
Pierce no se había tragado el despliegue de generosidad de Anna con su vecina.
No la había llevado en coche a su casa por magnanimidad, sino porque quería que se ocupara del hijo de Kat inmediatamente. Y porque quería hacerse una idea de cómo era la mujer que había engañado a su secretaria, que normalmente era astuta.
Sarah llevaba con él desde que, siete años antes, la repentina muerte de su padre había obligado a Pierce a tomar las riendas de la empresa. Había trabajado para su padre veinte años. Nadie conocía la empresa como ella y, en el tiempo que llevaban trabajando juntos, él nunca había dudado de su inteligencia, hasta ese día.
Miró a la mujer de cara pecosa, largo pelo negro y piernas aún más largas, que iba sentada en el asiento del copiloto. Era guapa, pero no tanto como para volver locos a los hombres, y su forma poco atrevida de vestir no inducía a pensar que estuviera buscando un amante. La historia que le había contado no cuadraba. Y luego estaba la forma en que había estudiado los cuadros, como si supiera su valor. La colección estaba asegurada, pero tendría que vigilar a la señorita Aronson.
Su piso, casi vacío, el culebrón sobre su exmarido y el montón de facturas que había en la mesa de la cocina indicaban que se hallaba en una situación muy difícil, que estaba lo bastante desesperada para hacer lo que fuera con tal de conseguir dinero.
Como insinuarse a un progenitor rico.
O vender pinturas robadas.
Estaba convencido de que había cometido un error al contratarla. Después, la señorita Aronson había ayudado a su vecina, y lo había hecho de modo que pareciera que esta le hacía un favor aceptando lo que le ofrecía.
A él le había sorprendido que la nevera y los armarios, cuando la chica los había abierto, estuvieran casi vacíos. No veía una despensa tan vacía desde la época en que había vivido con una familia de acogida.
Solo después del comentario de Anna sobre el desperdicio de la comida se había dado cuenta de que la chica no estaba delgada, sino escuálida. Y Anna le había dado toda la comida que tenía manejando la situación con una delicadeza que él no dejaba de respetar.
Mantuvo la vista fija en la carretera, pero sus pensamientos se dirigían a la mujer pálida y silenciosa sentada a su lado.
Aunque Sarah creyera que haber encontrado una mujer tan cualificada como Anna, cuando estaba desesperado, era un regalo del cielo, la vida le había enseñado que, cuando algo parecía demasiado bueno para ser verdad, en el noventa y nueve por ciento de los casos no lo era.
Era indudable que tendría que vigilar a Anna Aronson.
Anna estaba muy nerviosa, y que su jefe fuera conduciendo en silencio y con el ceño fruncido no mejoraba las cosas.
Sin nada que hacer, tenía todo el camino de vuelta a la mansión para pensar si mudarse a la casa de un desconocido era lo acertado para Cody y para ella. Se hallaban en una situación de vulnerabilidad.
Pero ¿tenía otra opción? Estaban a mediados de septiembre y las escuelas ya habían contratado al personal docente. El trabajo de niñera era el único disponible para el que estaba preparada.
Tragó saliva. Tenía la garganta seca.
–¿Vive la señora Sarah con usted?
–Está en casa desde la semana pasada, pero esta noche volverá a la suya.
–¿Y el ama de llaves?
–Viene tres veces en semana.
Eso implicaba que su jefe y ella estarían solos, con los niños.
Había algo en Pierce Hollister que la inquietaba y no sabía qué era. Hacía que se le disparara la adrenalina y le sudaran las manos.
–Graham se le parece –afirmó en un esfuerzo por cambiar la dirección de sus pensamientos.
–Ni siquiera tiene un año. Todavía no se sabe.
–Claro que sí. Tiene la nariz, la barbilla y el pelo como usted, y la forma de los ojos es la misma, aunque los suyos son azules en vez de castaños. ¿No se ha dado cuenta del parecido?
–Se lo imagina usted.
–Si compara fotos de cuando usted era pequeño con las del niño, se dará cuenta de que es verdad.
Hollister frunció aún más el ceño.
–No tengo fotos de cuando era pequeño.
–Tendrá su madre.
–Mi madre ha muerto.
–Lo siento. Tal vez las tenga su padre.
–Me adoptaron. No hay fotos.
Se produjo un silencio incómodo.
–¿Qué edad tenía cuando fue a vivir con su nueva familia?
–Ocho años. Y el niño no se me parece.
–Sarah me ha dicho que Graham tiene once meses. Es grande para su edad y se desenvuelve muy bien. ¿Cuándo empezó a andar?
–No lo sé.
¿Cómo podía haber olvidado un hecho tan crucial? O tal vez se estuviera comportando de forma grosera porque no quería hablar con ella. Se quedó en silencio, durante cinco minutos, ya que la inquietud hizo que le preguntara:
–¿Cuándo es su cumpleaños?
