Plato de mal gusto - Álvaro Aguilera Fauró - E-Book

Plato de mal gusto E-Book

Álvaro Aguilera Fauró

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Beschreibung

Palacios es un hombre en la cuarentena que trata de abandonar la que ha sido su profesión en los últimos tiempos: asesino a sueldo. Un golpe de suerte, en forma de encargo muy bien pagado, parece abrir la posibilidad de su retirada, pero una vez efectuado el trabajo todo empieza a complicarse y tanto su recompensa como su propia integridad comenzarán a correr un grave peligro. Con el fin de cobrar su dinero, Palacios tendrá que deambular por las cloacas de un mundo que le es por completo ajeno: el de las grandes finanzas provenientes del pelotazo urbanístico. En ese camino, lleno de viejos reencuentros con un pasado de heridas aún no cicatrizadas, descubrirá el significado real de palabras como amistad, amor, traición o venganza. Un camino por el extrarradio proletario de Madrid y por los edificios de lujo de la alta sociedad que le llevará a situaciones en las que la vida o la muerte no significan nada más allá de su valor nimio en el entramado económico y social del poder.

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Akal / Literaria / Serie Negra

Álvaro Aguilera Fauró

Plato de mal gusto

 

 

Palacios es un hombre en la cuarentena que trata de abandonar la que ha sido su profesión en los últimos tiempos: asesino a sueldo. Un golpe de suerte, en forma de encargo muy bien pa­gado, parece abrir la posibilidad de su retirada, pero, una vez efectuado el trabajo, todo empieza a complicarse y tanto su recompensa como su propia integridad comenzarán a correr un grave peligro.

Con el fin de cobrar su dinero, Palacios tendrá que deambular por las cloacas de un mundo que le es por completo ajeno: el de las grandes finanzas provenientes del pelotazo urbanístico.

En ese camino, lleno de viejos reencuentros con un pasado de heridas aún no cicatrizadas, descubrirá el significado real de palabras como amistad, amor, traición o venganza. Un camino por el extrarradio proletario de Madrid y por los edi­ficios de lujo de la alta sociedad que le llevará a situaciones en las que la vida o la muerte no sig­nifican nada más allá de su valor nimio en el entramado económico y social del poder.

Álvaro Aguilera Fauró (1985) nació en Madrid y pasó su infancia en el barrio de Las Águilas (Latina). Cursó estudios en Filología hispánica y en el 2005 se diplomó en la especialidad de Guion en la Escuela del Cine y el Audiovisual de Madrid (ECAM). Desde entonces ha alternado su trabajo como guionista (Estados Alterados, La Sexta) con su labor como profesor de cine y literatura en lugares como la Escuela de Cine y TV de San Antonio de los Baños de Cuba (como profesor asistente) o Foro de Creadores en Madrid. Plato de mal gusto es su primera novela. Actualmente trabaja en una segunda novela y ultima dos libros de poemas.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Álvaro Aguilera Fauró, 2017

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4425-3

 

Hijos de puta hay en todas partes.

Pero aquí lucen más.

Vienen a llorar.

(Escuchado en un bar a un camarero)

A Luis y Yolanda, mis padres, por el amor y la paciencia.

A Bita y Bito, por existir.

A Sara D., por haberme hecho feliz tantos años.

Y a Bety, perra dulce, que empujó con sus últimos suspiros la redacción de esta novela.

Prólogo

Cualquiera hubiese dicho que era un tipo normal y corriente, con pinta de funcionario. Quizá un poco ancho de espaldas y más alto de la cuenta, cierto, pero con el necesario e imprescindible toque gris para pasar inadvertido entre los viajeros, algo así como un moderno espécimen de la burocracia estatal, quizá un supervisor de centro de desintoxicación o un administrativo de la embajada de Mali.

—¿Desea tomar algo?

—Güisqui. Con un poco de agua –dijo.

—Enseguida.

El camarero se dirigió a la barra y lo dejó solo, inmerso nuevamente en la contemplación de la mujer.

Un gran bostezo se apropió de su rostro. Estaba cansado, hambriento y de mal humor. Por un momento deseó olvidarse de todo, entrar en alguno de los compartimientos y descabezar un sueñecito pacificador.

Pero aquella noche no había tiempo para descansar; tenía trabajo.

