Pasión en el castillo - Marion Lennox - E-Book
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Pasión en el castillo E-Book

MARION LENNOX

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Beschreibung

Un destino inesperado. Angus Stuart estaba más acostumbrado a las salas de juntas que a los castillos, pero al morir su padre se vio lanzado a un mundo desconocido. Volvió a la propiedad con la intención de venderla lo antes posible. Sin embargo, con las vacaciones a la vuelta de la esquina, el destino tenía otros planes para él. En la puerta de su casa apareció Holly McIntosh, una chef australiana rebosante de alegría y desesperada por encontrar trabajo, por lo que no estaba dispuesta a aceptar una negativa por respuesta. Angus le ofreció un puesto temporal. Pero si alguien podía derretir el corazón del conde aquel invierno, esa era Holly.

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Marion Lennox

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión en el castillo, n.º 2581 - noviembre 2015

Título original: Christmas at the Castle

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7287-5

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

POR favor, milord, queremos ir al castillo de Craigie por Navidad. Nacimos allí. Queremos volver a verlo antes de que se venda. Hay mucho sitio, por lo que no lo molestaremos. Por favor, milord.

«Milord». Era un título importante al que Angus no estaba acostumbrado ni al que probablemente se acostumbraría, ya que pretendía ostentarlo el menor tiempo posible y marcharse del castillo.

Pero aquellos eran sus medio hermanos, los hijos del segundo desastroso matrimonio de su padre, unos muchachos que no habían conseguido escapar de la pobreza y el abandono derivados de su relación con el viejo conde.

–Nuestra madre no está bien –dijo el chico, animado al ver que Angus no se había negado de forma tajante–. No puede llevarnos a visitarlo. Pero cuando usted nos escribió para decirnos que lo iba a vender y preguntar si ella quería algo… No quiere nada, pero nosotros sí. Nuestro padre nos envió lejos de allí sin avisarnos. Mary, que tiene trece años, pasaba horas en las colinas con los animales y plantas silvestres. Sigue llorando cuando se acuerda de ellos. No hay nada así en Londres. Quiere tener la oportunidad de despedirse. Polly tiene diez años y quiere hacer fotos del castillo para demostrar a sus amigos que realmente vivió allí. Y yo… Mis amigos están en Craigenstone. Teníamos un grupo musical: Me encantaría tocar de nuevo con ellos. Mi madre está tan enferma… Aquí, todo es terrible. Esta sería la…

El muchacho se interrumpió, pero se obligó a continuar.

–Por favor, solo esta vez para que podamos despedirnos como es debido. Por favor, milord.

Angus Stuart era un obstinado hombre de negocios que dirigía una de las empresas de inversiones más prestigiosas de Manhattan. Era inmune, desde luego, a las súplicas.

Pero cuando era un chico de dieciséis años el que suplicaba por sus hermanas…

¿Qué circunstancias los habían obligado a marcharse tres años antes? No lo sabía, pero conociendo la terrible reputación de su padre, podía suponérselo.

Pero si accedía, sería llevar a un grupo de adolescentes necesitados y a su madre enferma al castillo y tenerlo abierto más tiempo del que pretendía.

Angus, de pie en el enorme vestíbulo del castillo, pensó en todas las razones que tenía para negarse.

Pero había revisado las cuentas del castillo y había leído las desesperadas cartas que la madre había escrito al conde, en las que le contaba lo enferma que estaba y que sus hijos necesitaban apoyo, sin obtener respuesta. Aquella familia debía de haber vivido una pesadilla.

–Si puedo contratar a alguien para que se ocupe de vosotros… –dijo finalmente.

–Mi madre nos cuidará.

–Acabas de decir que está enferma, y parece que este sitio no se ha limpiado desde que tu madre se marchó hace tres años. Si encuentro a alguien que nos cocine y haga el castillo habitable, podréis venir. Te prometo que lo intentaré.

Angus Stuart era hombre de palabra, así que debía intentarlo. Pero no quería. La Navidad era una fiesta familiar y a lord Angus McTavish Stuart, octavo conde de Craigenstone, no le gustaban las familias. Había intentado formar una y había fracasado.

Además, el castillo no se parecía en nada a un hogar y no tenía intención alguna de convertirlo en uno. Pero para una familia necesitada…

Solo una vez. Solo aquella Navidad.

Se necesita cocinera/ama de llaves para tres semanas durante el periodo de Navidad. Solicitudes en persona en el castillo de Craigie.

El anuncio estaba en el escaparate de la única tienda de Craigenstone.