–El mes que viene.
–Si quiere hacerle una fiesta, puedo encargarme de organizarla.
–De eso se encarga su madre.
–Pero he creído entender que no estará de vuelta para entonces.
–Estoy haciendo todo lo que está en mi mano para conseguir que regrese.
–En todo caso, si no vuelve, yo me encargaré. Cumplir un año es un acontecimiento. Puede grabar la fiesta en vídeo para que ella no se sienta excluida.
–No habrá fiesta –le espetó él en voz tan baja que más pareció un gruñido animal.
Ella pensó que la familia Hollister era extraña y que lo mejor que podía hacer era saber cuanto antes lo que se esperaba de ella, para lo cual necesitaba algo más que los escasos detalles que le había dado Sarah.
–¿Qué partes del día quiere pasar con Graham?
–Ninguna.
–¿No come ni cena con él? –preguntó ella, sorprendida
–Tengo que trabajar. Voy retrasado por tenerlo conmigo.
Sus palabras trajeron a Anna recuerdos de su propia vida. Su madre, su hermana y ella casi siempre comían y cenaban solas, incluso cuando su padre estaba en casa, ya que se encerraba en la biblioteca a trabajar. A ella no le cabía en la cabeza que alguien tuviera un hijo y no quisiera verlo desarrollarse.
–Parece que Sarah no le ha explicado la situación de forma comprensible. Graham es responsabilidad suya hasta que deje de trabajar en mi casa. El ama de llaves le echará una mano cuando sea imprescindible. Se le pagará generosamente por el exceso de horas. Tengo que cumplir unos plazos y no se me puede interrumpir.
A ella se le erizó el pelo de la nuca. Durante unos segundos hubiera jurado que su padre había salido de la tumba.
–¿Quiere decir que no desea estar con su hijo en ningún momento?
–Sí. ¿Hay algún motivo por el que me esté interrogando, señorita?
–Trato de hacerme una idea del estado emocional de Graham.
–Es un bebé. Lo único que le preocupa es comer, dormir y que le cambien los pañales. La he contratado para que sea su niñera, no su psiquiatra.
–Ser lo primero implica en gran medida ser lo segundo. Como los bebés no pueden expresar sus necesidades con palabras…
–Limítese a que los malditos niños no me estorben. Para eso la pago. De hecho, preferiría no saber que los niños y usted están en casa.
Ella lo miró desconcertada. Ya sabía que el trabajo parecía demasiado bueno para ser verdad, y acababa de descubrir el truco.
–Muy bien –dijo al tiempo que se compadecía del pequeño, que no entendería por qué su padre no quería verlo.
Sabía por propia experiencia que era un dolor que no se olvidaba.
El señor Hollister entró en la propiedad y detuvo el coche frente a la casa de piedra gris. Se abrió la puerta principal y Sarah Findley salió con Graham en brazos y Cody agarrado de la mano. En cuanto Anna se bajó del coche, su hijo se soltó y corrió hacia ella levantando los brazos.
Anna lo tomó en los suyos y lo abrazó.
Sarah le entregó a Graham.
–Anna, mientras estabas fuera, he pedido otra cuna y la he puesto en la suite de invitados. También he encargado la cena. La tenéis en la cocina. Me marcho –extendió la mano hacia su jefe y él dejó caer en ella las llaves del coche.
Parecía poco habitual, que, dada la fortuna del señor Hollister, compartiera el coche con su secretaria. Pero había muchas cosas que carecían de toda lógica en aquella casa.
–¿Te importa que saquemos las cosas antes de que te vayas corriendo? –le preguntó Pierce con un deje de humor y una sonrisa torcida.
Era la primera vez que Anna lo veía sonreír. Se quedó sin respiración. Resultaba muy atractivo cuando no se portaba como un amargado, y su mirada era cálida en vez de fría como el hielo. Pero le molestó que su afecto lo dirigiera hacia su secretaria en vez de hacia su hijo. Ni siquiera lo había mirado desde que habían llegado.
Sarah sonrió.
–Esperaré incluso a que metas mis bolsas en el maletero.
Anna observó el equipaje que estaba en el porche.
–No te he enseñado tus habitaciones –le dijo Sarah–. Ve a verlas, si quieres. Al final de las escaleras, gira a la izquierda.
–Le subiré sus cosas –le dijo su jefe.
–Muy bien, gracias –Anna entró con los dos niños en brazos y dejó en el suelo a Cody al llegar al vestíbulo–. Vamos arriba, cariño.
Siguiendo las instrucciones de Sarah, giró a la izquierda. El dormitorio estaba hermosamente decorado, pero se percató de que lo único que indicaba que era el cuarto de los niños eran las dos cunas. No había juguetes.
