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«Con los años he llegado a descubrir que las fuentes son lugares mágicos y liminales a los que hay que acudir sin prisa, como quien va a visitar a un amigo […] Las fuentes cantan y nos hablan directamente al subconsciente. Son paisajes sonoros, musicales. Junto a ellas escuchamos la música de la vida que bulle a su alrededor […] Pero las fuentes no sólo procuran placer al oído, sino que son una experiencia sensorial total. Reclaman la atención de nuestros cinco sentidos y conforman un microcosmos en el que las formas, los colores y los sonidos ambientales están orquestados por el agua». En este extraordinario relato, María Belmonte nos propone un viaje a través de los siglos para explorar el poder del agua y las fuentes desde las perspectivas más evocadoras. De su mano recorremos cautivadores lugares míticos, materiales e históricos, que la autora describe con su prosa vivaz y caudalosa. Una sugerente y hermosa invitación a pensar sobre el sentido de este bien tan preciado y escaso que es el agua. «María Belmonte es una investigadora, desde luego, y su erudición es enorme, pero es su tono el que nos tiene arrobados, su sencillez». Andrés Trapiello, La Lectura «El murmullo del agua, antología de conducciones, reverberaciones, murmullos y flujos, sin grandes ambiciones, provoca un deleitoso pathos ensayístico. Tras leer sus tranquilas páginas memorialistas y, merced al vínculo que se establece con el autor de un libro cordial como este, ¿cómo no recomendarlo?». Álvaro Cortina, El Cultural «Pasear con María Belmonte es hacerlo no solo de su mano, sino de la de los muchísimos autores que va conjurando y que son más importantes en su maleta que las guías y los mapas». Jacinto Antón, El País «Belmonte es una viajera presente en el relato de un modo elegante y discreto, a la manera que lo hicieron los peregrinos escritores a los que tanto admira». Luis M. Alonso, La Nueva España «El relato de Belmonte atraviesa los siglos y las edades con la prosa evocadora y elegante a la que nos tiene acostumbrados, vehículo de un filohelenismo que trasciende la erudición y la voluntad divulgativa y sabe convertir todo ese legado, actualizado a través de los libros o de los viajes, en estimulante experiencia de vida». Ignacio F. Garmendia, Diario de Sevilla «Cuando vuelva a Roma, ya Roma no será para mí la misma después de haber leído El murmullo del agua, la nueva entrega de Belmonte, ansiada y celebrada. Sus tres obras anteriores fueron para mí un descubrimiento fascinante». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Una de esas obras para leer a sorbos como cuando saboreas un néctar delicioso». Biel Mesquida, Diario de Mallorca «Libro personal, erudito, didáctico, viajero y repleto de trazos personales. Belmonte sabe poner la escritura al servicio del relato». Fernando Sanmartín, Heraldo de Aragón «Belmonte consigue atrapar nuestra atención por el dinamismo de su prosa, la riqueza de su contenido y la virtud de plasmar en papel un pensamiento interior que se proyecta hacia fuera por el contexto, ese exterior que es el verdadero actor principal de la trama». Jordi Corominas, Leer
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Seitenzahl: 285
Veröffentlichungsjahr: 2024
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MARÍA BELMONTE
EL MURMULLO
DEL AGUA
FUENTES, JARDINES Y
DIVINIDADES ACUÁTICAS
ACANTILADO
BARCELONA 2024
CONTENIDO
I. ELOGIO DE LAS FUENTES
El mundo subterráneo
II. AGUAS CLÁSICAS
Grecia
Fuentes, cuevas y pozos sagrados
¿Qué es una ninfa?
El antro de las ninfas
Roma, «regina aquarum»
El agua en Roma: poder y placer
Los acueductos, apoteosis de las fuentes
Un acueducto cerca de casa
La fuente junto al lago
En la villa Pliniana
III. AGUAS RENACENTISTAS
«Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?»
La teología poética de la Academia Platónica de Florencia
Los jardines esotéricos del Renacimiento
La «fons sapientiæ»
Los jardines oníricos de Polífilo
Visita a las villas italianas renacentistas
El sueño de Hipólito de Este
IV. AGUAS BARROCAS
El agua como metáfora del arte papal
La Roma barroca de Gian Lorenzo Bernini
Gian Lorenzo Bernini, «l’amico dell’acqua»
Paseos por Roma: fuentes, obeliscos y elefantes
Apunte personal sobre La gran belleza
Epílogo. En la fuente del bosque
Bibliografía
Para Sandra Ollo y para los Plinios, el Viejo y el
Joven: los tres genios tutelares de este libro.