–Podría hacerlo –dijo Holly, pero su abuela negó con la cabeza con tanta fuerza que se le cayó el gorro.

–¿En el castillo? Tendrías que trabajar para el conde. ¡No!

–¿Por qué no? ¿Es un ogro?

–Casi. Es el conde.

–Creí que no conocías al actual conde.

–La bellota no cae lejos del árbol –afirmó Maggie sin dar más explicaciones al tiempo que recogía el gorro de la nieve y se volvía a poner–. Su padre fue un tirano durante setenta años. Y el padre de su padre, y así sucesivamente. El actual conde lleva treinta y cinco años en Estados Unidos, pero seguro que no ha mejorado.

–¿Cuántos años tiene?

–Treinta y seis.

–Entonces, ¿lleva viviendo en Estados Unidos desde que tenía un año? –preguntó Holly, sorprendida.

–Helen, su madre, era una heredera americana. Dicen que por eso se casó el conde con ella, por su dinero. Dios sabe cómo convencería a aquella chica preciosa para que se fuera a vivir a ese castillo, que es como un mausoleo. Circularon rumores de que el conde la había cortejado en Londres, y podía ser tremendamente encantador cuando se lo proponía. Después se casaron y la llevó a vivir a ese antro. ¡Qué susto se llevaría ella!

La anciana miró más allá del pueblo, donde la sombra gris del castillo dominaba el horizonte.

–Lo soportó casi dos años. Tenía agallas y parecía que quería al conde. Pero su esposo era frío y mezquino y, al final, no tuvo más remedio que reconocerlo. Desapareció hace treinta y cinco años, en Navidad, y se llevó al bebé.

–¿Y el conde no hizo nada?

–Parece que ni se inmutó. Tenía un heredero, por lo que probablemente le vino muy bien no tener que mover un dedo para criarlo ni tener que gastarse dinero en él. Nunca hablaba de su esposa ni de su hijo. Vivió solo muchos años y, al final, dejó embarazada al ama de llaves, Delia, que siempre se había dejado pisotear.

–¿Era de aquí?

–De Londres –respondió Maggie–. La trajo cuando se casó por primera vez y fue de las pocas personas del servicio que se quedó cuando lady Helen se fue. El conde acabó casándose con ella, ante el estupor general. Trabajaba como una esclava y le dio tres hijos. Pero el conde tampoco se interesó por ellos. Vivían en otra parte del castillo. Al final, Delia no pudo soportar el comportamiento atroz del anciano. Ella tenía artritis, y las exigencias del conde la estaban dejando inválida. Se marchó a Londres hace tres años llevándose a los tres niños. Desde entonces, nadie de la familia ha vuelto.

–Hasta ahora.

–Exactamente. El anciano conde murió hace tres semanas y hace dos que el conde actual se presentó aquí.

–¿Qué sabes de él, además de que es americano?

Holly tenía los pies helados. Toda ella estaba helada, pero había decidido dar un paseo con su abuela.

–Su familia americana tiene mucho dinero. Algo se publicó en una revista hace quince años, cuando su prometida se mató.

–¿Hace quince años?

–Creo que sí. Alguien del pueblo lo vio en una revista americana e hizo correr la voz. Según los rumores, su madre se había recluido en su casa y lo había mandado interno a los seis años de edad, ni más ni menos. Parece que es un mago de las finanzas. Aparece en la prensa de vez en cuando, en la sección financiera. Pero hace años… Parece que, en la universidad, se juntó con malas compañías. Su prometida se llamaba Louise. No recuerdo su apellido. Murió en Aspen, en Nochebuena. Se habló de consumo de drogas y fue un escándalo. Parece que ella estaba allí con otro hombre. Los titulares de los periódicos hablaron de un heredero de millones traicionado, cosas así. Él tenía veintiún años; ella, veintitrés. Después, él se dedicó a ganar dinero y, desde entonces, no hemos sabido prácticamente nada. No sé a qué ha venido ni por qué necesita empleados. Creía que el castillo estaba en venta. Más vale que se te quite la idea de trabajar allí.

–Pero pagará bien. Imagínate: cubos de carbón llenos para Navidad. Podría informarme.

–Estás aquí de vacaciones.

–Así es –Holly suspiró y agarró a su abuela del brazo–. Formamos buena pareja. Tú eres la perfecta anfitriona, y yo, la perfecta invitada. Pero si queremos comer algo rico en Navidad, este podría ser un medio de conseguirlo.

–No lo dirás en serio.

–¿Qué puedo perder?

