Peregrinos de la belleza - María Belmonte - E-Book

Peregrinos de la belleza E-Book

María Belmonte

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Beschreibung

A partir del siglo XVIII Italia y Grecia se convirtieron en lugares de culto y peregrinación obligada de los aristócratas jóvenes, cuya educación se consideraba incompleta hasta visitar la cuna de la cultura occidental para contemplar in situ algunos de sus mayores logros. Fue una tradición conocida como el "Grand Tour", y a ella contribuyeron definitivamente obras como "Viaje a Italia" de Goethe, una de las primeras que atestigua la honda impresión que causaron los paisajes y las esencias mediterráneas en los habitantes de las tierras del norte. La impronta de aquellos viajeros precursores ha perdurado hasta nuestros días, y a sus últimos exponentes dedica la autora este libro: "A lo largo de los años, fruto de lecturas y búsquedas incesantes, fui conociendo a los personajes que aparecen en este libro, a los que he llamado "Peregrinos de la belleza". Ellos han sido mis sagaces e ilustrados mentores, quienes han agudizado mi mirada, ensanchado mi percepción y guiado mis pasos por el Mediterráneo". "Lleno de sol, primitivismo sabio, cultura y belleza, el estupendo 'Peregrinos de la belleza' es en verdad el germen de (al menos) otros tres libros distintos" Luis Antonio de Villena, El Mundo "He disfrutado mucho con Peregrinos de la belleza. ¡Qué más se puede pedir: una serie de autores predilectos en mis dos lugares sagrados! Esos lugares donde en lugar de adquirir conocimientos, uno empieza a sentirse feliz". Luis Racionero, La Vanguardia "Sorprenderá la riqueza que atesora el libro, lleno de pasajes maravillosos, anécdotas deslumbrantes y una sensibilidad exquisita". Jacinto Antón, El País "Un ensayo deslumbrante. El libro del verano". Fernando R. Lafuente, ABC "Este libro es, en fin y en principio, un tesoro para todos los nostálgicos del mundo antiguo". David Hernández de la Fuente, La Razón "Un texto deslumbrante, un ensayo insólito que cruza dos tradiciones hasta el momento separadas, la literatura de viajes y la reflexión en torno a la experiencia estética radical, aquella que nos convierte en otros". Xavier Antich, La Vanguardia "Peregrinos de la belleza se podría definir, más que como una suma concatenada de biografías, como una minuciosa descripción de un paisaje eterno por el que transcurren de una manera accidentada, romántica y muchas veces trágica la vida de unos hombres cuyo encuentro con ese paisaje condicionó -cuando no provocó directamente- su condición de artistas". Andrés Barba, El Mundo (El Cultural) "Las ruinas y el pasado renacen a través de los testimonios de viajeros extraordinarios en su peregrinaje hacia la belleza. Una belleza que resiste tempestades, guerras, modas y olvidos. Magistral". Fernando Rodríguez Lafuente, ABC "Peregrinar en búsqueda de esta belleza, se convierte en la locura de unos pocos, alejarse del mundo tal como creemos conocerlo en una excentricidad. Y es por eso que el libro de María Belmonte se nos antoja como algo necesario". Juan Jiménez García, Détour "Una de las lecturas que más me ha absorbido y entretenido. Una delicia". Valèria Gaillard, El Punt Avui

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MARÍA BELMONTE

PEREGRINOS

DE LA BELLEZA

VIAJEROS POR ITALIA Y GRECIA

ACANTILADO

BARCELONA 2021

CONTENIDO

Presentación. El mundo mediterráneo como destino vital

ITALIA

Johann Winckelmann, pasión romana

Wilhelm von Gloeden, fotógrafo de la Arcadia

Axel Munthe, el exiliado de Capri

D. H. Lawrence, el adorador del sol

Norman Lewis, la salvaje poesía de la guerra

GRECIA

Henry Miller, «Satori» en Grecia

Patrick Leigh Fermor, la alegría del viajero

Kevin Andrews, el vuelo de Ícaro

Lawrence Durrell, el rey de las islas

Epílogo con personaje invitado

Agradecimientos

Bibliografía

Para Javier, mayormente

PRESENTACIÓN

EL MUNDO MEDITERRÁNEO COMO DESTINO VITAL

—En antiguos oráculos se llamaba «sedienta de justicia» a una tierra arcaica: allí todos los esfuerzos iban encaminados al orden y a un gobierno perfecto. Dime, ¿dónde se encuentra ahora esa tierra?

—¡Qué pregunta! Donde siempre ha estado: en el alma de los seres humanos.

GEORGE ELIOT, Middlemarch

Con la llegada del invierno, el viaje al sur llegó a convertirse en un rito de paso para los nórdicos. Al cruzar esa frontera invisible señalada por la aparición de olivos y cipreses en el paisaje, los viajeros abandonaban los márgenes del mundo, penetraban en el centro de las cosas y se reconciliaban con los orígenes. Esta idea la expresó el poeta Yorgos Seferis cuando, tras una visita a los templos griegos de Paestum, al sur de Nápoles, anotó en su diario:

No deja de sorprenderme cómo estos escenarios mediterráneos hacen que me sienta como en casa. Algunas veces pienso que estoy hecho para vivir recluido en este microcosmos, sin deseo alguno de abandonarlo…

«Sentirse en casa. Recluirse en ese microcosmos». Seferis era griego, pero quienes hemos nacido lejos del ámbito mediterráneo también podemos compartir un profundo sentimiento de pertenencia.

En el siglo XVIII dio comienzo esa tradición cultural conocida como el Grand Tour, según la cual la educación de un joven aristócrata no se consideraba completa sin la visita a los lugares de la Antigüedad para contemplar in situ la belleza del legado grecolatino. Italia se convirtió en lugar de culto y peregrinación de los nórdicos gracias a libros como Viaje a Italia de Goethe. Esta obra fue una de las primeras en expresar las transformaciones que iban a sufrir los habitantes de las tierras del norte al contacto con las esencias mediterráneas. Si bien hasta llegar a Roma Goethe iba en busca de la cultura y el arte clásicos, a partir de Nápoles, su diario de viaje permite observar un sutil cambio, pues desde entonces se puede ver al erudito viajero disfrutar del aspecto sensual, espontáneo, físico y hasta peligroso del sur. Bastantes años después, Edward Morgan Forster expresaría delicadamente esta transformación en la protagonista de su novela Una habitación con vistas durante su estancia en Florencia: «El sortilegio de Italia estaba haciendo efecto sobre ella y, en lugar de adquirir conocimientos, empezó a sentirse feliz». Lentamente, los más aventureros comenzaron a incluir en el programa las islas Jónicas, el Peloponeso, Atenas y las Cícladas. El grito de Shelley «¡Todos somos griegos!», lanzado en plena guerra de liberación de Grecia contra el dominio turco, hizo conscientes a todos los europeos de su deuda espiritual con el país heleno y la Antigüedad clásica. Con el descubrimiento y la excavación de las ruinas de Olimpia y Delfos, Grecia entró definitivamente en el Grand Tour.