En el coche restaurante quedaba poca gente: dos parejas, tres amigos que charlaban, un gordo que fumaba en pipa y ella, la mujer a la que estaba siguiendo, una tal Débora, que leía el libro un par de mesas por delante como si el mundo que la circundara fuera algo inexacto o inútil. Debía de tener en torno a los cuarenta y cinco, pero no aparentaba más de treinta. Era una mujer alta, guapa y con estilo, de esa clase que desprecia lo que le rodea porque en ese teatro ella siempre será la protagonista, de esas que pasan las hojas con suavidad y fuman con boquilla: una especie en peligro de extinción, como los lobos o los banqueros honrados. Ni siquiera podía percibir la insistente mirada de Palacios, debatida entre el deseo y el deber en una pugna que había de perder él mismo, fuese cual fuese el resultado que escogiera. Se limitaba a pasar las hojas con suavidad, absorta en la lectura, y a aspirar el humo del cigarro.

Efectos secundarios del dinero, pensó él. Cuando Eva vivía fumaba como un carretero y escupía flemas constantemente. Eran un matrimonio de clase media–baja, de los que fuman con filtro y gracias. Por entonces él trabajaba en la discoteca Habana como portero y también fumaba de modo compulsivo. Fue sólo cuando el cáncer se extendió de manera irreparable por su cuerpo de muñeca frágil que Palacios cambió de trabajo y dejó el tabaco. Necesitaban dinero para el tratamiento y su sueldo no daba para más. Por entonces tenía veintiocho años. Habían pasado más de quince y todavía soñaba con Eva. La rabia que aún sentía por su muerte era lo único que le daba fuerzas para seguir adelante. De no ser por ese motivo, hace tiempo que habría cargado su pistola, la hubiera situado a la altura de la sien y habría apretado el gatillo para pasar a mejor vida. Era el rencor lo que lo mantenía activo y en pie, un rencor que se desataba contra nada y contra todo, pero que la mayor parte del tiempo dormía agazapado bajo una coraza de normalidad o de civismo que le ayudaba a pasar inadvertido la mayor parte del tiempo.

El camarero regresó con el güisqui, ajeno a su coraza o su rencor, más bien preocupado por la propina que no recibió. Cuando se hubo ido Palacios dio un sorbo largo, que atravesó el esternón y se alojó en el estómago con el restallido habitual. Luego llegaron la paz y el calor, como dos hermanos bien avenidos. En momentos como aquel era cuando más echaba en falta el cigarrillo. Volvió a beber y vació el vaso. La dosis le supo a poco. Buscó al camarero a lo largo y ancho del vagón para pedir otro, pero había desaparecido, tal vez para maldecirlo por su tacañería.

Débora se puso en pie en ese instante y Palacios comprendió con fastidio que no bebería el segundo güisqui aquella noche; no en el tren, al menos. Esperó a que la mujer saliese del restaurante, se levantó, se ajustó la chaqueta y siguió con parsimonia sus pasos. Calculó que serían las once y media de la noche. En veinte minutos llegarían a su destino.

Cualquiera hubiese dicho que era un tipo normal y corriente, con pinta de funcionario.

* * * * *

Estaba en el extremo opuesto del pasillo, frente a la última ventana. Llevaba el libro asido bajo la axila mientras fumaba en boquilla un nuevo cigarro. El viento le agitaba el cabello y el rostro. Palacios advirtió que no miraba hacia ningún punto concreto y le pareció que le inundaba como un halo de tristeza o de melancolía. Todo el mundo parece triste cuando mira el paisaje desde un tren, pensó, es como cuando ves una foto en blanco y negro, da igual que los tipos sonrían, siempre parecen tristes.

Enfiló el pasillo y al pasar a su lado rozó levemente su cuerpo.

—Disculpe –dijo Palacios.

Pero Débora no pareció notar el contacto ni oyó las disculpas de Palacios. Él, por su parte, avanzó un par de metros y se apoyó sobre la repisa. Algunos años atrás se prohibió iniciar conversaciones en situaciones parecidas, pero algo en aquella mujer le empujaba de un modo irremediable a quebrantar sus normas habituales.

—Una noche agradable, ¿no cree?

Débora salió de su abstracción y observó con interés a Palacios. Sonrió y dirigió de nuevo la vista hacia el paisaje.

—Sí, lo es.

—¿Viaja sola?

—¿Y usted?

Sus ojos brillaron al formular la pregunta. Palacios detectó la señal de alarma que en ocasiones parpadeaba en su cerebro. Aun así, decidió portarse bien otro día.

—Yo siempre viajo solo –respondió–. Desde hace demasiados años…

—Ya tenemos algo en común.

—¿No está casada?

—Va usted muy rápido, ¿no le parece?