Pétalos del Océano, las fuentes.
PÍNDARO, Odas y fragmentos, §326
Cada libro tiene su momento inaugural. La historia de la literatura contiene relatos legendarios sobre cómo surgieron algunos, como el Apocalipsis de san Juan, por ejemplo, del que se dice que fue producto de la revelación divina. También hay registrados casos de inspiraciones repentinas, de raptos de la mente o de libros dictados a raíz de una iluminación, como le sucedió a Jean-Jacques Rousseau cuando se dirigía a la prisión de Vincennes a visitar a su amigo Diderot y, presa de gran agitación, se tuvo que sentar bajo un roble mientras bullía en él el texto completo del ensayo Discurso sobre las ciencias y las artes. Y en el epílogo a Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar cuenta que escribió el libro de un tirón, en estado de gracia, en los tres días que duró su viaje en tren de Nueva York a Nuevo México, como si el propio emperador se lo hubiera ido dictando. El germen del libro que el lector tiene en las manos surgió, en cambio, y salvando las estratosféricas distancias, de la lectura de un artículo del periódico. Digamos que ésa fue la chispa inicial. Luego, poco a poco, las ideas se fueron acumulando hasta que algo nebuloso e informe se puso en marcha e inició su andadura. Si el nacimiento de un libro siempre es una operación misteriosa, también lo es su realización, porque, como escribe Stephen Spender, «escribir es la revelación gradual de todo lo que ya has sentido cuando surge la idea», como si la historia que quisieras contar se encontrase en un limbo aguardando a que accedas a él y la rescates.
Pero volvamos al periódico. Hace unos años The Guardian publicó una reseña sobre la reedición de un libro editado setenta años atrás. La obra en cuestión se llamaba Delight (‘Placer’) y se había publicado en 1949. Su autor, J.B. Priestley, famoso escritor y dramaturgo británico (1894-1984), lo había escrito con la intención de levantar el ánimo de sus compatriotas, afectados aún por los estragos de la guerra, el racionamiento y la austeridad de los años posteriores a ella. La reseña hacía notar que pese a su fama de gruñón, Priestley había decidido compartir con sus lectores los pequeños placeres de la vida que le colmaban de satisfacción y citaba algunos ejemplos de los ciento catorce que componen el libro, como bailar, tomar un gin-tonic acompañado de un paquete de patatas fritas en un pub de pueblo, pasear por un bosque, fumar una pipa en una bañera bien caliente, el olor del beicon y del café por la mañana, leer una novela policiaca mientras afuera caen chuzos de punta…
Me compré el libro y disfruté mucho con la prosa irónica, brillante y cargada de humor de Priestley y con la descripción de las cosas placenteras que le alegraban la vida. Y ahí fue cuando surgió la citada chispa, porque la primera de todas las que mencionaba eran… las fuentes. La visión de una fuente, decía el autor, hasta de la más pequeña, siempre le procuraba un cosquilleo de placer. Le cautivaban durante el día con sus chorros límpidos y transparentes como diamantes y le cautivaban de noche, cuando producen una lluvia de esmeraldas, rubíes y zafiros. Recordaba en particular una fuente que contempló en la feria de Bradford cuando era pequeño, cuyos surtidores cambiaban de color al ritmo de los valses de la Blue Hungarian Band. Pero ¿dónde están esas fuentes que tanto amamos?, se preguntaba Priestley. ¿Por qué hay tan pocas? E instaba a los lectores a enviar cartas a The Times y a Downing Street, y a organizar manifestaciones exigiendo la presencia de fuentes en cada plaza, porque ¿a santo de qué nos llenan nuestros gobernantes de chismes horrorosos las ciudades, de trastos que nadie en sus cabales ha pedido y, sin embargo, se nos hurtan las elegantes, exquisitas y bellas fuentes?
Contagiada por el entusiasmo de Priestley, mi mundo se pobló repentinamente de fuentes, de todas las que había conocido en mi vida. No sólo de las que le gustaban a Priestley, con surtidores de colores que se proyectan en el cielo nocturno, sino de las que yo había encontrado y disfrutado durante mis caminatas por bosques y senderos de montaña. A mi memoria acudieron las fuentes que te reciben en los pueblos, en mitad de una travesía, y te permiten saciarte de agua, remojarte la cara, el cuello y los brazos y rellenar la cantimplora; la fuente de mi infancia en el parque de los patos de Bilbao, a la que los niños acudíamos en tropel después de montar en bicicleta o jugar durante horas; las maravillosas fuentes de las plazas y villas renacentistas italianas; las fuentes de Roma; los delicados surtidores y juegos de agua de los jardines árabes andaluces, las fuentes monumentales de las ciudades, cuyas estatuas celebran a las deidades acuáticas; las fuentes de los monasterios para purificarse antes de la oración y el sereno sonido de sus chorros… Pensé incluso en los charcos, esos pequeños lagos en calma que se forman en los caminos después de una lluvia intensa y que no sólo sirven de fuente para las aves y otros animales, sino que, durante unos días, hasta que se secan, componen un espejo en el que se reflejan artísticamente el cielo y las nubes.
