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Querido lector Estas a punto de entrar a un mundo de pesadillas. Quizá creas que sabes todo sobre ellas, pero la verdad es que ellas saben más sobre ti. Cada historia será un mundo, un tiempo y un personaje diferente, pero aun así con un mismo origen. Solemos creer que lo peor de una pesadilla es lo real que se puede sentir, y por ello deseamos despertar rápidamente en nuestra realidad, pero no; lo peor es despertar dentro de nuestros horrores y ser conscientes de que aún no ha terminado. Tú serás quien vaya pasando las páginas. Tú serás quien decida ponerle fin a los sufrimientos de esta interminable noche.
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2021
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CARLOS SIMOS
Simos, CarlosPesadillas de una noche sin fin / Carlos Simos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-1767-8
1. Novelas de Terror. 2. Narrativa Argentina. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Arte de tapa: Emilse Silva
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Las pesadillas no entienden de edades o géneros, pueden llegar en cualquier momento para recordarnos lo poco que nos conocemos.N. del A.
Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad del escritor.E.A. Poe.
Nos prometieron que los sueños podrían volverse realidad. Pero se les olvidó mencionar que las pesadillas también son sueños.Oscar Wilde.
Siempre me he preguntado por qué hay restricciones de edad para películas y videojuegos, pero nunca para libros.El Pasajero 23 de Sebastian Fitzek.
Siempre he tenido la suerte de tener una buena memoria, aunque muchos de mis recuerdos más ocultos a veces aparecen de manera inconsciente, en momentos en los que desearía que no lo hicieran.
Alguna vez amé a alguien, lo recuerdo bien. Su nombre era Victoria Mor. Su hermoso cabello castaño caía ondulado por sobre sus hombros y relucía bajo el sol, sus ojos eran tan hermosos que fácilmente se convertían en excusas para poemas y brillantes elogios. Su sonrisa tenía el particular sortilegio del canto de las sirenas, aquellas que tentaron al mismo Ulises, y su esbelto cuerpo era sin duda obra de una naturaleza orgullosa de su creación.
Cuando la conocí tenía unos diecisiete años y era muy introvertido. Desde muy joven, mi timidez dificultaba una relación con cualquier mujer que se me acercara. En cierta época, en la que estudiaba en una escuela privada de música, tuve la suerte (o desdicha) de conocer a esta joven mujer solo dos años mayor que yo. Naturalmente, me sentí atraído a ella de una forma que me asustaba y cuando estaba en su presencia en alguna clase, los nervios y la pérdida de razón hacían de mí una persona retraída. Todas las sensaciones que uno pueda conocer recorrían mi cuerpo, pero sinceramente, no podría explicar si eran buenas o malas.
Con el correr del tiempo, me acerqué a ella de forma más apacible y personal hasta que logramos conocernos mejor, pero siempre teniendo nuestro límite de compañeros de clases. En cambio, yo pretendía algo más; ya no era el mismo, si antes no creía en Dios, con esta aparición era capaz de defender totalmente su existencia, pues no podía creer que un ser tan hermoso solo pudiera ser creación de la tierra sin haber tenido antes su origen en el mismo cielo.
Los meses siguieron pasando y al sentir que el silencio incontrolable que me alejaba de ella me asfixiaba, creí que ya era tiempo de expresar mis sentimientos. En efecto, estaba perdidamente enamorado de aquella mujer y no dejaría que nadie más la obtuviera, ignorando aún si estaba pretendida. Entonces, comencé a hacer averiguaciones sobre sus gustos, pasatiempos o aficiones a través de compañeros en común y tuve la gracia de enterarme de que no solo estaba sola en su vida, sino que también sentía una atracción hacia mí. Como imaginarán, esta noticia llenó mi corazón de una alegría incontrolable y días después le confesé mi infinito amor obteniendo la misma respuesta de su parte.