El sur se reveló como la tierra de los lotófagos, un territorio encantado al que se accedía tras superar la prueba de los Alpes. Era un viaje iniciático, de regeneración, en el que se dejaba atrás la personalidad anterior y se volvía diferente de como se había salido. También era un viaje plagado de incomodidades, que implicaba para sus protagonistas dejarse zarandear durante meses, ahogados en polvo, por conductores de carruajes, así como hacerse extorsionar por funcionarios de aduanas desaprensivos para alojarse, al cabo de extenuantes jornadas, en albergues de más que dudosa higiene. «¿Conoces el país donde florece el limonero?—escribía un sarcástico Heine, parafraseando a Goethe en su Wilhelm Meister—. Allí, allí quisiera ir contigo, amor mío. Pero no a principios de agosto, cuando durante el día te embrutece el sol y por la noche te atormentan las pulgas».

Los viajes al Mediterráneo dejaron de ser patrimonio de eruditos y aventureros cuando, a mediados del siglo XIX, Thomas Cook, empresario y puntal de la liga anti-alcohólica, descubrió por casualidad el viaje organizado. Ahora, los habitantes de mugrientas ciudades inglesas podían subir a un tren por la noche y, emulando a los ejércitos de Jenofonte, despertar por la mañana al enardecido grito de «¡El mar, el mar!», en las costas de la Riviera francesa o italiana. Cada vez era más la gente que podía visitar el Coliseo de noche a la luz de las antorchas, contemplar la languidez de la laguna veneciana en invierno, la belleza imponente del Partenón sobre la Acrópolis o disfrutar de las delicias de la bahía de Nápoles. Y para quienes no se movían de casa, los mejores artistas inmortalizaban en sus pinturas la luz mediterránea y la belleza de la campiña romana, mientras las mejores plumas deleitaban a los lectores con sus descripciones de los pintorescos paisajes y habitantes del sur.

Cada viajero tenía un motivo diferente para dirigirse al sur: la contemplación de las ruinas clásicas, los efectos beneficiosos del sol, la búsqueda de amores prohibidos o de un escondite para una relación ilícita. Y para algunos afortunados, aquel viaje deparaba insospechados y gozosos descubrimientos. Porque el amante del Mediterráneo ve el mar más azul, el cielo más índigo, la silueta de los árboles más definida y elegante en Italia o Grecia. Se pasea arrobado, con la mirada alterada del enamorado y desprovista de las telarañas de la cotidianeidad, como el místico que contempla la belleza del mundo porque ve las cosas como si fuera la primera vez. No sólo la mirada se agudiza en el amante-místico, sino también la percepción. Los parajes están cargados de significado, se puede detectar la presencia del espíritu del lugar, de husmearlo, de temerlo, de adorarlo. En sitios como la Villa Jovis en Capri, en ese promontorio salvaje abierto al viento, al cielo y al mar, se puede llegar a perder la noción del tiempo y del espacio mientras se siente entre las ruinas la presencia persistente de otras miradas.

El amante del Mediterráneo suele ser un devoto del pasado clásico, obsesionado o no por él, pero poseedor de una visión propia de cómo sucedieron los hechos, según fueran sus estudios, mentores, viajes y juegos. Como le sucedió a Schliemann, enamorado de la Ilíada y la Odisea desde niño, nuestra Grecia y nuestra Italia quedaron detenidas en aquellos estudios de la infancia, en aquellas imágenes que nos hicimos de un Aquiles de pies ligeros que mantenía largas conversaciones con una diosa guerrera tocada de casco y portadora de una afilada lanza. El amante del Mediterráneo experimenta una especie de déjà vu y tiene la capacidad de percibir la presencia del pasado y sus moradores. Hay lugares en los que siente que ya ha estado antes y tiene la sensación de recordar. El aire en que se mueve está lleno de sonidos, palabras, quizá está lleno de sentimientos, de recuerdos, de pensamientos de otros que allí vivieron. Es una sensación inquietante, más profunda de lo que normalmente nos brinda nuestra conciencia.

La prolífica literatura sobre el Mediterráneo abunda en este tipo de epifanías, posesiones y explosiones de creatividad. La visita de Yukio Mishima a Delfos en 1952, cuando contaba veintisiete años, cambió el curso de su vida. Conmovido hasta lo más hondo por la belleza de las estatuas de Antínoo y del Auriga, regresó a su país decidido a equiparar la inteligencia con la excelencia física. Aprendió griego, se convirtió en consumado nadador y en poseedor de un cuerpo clásico digno del «hermoso» ritual samurai con el que puso fin a su vida. Casi dos siglos antes, el ilustre historiador Edward Gibbon, tras pasar unas horas entre las ruinas del Capitolio en Roma, dedicó el resto de su vida a redactar su voluminosa Decadencia y caída del Imperio romano. En el tomo dedicado a la dinastía Antonina y los cinco emperadores buenos (96-138 después de Cristo), Gibbon proclamó que aquélla había sido la época más feliz de la humanidad. En su autobiografía, Marguerite Yourcenar, a quien su padre había enseñado latín a los diez años y griego antiguo a los doce, cuenta el impacto que causaron en ella las ruinas del palacio del emperador Adriano—el primer filoheleno de la historia—en Tívoli cuando las visitó de adolescente con su progenitor. Y también cuenta cómo casi cuarenta años más tarde y producto de una repentina inspiración, escribió frenéticamente en estado de trance las Memorias de Adriano mientras realizaba un viaje en tren por Estados Unidos.

Italia, con su acumulación de obras de arte, depara al viajero sensible y solitario el síndrome de Stendhal, un maravilloso orgasmo de la mente que sobreviene cuando ésta, saturada de belleza, estalla en un torrente de emociones que se manifiestan en forma de llanto incontrolado, convulsiones y… una sensación de felicidad suprema. La agreste Grecia nos regala, en cambio, el terror pánico, esa sensación de contacto con el mundo antiguo que el viajero puede experimentar en algún recodo del camino, en la soledad de una ermita de montaña o en medio de un bosque frondoso.

Mi propia trayectoria como amante del Mediterráneo comenzó pronto. El primer libro que compré con nueve años fue Mitología griega y romana de Hermann Steuding. Recuerdo el nombre porque todavía lo conservo, todo pintarrajeado pero también todo subrayado. Ya de adolescente, en París, escuché por primera vez el sonido de la lengua griega moderna en boca de un poeta. No entendí el significado de las palabras, pero me enamoré al instante de la rotunda y hermosa sonoridad de aquel idioma que parecía provenir de muy lejos y decidí aprenderlo. Otro hito importante en mi carrera como mediterranófila fue mi primer viaje a Florencia cuando todavía era muy joven, con un ruidoso grupo de amigos, todos apiñados en un viejo coche. Llegamos de noche y, hambrientos y cansados, comenzamos a deambular por la ciudad en busca de un restaurante. Por azar fuimos a dar con la plaza del Duomo. Levanté la mirada y vi por primera vez Santa María del Fiore recortándose en el cielo nocturno. Entonces sucedió. El mundo desapareció a mi alrededor, incluidos mis hambrientos y malhumorados amigos. Repentinamente, comencé a llorar de forma convulsa, mientras grandes lagrimones brotaban de mis ojos. Nunca había sentido tanta felicidad. Y aunque entonces no fuera consciente, en aquel momento aprendí que había llegado a una fuente antigua y perenne de deseo y que la belleza es lo único que salva al ser humano de la absoluta soledad.