Si entraba en un museo detectaba de inmediato una fuente semioculta en una pintura que antes me había pasado inadvertida. Como la del Joven caballero en un paisaje, de Vittore Carpaccio, en el Museo Thyssen, que acababa de ser restaurada. Allí, surgiendo de la roca, rodeada de una profusión de flores y arbustos, aves, animales y anfibios, hay una fuente medio escondida que forma al caer un delicado haz de gotas blancas, puras y cristalinas en un paisaje cargado de simbolismo. Mi mente convocó también nacimientos de ríos, pozas, lagunas, lagos, cascadas, surgencias, arroyos de montaña y ríos en los que me había bañado y cuyo origen era siempre una fuente. Viví una auténtica apoteosis acuática y volví a ser consciente del profundo significado del agua, como si en su movimiento estuvieran contenidos todos los misterios del mundo y nos conectara con el origen primordial de todo. Recordé las palabras que escribió Nan Shepherd en La montaña viva:
El agua, esa materia blanca y fuerte, uno de los cuatro misterios elementales […] Como todos los misterios profundos, es tan simple que me da miedo. Mana de la roca y se aleja. Lleva incontables años manando de la roca y alejándose. No hace nada, nada en absoluto, salvo ser ella misma.
Para el caminante y para quien se adentra en la naturaleza, señalar en el mapa la presencia de fuentes es uno de los preparativos más importantes para determinar la cantidad de agua que deberá llevar consigo. Y descubrir que una de ellas ya no existe o que se ha secado puede significar un momento dramático para el viajero, incluso una cuestión de vida o muerte. Es lo que le sucedió a Cheryl Strayed mientras recorría el Sendero del Macizo del Pacífico, viaje que narra en su emocionante libro Salvaje. Durante una etapa por una zona desértica y bajo un sol abrasador, cometió la imprudencia de beberse las reservas de dos litros que llevaba, confiando en que, según su guía, al cabo de unos kilómetros encontraría agua. Pero al llegar descubrió que no había ni siquiera un sorbo. Ni una gota. Nada de nada. Cero agua. La fuente más próxima estaba a ocho kilómetros y al llegar, totalmente exhausta, vio que era un lodazal de aspecto miserable. «Pero allí había agua», escribe. La filtró, la depuró, añadió comprimidos de yodo a la cantimplora y esperó treinta minutos para poder beber sin peligro:
Me senté en la lona azul y bebí una cantimplora entera, y luego la otra. El agua tibia sabía a hierro y barro y, sin embargo, nunca había probado algo tan increíble. La sentí moverse dentro de mí, a pesar de que, ni siquiera después de beber dos cantimploras de dos litros cada una, me había recuperado del todo […] No tenía hambre. Ahora lo único que quería era agua. Volví a llenar las cantimploras. Dejé que el yodo las purificara y me bebí las dos otra vez.
En Roumeli. Viajes por el norte de Grecia, Patrick Leigh Fermor escribe que la sed hace que hasta el agua menos apetecible resulte deliciosa: «Sucede cuando se bebe un sorbo de líquido turbio en los desiertos profundos de Mani, o en las salobres corrientes de agua de una jadeante orilla de la costa cretense».
Mis recuerdos de fuentes y pozos son más amables y me producen una mezcla de serenidad y nostalgia, sin saber muy bien de qué. Recuerdo una fuente en un claro de un bosque cercano a un pueblo en el que viví bastantes años. Había encinas, robles y un viejo y venerable ciprés. También había salamandras en las cercanías de la fuente, esos anfibios tan bonitos de color negro y amarillo cuya presencia denota la existencia de agua pura. Me encantaba ir a aquel paraje, y a mi perro también. Se subía de un brinco al brocal y esperaba a que yo accionara la manivela para hacer salir el agua y poder beber. El lugar desprendía magnetismo y esa sensación que los antiguos romanos expresaban como Numen in est (‘Aquí habita una deidad’). Hasta que un día dejó de salir agua, desaparecieron las salamandras y el lugar perdió esa cualidad que lo hacía tan especial: la deidad del agua lo había abandonado. Alguien tendrá que escribir algún día la elegía a las fuentes desaparecidas, secadas y contaminadas.