Comenzamos a vivir en pareja, yo abandoné mis estudios de música, aunque ella siguió, y me dediqué al estudio a la antropología, campo que se me dio muy bien. Éramos felices y durante siete años estuvimos juntos en perfecta armonía y profesándonos un amor mutuo que con los años crecía gradualmente, uniéndonos de manera casi sagrada. Sentía mi futuro escrito junto a mi amada Victoria hasta el fin de nuestros días, y ella me había confesado lo mismo: simplemente, no podíamos estar separados. Un día sin vernos era como si algo le hubiera ocurrido al otro y cuando nos encontrábamos, nuestros ojos brillaban como cuando se encuentra un tesoro perdido por miles de años. Obviamente, en una vida pasada seguro nos amamos o fuimos un solo espíritu, un solo fuego quemándose en la eternidad y luego, separados por el tiempo consumiéndose en la desgracia, resplandeciendo de vez en cuando con la esperanza de volver a unirse. Pero este era nuestro tiempo: yo jamás la abandonaría y ella tampoco.
Un día como cualquier otro, volvía de mi trabajo. Había logrado convertirme en un respetado profesor universitario, ganaba lo suficiente como para mantenernos cómodamente sin que nos faltara lo esencial para cada día. Había llegado por fin a mi hogar y, después de comer algo, llamé preocupado a la casa de los padres de Victoria, ya que me había dicho que allí estaría, y a pesar de que no me hablaba en horario de trabajo, lo hacía puntualmente, apenas salía de él. Me gustaba que estuviera tan pendiente de mí.
El teléfono sonó unas seis veces, pero no me contestaba. Corté, esperé cinco minutos mientras buscaba algo de beber en mi heladera, saqué una pequeña botella de cerveza y volví a intentar; pero nada. Esta vez, la contestadora me comunicó el límite del intento. Traté una y otra vez, sin resultados. Comprendí entonces que seria necesario ir a buscarla, posiblemente el teléfono estuviera descompuesto, o ella estaría dándose una ducha y no habría nadie allí para contestar o quizás… quizás tenía muchas excusas.
Finalmente, después de media hora llegué a casa de su familia, vi que había muchos autos estacionados en la vereda contigua a su hogar. Sorprendido, me dirigí a la puerta pensando que habría algún tipo de reunión, pero también sintiendo un miedo inconsciente y, que por momentos sin explicación alguna, me hizo dudar de tocar la puerta, pero al fin lo hice. Enseguida, me atendió su prima Natalia quien tenía la expresión más dolorosa que pueda experimentar un ser humano. Al verme ahí paralizado en mi desconcierto, su rostro cambió y mostró piedad y lástima. Comprendí vagamente lo que estaba sucediendo, pero quedé mudo y, al instante, ella me abrazó con fuerza, estallando en lágrimas. En ese momento, no atiné a hacer nada, quedé petrificado, tenía la esperanza de que Victoria saliera a mi encuentro. Pero no ocurrió.
—Lo siento, Demian —dijo entre lágrimas Natalia—. Lo siento tanto, ha ocurrido algo terrible. Victoria…Victoria ha muerto.
Y entonces cayó de rodillas. Yo me sentí desvanecer en la oscuridad, como si un viento tormentoso me desintegrara sobre un inmenso mar de penurias en la noche sin fin que ahora caía sobre mí. Me sentí frio y sin vida. El tiempo pareció detenerse, mis piernas se aflojaron y caí también de bruces junto a su prima, y aunque ella me abrazó, yo no sentí consuelo alguno, en realidad no sentí nada, solo una cruel mano que apretaba sin piedad mi cuello. De pronto, mi vista se nubló por las lágrimas y me perdí en las tinieblas.
Otros familiares salieron a recibirme y al verme en ese estado me llevaron adentro, pero no estuve consciente de eso hasta que el llanto y los lamentos me regresaron a lo que yo consideraba irreal. Miré a mi alrededor y ya nada tenía color. Junto a mí, la madre de Victoria descargaba su tristeza y tomaba mi mano, pero yo seguía inmóvil hasta que de forma inconsciente, unas palabras salieron de mis labios.