A lo largo de los años, fruto de lecturas y búsquedas incesantes, fui conociendo a los personajes que aparecen en este libro a los que he llamado «peregrinos de la belleza». Ellos han sido mis sagaces e ilustrados mentores, quienes han agudizado mi mirada, ensanchado mi percepción y guiado mis pasos por el Mediterráneo. He visitado las islas griegas de la mano de Larry Durrell, subido al monte Olimpo siguiendo a Kevin Andrews, que lo hizo cuando los alemanes no habían quitado todavía las alambradas en la Segunda Guerra Mundial, recorrido la misteriosa región de Mani con Paddy Leigh Fermor, conocido los rincones más secretos de Capri gracias a Axel Munthe… y tantas cosas más.

Es extraño cómo las personas a veces pertenecemos a lugares, especialmente a lugares en los que no hemos nacido. Quien mejor ha expresado esta idea es el escritor bosnio-croata, Predrag Matvejevic, considerado un maestro de la «geopoética mediterránea», en su evocadora obra Breviario mediterráneo:

Las gentes del Norte identifican a veces nuestro mar con el Sur: hay algo que los atrae hacia él aun cuando aman su tierra natal. No es tan sólo que anhelan un sol más ardiente y una luz más fuerte. Este fenómeno tal vez podría llamarse «fe en el Sur». Es posible—cualquiera que sea nuestro lugar de nacimiento o residencia—llegar a ser mediterráneo. La mediterraneidad no se hereda, sino que se consigue. Es una decisión. Y no un don. Dicen que en el Mediterráneo cada vez hay menos mediterráneos auténticos. No se trata tan sólo de la historia o de la tradición, de la memoria o de la fe: el Mediterráneo quizá sea también nuestro destino.

ITALIA

JOHANN WINCKELMANN,

PASIÓN ROMANA

Winckelmann por Raphael Mengs

EL INTÉRPRETE DE LA ANTIGÜEDAD

Di, ¿dónde está Atenas? Tu ciudad amada,

¡oh dios enlutado! ¿Convertida en polvo

se hundió con las urnas funerarias de los Maestros

en tus misteriosas orillas sagradas?

¿No queda un vestigio que en el navegante que pasa,

la evoque, recuerde su nombre?

FRIEDRICH HÖLDERLIN, El archipiélago

Mientras estudiaba en la universidad tuve la suerte de topar con un profesor maravilloso que nos enseñaba historia del arte. Aunque pequeño y delicado, era un hombre tremendamente apasionado. Nunca olvidaré una clase dedicada a Tiziano en la que nos habló largamente y como en estado de trance de la inmensa belleza encerrada en las sucesivas capas de pintura que componen el muslo de su Dánae. Desde entonces nunca he vuelto a mirar un muslo de la misma manera. Él fue quien nos descubrió la importancia de Winckelmann, el estudioso que situó la cima del arte occidental en la Atenas del siglo V antes de Cristo y cuya obra desencadenó poderosas fuerzas que influyeron en el desarrollo estético de Occidente dando lugar al movimiento llamado neoclasicismo.

Winckelmann alcanzó la cúspide de la fama en Roma como anticuario papal y, tras su trágica muerte a los cincuenta años, ejerció, a través de su obra, una inmensa influencia sobre sus contemporáneos. Sus famosas palabras de «noble simplicidad y serena grandeza», atribuidas por él al arte griego clásico, pusieron en camino hacia el sur a millares de nórdicos deseosos de descubrir las huellas de ese antiguo ideal. El más famoso de ellos, Goethe, no se separó ni un momento de la obra de Winckelmann—a quien consideraba su maestro—mientras duró su viaje de casi dos años por Italia.

El 8 de junio de 1768, la noticia de que Johann Winckelmann había sido asesinado en Trieste causó una profunda conmoción en los círculos eruditos y académicos europeos. Su asesino, un joven cocinero toscano con antecedentes penales, se declaró culpable durante un juicio plagado de contradicciones. Condenado a morir descoyuntado en la rueda, la sentencia fue cumplida públicamente frente al hotel en el que se había cometido el crimen.

Winckelmann nació en 1717 en Stendal, una pequeña ciudad de Sajonia, aunque no se cansó nunca de repetir que su año real de nacimiento fue 1756, cuando se trasladó a vivir a Roma. Hasta entonces su existencia había sido, según él, la de un muerto en vida, la de un mero y patético superviviente. Hijo único de un zapatero, vivió una infancia de absoluta pobreza y se habría visto forzado a seguir los pasos de su padre si no hubiera sido por la crucial intercesión y ayuda económica de sucesivos maestros y tutores a quienes no pasaron inadvertidas las andanzas del pequeño, que, cuando no estaba rebuscando restos arqueológicos en las colinas de los alrededores, se pasaba las horas enfrascado en la Ritterplatz, una voluminosa enciclopedia que mostraba monumentos de la Antigüedad.

A los diecisiete años, Winckelmann fue enviado al Lyceum de Berlín para completar sus estudios. Allí encontró otro mentor, Christian Tobias Damm, que no tardó en quedar deslumbrado por los conocimientos sobre la Antigüedad clásica de aquel joven dotado de una insaciable sed de saber. Damm era uno de los pocos hombres en Alemania que exaltaban el griego sobre el latín en una época en que el estudio de aquella lengua y su literatura no gozaban de prestigio, y tal vez llegó a intuir que aquel joven estaba destinado a desenterrar todo un continente que yacía sumergido para exponerlo ante los ojos de sus contemporáneos. Pero para complacer tanto a sus mentores como a sus padres, se decidió que cursara teología en Halle, estudios necesarios en aquella época para poder optar a un puesto en la administración pública. Desde el principio, Winckelmann sintió una profunda aversión por Halle y los estudios teológicos. Durante los sermones o la lectura de las Escrituras, su mente seguía fijada en aquel otro mundo, lejano y luminoso, al que se trasladaba sigilosamente a través del libro de un autor antiguo convenientemente forrado para que pareciera un libro religioso.

Al morir su mentor abandonó sin pena la teología y se matriculó en la universidad de Jena para cursar medicina y ciencias, estudios que compaginaba con un puesto como tutor en casa de la familia Lamprecht. Tenía veinticinco años cuando experimentó su primera tormenta emocional. Winckelmann se enamoró por primera vez. Una situación embarazosa, porque el objeto de su amor era su pupilo, Peter Lamprecht. Como amante de la Grecia antigua, el ideal de belleza, el objeto de amor más excelso para él era, y siempre sería, un adolescente… a punto de convertirse en adulto. Este ideal lo descubriría más adelante encarnado en mármol en la estatua del Apolo del Belvedere en Roma, ante la que cayó en trance la primera vez que la contempló.

Fue en Potsdam donde vio la primera exposición de estatuas clásicas. Aunque no se trataba más que de vaciados en yeso de copias romanas de originales griegos, su entusiasmo, incrementado sin duda por la presencia de su pupilo, le llevó a calificar esa ciudad de «Atenas del norte». Su relación con Lamprecht fue el patrón que se repetiría en el resto de las relaciones sentimentales que entabló durante su vida: comienzos de éxtasis y exaltación, seguidos de períodos de tristeza y aflicción y un final de amargo desencanto. Dicho así, puede parecer el proceso normal de casi toda relación amorosa. Pero debe tenerse en cuenta que Winckelmann y los hombres que amaban a otros hombres en la Alemania del siglo XVIII eran considerados sodomitas (la palabra homosexual no fue acuñada hasta 1869 por el activista Karl-Maria Kertbeny), y la sodomía se castigaba con la pena de muerte. De hecho, la pena capital no fue abolida en Prusia hasta 1794 por influjo de la Revolución francesa, para ser sustituida por penas de cárcel y trabajos forzados bajo el infamante artículo 143 de la ley prusiana.