–Te matará a trabajar. Todos los condes han sido tacaños. Cocinera y ama de llaves, no está mal. El castillo tiene veinte dormitorios.

–Seguro que ese hombre no tiene intención de usarlos todos.

–Es el conde de Craigenstone, por lo que no se puede saber lo que piensa. Pero ninguno de ellos ha hecho nada bueno por el distrito.

–Pero es un empleo, abuela. Las dos sabemos que necesito trabajar.

Se produjo un tenso silencio. Holly sabía lo que su abuela estaba pensando. Disponían de la bonita suma de cincuenta libras hasta que Maggie cobrara la pensión del mes siguiente.

Al final, la anciana suspiró.

–Muy bien. Necesitamos carbón. Pero si vas a solicitar el empleo, iré contigo, cariño.

–¡Abuela!

–¿Por qué no? Has cocinado en los mejores restaurantes de Australia y yo he sido una buena ama de llaves. Juntas…

–Solo ofrecen un puesto.

–Pero me gustaría volver a trabajar –afirmó Maggie con firmeza. Ya sé que hace veinte años desde la última vez y que nunca me he ocupado de un castillo –sonrió–. Nos imagino en la cocina royendo los huesos de pavo el día de Navidad.

–¿Así que propones que seamos Cenicienta y el hada madrina devorando los restos de la comida?

–Tenemos derecho a todo lo que se vaya a tirar: son las normas de la servidumbre –Maggie respiró hondo–. Muy bien, Holly. Intentémoslo. Ese hombre no será peor que su padre. ¿Qué podemos perder?

–Nada –respondió Holly, que era de la misma opinión.

¿Cómo podía perder algo si no le quedaba nada que perder?

–Vamos a casa a escribir un par de currículos que lo dejarán alucinado –prosiguió Holly–. Y nos tendrá que pagar bien porque somos las mejores.

–Excelente –afirmó su abuela.

Holly pensó que no tenían ninguna posibilidad de conseguir aquel empleo, sobre todo porque iban a pedir que fueran dos. Pero escribir el currículo pondría contenta a Maggie esa tarde, y eso era lo único que le importaba.

En aquel momento, Holly no pensaba más allá de esa tarde. De hecho, no pensaba más allá de la hora siguiente.

Si nadie se presentaba para el puesto en los dos días siguientes, lord Angus McTavish Stuart volvería a casa por Navidad.

Su casa estaba en Manhattan, un elegante piso con vistas a Central Park. Desde la muerte de Louise, sus planes navideños eran siempre los mismos. Cenaba con unos amigos en uno de los mejores restaurantes de la isla y al día siguiente iba a ver a su madre. Aunque ella odiaba las celebraciones navideñas, accedía a comer con su hijo. Y eso era toda la Navidad para Angus.

–Si nadie se presenta mañana, se acabó –le dijo al perrito que estaba a su lado.

Lo había encontrado el día de su llegada, temblando en las cuadras.

«Es un perro callejero. Voy a llevarlo a la perrera, milord», recordó que había dicho Stanley, el administrador de la finca.

Pero el animal había mirado a Angus con sus enormes ojos castaños y este decidió que lo dejaría ser el perro del castillo durante unos días, del mismo modo que él jugaba a ser el señor del castillo. La realidad volvería a instalarse pronto.

–Toma otra galleta –le dijo Angus al tiempo que echaba otro tronco al fuego. Hacía un tiempo horrible, y a su padre no se le había ocurrido poner calefacción central–. Este sitio está a la venta, así que nos queda poco de estar aquí, pero procuraremos estar cómodos.

¿Habría usado su padre alguna vez aquella habitación, que él había convertido en su despacho? A Angus le parecía que su padre se había limitado a estar en la cama y dar órdenes.

Stanley, el administrador, obedecía las suyas, aunque Angus creía que no era honrado, después de haber mirado los libros de contabilidad. Pero no lo despediría hasta haber vendido el castillo, ya que era el único empleado que quedaba en él y quien podía mostrárselo a posibles compradores.

Aunque el plan de Angus había sido deshacerse del castillo lo antes posible y marcharse, ya que aquel lugar nada tenía que ver con él, tendría que pasar allí la Navidad. O tal vez no.

Si encontraba cocinera, se quedaría y cumpliría la palabra que había dado a sus medio hermanos. La tentación de no encontrarla era grande, pero había hecho una promesa.

Un golpe en las puertas del castillo reverberó en el vestíbulo. El perro levantó la cabeza y ladró.

Stanley apareció en la puerta del despacho.