Si me sintiera llamado
a crear una religión
recurriría al agua,
escribe Philip Larkin en su poema «Agua». Todas las religiones del mundo han considerado sagrada el agua y expresado que quien la contamine debe ser severamente castigado. Según la cosmovisión judeocristiana relatada en el Génesis, Dios creó un paraíso o jardín del Edén donde dio comienzo a su andadura la especie humana. En ese jardín el clima era apacible, estaba repleto de plantas y frutos fragrantes y sabrosos y numerosos animales convivían pacíficamente con Adán y Eva. En el centro del jardín había una fuente de la que brotaban cuatro ríos: el Pisón (Nilo), el Gihón (Ganges), el Hidekel (Tigris) y el Phirat (Éufrates). Esos ríos eran las venas de la Tierra, encargados de llevar la fecundidad a los cuatro puntos cardinales. En la iconografía cristiana esa fuente pasaría a simbolizar el conocimiento y la sabiduría divina y las aguas que manaban de ella eran aguas purificadoras, por lo que el rito del bautismo, que se realizaba originalmente en los ríos, liberaba de los pecados al ser arrastrados por la corriente. En Metamorfosis, Ovidio narra que el dios Dioniso, agradecido al rey Midas por su hospitalidad para con Sileno, le concedió el poder de transformar en oro todo cuanto tocara. Midas no tardó en darse cuenta de que su vida se había convertido en un infierno y rogó al dios que le librara de su don. Éste le dijo que acudiera a las fuentes del río Pactolo, cercano a Sardes, sumergiera la cabeza en el espumoso manantial donde más abundantemente manaba el agua, para allí lavar al mismo tiempo su cuerpo y su pecado de codicia.
Mitologías aparte, la propia formación del agua en la Tierra, sobre la que los científicos todavía no se han puesto de acuerdo, tiene un carácter sumamente poético y misterioso. Algunos sostienen que se creó en el propio planeta a partir del proceso de desgasificación de una tierra primigenia muy caliente. Al ir enfriándose, el vapor de agua se condensó y precipitó en forma de inmenso diluvio que duró siglos y siglos. Eones de tiempo. Nuevas investigaciones apuntan a que una parte del agua de nuestro planeta llegó, gota a gota, a bordo de meteoritos que la golpearon a gran velocidad durante millones de años. Otra parte de nuestra agua provendría de los cometas, lo cual significa que algunas de las moléculas del agua de nuestros océanos serían más antiguas que la propia Tierra, e incluso que el Sol. Pero el agua no sería la única reliquia que nos aportaron los cometas: también bombardearon la Tierra con materia orgánica—compuestos de carbono e hidrógeno, y a veces también de nitrógeno u oxígeno—, con lo cual el agua y los elementos que harían posible la vida habrían llegado a la Tierra desde el espacio interestelar. Sabemos que una molécula de agua se compone de dos partes de hidrógeno y una de oxígeno, pero no por ello deja de ser un misterio profundo. Así lo expresó D.H. Lawrence en su bello poema «El tercer elemento»:
El agua es H2O, dos partes de hidrógeno, una de oxígeno,
pero también hay un tercer elemento, que la convierte en agua, y ése, nadie sabe cuál es.