Palacios comprendió que se había extralimitado. Trató de retroceder rápidamente.

—Disculpe, era sólo una pregunta…

—No importa. Sí, estoy casada. Pero siempre viajo sola, aunque viaje con él.

—Comprendo.

Se hizo el silencio. Ambos miraron el horizonte. Las luces de un pueblo brillaban a lo lejos. Débora sacó el filtro consumido de la boquilla, lo estrelló contra la repisa y lo dejó caer hacia fuera.

—Era el último cigarro del día –dijo.

Aquella frase parecía anunciar una despedida.

—Muy bien, yo me quedaré un rato más. No tengo sueño aún.

—Pero ya es de noche.

Hubo un silencio. Palacios la observó sin decir nada.

—¿Cómo dice? –preguntó al cabo de unos segundos.

—Que ya es de noche... Y ese era el último del día.

Débora volvió a mirarlo. Palacios comprendió. La alarma parpadeaba a toda velocidad. Miró el reloj. Quedaban quince minutos para las doce.

—Tal vez quiera tomar un café.

—Prefiero un gintonic si no tiene inconveniente. Usted tomará güisqui, supongo.

Palacios se sintió desorientado, pero no tardó mucho en entender.

—¿Tanto huelo?

—Tengo buen olfato, eso es todo.

Débora se enderezó, retiró el pelo que había quedado atrapado entre la nuca y la chaqueta de franela y comenzó a andar sin volver la vista. Al cabo de unos metros se detuvo.

—¿Vamos?

No había nadie más en el pasillo. Palacios no contestó, aunque ya no estaba apoyado en la repisa. Débora dio la vuelta despacio y quedó justo frente a él. En el rostro de la mujer lucía una hermosa sonrisa. La sonrisa de un ángel, del mismísimo Luzbel destronado antes de destronarse, pensó.

Hubo un silencio cargado de tensión sexual. O de muerte.

Débora no vio –no pudo ver, sería más preciso decir– la pistola que sostenía Palacios en la mano derecha. Y tampoco vio cómo el dedo índice presionaba el gatillo en dos ocasiones, ni cómo Palacios cerraba los ojos mientras percutía el arma. Ni apenas pudo oír el impacto del libro al estamparse contra el suelo.

Los proyectiles se alojaron en el pecho, a la altura del corazón. El silenciador amortiguó el ruido de las balas y lo disolvió entre el murmullo de las vías. Apenas unos metros separaban ambos cuerpos.

Débora retrocedió al recibir el primer impacto. El segundo desestabilizó su cuerpo lo suficiente como para hacerlo caer. Palacios creyó advertir en ese intervalo aquel viejo y conocido brillo en los ojos; el último fulgor vital, la última imagen que precedía, de forma exacta e inevitable, el vacío de la muerte.

Pasaron unos segundos antes de que se acercara al cuerpo tendido. Al llegar se colocó de cuclillas, palpó el cuello y se incorporó tras comprobar que aún tenía pulso. Bordeó el cadáver, lo agarró de las axilas y tiró de él hasta alojarlo en su compartimiento individual de más de cuatrocientos euros, que se encontraba al final del pasillo. Cerró la puerta y colocó el cuerpo boca abajo sobre el colchón. Luego apoyó la espalda sobre la pared para descansar. Notó que respiraba con dificultad, se enjugó el sudor de la frente y esperó, inmóvil, mientras contemplaba los últimos espasmos del cuerpo de Débora. Medio minuto después estaba muerta.

Transcurrido ese tiempo, Palacios volvió a comprobar el pulso, giró el cadáver y enfrentó la mirada sin vida de Débora. La cara de la mujer lo estremeció. No era un rostro como los demás; los ojos estaban abiertos y vacíos, la boca se torcía en una mueca desagradable, los pómulos aún mantenían tensión y las cejas caían con relajo sobre las pestañas como si anunciaran el sueño venidero.

Palacios había visto demasiados cadáveres a lo largo de su vida como para conmoverse. Y sin embargo, algo en aquellos ojos lo turbó.

Se acercó un poco más a Débora, levantó con cuidado la solapa de su chaqueta, rebuscó en el bolsillo interior, sacó el paquete de cigarrillos y lo examinó: quedaban tres. Tres cigarros que ya nunca fumaría. Encendió uno de ellos y exhaló su primera calada en diez años. Le supo bien, mejor de lo que cabía esperar. Aquel trabajo le había hecho saltarse demasiadas reglas. Estaba bien así.