–Ya abro yo, milord. Será uno del pueblo que quiere algo. Siempre quieren algo. Su padre me enseñó enseguida cómo deshacerme de ellos –sus pasos se perdieron en el vestíbulo, camino de la puerta.

–¿Sí? –preguntó Stanley en tono seco y desagradable, tal como era su persona.

–Vengo por el anuncio.

Sorprendentemente, era una voz joven y alegre. Angus se acercó a la puerta de la habitación para oírla mejor al tiempo que se preguntaba cuánto hacía que no oía una voz femenina. Solo dos semanas, pero, encerrado en aquella fortaleza, le parecía que hacía un siglo.

Entendía por qué su madre se había marchado. Lo que le maravillaba era que hubiera aguantado allí dos años.

–Parece usted muy joven para ser cocinera –dijo Stanley a quien estaba en la puerta–. ¿Está cualificada?

–No soy cocinera, sino chef. Tengo veintiocho años y llevo trabajando en una cocina desde los quince. He trabajado en los mejores restaurantes de Australia, por lo que estoy más que cualificada para este trabajo. Tengo unas semanas libres, así que si le interesa…

–¿Sabe hacer una cama? –preguntó Stanley en tono adusto.

–No, pero mi abuela ha sido ama de llaves muchos años y también quiere trabajar. Hace la cama muy bien.

–Se trata de un solo puesto. Su Excelencia desea a alguien que cocine y sepa hacer camas.

–¿Así que solo habría que cocinar para Su Excelencia? ¿No sabe hacerse la cama?

–No sea impertinente. Es evidente que no es adecuada para el puesto.

Angus oyó que las puertas comenzaban a cerrarse.

Ahí debiera haber acabado todo. Había accedido a poner el anuncio, por lo que podía llamar a su medio hermano y decirle con pesar: «Lo siento, Ben, pero no he encontrado a nadie adecuado, y no puedo alojaros en Navidad sin servicio. Me encargaré de organizaron un viaje para que podáis visitar el castillo antes de que se venda, pero es lo único que puedo hacer».

Era fácil. Bastaba con seguir en silencio en aquel momento.

Pero que la mujer hubiera preguntado si no sabía hacerse la cama hizo que saliera de la habitación a grandes zancadas y que evitara que Stanley cerrara la puerta.

Quería ver con quién había hablado.

Su primera impresión fue que la joven parecía tener frío.

La segunda, que era guapa.

Muy guapa.

Mediría uno sesenta o, como máximo, uno sesenta y cinco. No estaba delgada ni tampoco gorda, pero tenía bonitas curvas, aunque trataba de ocultarlas. Llevaba unos vaqueros gastados, zapatillas deportivas, un grueso jersey gris, un viejo abrigo y un gorro rojo del que sobresalían algunos mechones pelirrojos. La ausencia de maquillaje, sus ojos verdes y su boca generosa, que en aquel momento le hacía una mueca infantil a Stanley, llevaron a pensar a Angus que no tenía veintiocho años.

Tal vez Stanley tuviera razón. ¿Qué clase de persona iba a pedir trabajo vestida con ropa que parecía comprada en una tienda de caridad?

–¿Viene usted a apoyarlo? –preguntó ella con amargura cuando Angus volvió a abrir la puerta del todo. Evidentemente, no era tímida, y el rechazo de Stanley la había enfadado–. ¿Ha venido a ayudar a este señor a echarme de la propiedad? Vengo andando desde el pueblo. ¡Menuda bienvenida! Al menos podrían echar un vistazo a mi currículo.

–Solo se ofrece un puesto –respondió Angus en un tono que a él mismo le pareció de disculpa.

–¿Chef y ama de llaves para este sitio enorme? Se tardaría una semana en quitarle el polvo, probablemente dos. Y no se me da muy bien quitar el polvo.

–No quiero que se quite el polvo a nada –dijo Angus.

–Yo no sirvo comida rodeada de polvo.

–Perdone –Angus comenzaba a sentirse desconcertado. La mujer parecía una vagabunda, pero con clase.

–Es porque soy chef.

–¿Puede demostrarlo?

–Por supuesto.

Se sacó dos hojas mecanografiadas del bolsillo y se las entregó. Angus enarcó las cejas mientras las leía. Era un currículo admirable. Pero…

–Nos pide que creamos que es una chef australiana, pero el papel del currículo es de la biblioteca de Craigenstone.

–Sí, porque Doris, la bibliotecaria, es amiga de mi abuela. Estoy aquí de vacaciones para ver a mi abuela, que no tiene impresora. Se me olvidó traer copias de mi currículo al venir aquí.