La palabra agua proviene del latín aqua a partir de una raíz indoeuropea: *akwā. El origen de la palabra fuente también es latino, fons, fontis y está asociado a la raíz indoeuropea *-dhen (‘fluir’). Balzac escribió que «hay misterios encerrados en cada palabra humana» y se podría añadir que también existen palabras tan hermosas que desprenden vida, palabras bellas y misteriosas que son las joyas de una lengua. La palabra manantial es una de ellas y expresa como ninguna la poesía de las aguas. También hay otras, como alfaguara, palabra de origen árabe que significa ‘manantial copioso que surge con violencia’; hontanar, ‘sitio en que nacen fuentes o manantiales’; surgencia, ‘manantial originado por la aparición de agua subterránea’; vena, ‘conducto natural por donde circula el agua en las entrañas de la tierra’; venero, ‘manantial de agua’, ‘principio de donde procede algo’; mina, ‘nacimiento u origen de las fuentes’; nacedero y naciente: ‘sitio donde nace o brota agua formando una corriente o un río’, y las palabras que denotan el fluir de sus aguas están tan vivas y tan dotadas de movimiento que parece que vayan a salirse de la página: agua corriente, fluyente, murmurante, rumorosa, gorgoteante, chispeante, borboteante, burbujeante…
He visto y estado junto a muchas fuentes en mi vida. En la mayoría de ellas permanecía solamente el tiempo necesario para saciar la sed y llenar la cantimplora. Con los años he llegado a descubrir que las fuentes son lugares mágicos y liminares a los que hay que acudir sin prisa, como quien va a visitar a un amigo, para poder impregnarte de esa atmósfera especial que reina en ellas, sobre todo si están en lugares aislados y solitarios. Las fuentes cantan y nos hablan directamente al subconsciente. Son paisajes sonoros, musicales. Junto a ellas escuchamos la música de la vida que bulle a su alrededor. Cuanto más las frecuento, más me asombran. El agua que mana de ellas primero cayó en forma de lluvia en la cima de las montañas, fue penetrando a través de grietas y fisuras para emprender su largo viaje por las venas del mundo subterráneo hasta brotar aquí, en la fuente, donde sale gorgoteando, borboteando, salpicando con estruendo o con suavidad. De la nube de la que descendió iniciará ahora su viaje hacia el mar. Si la acompañamos cuando se ha transformado en arroyo y prestamos atención, el oído podrá distinguir hasta una decena de notas distintas en su música. Pero las fuentes no sólo procuran placer al oído, sino que son una experiencia sensorial total. Reclaman la atención de nuestros cinco sentidos y conforman un microcosmos en el que las formas, los colores y los sonidos ambientales están orquestados por el agua. Apelan a nuestra vista porque el agua de una fuente nos deleita por sus brillos y destellos, por su claridad y por el paisaje del que se rodea: rocas, árboles, vegetación abundante, insectos, anfibios, aves. Naturaleza viva en movimiento. Junto a una fuente me esfuerzo por ver, no solo por mirar, y por comprender las infinitas formas que el agua puede adoptar en su viaje desde las nubes hasta el mar. Recupero el asombro de la infancia y descubro bosques de musgo, continentes de líquenes, junglas de helechos. Y qué decir del gusto, ¿acaso hay algo más delicioso que un trago del agua limpia y fresca de una fuente? Las fuentes también nos envían mensajes olfativos procedentes del aire, de la tierra, de la humedad, del bosque que nos rodea, de los hongos, de las bacterias de la tierra en descomposición, del musgo… Y el tacto, esa placentera sensación de frescor en la boca cuando bebemos agua, cuando sentimos cómo se desliza por nuestra garganta llevando alimento a todas las células de nuestro cuerpo. O la voluptuosidad de sentir el agua en los pies, los muslos, la cabeza, al sumergirnos en una poza de río un caluroso día de verano, porque—como pone en boca de Adriano Marguerite Yourcenar—: ¿qué es la voluptuosidad sino un momento de apasionada atención al cuerpo? Junto a una fuente uno tiende a dejar de pensar en los problemas cotidianos y a concentrarse en lo más cercano, en el murmullo de las ramas de los árboles que se balancean por encima de ti, en el zumbido de los insectos, en el canto de las aves. Una fuente, como la meditación, te invita a vaciar la mente o a pensar «en pequeño». A dejar que tus pensamientos fluyan como un canto rodado arrastrado por la corriente de un arroyo.
Yo aprendí a nadar en un río y todavía recuerdo el olor que me envolvía mientras nadaba en sus frías aguas y que creía exhalado por el propio río. Sólo más tarde descubrí que era el olor desprendido por los chopos y la vegetación de la ribera: el olor de la vida vegetal que se mezclaba con el agua. En aquellos momentos de mi infancia, en que cada partícula del mundo se revelaba como un misterio, aquellos baños constituían experiencias numinosas. Y es que sumergirte en el agua es, como en el sexo, cruzar una frontera y penetrar en un nuevo territorio, en una atmósfera distinta donde rigen otros valores más elementales que refractan el tiempo y los sentidos; es una experiencia total, entras en otro elemento, te sumerges en otra dimensión. Y mientras nos esforzamos por mantenernos a flote, en el agua recuperamos nuestra olvidada condición de animales.
Tú doblas una esquina y te lo encuentras. Un mundo que no habías visto jamás. Mira a tu alrededor. Dime. ¿Qué hay? ¿Qué ves?