Dejó a Graham, que se había quedado dormido, en la cuna. Las preguntas no cesaban de acosarla. ¿Por qué aquel niño tenía que dormir en la habitación de invitados? ¿Por qué no había medidas de seguridad en la casa para evitar que se hiciera daño o se escapara? ¿Quién se había ocupado de él hasta entonces? ¿Por qué se mostraba Pierce tan frío con su hijo?
Cody entró corriendo en el cuarto de baño. Anna lo siguió.
–Después te bañaré. Ahora vamos a buscar la habitación de mamá.
Recorrieron un corto pasillo que desembocaba en la sala de estar. Después estaba el segundo dormitorio, con una cama enorme, un lujoso cuarto de baño y un vestidor, todo ello también hermosamente decorado, pero sin vida.
Oyó el sonido de un coche que se alejaba. Se le secó la boca al constatar que estaba sola con su jefe y que pronto descubriría si era un mujeriego.
La sobresaltó un ruido a sus espaldas. Era el señor Hollister con el equipaje.
–¿Dónde está el niño?
–Graham se ha quedado dormido y lo he metido en la cuna.
–Vigílelo de forma regular.
–¿Es esta la habitación que ocupa cuando viene de visita?
–No viene de visita.
–¿Nunca? Entonces, ¿lo ve en casa de su madre?
–Señorita Aronson, mi vida personal no le concierne –contestó él con brusquedad–. Instálese. Tanto usted como los niños pueden comer cuando quieran.
–¿Se podrían poner vallas de protección para los niños al principio y al final de la escalera?
–Dígaselo a Sarah mañana. Ella se encargará. Buenas noches.
Anna se sintió perdida en aquel lugar desconocido, sin amigos ni aliados. Esperaba no necesitarlos.
Pierce se detuvo en la puerta de la cocina al ver que allí estaban Anna y los niños. Era evidente que su inmensa casa no era suficientemente grande para no toparse con ellos.
Anna estaba pelando un plátano para desayunar.
–Buenos días, señor Hollister.
–Ha madrugado.
–Su hijo se ha despertado pronto.
–El hijo de Kat.
Anna inclinó la cabeza y el pelo negro se le deslizó por los hombros. Él se dio cuenta entonces de que parecía que no se había peinado, como si hubiera tenido que levantarse muy deprisa. Tenía los ojos de color azul claro y su mirada era soñolienta.
–¿Kat es su madre?
–Sí.
–He preparado el desayuno de los niños. Espero que no le importe que no le hayamos esperado –cortó el plátano en trozos y los repartió entre los dos platos de los niños, los besó ruidosamente en la cabeza, lo que les hizo reír, y fue a lavarse las manos al fregadero.
Era alta y delgada. Su aspecto de recién levantada y el aroma a madreselva que despedía le resultaron a Pierce inquietantemente atractivos.
–Sírvase lo que quiera de lo que hay en la cocina.
–Hablando de eso… He hecho inventario de la nevera y la despensa. No hay mucho.
–Los armarios están llenos de comida.
–Pero no para los niños. ¿Qué le gusta comer a Graham?
Él se dio cuenta de que le estaba mirando la boca y alzó la vista con brusquedad hasta sus ojos.
–No lo sé.
–¿Tiene algún tipo de alergia alimentaria?
El interés de Pierce se vio sustituido por la irritación.
–Tampoco lo sé. El ama de llaves se ocupa de comprar. Haga una lista y désela cuando venga hoy.
–Eso haré. Y, si usted va a venir todas las mañanas, y estoy segura de que a Graham le encantaría, prepararé el desayuno para los cuatro.
¿Desayunar con aquel par de niños con la cara y las manos llenas de comida? No, gracias. Sintió la necesidad de huir, pero el estómago le rugía de hambre.
–El desayuno me lo prepararé yo, hoy y todos los días.
Abrió la nevera y sacó los ingredientes para hacerse un sándwich a toda prisa.
–¿Dónde guarda los juguetes de Graham? –le preguntó ella.
–Pregúnteselo a Sarah. Puede que haya comprado algunos la semana pasada.
–Graham está aquí… de forma legal, ¿verdad? –preguntó ella con miedo.
Pierce apoyó los puños en la encimera. Lo único que le faltaba era una histérica que llamara a las autoridades. Aunque no tuviera nada que ocultar, la policía haría que se retrasase en su trabajo.
Era paradójico que Anna creyera que había secuestrado al niño cuando él había tenido que obligar a Kat a que incluyera su apellido en el certificado de nacimiento del bebé por si se presentaba una emergencia. Kat le había asegurado que no tendría que recurrir a él, pero se había equivocado.
–Soy el tutor legal del niño hasta que su madre regrese. Si quiere ver los documentos, los tiene Sarah.
–¿Qué ha pasado con la niñera anterior?