—¿Qué le ocurrió? ¿Dónde está?
Hubo un silencio repentino, algunos de los familiares se miraron entre ellos y luego uno de sus primos habló. Parecía soportar el dolor mejor que el resto.
—Tuvo un accidente. Un conductor ebrio la atropelló mientras iba a buscarte al trabajo. En este momento la están preparando para el velorio. Ella tenía noticias para ti…
Yo le exigí que continuara, sostenido por los débiles brazos de mi suegra.
—Ella se había enterado hoy de que estaba embaraza, Demian. Y corría a decírtelo entusiasmada.
Mi dolor había alcanzado un estado emocional que las dimensiones de este mundo no podrían contener. Me levanté del sillón y me fui de ese lugar, nadie me dijo nada, nadie me detuvo. Caminé sin rumbo fijo en la oscuridad de aquel día y comencé a maldecir al cielo y al infierno, aunque luego les imploré a ambos que me llevaran con mi querida Victoria.
¡Oh, qué terrible dolor! Aún recuerdo verla en su ataúd, tan hermosa como si el tiempo no transcurriera para ella. Deseaba el imposible milagro de que abriera sus ojos y me viera, pero de nada valieron mis rezos aquel día. Me quedé todo el tiempo junto a ella, pero al sepulcro no fui. No soportaba ver cómo la sepultaban para siempre en la tierra de los muertos, y menos darle lugar a mi siniestra imaginación, para que en noches de infinita soledad, me torturara con pesadillas de gusanos devoradores y carne putrefacta, arruinando hasta el tiempo de la Resurrección, aunque eso fuera un falso consuelo, su inquebrantable belleza.
Pero con el tiempo, las pesadillas comenzaron a atormentarme y no había noche en que no despertara con su llamado; un grito horripilante, como si sufriera la agonía de una soledad eterna en medio de un mar de silencios. Entonces, comprendí que era necesario ir a verla al cementerio. Ella sabía que no había ido y sufría mi ausencia. ¡Oh, Victoria! Nada me pondría más triste y más contento que estar a tu lado, en muerte o vida. Desde entonces, comencé a ir todos los días y pasé algunas horas sentado junto a su lapida conversando con ella como si me pudiera oír, aunque estoy seguro de que sí podía. Así mis noches fueron más tranquilas, sin embargo después de un tiempo, otras pesadillas comenzaron a atacarme: la de los gusanos devoradores y la putrefacción. Sentí la aterradora necesidad de ir en su búsqueda… de desenterrarla y salvarla de ese horroroso castigo. En efecto, una noche ya avanzada en horas, me dirigí al cementerio llevando una pala y entré cuidadosamente por otro lado para evitar a quienes vigilaban el nefasto mundo de los muertos.
Llegué hasta su lecho y comencé a cavar con una locura impaciente. Con cada palada, mis fuerzas parecían aumentar más y más y mi emoción crecía con vehemencia. Al fin, como la locura atormentaba mi juicio, comencé a reírme de forma estúpida, pero con motivo, pues había llegado hasta la prisión de madera. Obviamente, antes de quitar los últimos vestigios de tierra, mi empresa se vio interrumpida por los guardias, quienes habían escuchado el desgarrador sonido de mis carcajadas en aquel silencio perpetuo.