HARUKI MURAKAMI, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo
En su libro Bajotierra Robert Macfarlane cuenta que Pausanias pasó años recorriendo el paisaje griego y cartografiando sus enclaves porosos: manantiales, fisuras, grietas, cavernas y surgencias, y los caracterizó como un sistema de puertas de comunicación entre el mundo superior y el inferior. Con el tiempo me he dado cuenta de que lo que me atrae de fuentes y manantiales no es sólo su aspecto externo y el ambiente bucólico que los rodea, sino el sinuoso viaje que realiza el agua por las profundidades de la tierra, excavando galerías, socavando la roca hasta formar simas y cavernas y todo tipo de formaciones geológicas, como las llamadas «marmitas de los gigantes». Junto al agua que mana de las rocas siento un vehemente deseo de penetrar por esas cavidades, de perderme por ellas y explorar ese mundo inferior. Salvo a los espeleólogos, ese viaje subterráneo por un vasto reino que se extiende bajo nuestros pies nos está vedado y lo que en realidad vemos los humanos es una pequeñísima parte de la Tierra; existe un mundo muchísimo más extenso, oscuro y profundo, en el que habitan criaturas ciegas y blanquecinas que nunca han visto la luz. En cierto sentido somos como esos animales ciegos de las profundidades al vivir ajenos a la desmesura del universo que nos rodea.
En mi juventud dediqué una temporada a explorar cuevas y cavernas del País Vasco con un grupo de amigos. Recuerdo cómo nos arrastrábamos por estrechas galerías mientras sentía una mezcla de miedo y claustrofobia y me preguntaba quién me había mandado meterme en aquella situación. El premio era salir al fin del angosto pasadizo y encontrarte en una gran sala subterránea, adornada aquí y allá por estalactitas y estalagmitas, en la que reinaba un profundo silencio, roto únicamente por la caída de gotas de agua. Un verano que participé en una excavación en una cueva de Bizkaia, el arqueólogo nos fue llevando por turnos hasta una pequeña sala a la que se accedía primero por un largo corredor; luego debíamos avanzar a gatas por una galería y reptar los últimos metros por un estrecho pasadizo que desembocaba en la cámara de las pinturas. Allí nos aguardaba un rebaño de ciervas pintadas en color rojo mediante la técnica puntillista. Sólo una se conservaba en buen estado porque el resto había sido engullido por las concreciones minerales de la roca, pero la sensación de encontrarte en aquel remoto lugar era de sobrecogimiento, como si hubieras accedido sin permiso a un sitio prohibido. También estaba la percepción del tiempo. En aquellos antros ocultos a la luz del sol sentía que su discurrir adquiría otra cualidad. Ya no eran válidos los días y los años, sino que todo hablaba de eones, de eras. Del tiempo profundo geológico. Es el paisaje creado por la roca caliza, y su naturaleza permeable y disolvente permite que el agua de lluvia se infiltre por ella, llenando cavidades y circulando por galerías subterráneas, excavando simas y cavernas. Es un mundo al que la mayoría de los humanos no tenemos acceso y, por ello, las emociones provocadas por la visión del agua manando con violencia de la roca son de un orden diferente de las que experimentamos junto a un manantial o una tranquila fuente en el bosque. Es una experiencia sobrecogedora que deja nuestro ánimo en suspenso. Hay una palabra inuit, ilira, que significa ‘sensación de miedo o temor reverencial ante ciertos aspectos de la naturaleza’ y nos devuelve a los humanos a nuestra condición de invitados en el planeta. Recuerdo esa sensación al contemplar el nacimiento de algunos ríos por la violencia con la que el agua brotaba de una cavidad de la roca, formando desde su comienzo un impetuoso caudal que lo arrastraba todo. O el desbordamiento de la fuente de Vaucluse en la primavera, cuando entre bramidos y nubes de espuma el agua manaba de las profundidades con tal ímpetu que hacía desaparecer las paredes de la gruta de la que surgía. Ilira.