La situación se fue haciendo insostenible y un año después de su llegada dejó su empleo como tutor y se alejó de los Lamprecht. Quiso la casualidad que un antiguo compañero de universidad acabara de dejar vacante un puesto de maestro de escuela en Seehausen, una pequeña aldea de Sajonia. Impresionado por el lamentable aspecto que presentaba su amigo y por su difícil situación, movió unos cuantos hilos y consiguió que le fuera concedido el puesto.

Winckelmann se convirtió así en maestro de escuela de un pueblo situado a pocos kilómetros de Stendal, la ciudad en la que había nacido. Comenzó para él un período que más adelante no podría evitar recordar sin estremecerse. Fue una época de soledad, pobreza y tristeza. Durante el día enseñaba a leer y escribir a los niños y, una vez acabada la jornada, se dedicaba con ahínco al estudio de los clásicos. Leía hasta la medianoche y, sin desvestirse, dormía en un sillón hasta las cuatro de la madrugada, hora en que reanudaba sus estudios hasta las seis. En el duermevela tenía visiones de un mundo ideal, muy distinto del que le había tocado habitar. Un mundo en el que se cultivaba la belleza de las mentes y de los cuerpos. Un mundo de hombres libres que competían por la excelencia en las palestras de Olimpia, en la sagrada ciudad de Elis y, sobre todo, un mundo en el que las amistades heroicas como las de Aquiles y Patroclo, Teseo y Pirítoo, Orestes y Pílades, o reales, como las de Adriano y Antínoo y Alejandro y Hefestión, no sólo no eran perseguidas, sino ensalzadas como la forma de amar más excelsa y virtuosa.

Así fueron pasando los años en Seehausen. De día era un maestro de escuela solitario y harapiento. Por las noches, en cambio, habitaba entre sus iguales en los Campos Elíseos. Pero, al cumplir los treinta años, la suerte de Winckelmann dio un giro radical. El conde Heinrich von Bünau estaba buscando a alguien que le ordenara su biblioteca, considerada una de las más grandes de Europa, y, de paso, le ayudara a escribir una historia de los Estados alemanes. Winckelmann solicitó el puesto y fue aceptado. Lleno de júbilo, reunió sus escasas pertenencias y el 10 de agosto de 1748 se trasladó a Dresde para instalarse en el cercano castillo de Nöthnitz a las órdenes de un patrón bondadoso, miembro destacado de la corte más refinada de Alemania. Los siguientes siete años los dedicó a las tareas para las que había sido contratado y todavía le quedó tiempo para aprender lenguas, continuar sus estudios clásicos y hacer valiosos contactos. Por primera vez en su vida, Winckelmann llevaba una existencia razonablemente feliz. Comía y vestía decentemente, vivía en un entorno agradable y recibía un sueldo digno. La cercana ciudad de Dresde rebosaba actividad cultural, aunque para Winckelmann tenía un defecto insuperable: era una ciudad barroca. No se podía dar un paso por ella sin encontrar un edificio de ese estilo y, al pasear por sus inmensos jardines, era imposible no toparse con una estatua de algún imitador de Bernini. Y Winckelmann, el inminente teórico del neoclasicismo, sentía una profunda aversión por el barroco y una manía visceral hacia Bernini.

Mientras tanto, medio oculta y arrinconada en unos pabellones mal iluminados del parque, se encontraba la colección de estatuas clásicas de Augusto el Fuerte; según escribió más tarde Winckelmann, las estatuas estaban apiñadas como sardinas en lata y, por lo tanto, podían ser vistas, pero no contempladas y menos aún estudiadas. Con tan pocos elementos de juicio como fueron las estatuas que había visto en Potsdam unos años antes y las apenas entrevistas ahora en Dresde, más los grabados que había ido encontrando en los libros, escribió, en el poco tiempo que le dejaba libre su patrón, un opúsculo de apenas cincuenta páginas que iba a revolucionar la historia del arte y acabar, de paso, con el estilo barroco. Winckelmann editó de su propio bolsillo los cincuenta ejemplares de Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, ilustrados por su amigo Adam Friedrich Oeser, en la pequeña editorial Hagenmüller de Dresde. La editó en sobrios caracteres latinos y en formato in quarto, que luego se llamaría winckelmanniano.

Si Bernini animaba a sus discípulos a imitar la naturaleza, Winckelmann sostenía que ésta nunca podía estar a la altura del ideal, y que, por lo tanto, si queríamos alcanzar la perfección, era preciso imitar a los antiguos griegos. El librito tuvo éxito, se reeditó y se tradujo al inglés y al francés y, gracias a él, Augusto III, rey de Polonia y elector de Sajonia, le concedió una pensión de doscientos táleros para que continuara sus estudios en Roma. Lo que Winckelmann afirmaba sobre el arte griego, a pesar de lo poco que había visto, arraigó profundamente en las conciencias europeas, demostrando que una imaginación apasionada puede suplir la falta de elementos de observación. Llegó a sus conclusiones probablemente por la vía negativa, a fuerza de aborrecer el barroco de Dresde y por la definición de cualidades como «la noble simplicidad y serena grandeza» que eran la antítesis de aquel estilo. Para el catedrático de Cambridge, E. M. Butler, Winckelmann escribió el libro en estado de gracia, «con una clarividencia sibilina y echando mano de conocimientos innatos».

Pero la buena racha de Winckelmann no había hecho más que empezar. El nuncio papal en la corte de Sajonia, Alberigo Archinto, amigo del conde Heinrich von Bünau, quedó impresionado por la erudición de Winckelmann en las Reflexiones y se dio cuenta del valioso papel que aquél podría desempeñar en Roma. Le habló de las excavaciones que se estaban llevando a cabo en Pompeya y Herculano, de la vasta biblioteca del Vaticano y de los tesoros que albergaban sus museos y le prometió buscarle un buen puesto. Sólo puso una condición: tenía que convertirse al catolicismo. Winckelmann no lo dudó un segundo y aceptó el ofrecimiento. Para un pagano como él, Roma bien valía una misa si con ello podía huir al fin de Alemania.

Escribió una carta a Lamprecht, instándole a que le acompañara a Roma, prometiéndole correr con todos los gastos. Nunca hubo respuesta. El 15 de septiembre de 1755 abandonó Dresde con destino a Roma para no regresar jamás.

RENACIMIENTO EN ROMA

Nada hay que pueda compararse con Roma […]. Si deseas comprender a la humanidad, éste es el lugar para hacerlo—mentes de increíble talento, hombres bendecidos con los mayores dones, bellezas de gran carácter, tal como los griegos que les han servido de modelo.

JOHANN WINCKELMANN

Archinto cumplió su palabra y consiguió que Winckelmann entrara a trabajar para el cardenal Domenico Silvio Passionei, director de la Biblioteca Vaticana. Aunque el trabajo no supuso un gran cambio en la vida de Winckelmann, ya que apenas se diferenciaba del que realizaba para el conde Bünau, le permitió conocer a gente influyente como Raphael Mengs, considerado el mejor pintor de su tiempo, quien no tardó en convertirse en su gran amigo y confidente. Mengs, con quien Winckelmann convivió una temporada, era un experto en antigüedades y arte clásico y le introdujo en el círculo de los coleccionistas de arte antiguo. También le presentó a otras personas notables como Giacomo Casanova.