No fui a la cárcel por razones obvias. Muchos de los familiares de ella me tuvieron compasión, aunque otros me odiaron. Pero ¿qué puede importar eso cuando noche a noche, pesadillas funestas me atacan sin piedad? Un año he pasado soportando esta tortura y ya no aguanto más, es hora de que me reúna con mi enamorada Victoria en la eternidad o en el sufrimiento, no importa. Esta noche estaré junto a ella. Estas son mis últimas palabras, queridos amigos y familiares. Sepan entenderme. Mi sangre está abandonando lentamente mi cuerpo en esta siniestra soledad, en la densidad del silencio y las penumbras de la noche en la que ya no veré salir el sol. ¡Ah, sí! Todo se está yendo al fin, todo se desvanece a mi alrededor… y las visiones aparecen nuevamente. Una sombra alargada junto al umbral de mi casa, una sombra hermosa que lentamente descubre su bello rostro. Oh amada Victoria
Nota: Esta nota fue encontrada en la casa de Demian Belfer, dos días después de haber sido escrita, el 13 de abril de 19**. Su cuerpo yacía tendido sobre el escritorio de su máquina de escribir y sus manos aún estaban sobre el teclado. Sus muñecas presentaban varios cortes, producidos por una navaja que se encontraba en el suelo, entre sus pies. Se sabe que las últimas palabras del texto fueron escritas ya sin el uso correcto de sus facultades mentales, quizá debido a la severa pérdida de sangre, por ello el desvarío y la falta de punto final.
*
Un lobo se acerca a la sombría autopista, sus ojos amarillos resplandecen en la oscura noche de otoño. Tómas Grahn lo sabe. Alumbrados por las incandescentes luces de su auto, esas esferas escrutadoras se alejan del camino. Un lobo esperando encontrar su presa quizás, o perdido y alejado de la manada buscando donde ir. Ya no importa, no más que los problemas del propio Tómas.
Conoce muy bien el camino por donde va, lo ha hecho varias veces. La desolada Ruta 52, desde Hanikan hasta Rio Desbordado, unas tres horas de viaje en las que normalmente a altas horas de la noche no la transita nadie salvo, por supuesto, algún que otro camión o colectivo llevando pasajeros. El sabe que no tiene que estar ahí. Por primera vez, se encuentra ante una situación que lo supera por momentos; ha discutido con Megan, su esposa, antes de ir a trabajar por la mañana. Una discusión que había tomado forma tiempo atrás y que era cuestión de días para que se tornara verdaderamente insoportable. Pero más insoportable aún es que el problema incluyera a sus dos pequeños hijos: Braian que ya tiene unos nueve años, y la pequeña Elizabeth de tan solo seis.
La joven pareja, que lleva pocos años de casados, había conseguido un hermoso hogar en la calle Transito Diurno, en Hanikan, un tranquilo vecindario donde habían decidido vivir después de tener a Braian. Casi tres años después, llegaría Elizabeth y la familia por fin quedaría bien asentada. Con el correr del tiempo, Tómas había pasado de empleo en empleo sin tener nada fijo hasta que por fin, uno de sus hermanos le había conseguido algo decente al sur de la ciudad a hora y media de viaje, y he ahí que los problemas comenzaron a aparecer. Cierta desconfianza era casi inevitable, o la frialdad causada por el cansancio del trabajo, sumado al largo viaje, hacía que Tómas llegara a su hogar y apenas le dedicara tiempo a sus hijos. En última instancia, Megan entraba en su vida al compartir la cama por las noches. Noches en las que Tómas debía acostarse temprano para salir puntualmente y, nuevamente, a destino.
En una de esas mañanas en la que Tómas se levantaba forzosamente, había recibido la primera queja, sin embargo no quiso ahondar demasiado en eso para no perder los preciados minutos del desayuno, creyendo quizás que era algo propio del día y nada más. Pero los días siguientes fueron iguales. Las quejas eran también por la noche, y aunque Megan entendía la obligación de su marido, no podía evitar estar afligida por la rutinaria y fría convivencia que estaban transitando, hasta que un día marcó el principio y el fin; el principio de algo nuevo, y el fin de lo que tanto habían vivido. Mientras Megan hacía sus reclamos, Tómas dejó escapar como quien busca una bocanada de aire al estar atrapado bajo el agua, algo que lo marcaría para siempre: “¡No elegí esta vida! ¡¿Acaso no crees que si estuviera solo sería más fácil!?”