–Dejó al niño en los servicios sociales al ver que la madre tardaba en volver.
No había revelado la identidad de Kat a propósito, para que no solicitaran el puesto personas que estuvieran más interesadas en la fama de la madre que en el bienestar del hijo. En los últimos tiempos, muchos empleados habían vendido los secretos de sus jefes a los medios de comunicación. La relación entre Kat y él, por tensa que fuera, era privada. Y, si trascendía, la imagen de su empresa se deterioraría.
–Pobre Graham –dijo Anna–. ¿Podríamos ir a casa de su madre a recoger algunas cosas?
–Kat vive en Atlanta.
–Demasiado lejos. ¿Le importa que tomemos algunas cosas de la cocina?
–Me da igual cómo entretenga al niño –replicó él a punto de estallar–. Hágalo y déjeme tranquilo.
Ella palideció, lo que hizo que se le destacaran las pecas en la piel. Él pensó en que se parecían a la canela con que su madre le espolvoreaba las tostadas. Él solía lamerla y…
–Muy bien –dijo ella.
Sintiéndose como si hubiera dado una patada a un gatito, Pierce agarró el plato y una botella de agua y se fue al despacho.
Encendió la televisión para ahogar el ruido que llegaba de la cocina y trató de concentrarse en la CNN mientras comía. Aunque un equipo le ponía al día sobre la situación de Kat, a veces se enteraba por el telediario antes de recibir un informe.
La niñera y sus incesantes preguntas le habían quitado las ganas de comer. Apartó el plato y se dispuso a trabajar.
Lo primero era decidir a quién le daría la beca ese año. Metió la mano en la caja de las solicitudes que aún no había leído, agarró una y giró la butaca para situarse frente a las tres cajas que había en la mesa supletoria. En una estaban las solicitudes rechazadas; en otra, las que tenían posibilidades; la de las aceptadas estaba vacía.
Cada año había más gente que necesitaba que le echaran una mano. No podía ayudarlos a todos, así que buscaba la persona que tuviera más potencial y ambición.
Acababa de leer el nombre del solicitante, cuando Sarah entró en la habitación.
–Ah, es la primera noche que duermo de un tirón desde hace una semana. Siento no haberme quedado anoche, pero con la úlcera molestándome, necesitaba un poco de tranquilidad.
–No pasa nada.
–¿Se las arreglaron Anna y los niños anoche?
–No lo sé.
–¿No se lo has preguntado mientras desayunabais?
–He comido aquí –respondió él indicando el plato con la cabeza.
–Nunca he hablado mal de tu padre, pero…
–No vayas a empezar ahora.
–Pero a los niños no hay que alejarlos porque nos resulte conveniente.
–Lo dirás por experiencia.
Ella hizo una mueca y su expresión se volvió sombría. Pierce se arrepintió de lo que había dicho.
–Perdona.
–No, tienes razón. Mi marido y yo no pudimos tener hijos, lo cual lamento cada día más y hace que me guste la compañía de los hijos ajenos, aunque en pequeñas dosis. Y sobre todo ahora, que voy a cumplir los cincuenta y mis amigos ya tienen nietos. Graham te necesita, Pierce.
–Tiene a su madre, y a una niñera que tú has elegido.
–No repitas los errores de tu padre. Dedica tiempo a tu hijo. Si lo haces, Graham te enriquecerá la vida de un modo que ni te imaginas.
–Es hijo de Kat.
–De Kat y tuyo. Da igual que Katherine se quedara embarazada sin consultártelo. Graham sigue siendo de tu propia sangre, como lo demuestran el hecho de que ahora tengas su custodia temporal y las cantidades que pagas de pensión cada mes.
–Le dedicaré tiempo cuando sea mayor y pueda entrar a hacer prácticas en la empresa, como hizo Hank conmigo.
–Entré a trabajar de secretaria de Hank cuando la empresa disponía de un presupuesto muy reducido. Al iniciar las gestiones para adoptarte, creí que un niño le dulcificaría el carácter, pero no cambió de forma de ser ni siquiera cuando te trajo a casa. Siguió trabajando hasta muy tarde y sin tomar vacaciones. Traté de explicarle que un niño, sobre todo uno de ocho años que acababa de perder a su familia, necesitaba cariño y atención. ¿Y qué hizo el muy estúpido? Casarse con una mujer treinta años más joven a pesar de que la única a la que amaría durante toda su vida fue la fresca que lo abandonó para casarse con su hermano.
Pierce frunció el ceño al recordar. Al cumplir los trece años, un día, al volver del internado por las vacaciones de verano, le habían presentado a su nueva mamá, a la que lo único que le interesaba era ir de compras y gastarse el dinero de Hank, y que había desaparecido cuando él volvió de nuevo a casa por Navidad.