La suerte del abate alemán estaba a punto de cambiar una vez más. Su erudición llegó a oídos de uno de los personajes más ricos y poderosos de Roma, el cardenal Alessandro Albani, sobrino del papa Clemente XI. Albani, voraz coleccionista de arte y antigüedades, encontró en Winckelmann la persona indicada para ayudarle a ordenar y catalogar una enorme colección que pensaba albergar en el palacio que había mandado construir en las afueras de la ciudad, la Villa Albani. Con su nuevo trabajo, comenzó para Winckelmann una laboriosa etapa de su vida, sin duda la más feliz, dedicada al arte y la arqueología. Su nuevo patrón, treinta años mayor que él, era un hombre amante de la belleza y la buena vida. Villa Albani era un lugar de recreo al que acudían los caballeros y las damas de Roma a pasear, jugar en sus jardines y bailar en las noches de verano. A la colección de Albani pertenecía el exquisito busto de Antínoo con flores de loto, desenterrado en 1734 en la Villa Adriana. El Antínoo impresionó a Henry James durante su visita a la villa en 1876. «Es extrañamente hermoso», escribió. También llamó la atención de James un enorme fragmento del bajorrelieve de dos combatientes atacándose, uno de ellos a caballo, que resumió en su escrito sobre la visita a Villa Albani como «el asesinato convertido en eterna belleza».

En una carta a su amigo, el consejero áulico Berendis, Winckelmann describió el gozo por su relación con Albani:

Me limito a acompañar al cardenal en sus paseos. Ninguna amistad podría ser tan estrecha como la que mantengo con él, carente de toda envidia y que sólo la muerte podrá romper. Le revelo los más ocultos recovecos de mi alma y disfruto de una confianza similar por su parte. Me considero uno de esos raros seres humanos completamente satisfechos porque no podría desear nada más.

Visitó Paestum, en aquella época una región agreste y desolada, azotada por la malaria. Sus tres templos dóricos casi perfectamente conservados le causaron una gran impresión. En 1762 publicó Observaciones sobre la arquitectura de los antiguos, que incluía una detallada descripción de los tres templos griegos. También realizó varias visitas a Nápoles y a las excavaciones de Pompeya y Herculano, donde, en ocasiones, llegó a temer por su integridad física. Los arqueólogos que allí operaban le detestaban por las críticas que vertía sobre sus métodos, considerados por Winckelmann inaceptables y bárbaros. «Este individuo tiene tanto que ver con las antigüedades como la luna con los cangrejos», comentó a propósito del director de las excavaciones, el ingeniero militar español a sueldo de los Borbones, Roque Joaquín Alcubierre, cuyos operarios recibían instrucciones de desenterrar estatuas, joyas, mármoles preciosos y otros tesoros para venderlos a ávidos coleccionistas.

En 1763, cuando llevaba siete años en Roma, y gracias a la intercesión de Albani, Winckelmann fue nombrado anticuario papal y Scriptor Linguae Teutonicae por el papa Clemente XIII, es decir, responsable de catalogar la colección alemana de la Biblioteca Vaticana. Había llegado a lo más alto. Ahora no sólo era una celebridad en Roma, sino que su nuevo cargo implicaba que por sus manos pasaran todas las antigüedades que entraban y salían de Roma o que se desenterraban en los Estados Vaticanos.

Su pasión por la belleza le hacía vivir en continuos éxtasis. Un día, lo que se apoderaba de su mente hasta obsesionarle era una pequeña cabeza de fauno que acababa de ser desenterrada. «Esa excelsa y divina cabeza excede todo cuanto he visto, a todo lo que es posible. Pienso en ella constantemente, de día y de noche», escribió en una carta. Otro día era el busto de una Palas Atenea el que le llenaba de arrobo. También la belleza de algún ser real ocupaba sus desvelos:

[…] generalmente en agosto vivo solitario en Villa Albani, pero este año me propongo tener la compañía de una grata persona pues deseo escribir acerca de la belleza teniendo como modelo una belleza viva.

Su famosa descripción del Apolo de Belvedere en su Historia del arte de la Antigüedad revela una sensualidad y un entusiasmo que pocos son capaces de alcanzar:

Imagen de una eterna juventud, ese cuerpo, del cual ninguna vena interrumpe las formas y que no está agitado por ningún nervio, parece animado de un espíritu celeste que circula como un vapor dulce en todos los contornos de esta figura admirable […]. En los rasgos del Apolo de Belvedere se encuentran las bellezas propias de todas las divinidades reunidas. Parecida a los tiernos sarmientos de la viña, su bella cabellera flota alrededor de su cabeza como si estuviera suavemente agitada por el hálito del céfiro […]. Viendo esa maravilla, me olvido de todo el universo. De la admiración paso al éxtasis; siento que mi corazón se dilata y eleva.

El humilde maestro de Seehausen nunca hubiera imaginado, ni en sus más febriles sueños, que llegaría un día en que se encontraría en el epicentro de la belleza de Europa. A las maravillas que circulaban gracias al pujante comercio de antigüedades, se sumaban las que iba dando generosamente la tierra y las que salían a la luz de antiguas posesiones. Todo ello desfilaba ante sus ojos en un infinito movimiento, en un deleite continuo. Los éxtasis de Winckelmann eran famosos y, sin duda, objeto de comentarios y de chanzas entre sus amigos. Uno de ellos, el pintor Mengs, decidió, con la connivencia de Casanova, gastarle una pesada broma. Pintó una excelente pseudopintura antigua que representaba a Zeus y Ganímedes en actitud inequívocamente erótica y la puso en circulación por Roma sabiendo que llegaría a las manos de su desprevenido amigo. Así fue y Winckelmann cayó en uno de sus acostumbrados raptos. Con lágrimas de emoción, declaró que era la pintura más hermosa del mundo y la describió en su Historia del arte. En una carta a un amigo, en la que describía el hallazgo, decía: «Ganímedes parece desfallecer de deseo y toda su existencia no es más que un beso». Cuando se enteró de la falsificación, algunos años más tarde, no perdonó la traición de su amigo y nunca llegaron a reconciliarse.

Pasear a ilustres visitantes fue otro de los placeres que le deparaba Roma. Como cicerone oficial de la corte vaticana, Winckelmann tenía la oportunidad de trabar conocimiento con la flor y nata de la juventud europea de paso por Roma en su Grand Tour. Así conoció al príncipe Anhalt-Dessau, «semejante a un dios», y al no menos bello príncipe Mecklenburg-Strelitz. En 1762, Winckelmann vivió otro paroxismo de pasión y desesperación por la conducta del joven livonio Friedrich Reinhold von Berg, a quien había guiado por Roma durante cinco semanas. Cuando éste partió rumbo a París, Winckelmann le escribió encendidas epístolas que tuvieron una fría acogida por parte del joven. En un último intento de atraer su atención, le dedicó su opúsculo Sobre la capacidad de experimentar la belleza, detalle que quedó sin respuesta.

No todo eran alegrías en su, a veces, agotador oficio de guía artístico de Roma. Después de un recorrido con el duque de Gordon y su hermano, se juró a sí mismo no volver a perder su tiempo con británicos, ya que no sólo permanecían imperturbables ante los monumentos de la Antigüedad, sino que eran incapaces, según él, de disfrutar de la vida. En su correspondencia se explayaba a gusto contra esos visitantes inoportunos. Los peores de todos, decía, eran los franceses. Se mostraban impermeables a las gracias de la Antigüedad y eran los más asnos de cuantos visitantes pisaban Roma.