El silencio se adueñó de la casa. Megan jamás se había imaginado tal respuesta ante sus reclamos de una vida más unidos. Ella solo lo quería tener más cerca y alejar las sombras que generaban las dudas de la distancia. Tómas se marchó sin decir más, pero cuando regresó por la noche, Megan y sus dos pequeños hijos ya no estaban.
Tómas se encuentra solo en la desolada y fría ruta. Son aproximadamente la 1:30 a.m. y el estéreo de su Chevy SS 350 color rojo solo engancha una vieja estación de blues que nadie conduce. Dejan correr las pistas de la computadora toda la noche, invadiendo con tonadas olvidadas a algún nostálgico amante que se está solo con su botella de añejo whisky, tarareando y recordando; justo lo que Tómas hace en ese momento. Las líneas de aquella ruta se suceden una tras otra, a lo lejos, la oscuridad de lo desconocido, viejos e interminables árboles que desaparecen a su paso. Al mirar por el espejo retrovisor, se da cuenta de que a pesar que la oscuridad delante de él se aleja pero lo espera, por detrás lo persigue incansablemente.
Saca su celular después de varios kilómetros para ver si tiene algún mensaje o llamada, aún sabiendo que si así fuera, el elevado volumen de su aparato lo alertaría, pero omite siempre esa señal. Esto es un reflejo que su cuerpo no puede evitar: sus manos toman cada tanto el celular para ver si alguien se ha acordado de él. Eso sí, él no llamará, no porque no quiera hacerlo, sino porque aún no encuentra las palabras, no sabe qué preguntar o qué decir ante la nota escrita de Megan señalándole que se marchaba a casa de su madre con sus hijos hasta que encontraran una solución. Por esa razón, de vez en cuando pasea por el directorio de su celular, pasando por encima y por debajo el número de su esposa. Cuando decide cerrar la tapa, el aparato resbala de sus manos y cae cerca de sus pies. Sin aminorar la marcha, Tómas se agacha a buscarlo, pero sus manos, tanteando la oscuridad, no alcanzan el objeto. Por fin, sus dedos reconocen el plástico tibio e inconscientemente aprieta unos de los botones del celular para llenar sus ojos de luz. Se queda un instante viendo el número de Megan, que extrañamente cubre toda la pantalla del móvil. Tómas recuerda que está manejando y se incorpora de nuevo, mira la ruta un poco intrigado, se recuerda a sí mismo que no debe volver a hacer eso: un camión de frente en ese momento, más el leve desvió de su automóvil, podrían significar el final del viaje. Suspira desconcertado, mira el celular y lo deja en el asiento de al lado, saca de su campera un paquete de cigarrillos, lo abre, y con su boca extrae uno. Luego, deja el paquete en compañía del celular y de otro bolsillo saca un encendedor, un viejo Zippo que su abuelo le había regalado cuando se había puesto de novio con Megan. Prende el cilindro y la brasa ilumina su rostro dentro del vehículo, deja escapar como siempre ese humo que nunca aspira la primera vez, mientras deja el encendedor también en el asiento del acompañante. Da una pitada, seguida de una gran bocanada de aire, pero antes de que pudiera terminar de expulsar todo el humo, una silueta irreconocible, tal vez un venado u otro parecido, cruza delante del automóvil.