–Muchas veces le pregunté –prosiguió Sarah– para qué tenía un hijo si no quería estar con él.
–Necesitaba un heredero para evitar que su hermano, que le había robado la novia, heredara la empresa.
–Ese no es motivo para que un niño entre en tu hogar. Y tú te volverás un cascarrabias como tu padre si no dejas que nadie traspase la armadura que llevas. Entiendo que desconfíes de Katherine porque te engañó. Pero Graham no tiene la culpa. Y darle dinero no va a colmarte como lo haría que le dieras afecto y recibieras el suyo. Y por muchas becas que concedas, tu hermano no va a volver.
Había sido un ataque directo a la yugular. Pero Sarah no sabía nada del bebé que había en la familia que lo acogió, el que había muerto. Y Pierce había sido el último en verlo con vida. Trató de alejar el recuerdo de su memoria.
–Tal vez pueda evitar que otro niño corra la misma suerte que Sean. Por eso examinamos miles de solicitudes.
–Sean eligió mal después de morir tus padres porque había perdido el vínculo emocional con las personas que lo orientaban. Asegúrate de no poner a tu hijo en la misma situación.
Sarah le pedía demasiado. Dejar que Graham o cualquier otra persona entrara en su vida lo haría vulnerable. Todos sus seres queridos habían muerto: sus padres, su hermano y Hank.
Kat volvería, se llevaría al niño a Atlanta y acabaría encontrando a alguien que quisiera casarse con ella.
Mantenerse a distancia era lo más sencillo para él a largo plazo. Cuando tuviera algo que ofrecerle al hijo de Kat, como un empleo en la empresa, le enseñaría a llevar el negocio, si le interesaba. Pero hasta entonces, no iba a dedicar tiempo a un invitado temporal.
Anna llevaba cuatro días trabajando, y dos de ellos no había visto a su jefe.
Lo bueno era que no había querido aprovecharse de ella ni se le había insinuado. Lo malo era que su hijo no le interesaba lo más mínimo.
Su enfado ante esa situación había reactivado el resentimiento siempre latente contra el padre de su hijo. ¿Todos los hombres eran unos idiotas egoístas que procreaban sin pensar en la nueva vida que traerían al mundo?
Era cierto que el señor Hollister no había malcriado al niño inundándolo de bienes materiales para compensar su falta de atención hacia él, cosa que su propio padre había hecho. Pero los mejores regalos, como el amor y la atención, eran gratis.
Comprobó que los niños estaban dormidos. El sol brillaba y hacía una temperatura muy agradable. Le hubiera gustado sentarse en el jardín a leer, pero, con las prisas, no había metido ningún libro en la maleta.
Tal vez su jefe pudiera prestarle algo. Sabía que estaba solo porque había oído salir el coche de Sarah hacía diez minutos. Aunque no le hacía gracia enfrentarse al león en su cueva, lo prefería a pasarse dos horas mirando al techo. Bajó las escaleras, se dirigió al despacho y llamó a la puerta.
–Entre.
Hollister estaba sentado a su escritorio con un montón de papeles frente a él.
–Siento molestarlo, pero ¿podría prestarme un libro? Los niños están durmiendo la siesta y…
–Dese prisa –respondió él mientras le señalaba una estantería.
–Gracias.
La mayor parte de los libros estaban relacionados con la empresa. Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando vio una novela de suspense de uno de sus autores preferidos. Lo agarró.
–¿Lo ha leído?
–No
–Ah –ella volvió a ponerlo en su sitio.
–Lléveselo.
–¿Está seguro?
–No tengo tiempo de leerlo.
–Muy bien, gracias –y aunque estaba deseando salir de allí, Anna se armó de valor para hablarle.
–Me gusta mucho cuidar de Graham. Es un niño adorable. Su madre y usted estarán muy orgullosos de…
–Ponerse a charlar conmigo no es la mejor manera de convencerme de que no se insinuó a aquel padre en su anterior trabajo.
–Lo único que trataba de decirle es que pasara algún rato con su hijo –replicó ella indignada.
–Solo es mi hijo biológico.
–No le entiendo.
–Ni falta que hace, señorita Aronson, y, si desea conservar su puesto, salga de mi despacho inmediatamente.
–Muy bien –se dio la vuelta a toda prisa y, sin querer, dio con el codo en una de las cajas de la mesa supletoria.
Los papeles se desperdigaron por el suelo.
–Lo siento. Voy a recogerlos –se puso de rodillas y comenzó a hacerlo. Todos ellos tenían el mismo encabezamiento: Beca en memoria de Sean Rivers.
De pronto vio unos mocasines frente a ella. Hollister la sorprendió al agacharse para ayudarla. Sus dedos chocaron y ella sintió una descarga eléctrica que la obligó a retirar la mano bruscamente.