Pero era la vida sentimental la que consumía las mejores energías de Winckelmann hasta el punto de que parece un milagro que le quedara tiempo para desplegar tanta laboriosidad intelectual. Al desengaño de Von Berg, siguió el suicidio de su mejor amigo italiano, el abate Ruggieri, en 1763. También estaba el barón Stosch, heredero de una cuantiosa fortuna y de una enorme colección de gemas grabadas que Winckelmann ordenó y sobre la que escribió un tratado. Stosch había regresado a Alemania y desde allí mantenía una cálida correspondencia con Winckelmann. El año de 1765 estuvo ocupado por el barón Riedesel, un joven de veinticinco años, también muy rico y deseoso de explorar el Levante antes de regresar a Alemania para ocuparse de asuntos de Estado. Winckelmann también tuvo un affaire con la señora Mengs, el único que se le conoce con una mujer, con pleno conocimiento y aprobación del marido.

A la lista de amistades especiales, a la que habría que añadir al menos cuatro nombres más, hay que sumar los jovencitos que Winckelmann conocía ocasionalmente en las calles de Roma. Uno de esos encuentros ha quedado inmortalizado por Giacomo Casanova. Cuenta el veneciano en sus memorias que una mañana acudió temprano a casa de Winckelmann y entró en su gabinete sin llamar. Cogido por sorpresa, Winckelmann se apartó bruscamente de un muchacho realmente guapo, según el intruso, mientras se subía a toda prisa los pantalones. Winckelmann tuvo que quedarse temblando al imaginar la cantidad de salones romanos, ávidos de chismorreo, que se iban a disputar la presencia del famoso seductor para escuchar la historia de su boca. ¡Pobre Winckelmann! La farragosa explicación que detalla Casanova deja traslucir la penosa situación en la que se encontraban los hombres con inclinaciones homosexuales. Aunque en Italia también existía legislación contra la homosexualidad, en la práctica estaba bastante tolerada y en Roma existían lugares a los que se podía acudir y sobre los que las autoridades hacían la vista gorda. Pero con todo, al ser un personaje público, su carrera profesional se habría ido al traste y, como ciudadano de Sajonia, su propia integridad física se habría visto en peligro. La Iglesia católica, para la que trabajaba, también castigaba la conducta antinatura, por lo que la vida amorosa de un homosexual consistía necesariamente en una serie de encuentros clandestinos y peligrosos y en unas amistades íntimas más o menos disfrazadas a lo que se añadía, en el caso de Winckelmann, la sublimación estética del deseo. También nos permite adivinar que las relaciones que mantenía con todos aquellos niños bien que visitaban Roma durante unas semanas, y con los que se carteaba encendidamente después, no pasaron nunca de ser platónicas y epistolares. Con todo, Winckelmann llevaba una vida razonablemente feliz y seguía adorando Roma, tal como se aprecia en una carta a un fiel amigo alemán de su época de Nöthnitz:

Puedo estar satisfecho de mi vida. No tengo preocupaciones salvo las que me depara mi trabajo y he encontrado a alguien con quien puedo hablar de amor: un joven romano, rubio y guapo, de dieciséis años, que me saca media cabeza; pero sólo le veo una vez a la semana, cuando cena conmigo los domingos por la noche […]. Nada hay que pueda compararse con Roma […]. Si deseas comprender a la humanidad, éste es el lugar para hacerlo—mentes de increíble talento, hombres bendecidos con los mayores dones, bellezas de gran carácter, tal como los griegos que les han servido de modelo.

Pero Winckelmann tenía una espina clavada, un deseo insatisfecho desde sus tiempos de maestro en Seehausen: visitar Grecia, hollar con sus propios pies las tierras donde se había enseñoreado la belleza, favorecida por la benignidad del clima y el genio de sus habitantes. Se podía decir que, desde su llegada a Roma, el gran propósito de su vida había sido hacer un viaje a Grecia, y lo mismo esperaba de él la comunidad académica internacional. ¿Acaso había alguien más preparado que Winckelmann para hacer ese viaje? Propuestas para realizarlo no le faltaron. No había una expedición seria que se propusiera visitar Grecia y el Levante que no deseara contar con Winckelmann en ella. Pero sus miedos eran más fuertes que sus deseos e iba declinando una oferta tras otra. Unas veces alegaba que estaba sobrecargado de trabajo, otras que estaba demasiado viejo y su salud no se lo permitía y, cuando las expediciones partían sin él o se abortaban, experimentaba una profunda sensación de alivio. Si viajar a Nápoles o Paestum le resultaba una ardua empresa, el viaje a Grecia se le debía de presentar como una aventura cargada de peligros insuperables.

UNA DECISIÓN FUNESTA

Durante casi diez años estuvo rechazando propuestas de viajar a Grecia. En 1766, el joven y emprendedor barón Riedesel acababa de regresar de un viaje por Sicilia. Estaba entusiasmado y se disponía a escribir un relato de sus andanzas con el título de Viaje a Sicilia y la Magna Grecia en forma de dos cartas dirigidas a Winckelmann a Roma. En julio de 1767, Riedesel le escribió desde Nápoles con planes totalmente trazados para viajar juntos a Grecia y Oriente Medio. Él costearía todos los gastos y, añadía, no admitiría un no por respuesta. La primera reacción de Winckelmann fue de júbilo. Por fin cumpliría su sueño y así se lo hizo saber a todos sus amigos en Alemania. Comenzó incluso a fantasear con la idea de solicitar permiso a la Sublime Puerta para excavar la antigua ciudad de Elis. Cuando parecía que todo estaba decidido, se le planteó un doloroso dilema. Su amigo y benefactor, el barón Stosch, le escribió desde Berlín diciéndole que padecía una grave dolencia ocular y deseaba abrazarle de nuevo antes de quedarse ciego. Para complicar más las cosas, el elector de Sajonia le hizo una tentadora oferta para que regresara a la patria y trabajara en su corte. El encantador príncipe Anhalt-Dessau unió su voz a las que reclamaban su vuelta. El viaje a Alemania se presentaba irresistible a ojos de Winckelmann. Podría pasear su fama por los lugares en los que había trabajado casi como un esclavo, verse agasajado y recibido como una celebridad y visitar a viejos amigos. El proyecto del viaje al Levante, en cambio, se le aparecía cargado de ominosos presentimientos y peligros. Mientras Riedesel partía solo para Grecia, Winckelmann abandonó Roma el 10 de abril de 1768, con destino a Berlín en compañía del escultor italiano Bartolomeo Cavaceppi, pasando por Bolonia, Venecia y Verona. No había puesto todavía un pie en el Tirol cuando ya se hallaba sumido en un estado de pánico incontrolable. «Mira, amigo, mira; ¡qué paisaje más aterrador! ¡Regresemos a Roma!», repetía una y otra vez a un sorprendido Cavaceppi. «¡Regresemos a Roma!», era la única frase que repetía, como si hubiera perdido la razón.