Se acercó a la ventanilla y la bajó. La noche era cada vez más fresca y olía a tierra mojada; pronto llovería. Se echó el paquete al bolsillo y fumó con tranquilidad y deleite sin apartar la vista del paisaje. Luego arrojó la colilla con fuerza, cerró la ventana, volvió al cadáver, apartó las sábanas y lo introdujo con cuidado bajo las mismas. Después lo tapó hasta el cuello y giró la cabeza contra la pared. Hubiera preferido dormir con ella y hacerle el amor, pero su trabajo era matarla. Una mierda de trabajo. Lástima, se dijo.

Notó que el tren reducía la velocidad. Se dirigió a la puerta, miró por última vez el cuerpo y apagó la luz. Parecía que Débora disfrutaba de un plácido sueño.

Regresó al pasillo y recogió el libro del suelo. Se trataba de una novela de un tal Rafael Istúriz que se llamaba Cima de Serpientes. Luego se dirigió a la salida. No se cruzó con nadie ni vio a persona alguna. Cuando pasó junto al revisor agachó la cabeza, cubriendo su cara con el sombrero. Una vez fuera del tren le recibieron las primeras gotas de la noche. Apenas bajaron cinco o seis personas más, que no podrían identificarlo al día siguiente.

Salió de la estación y anduvo un kilómetro hasta llegar al lugar donde había aparcado su viejo renault. Montó en él y arrancó. Costó un par de intentos que el contacto funcionara, tras los cuales se puso en marcha, encauzó la avenida y se perdió en la carretera. Eran las doce y cuarto de la noche. Antes de las dos estaría en casa.

Capítulo primero

Hacía una semana que el Ayuntamiento había autorizado el alumbramiento de las luces navideñas y los operarios se afanaban temprano, apenas iniciada la mañana, en subsanar y reponer las bombillas perdidas en la telaraña de brillos psicodélicos. Era un trabajo como otro cualquiera, un grupo de hombres vendiendo su tiempo y su fuerza productiva para ensimismar a los niños y maquillar los rincones sucios, las esquinas con olores a orín y cloaca de una ciudad demasiado proclive a las fiestas paganas, al derroche inútil y al olvido de sí misma.

A Palacios le daban igual esa clase de cosas. Para él tan sólo se trataba de otro gasto absurdo, como las papeleras para los excrementos de perro o la oficina del consumidor. Una excusa más para malgastar los impuestos que él no pagaba.

Echó una ojeada a lo largo del bar y se congratuló de que aún quedasen sitios como aquel, impermeables a la nueva era de espacios minimalistas con taburetes en forma de huevo, barras de madera tallada y una chica más guapa de la cuenta con el cuerpo taladrado de piercings, el pelo desordenado en un peinado imposible y el olor a orgasmo y champú de vainilla con frutos silvestres a flor de piel.

Prefería los antros de decoración ambigua, con raciones grasientas y empapadas en salsas de grumos aceitosos, donde los camareros aún eran tan atractivos como una peonza y gritaban la comanda hacia la cocina separada del resto por una mampara de cristal esmerilado mientras pensaban el próximo chascarrillo como parte de una rutina ancestral y atávica, transferida de padres a hijos en forma de consejo imprescindible o de herencia sanguínea. Quizá esos bares no tuvieran tanto glamour como los otros, pero hacían gala de un factor tan a la baja como interesante: la autenticidad. O quizá tan sólo ocurría que él era un carca sin remedio, o un nostálgico prematuro –cuál era la diferencia–, que asistía impotente al arranque de un milenio que sentía ajeno por completo.

Pidió otro café y miró el reloj. Pasaban veinte minutos de la hora convenida. Lino no solía retrasarse. Algo había ocurrido, pero no tenía por qué ser nada malo. Tal vez hubieran cambiado el lugar de la entrega a última hora, tal vez el cliente se hubiese retrasado, tal vez los billetes fueran demasiado pequeños y habían tenido que iniciar un largo e interminable recuento, tal vez… vaya usted a saber… podían haber pasado mil cosas sin que ninguna fuera grave.

Y, sin embargo, algo en el estómago hacía que Palacios presagiase lo peor, algo parecido al instinto, aquella vieja luz de alarma que parpadeaba en el cerebro.

Decidió conceder poca importancia a sus temores y bebió un trago del café que acababa de servirle el camarero, un tipo cincuentón de aspecto descuidado que parecía divertirse con su trabajo tanto como un niño en un congreso sobre energías renovables. El sorbo proporcionó calor a todo su cuerpo y calmó levemente la sensación de vacío del estómago que lo acuciaba.