¿Qué era aquello? No podía ser atracción. De ninguna manera. No podía sentirse atraída por un adicto al trabajo.
Era alarma, inquietud, ya que no quería que la volvieran a acusar de insinuarse.
Lo miró a los ojos.
–Después de quince años de ballet, debería tener más gracia al moverme.
Él le arrebató los papeles y se incorporó.
–¿Y cómo no siguió después de quince años?
–Porque todo el entusiasmo y la determinación del mundo no son suficientes cuando se carece de sentido del ritmo –agarró un papel que estaba debajo del escritorio–. ¿Quién es Sean Rivers?
–Mi hermano.
–Por lo que dice aquí, ¿significa que…?
–Sí, está muerto –afirmó él sin emoción.
–Lo siento. ¿Y todo esto? –Anna señaló los montones de papeles.
–Aunque no es de su incumbencia, mi empresa, Hollister Ltd., ofrece una beca universitaria anual a un estudiante que se halle dentro del régimen de acogida familiar.
El régimen de acogida familiar. Y él había sido adoptado. ¿Quería eso decir que tanto él como su hermano habían sido acogidos durante un tiempo?
–¿Elige usted personalmente al estudiante?
–Sí.
–¿Está trabajando en eso ahora?
–Entre otras cosas, ya que tengo que dirigir la empresa. ¿No tiene que atender a los niños, señorita Aronson?
–Están durmiendo la siesta. Y los oiré cuando se despierten. Pero le dejo trabajar. Gracias por el libro. Y, por favor, pásese por el cuarto de los niños cuando tenga tiempo. A Graham le encantaría ver a su padre.
Él se estremeció y la miró con tal expresión que ella se fue a toda prisa.
Sin embargo, se había enterado de que su jefe tenía una característica que lo redimía de su carácter: era generoso.
Aunque no con respecto a su hijo, lo cual era imperdonable.
Anna estaba cantando una canción a los niños mientras ellos la acompañaban golpeando con una cuchara de palo una cacerola.
La puerta del cuarto se abrió de golpe y entró el señor Hollister.
–¿Qué demonios está haciendo?
Los niños se quedaron mudos. El labio inferior de Graham comenzó a temblar y buscó consuelo en el pecho de Anna. Ella lo abrazó. ¿Le daba miedo su padre?
–Cantando. ¿Le hemos molestado?
–Sí.
Cody golpeó la cacerola y Graham, desprendiéndose de los brazos de Anna, comenzó a dar palmas. Los dos niños se rieron de forma contagiosa. Eran adorables. Durante unos instantes, a Anna le pareció que la expresión de su jefe se dulcificaba.
Cody le tendió la cuchara al señor Hollister y este lo miró perplejo.
–Le está pidiendo que toque su tambor –le explicó Anna.
–No –respondió él–. Y deje de hacer ruido. Estoy trabajando.
–Lo intentaré.
–No lo intente. Hágalo –dio media vuelta y se marchó.
–Muy bien, niños –dijo Anna–. Hora de bañarse.
Seguro que el señor Hollister no se quejaría de que los niños salpicaban muy alto. Los llevó al cuarto de baño, los desnudó y los metió en la bañera, donde los dejó jugar unos minutos sin perderlos de vista.
Después les lavó la cabeza riéndose de la cara que ponían. Siempre había querido tener hijos, más de uno, pero la vida tenía otros planes para ella.
No se arrepentía de haber rechazado la sugerencia de Todd de que abortara. Creía haberle convencido de que podrían salir adelante porque, si controlaban los gastos, el sueldo de él daría para que vivieran los tres. Creyó que había aceptado su decisión de tener a Cody.
Pero su desaparición le demostró que estaba equivocada y que sus padres tenían razón al decirle que Todd era un irresponsable.
Secó a Graham primero, lo sentó en la esterilla y le dio uno de los barcos de goma de Cody.
–Espera, cariño, que voy a secar a Cody.
Al niño se le había metido jabón en los ojos y gimoteaba. Anna se los aclaró y oyó que Graham se reía, pero el sonido provenía del exterior del cuarto de baño. Se volvió en el momento en que salía por la puerta del dormitorio. El corazón comenzó a latirle muy deprisa. Esperaba que su jefe se hubiera acordado de cerrar la valla de protección de la escalera que Sarah se había encargado de instalar. Tomó a Cody en brazos y corrió tras el fugitivo.
–¡Graham, para!
El niño pasó de largo por delante de la escalera ya que la valla de protección, por fortuna, estaba cerrada, tomó un pasillo hacia una zona de la casa que Anna aún no había explorado y desapareció por una puerta abierta.
El señor Hollister, desnudo de cintura para arriba, miró asombrado a su hijo. Después alzó la cabeza y lanzó una mirada de desaprobación a Anna, que se detuvo bruscamente.