En Múnich se negó a proseguir el viaje aunque, para complacer al pobre Cavaceppi, que no hablaba una palabra de alemán, consintió en ir a Viena, donde las amables palabras del conde Kaunitz, consejero de Estado de María Teresa, no sirvieron para calmarle. Tras una entrevista con la emperatriz se metió en cama en estado febril. En vista de que no hacía sino agravar el estado de su amigo, Cavaceppi abandonó Viena por su cuenta para desaparecer de esta historia. El 14 de mayo de 1768 Winckelmann escribió a Stosch desde Viena para decirle que el viaje le había sumido en un estado de melancolía y depresión tales que regresaba a Roma sin visitarle. También escribió al cardenal Albani para anunciarle su inminente llegada y hacerle partícipe de la excelente acogida de que había sido objeto por parte de la emperatriz María Teresa. Ésta le había regalado dos medallas de plata y una de oro y expresó su deseo de que se quedara en la corte ofreciéndole un importante cargo. «Io assicuro l’Eminenza Vostra—escribió a Albani—che tutto l’oro del mondo non potrebbe movermi da Roma». A partir de entonces, los acontecimientos se precipitaron.

SIGNOR GIOVANNI

Como un personaje de tragedia griega, Winckelmann atrajo hacía sí el desastre, de tantos esfuerzos como hizo por esquivarlo. El 28 de mayo se puso en camino hacia Trieste, adonde llegó el primero de junio de 1768. Se hospedó frente al puerto, en la Locanda Grande, uno de los albergues más populares de la ciudad, donde se registró como «Signor Giovanni». Su vecino de habitación, que luego sería también compañero de mesa, había llegado dos días antes desde Venecia, a pie y sin equipaje. Durante el almuerzo Winckelmann preguntó al hostelero si había algún barco a punto de zarpar para Venecia o Ancona. No sabía de ninguno pero el desconocido con quien compartía mesa dijo estar informado de que el barco de un tal capitán Ragusini zarparía pronto con destino a ese puerto. Winckelmann pidió que se lo mostrara desde la ventana de la pensión para, a continuación, solicitar el pequeño favor de que le acompañara a hablar con el capitán. Para agradecer las molestias que se había tomado su nuevo conocido, Winckelmann le invitó a tomar algo en un café. A partir de entonces, salían juntos cada mañana y se detenían a desayunar en el café. Por la tarde salían a dar un paseo y luego cenaban frugalmente en la habitación de uno de los dos. Al cabo de tres días de mutua compañía se presentaron formalmente y Winckelmann no sólo mostró a su nuevo amigo su pasaporte y las cartas de presentación que había utilizado durante el viaje, sino que le contó que en Viena había recibido como regalo de la emperatriz unas medallas de oro y plata. El desconocido se presentó a su vez como «Francesco Arcangeli, un hombre honorable».

Francesco Arcangeli era natural de Campiglio, en Toscana. A los dieciocho años, después de aprender el oficio de cocinero, encontró trabajo al servicio de un tal conde Bardi de Florencia, donde permaneció cinco años. Ejerció el mismo trabajo durante dos años en casa de Antonio Baldinotti y luego acompañó a un hijo de éste a Viena como ayuda de cámara. Allí entró a trabajar para el conde Cottaldi, a quien robó unas seiscientas piezas de oro. Huyó pero fue apresado y enviado a Viena, donde en 1767 quedó libre. Al año siguiente el destino le llevó a Trieste y a alojarse en la habitación contigua a la de Winckelmann.

Arcangeli no se creía que su amigo fuese tan importante como decía y le pidió que le enseñara esas medallas que, según él, le había regalado la emperatriz. Winckelmann se las mostró y luego charlaron sobre la próxima partida de éste esa misma noche. Winckelmann estaba tan contento ante la perspectiva de su regreso que invitó a su nuevo amigo a que le visitara en Roma. Prometió enseñarle la Villa Albani y todas las cosas interesantes de la ciudad. Siguieron hablando de esa guisa hasta que Arcangeli se retiró a su habitación para regresar al cabo de poco aduciendo que había olvidado un pañuelo. Antes de marcharse preguntó a Winckelmann por qué no enseñaba esas hermosas medallas en el comedor, a lo que Winckelmann respondió que no deseaba llamar la atención sobre su persona. Arcangeli insistió y preguntó por qué no quería decir quién era. Winckelmann, cansado ya de la cuestión, contestó secamente «No deseo que se sepa quién soy» y se sentó de nuevo a su mesa dándole la espalda.

Entonces, sin mediar palabra, Arcangeli puso una soga al cuello a Winckelmann, quien, como movido por un resorte, se puso en pie y apartó de un empujón a su agresor. Cuando Arcangeli sacó un cuchillo para atacarle, Winckelmann se defendió y comenzaron a luchar. Cayó de espaldas, momento que aprovechó su adversario para asestarle cinco cuchilladas. Entretanto, atraído por el alboroto, un sirviente asomó la cabeza y se quedó petrificado mirando la escena. En cuanto Arcangeli le vio, salió disparado propinándole un fuerte empujón. El sirviente salió corriendo en busca de un cirujano mientras Winckelmann bajaba las escaleras pidiendo ayuda. Al cabo de un tiempo considerable, alguien quitó el nudo corredizo del cuello de Winckelmann, quien para entonces ya estaba sumamente débil por la abundante pérdida de sangre. Fue llevado de nuevo a su habitación y al fin llegó un médico que examinó sus heridas. Winckelmann le preguntó si eran mortales. Dos lo eran, le respondió. El herido guardó silencio.

Un capuchino le confesó y otro sacerdote le administró la extremaunción. Se abrió una investigación pero Winckelmann apenas podía hablar. A la pregunta de «¿Quién es usted?», Winckelmann señaló su baúl de viaje, donde se encontraba su pasaporte. Decía en latín: «Joanni Winckelmann, Praefecto Antiquitatum Romae. In almam urbem redit» (‘Johann Winckelmann, superintendente de Antigüedades de Roma. Regresa a la venerable ciudad’). A primera hora de la tarde ya había redactado su testamento. Murió a las cuatro en punto.

En el informe oficial constaba:

Murió con valor heroico y con auténtica piedad cristiana, sin proferir una queja contra su asesino, perdonándolo de todo corazón y deseando haber podido darle la mano como muestra de reconciliación.

Y el testamento dictado por Winckelmann decía así:

El ocho de junio del año del Señor de 1768, en el hotel situado en la plaza principal de Trieste, Johann Winckelmann, que yace en la cama, en una habitación situada frente al puerto, grave y mortalmente herido pero en perfecto uso de razón, mediante el presente testamento público ha dispuesto de sus posesiones de la siguiente manera:

Ordena que se entreguen trescientos cincuenta ducados a su grabador en cobre, D. Magali, bien conocido del cardenal Albani. Esta suma y el lugar donde se encuentra está en conocimiento del músico Annibali. También lega al abate Pirenei la cantidad de cien ducados. Esta suma es para la manutención del pintor Anton von Maron. También lega a los pobres de Trieste veinte ducados. Deja diez escudos para que se digan misas por la salvación de su alma. Y diez escudos para el camarero del hotel. Es su deseo que se disponga del resto de sus bienes de acuerdo con el criterio y la voluntad del cardenal Albani, su gentil señor y patrón.

Como si hubiera presentido su muerte, sobre su mesa dejó un testamento literario con instrucciones detalladas para la edición futura de su Historia del arte. Su asesino le sorprendió cuando estaba a punto de concluirlo. Su cuerpo fue enterrado al día siguiente en el cementerio de la iglesia de San Giusto, en una parcela perteneciente a una hermandad. Riedesel recibió la noticia de la muerte de su amigo mientras navegaba plácidamente por las islas Cícladas.