Los fuertes faroles alumbran la mitad del cuerpo que choca con fuerza contra la parte derecha del coche y se tambalea. Tómas, sorprendido por la rapidez del impacto y aún con el cigarrillo en la boca, no atina qué hacer. Primero, trata de volantear hacia la izquierda fruto de un impulso inconsciente o un reflejo al rápido suceso, pero el auto ya está totalmente fuera de control. Después de un brusco giro, se dirige fuera de la ruta, hacia la derecha. Los pies no encuentran los frenos y el auto topa con un obstáculo que lo hace girar por el aire. Da dos vueltas antes de acomodarse correctamente sobre el suelo inclinado, fuera del camino, dejando al auto de regreso a Hanikan. Todo está en silencio. La emisora continúa con su viejo blues mudo de palabras. Tómas todavía conserva el cigarrillo en su boca. Sus manos aprietan con intensidad el volante; siente sus dedos transpirados resbalar suavemente sobre este. Perplejo, toma el cigarrillo con su mano derecha temblando y agacha su cabeza suspirando; “no puede ser”. Da una gran bocanada, luego dirige su mirada hacia lo que las luces de su auto, aún prendidas, alumbran: el vacío oscuro del exterior. No ve nada raro y decide entonces bajar a inspeccionar. Se dirige directamente a la ruta que se encuentra silenciosa, tira el cigarrillo y mete sus manos en los bolsillos del jean. La noche está helada y una leve brisa del oeste choca contra su rostro, las luces de su auto incrementan el vaho exhalado de su boca, pero nada más… la ruta se encuentra totalmente desierta. Decide caminar hacia el sur, donde llega el límite de lo visible gracias a los brillantes ojos de su maquina. Ningún animal, ningún rastro de cualquier otra cosa que hubiese podido ocasionar el accidente. Queda un poco confundido y regresa a su auto, después de entrar hace una mueca de perplejidad y niega algo que desconoce, otro capricho de su cuerpo; luego, se vuelve al asiento de al lado y se percata de que sus cosas ya no están ahí. Tampoco están lejos, el giro descontrolado del automóvil solo las movió de lugar y se encuentran debajo del mismo asiento. Deja los cigarrillos con el encendedor de vuelta y toma su celular. El número de Megan invade nuevamente la pantalla, lo cierra y lo tira encima de sus otras cosas y vuelve a negar con una sonrisa irónica en su rostro.
Ya es hora de volver al camino. Tómas apaga la radio y se dispone a encender nuevamente el auto, gira la llave, pero tras un par de intentos no arranca. Trata otra vez, el potente V8 vuelve a girar haciendo parpadear las luces, pero nada. Intenta una tercera vez y lo logra. El vehículo regresa al camino mientras el afortunado hombre se dice a sí mismo: “por supuesto que la tercera es la vencida”, y vuelve a sonreír como un remedio contra lo que acaba de suceder. Prende la radio, preguntándose para qué la había apagado, pero a pesar de que busca en el dial, solo encuentra aquella solitaria estación de blues que de mala gana vuelve a dejar. Después de todo, era mejor escuchar esas tristes melodías que el inquietante silencio del desafortunado viaje. Mientras su mente divaga por otros lugares y fechas, y después de haber recorrido unos siete kilómetros, el auto comienza a sacudirse mientras avanza hasta aminorar la marcha. Al darse cuenta de esto, Tómas se hace a un lado de la ruta mientras se pregunta qué sucede ahora.
Por fin se detiene, y Tómas da un suspiro de cansancio apoyando su cabeza sobre el volante mientras repite una y otra vez: “ahora qué, ahora qué…”. Abre el capot y se baja del auto, busca en la parte de atrás una de esas portátiles pequeñas que se conectan en la batería, y comienza a buscar la falla. Unas mangueras se habían desconectado y había estado perdiendo nafta durante el corto trayecto que había hecho después del accidente. “¡Esto es imposible!” se regaña a sí mismo mientras golpea por encima del capot. Se queda un momento en silencio y sube nuevamente al auto. Comienza a pensar seriamente que es hora de llamar a su esposa y explicarle lo que está sucediendo, después de todo no está en sus planes pasar la noche a la intemperie hasta que alguien lo auxilie. Piensa unos minutos, toma su celular y marca el número. Tres veces suena hasta que alguien contesta.
—¿Hola? —La voz de su mujer.
—Hola Megan, soy yo.
—¿Tómas? No creí que fueras a llamar, y menos a estas horas.
Tómas se frota la frente con la mano y baja del auto apoyándose luego en la puerta apenas la cierra.