El torso de su jefe parecía el de una escultura, con los músculos bien definidos, la piel bronceada y vello oscuro en los pectorales. Los abdominales destacaban encima de los vaqueros de cintura baja. Y no eran nada comparados con los de los hombros y brazos.
Anna sintió que se le desbocaba el corazón y que se le formaba un nudo en el estómago. Experimentó un fuerte calor en la cara y el cuerpo y se dijo que era producto de lo embarazoso de la situación, ya que acababa de entrar en el dormitorio de su jefe.
Pero sabía que no era ese el motivo. A pesar de que llevaba dos años sin sentirlo, reconoció la mordedura del deseo. ¿Por qué por aquel hombre, cuya actitud hacia su hijo la ponía furiosa?
–¿Qué demonios pasa? –rugió el señor Hollister, lo cual hizo que Graham por fin se detuviera.
–Perdone, pero es que Graham se me ha escapado después de bañarlo.
Por el rabillo del ojo vio la enorme cama, que cubría una colcha negra. En una esquina había una camiseta y pantalones de correr.
Era evidente que había pillado a su jefe en el momento de cambiarse, y si hubiera llegado un minuto más tarde… Tragó saliva y cerró los ojos con fuerza. Era probable que hubiera estado tan desnudo como los niños.
–Su hijo corre muy deprisa. De tal palo, tal astilla, ¿no?
El señor Hollister ni siquiera sonrió.
–Vamos, Graham –dijo ella.
El niño, inmóvil, miraba a su padre con los labios temblorosos.
–Vamos, Graham, que tenemos que vestirnos –repitió ella, pero el niño no se movió.
–«Y a continuación, las novedades que les hemos prometido sobre la desaparición de la corresponsal internacional Katherine Hersh» –dijo el presentador en un aparato de televisión que colgaba en la pared.
El señor Hollister se giró bruscamente hacia ella con el cuerpo en tensión y las mandíbulas contraídas.
Anna dio un paso hacia atrás.
–Nosotros nos…
–¡Silencio! –bramó su jefe.
–«Se desconoce por qué secuestraron a Hersh hace tres semanas, y ninguno de los grupos extremistas de la zona donde su equipo la vio por última vez se ha responsabilizado del secuestro. La zona en que desapareció es famosa por las revueltas de la población civil desde hace una década. Si recuerdan, el hermano de Hersh murió cerca de allí mientras cubría un golpe de estado para un canal de televisión. Los rebeldes aún no han solicitado un rescate, y aunque lo hagan y el rescate se pague, no hay garantías de que liberen a Hersh. De momento tratamos de saber si sigue con vida».
–Claro que sigue viva, maldita sea –gruñó el señor Hollister.
–«Hersh ha efectuado muchos reportajes desde zonas tan inestables como esta, y no es la primera vez que se enfrenta al peligro. Es una de las mejores corresponsales de televisión y se suele decir que tiene un sexto sentido para prever el peligro. Si es así, este le falló hace tres semanas. Si sucede lo peor, cosa que todos deseamos que no ocurra, Katherine dejará un niño pequeño».
En la pantalla apareció la imagen de una preciosa mujer rubia, de ojos verdes y treinta y tantos años, con un bebé en brazos que se parecía mucho al que Anna cuidaba. Esta se quedó sin respiración.
El presentador continuó:
–«Les mantendremos informados según se produzcan novedades. De momento hay que esperar y rezar para que Katherine Hersh sea liberada».
En la pantalla aparecieron imágenes de otra noticia. Anna recordó haber leído titulares sobre la desaparición de la periodista.
Katherine Hersh había desaparecido tres semanas antes y el señor Hollister llevaba dos con su hijo.
–¿Es esa Katherine la madre de Graham?
El señor Hollister la miró sin ninguna expresión.
–Sí.
–¡Por Dios! Crecí viendo los reportajes de su padre y su hermano, y después los suyos.
–¿Tengo que recordarle que ha firmado un acuerdo de confidencialidad?
–No, pero nunca daría a conocer información privada a menos que un niño estuviera en peligro, y entonces la ley invalidaría cualquier tipo de acuerdo. Han dicho que secuestraron a Kat hace tres semanas, pero Graham está aquí hace menos de dos. ¿Dónde estuvo antes de que usted lo recogiera?
–La niñera lo dejó en los servicios sociales cuando Kat no regresó en la fecha prevista alegando que no iba a perderse la boda de su hermana por el hijo de otra persona –le explicó su jefe, claramente asqueado por semejante conducta.
–¿Y si…? ¿Y si Kat no está bien?
–Lo está –afirmó él con total seguridad, como si fuera algo que dependiera de su voluntad.
–¿Cómo lo sabe? ¿Tiene información de la que carece el presentador?
–Tengo un equipo en la zona que hace preguntas.