Arcangeli fue detenido en Planina, en la actual Eslovenia. El juicio por asesinato comenzó inmediatamente en Trieste y, a pesar de haberse declarado culpable, Arcangeli no aclaró los motivos que le llevaron a matar a Winckelmann. Durante los seis interrogatorios de los que fue objeto, alteró su testimonio en varias ocasiones. En una de ellas dio a entender que Winckelmann, después de jactarse de haber transmitido un importante mensaje a María Teresa, le acusó a él de espía. En otra dijo que quería robarle las medallas para venderlas y obtener dinero con el que comprar un anillo a su esposa, a quien hacía tiempo que no había visto por haber estado cumpliendo sentencia en la cárcel por hurto. Pero luego se desdijo y trató de manchar la reputación del sabio alemán diciendo que pensaba que era un judío o un luterano y que había visto un libro sospechoso—en realidad era un texto griego—sobre su mesa. El 18 de junio se pronunció la sentencia:

Por el crimen de asesinato, cometido en la persona de Johann Winckelmann, en la mañana del 8 de junio pasado, el tribunal imperial ha decretado que seáis descoyuntado vivo, hasta que vuestra alma abandone el cuerpo y que vuestro cadáver permanezca expuesto en la rueda.

La sentencia fue cumplida el 20 de julio a las diez de la mañana.

La trágica muerte de Winckelmann plantea una serie de interrogantes que nunca podrán ser despejados. ¿Por qué se alojó en una humilde pensión en lugar de ir al mejor hotel de la ciudad? Tenía medios de sobra para hacerlo, aunque tal vez el hecho de ver el puerto y los barcos desde la ventana le hicieran sentirse más cerca de Roma y le compensaran de las posibles incomodidades. ¿Por qué no acudió a las autoridades de la ciudad para darse a conocer y que, sin duda, al ver su pasaporte, le hubieran ayudado a proseguir el viaje? ¿Por qué intimó con Arcangeli? No hay una respuesta clara, pero la soledad y sus reconocidas inclinaciones homosexuales podrían haber creado una situación conflictiva. ¿Respondía tal vez Arcangeli a ese tipo que en argot homosexual inglés se denomina rough trade y la situación se le fue de las manos?

El tiempo amenaza lluvia mientras subo por la colina de San Giusto en Trieste. No me importa. Pienso que el mal tiempo y la niebla le sientan bien a esta ciudad fronteriza y melancólica. La catedral de San Giusto merece por sí sola una visita. Es un edificio de carácter mestizo, como la ciudad. Está construido sobre una estructura romana del siglo I de la que todavía quedan restos y es producto de la unión de dos antiguas iglesias románicas. En su interior hay bellísimos mosaicos y frescos bizantinos del siglo XIII que relatan la vida del santo. Lo único que desentona en la sobriedad románica es un feo coro moderno. El estilo gótico ha aportado un imponente rosetón y en la cripta descubro con sorpresa que están enterrados cuatro pretendientes carlistas al trono de España junto a sus mujeres y otros familiares. Pero yo he venido en busca del cenotafio de Winckelmann y para verlo tengo que salir de la catedral y bajar por una empinada calle hasta el Orto Lapidario, una especie de museo al aire libre con inscripciones, restos de columnas, bajorrelieves, sarcófagos, lápidas, torsos descabezados y urnas. Un lugar decididamente winckelmanniano. El monumento al malogrado sabio es inconfundible: un pequeño templo neoclásico franqueado por cuatro columnas jónicas. En su interior se alza un cenotafio y no una tumba, puesto que sus restos nunca pudieron ser identificados al haber sido arrojados al osario público. Está rematado por un gran ángel de la melancolía y, en el plinto, un bajorrelieve representa al sabio alemán togado, arengando a seis personajes mitológicos femeninos, algunas de las Musas. Hay una inscripción latina que traducida reza así:

A Ioanni Winckelmanno, ciudadano de Stendal, superintendente de las excavaciones y monumentos de Roma, en la cima de su fama por su distinguida cultura, después de visitar Viena, mientras se disponía a regresar para reasumir su cargo, fue asesinado en esta ciudad por un extranjero traidor, el día 8 de junio de 1768, a la edad de cincuenta años, cinco meses y treinta días.

Los triestinos mandaron construir este monumento por suscripción pública el año de 1832 en honor del insigne intérprete de la Antigüedad.

El monumento me parece tan triste como la historia de su construcción. Un prohombre de la ciudad, Domenico Rossetti, se empeñó en que ésta debía rendir homenaje al sabio alemán y propuso que se levantara un monumento funerario en el interior de la catedral. Pero su petición fue denegada. Luego realizó un proyecto de monumento para que fuera erigido en el cementerio principal que también fue rechazado. Al final, el escultor Antonio Bosa, supervisado por Antonio Canova, realizó la obra actual que se puede contemplar en el Orto Lapidario. El recinto resulta frío y rezuma soledad, acentuada por un grupo de cabezas de estatuas y dos bajorrelieves que miran hacia el monumento funerario. El busto del propio Rossetti se alza a la izquierda del cenotafio. Ninguno de estos restos antiguos hubiera provocado un éxtasis en Winckelmann. Me pregunto adónde habrá ido a parar aquella pequeña cabeza de fauno que tanto le entusiasmó. Al final logró hacerse con ella y pasó a formar parte de sus escasas posesiones. ¿Quién la habrá heredado?, ¿la habrá vendido a su vez? Me pregunto también qué habrá sido de aquella pintura mural falsificada por Mengs, ahora doblemente valiosa por ser obra de un gran pintor y por haber servido para tender una celada al erudito en antigüedades. El ardor y la pasión demostrados en vida por Winckelmann chocan de pleno con la marmórea frialdad de este recinto. Pienso que habría sido más adecuado dedicarle una estatua frente a la hermosa bahía de Trieste. Al menos un monumento con vistas. Es lo que se merecía un hombre al que se debe admirar no sólo por su propia obra sino por la estela que dejó tras de sí.

El abate de humildes orígenes que recorría incansablemente Roma en busca de la belleza nunca pudo imaginar la conmoción que iba a causar y mucho menos la cantidad de autores a los que iba a inspirar. En efecto, sin la influencia de Winckelmann no se habría escrito gran parte de la mejor literatura y poesía alemanas. Su sombra planea sobre Goethe, Hölderlin, Lessing, Herder, Schiller, Heine, Nietzsche, Stefan George y Rilke, por citar sólo a los alemanes. También está detrás de las odas de Keats y, sin su influencia, Shelley nunca hubiera proclamado su «Todos somos griegos». Su pensamiento también marcó a historiadores, filósofos, arqueólogos, pintores, escultores, arquitectos y soñadores incorregibles como Schliemann, el descubridor de Troya. En otro orden más sutil de cosas, al revivir el interés por la antigua Grecia, Winckelmann no sólo estableció un canon estético, sino que ofreció un contexto histórico y filosófico que justificaba y ensalzaba el amor entre hombres. Fue una víctima de su época y, como tal, le tocó llevar una doble vida: idolatrar la belleza y practicar la fealdad; el Apolo de Belvedere y los urinarios públicos; efebos de mármol y chaperos callejeros; idolatrar a inaccesibles jóvenes alemanes y morir a manos de un tosco cocinero italiano picado de viruelas.