El cuerpo desnudo de la mujer ha sido representado con frecuencia en el arte como símbolo de fuentes y manantiales, de la fertilidad, en suma, como el de La fuente (1856), del pintor francés Jean Auguste Dominique Ingres, que representa una ninfa desnuda en pie frente a una abertura rocosa, sosteniendo una jarra de la que fluye el agua. En su obra Landscape and Memory el historiador del arte británico Simon Schama dota de contenido antropomorfo a la serie de pinturas de grutas y cuevas realizadas por Gustave Courbet en la década de 1860 en su región natal del Franco Condado. Schama nos invita a observar que en el centro de cada cuadro de Courbet hay una oscura cavidad de donde manan las aguas del río Loue. Y, añade Schama, no hay que tener la imaginación de un enfebrecido freudiano para verlas como orificios vaginales abiertos en la roca, especialmente cuando, por la misma época, Courbet pintó una serie de desnudos femeninos titulados La fuente, en el que el cuerpo de la mujer simboliza la fecundidad y la abundancia y, en especial, el que pintó para un coleccionista turco de arte erótico, al que puso por título El origen del mundo, en el que se muestra explícitamente el sexo femenino, su lugar más secreto, símbolo de las ocultas humedades de la tierra y del principio húmedo de la vida. Porque la fuente nos conecta con el misterio, con el origen primordial de todo: Fons et origo (‘Fuente y origen’).
Entre los mitos que rodean a las fuentes, uno de los más famosos es el de la fuente de la eterna juventud, cuyas aguas curan todos los males y devuelven la lozanía y la belleza perdidas. Heródoto fue el primero en describirla y la situó en Etiopía, y Lucas Cranach el Viejo la inmortalizó en una famosa pintura en 1546. En la novela de Haruki Murakami, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, las aguas de fuentes y ríos adquieren gran protagonismo. Uno de los personajes, Malta Kanoo, dotada de poderes paranormales y adivinatorios, recorre el mundo en busca de fuentes de las que manen aguas maravillosas sin encontrar nunca el agua perfecta. Hasta que llega a la isla de Malta.
Allí en Malta, el agua es malísima. Imbebible. Parece que estés bebiendo agua de mar rebajada. El pan también es salado, pero no porque se le añada sal, sino porque el agua es salada […] Aunque en Malta el agua sea tan mala, hay un lugar especial donde brota un agua que tiene un efecto maravilloso sobre la configuración física. Es un agua única, misteriosa. Sólo brota en aquel lugar, en Malta. La fuente se halla entre las montañas y se tarda horas en subir hasta allí desde la aldea que se encuentra al pie de la montaña […] El agua no se puede trasladar. Si se lleva a otra parte pierde su efecto. Para beberla hay que desplazarse hasta allí. Ya se hablaba de ella en unos documentos que se conservan de la época de las Cruzadas. La llamaban el agua milagrosa. Incluso Allen Ginsberg fue a probarla. Y también Keith Richards […] Yo he vivido tres años allí […] y cada día subía a la fuente y bebía de aquella agua. A veces no comía nada durante toda una semana. Sólo bebía agua […] Fue una experiencia realmente maravillosa.
Murakami es uno de mis autores favoritos y cuando leí este pasaje me resultó tan evocador que me encontré a mí misma tecleando ingenuamente en Google fuentes de Malta y consulté incluso Google Maps en busca de esa aldea al pie de las montañas desde donde se sube a la fuente maravillosa a la que habían ido a beber nada menos que Allen Ginsberg y Keith Richards. Yo también quería ir. Como era de esperar, nunca encontré esa fuente que sólo existía en la imaginación del autor japonés, ni ninguna fuente de la eterna juventud, ni mágica ni con poderes curativos o inspiradores. Pero no hay que desfallecer, me dije a mí misma. ¿Acaso no tenemos a nuestro alcance una fuente que brota en nuestras casas con sólo abrir un grifo y que nos proporciona agua limpia para beber, lavarnos y cocinar? ¿Acaso no vamos a maravillarnos ante su presencia? Deberíamos hacerlo: abrir un grifo y que fluya el agua es un lujo poco apreciado, y es lo que nos advierte el escritor británico Ian McEwan en su novela Sábado:
Cuando esta civilización se derrumbe, cuando los romanos, sean quienes sean esta vez, se hayan marchado por fin y empiece la nueva era de tinieblas, esto será uno de los primeros lujos que perdamos. Los viejos acuclillados junto a las hogueras de turba hablarán a sus nietos de que en mitad del invierno se ponían debajo de chorros de agua caliente y limpia […] y de gruesas toallas grandes como togas, extendidas sobre rejillas calientes.
Tras el chispazo inicial que me hacía ver fuentes de aguas puras y cristalinas por todas partes, decidí escuchar las historias que tenían que contarme y en el proceso me di cuenta de que Murakami tiene razón cuando dice que quien escribe también posee una pequeña fuente en su interior de la que va manando la historia que desea narrar. La mayor parte de las veces el agua no mana a borbotones, sino que es un goteo o un pequeño reguero, como el de un manantial entre rocas, que permite ir componiendo poco a poco el texto. Otras veces hay una roca que impide el paso del agua y se queda bloqueada. Hay que tener paciencia y confiar en que, con el tiempo, se vaya transformando en un arroyo y, por fin, en un río de palabras que desemboque en un libro. Porque, como escribió Henry David Thoreau, «el río es, con mucho, el camino más bello».