–Pero ¿qué hará si no liberan a Kat? ¿Y si se produce la peor de las situaciones y no vuelve? ¿Quién cuidará de Graham? ¿Se convertirá usted en un padre dedicado a él a tiempo completo?
–No será necesario.
¿Y si el señor Hollister se equivocaba?
Anna apartó la mirada de su jefe para dirigirla a Graham. El niño se merecía más que un padre al que temía y que no se relacionaba con él. Necesitaba que lo quisieran.
La conciencia de Anna no le permitiría dejar aquel empleo sin tratar de que se estableciera un vínculo entre el niño y su frío padre.
Era lo mínimo que podía hacer por el pequeño, que tal vez ya hubiera perdido a su madre.
Pierce miró fijamente a Anna.
La blusa mojada y casi transparente que llevaba se le pegaba a los senos. Se obligó a apartar la mirada de los círculos oscuros que se veían a través del tejido.
La vista lo estaba distrayendo.
–Está mojada.
–Es por el baño. A los niños les gusta salpicarme. Además, no tuve tiempo de envolver a Cody en una toalla cuando Graham se escapó.
Él utilizó el mando a distancia para quitarle el sonido a la televisión y trató de concentrarse.
–Sáquelos de aquí antes de que mojen la alfombra.
–No son perritos, pero tiene razón. Vámonos, Graham –dijo Anna tendiéndole la mano.
El niño gorjeó y se escondió detrás de Pierce. Agarrándolo por los pantalones, sacó la cabeza y miró con picardía.
Pierce no se atrevió a moverse por miedo a pisarlo y a que llorara. En el vuelo desde Atlanta había aprendido que sus gritos resucitarían a un muerto. No hubo forma de calmarlo hasta que cayó rendido. Había sido el peor vuelo de su vida.
–¿Te escondes de mí? –preguntó Anna.
El pequeño gorjeó con más fuerza, claramente excitado.
Pierce experimentó sentimientos encontrados. Quería marcharse de allí, pero pudo más el deseo de sonreír por las gracias del niño, que le habían despertado viejos recuerdos de Sean y él jugando al escondite y corriendo por la casa hasta que su madre los mandaba al patio a que siguieran jugando.
Y el terrible recuerdo de ver que se llevaban a un bebé de su casa de acogida en una bolsa para cadáveres.
–Voy a atraparte –dijo Anna. Sonriendo, se agachó para hacerlo y chocó con el hombro en la nalga de Pierce. Él sintió una descarga eléctrica.
El brusco cambio de la desolación al deseo lo conmocionó.
–Ya te tengo –dijo ella levantando a Graham y dando vueltas con él en brazos.
Cuando se detuvo y miró a Pierce, sus ojos azules brillaron divertidos invitándole a unirse.
–Váyase –dijo él mientras sentía fuego en la piel y el corazón le latía de forma estruendosa. Anna tenía un atractivo que era mejor no tener en cuenta.
–Dale un beso a papá antes de irnos, Graham –dijo ella mientras se le acercaba.
Pierce se estremeció. Aturdido por la proximidad de ella, no tuvo tiempo de negarse antes de que las manitas de Graham se le aferraran al vello del pecho. Sintió un dolor como si lo pincharan con mil agujas y se echó hacia atrás para evitar la barbilla mojada del niño.
–No soy su papá.
–Hasta que su madre vuelva, usted es todo lo que tiene. Y parece que al niño no le importa.
Él trató con suavidad de que el niño lo soltara, pero tenía miedo de romperle un dedito.
–Haga que me suelte.
La expresión divertida de Anna cambió a otra de determinación.
–¿A que huele de maravilla? No hay nada como el olor a niño pequeño recién bañado.
Él la fulminó con la mirada.
–Ahora huele bien, pero no durará.
Anna se rio.
–Suelta a tu padre. Quiere ir a correr.
El niño no le hizo caso. Cada movimiento de sus manitas aumentaba el dolor de Pierce. Y, de pronto, recostó la cabeza en el hombro de su padre.
–Pa, pa, pa…
Pierce recordó a otro niño en la misma postura, veintidós años antes. Sintió que se quedaba sin respiración.
–Deja de llamarme así.
–Tendrá que sostenerlo si quiere que intente que lo suelte.
¿Sostenerlo? Hasta aquel momento había conseguido no tener en brazos al hijo de Kat.
De mala gana rodeó con los brazos el trasero desnudo de Graham y se dio cuenta de lo que pesaba; bastante para ser tan pequeño.
Tener que ocuparse de él mientras no estuviera Kat lo abrumaba. ¿Y si el niño se hacía daño mientras estuviera a su cargo? ¿Y si se acostaba una noche y no se despertaba como el bebé de la casa de acogida?
No sucedería. Había contratado a Anna para que el hijo de Kat estuviera a salvo.