–¿Por qué solicita el puesto, entonces?

–Parece que no lo solicito, ya que este señor me ha dicho que no les interesa, así que se acabó. Me estoy congelando. Me ha hecho estar de pie sobre varios centímetros de nieve mientras leía el currículo. Ya he tenido bastante. Feliz Navidad. Mi abuela tenía razón.

Y dio media vuelta para marcharse.

Y lo hubiera hecho de haber llevado unos zapatos con buena suela, en vez de unas deportivas. Los adoquines estaban helados bajo la fina capa de nieve que acababa de caer, por lo que se escurrió y cayó hacia atrás, pero Angus la agarró antes de que llegara al suelo.

Unos brazos increíblemente fuertes la sujetaron y se halló mirando un rostro que era… era…

Como los de los cuentos de hadas. Aquel era el señor del castillo. Se dio cuenta de por qué el anciano conde había conseguido que dos mujeres se casaran con él. Estaba deslumbrada. Si su abuela tenía razón, si la bellota no había caído lejos del árbol, si aquel tipo era como todos los condes que lo habían precedido…

Decir que era alto, moreno y peligroso era quedarse corto. Era la quintaesencia del héroe inquietante, con rasgos esculpidos, ojos grises, boca bien dibujada y cabello negro.

Llevaba una preciosa chaqueta de tweed. ¡Y falda escocesa! ¿Qué hacia un americano con una falda escocesa?

Según su abuela, había sido un niño mimado pero solitario. Aparte del escándalo de la muerte de su prometida, solo parecía interesado en ganar dinero.

Estaba preparada para que no le cayera bien nada más verlo. Pero, en aquel momento, lo miraba y no le veía sus antecedentes en el rostro. Por otro lado, habían dejado de importarle.

–¿Es usted de verdad el conde?

Él la sostenía en brazos como si fuera un bebé y lo único que se le ocurría preguntarle era esa estupidez.

–Sí –afirmó él casi sonriendo–. Pero solo durante unas semanas.

–Es americano.

–Sí.

–Entonces, ¿por qué lleva una falda escocesa?

¿Qué hacía? Debiera decirle: «Gracias por haber impedido que me cayera, pero ya puede dejarme en el suelo». Pero él la sostenía contra su fuerte pecho y, durante unos segundos, se puso a fantasear.

Le diría a Maggie: «Me levantó en brazos, abuela, y era guapísimo».

La respuesta de Maggie sería como si le lanzara un cubo de agua fría.

La realidad se impuso, y ella se retorció para que la bajara, cosa que él hizo, aparentemente de mala gana, pero sin soltarla. El suelo seguía estando resbaladizo, por lo que él le puso las manos en los hombros.

–Sea o no americano, ahora soy el señor de un castillo escocés –dijo sonriéndole de una manera que Holly sintió…

Ya era suficiente. Tenía mucho que contarle a Maggie sin que su imaginación la llevara más allá.

–Hemos estado enseñando la propiedad a posibles compradores extranjeros –añadió él–. El agente inmobiliario cree que es importante que yo parezca escocés. Mi padre tenía una habitación llena de faldas escocesas de todas las tallas, así que he estado paseando con los compradores tratando de que no se me note el acento americano mientras Stanley contestaba sus preguntas con su acento escocés. Por eso tengo este aspecto. Pura fantasía –sonrió–. Ahora le toca a usted, señorita McIntosh. Si es una experta chef, ¿qué hace en mi puerta pidiendo trabajo con unas deportivas empapadas y un abrigo que parece de la I Guerra Mundial?

–He venido porque no quiero helarme en Navidad –replicó ella con sinceridad, aunque su abuela le había dicho que no se confiara–. ¿Deja que me marche? Tengo que llegar a casa antes de que se me congelen los pies del todo.

–Entre –dijo él en tono amable, casi seductor.

–Tengo que…

–Para calentarse. Ha venido a pedir trabajo. Dentro hay un fuego, té caliente, o whisky si lo prefiere, bizcocho, industrial, no casero. Stanley la llevará al pueblo cuando hayamos terminado.

–¿Terminado de qué? –preguntó ella como una estúpida. Él volvió a sonreír.

–Cuando haya abusado de usted. Como es natural, siendo el señor del castillo de Craigie, abuso de todas las doncellas del pueblo –dijo él. Y rio con una risa profunda–. Perdone –añadió al ver su expresión–. Es el hombre de la falda el que habla, no yo.

–¿No se dedica usted a abusar de las mujeres?