Ἄριστον μὲν ὕδωρ.
PÍNDARO, Olímpicas, I, 1
Ἄριστον μὲν ὕδωρ: ‘Lo mejor es el agua’, tal es el misterioso comienzo de la Primera Oda Olímpica de Píndaro, destinada a ensalzar a Hierón, tirano de Siracusa, por su victoria en las carreras ecuestres de la olimpiada del 476 antes de Cristo, con su caballo Ferenico, ‘portador de la victoria’. Píndaro prosigue la oda comparando el agua, el más importante de los elementos, con el oro, que sobresale entre todas las riquezas, y con el sol, el más brillante de los astros.
Con esas tres palabras, el más ilustre de los poetas expresa la veneración que los griegos sentían por el agua, evocadas un siglo después por Platón: «Efectivamente, Eutidemo; lo que es escaso es precioso. El agua, en cambio, no cuesta nada, a pesar de ser lo mejor, como dice Píndaro». El elogio del agua será un tema recurrente en la literatura grecolatina y el filósofo presocrático Tales de Mileto enunció en el siglo VI antes de Cristo que todas las cosas habían venido del agua y concibió el mundo emergiendo de ese líquido primordial. También se atribuye a Tales haber afirmado que «todo está lleno de dioses» («Πάντα πλήρη θεών»), porque para los antiguos griegos la naturaleza era un corpus de fuerzas vivas y misteriosas, y no existía distinción entre el mundo animado y el inanimado: todo tenía alma. El espíritu de la primera filosofía griega de la naturaleza encontró su auténtica expresión en otras tres palabras.
Para Homero, una tormenta marina significaba la furia de Poseidón, el amanecer estaba pintado por los rosados dedos de Aurora y las fuentes y los ríos eran las moradas de ninfas y divinidades fluviales. El agua clara y limpia de las fuentes adquiría propiedades religiosas y los héroes homéricos las utilizaban en sus baños rituales para despojarse de sus impurezas y semejarse a los dioses. Los griegos actuales conservan la antigua impronta de la reverencia por el agua. Cuando viajas hoy por Grecia tomas conciencia de la importancia y belleza del agua porque allí donde entras, sea una taberna, una posada, un restaurante, un monasterio o una casa, alguien te ofrecerá de inmediato un vaso de agua fresca. En El coloso de Marusi, Henry Miller describe lo que le llamó la atención en su primera noche en Grecia en 1939 mientras paseaba por los jardines nacionales de Atenas:
El parque estaba abarrotado de paseantes que disfrutaban del frescor de la noche. Otros, sentados en mesitas, bebían tranquilamente agua en la oscuridad. Agua… allí donde mirara, veía vasos de agua. Comencé a pensar en el agua como en algo nuevo, como en un elemento esencial de la vida.
Y agua, νερό, fue la primera palabra griega que aprendió.
La divinidad para los antiguos griegos era la Naturaleza, cuyo espíritu se encarnaba en las formas de la vegetación y de las aguas. Dotaban de alma a los fenómenos naturales y los visualizaban en forma animal o humana. Los mitos que nos han legado son formas poéticas de explicar la naturaleza y de simbolizar sus misterios: los mitos de fertilidad, por ejemplo, respondían al matrimonio de la vegetación y el agua, que se manifestaba en las frondas de los bosques, en las espumantes cascadas y en las rumorosas fuentes. En la ciudad-santuario de Dodona brotaba un manantial al pie de un gran roble y en el murmullo de su corriente se inspiraba la sacerdotisa para dar los oráculos. Los griegos creían que beber agua de ciertas fuentes sagradas confería virtudes proféticas y que la visión y el sonido del agua podían devolver la salud y la vitalidad. En el siglo XX las fuentes en Grecia seguían envueltas en fábulas. Lo cuenta Patrick Leigh Fermor en Roumeli sobre una fuente que había en Creta:
Entre el monte Ida y las Montañas Blancas hay una que tiene la virtud, como las fuentes mitológicas, de otorgar la inmortalidad. Durante la guerra nos deteníamos allí. Apoyábamos las armas contra el tronco de los árboles, nos tirábamos en el suelo, bajábamos nuestras cabezas tocadas con turbantes y bebíamos larga y profundamente. ¡Momentos de bendición y calma!