En la televisión, un joven atractivo de barba impecablemente descuidada entrevistaba al político de turno e intercambiaba con él sonrisas, halagos y preguntas afiladas con la sabiduría propia del funambulista periodístico. Por su parte, el político hacía lo que podía para evitar que se le viese el plumero de progre posmoderno –socialistas les llamaban ahora– que se aburre de su discurso y confía en que el tiempo pase y le devuelva a casa, donde su mujer y sus hijos de colegio de pago le esperan perfumados con loción beautiful people.

Sólo faltaba que echase mano de la frase aquella: estas son mis convicciones; si no te gustan, te las cambio por otras. En el fondo era divertido verlo sufrir, tratando de esconder su auténtica naturaleza bajo los dientes blanqueados de diseño, la gomina apelmazada y un cierto aire de miembro penúltimo de club de golf que tiraba de espaldas. Su auténtica naturaleza no era otra que la naturaleza del depredador, o del adicto al poder, que ha vaciado su conciencia de tragedia y honor para urdir y conspirar en las aguas del pragmatismo o de la política en mayúsculas, fuera eso lo que fuera.

Cuando parecía que mejor salían las sonrisas, el guapo presentador lanzó el dardo final: una pregunta sobre un caso de corrupción urbanística que borró la expresión complaciente del socialista y curvó sus labios en una mueca a medio camino entre el terror y el odio. La sonrisa, sin embargo, no tardó en recomponerse, eso sí, tras un «no haré comentarios al respecto» que deslizó hacia su interlocutor como un cuchillo anunciador de venganza, optimismo y recelo. Todo un profesional, el subsecretario de lo que fuera.

—Son todos iguales. Unos hijos de puta –comentó el camarero sin saber muy bien a quién–. No hacen más que robar y vivir del cuento. Tendrían que meterlos a todos en la cárcel.

Era una frase demasiado tópica, pero en el fondo estaba de acuerdo, así que asintió. El camarero recibió la afirmación con orgullo, sacando pecho y guiñando el ojo como muestra de la satisfacción que le producía el refrendo de su cliente. Otra tradición atávica.

En ese instante entró en el local un individuo disfrazado de Papá Noel, que tomó asiento en el taburete contiguo al de Palacios y pidió un sol y sombra. Palacios sonrió.

El camarero tomó el mando y cambió de canal.

—Estoy harto de este gilipollas –dijo buscando de nuevo la complicidad de Palacios sin que éste se diera por aludido.

Decepcionado por la desafección del cliente, encogió los hombros y comenzó a preparar la copa de Papá Noel murmurando algo para sí.

Había pocos clientes en el bar: una pareja que desayunaba en una mesa, un anciano que leía el periódico, dos obreros, Santa Claus y Palacios. Los obreros discutían acerca de la subida de los alimentos. Ambos estaban de acuerdo en que era intolerable lo que costaba la leche, el queso o el pan, y, sin embargo, debido a su vehemencia, parecía que defendieran tesis completamente opuestas.

Palacios prestaba atención a lo que decían aunque sus reflexiones le traían sin cuidado. Es posible que tuvieran razón en sus conclusiones (suponiendo que las hubiera), pero ninguna de las evidencias que arrojaban le importaba un rábano.

Aquellas navidades se presentaban barnizadas en dinero y la leche, el queso o el pan serían más que asequibles para su bolsillo. Pero algo olía mal; hacía ya media hora que debía haber cobrado el trabajo del tren y Lino seguía sin aparecer.

Palacios miró de nuevo el reloj y lanzó un suspiro de impaciencia. La sensación de temor regresó a la boca del estómago convocando la presencia pacificadora del café. Era demasiado tiempo. Si hubiese surgido algún imprevisto ya habría sido informado.

Sacó su teléfono móvil y marcó el número de Lino, pulsó el botón y esperó. Nadie descolgó al otro lado. El corazón se le aceleró cuando saltó el contestador automático. Palacios colgó y volvió a llamar. Al sexto toque la voz metálica apareció de nuevo. Esta vez Palacios dejó un mensaje.

—Lino, soy yo. Hace media hora que tenías que estar aquí. Voy a ver si consigo localizarte. Llámame en cuanto puedas.

Palacios colgó y quedó pensativo durante un rato. Luego guardó el teléfono, sacó un billete de diez euros de la cartera y lo dejó sobre el expositor de vidrio. No tenía mucho sentido permanecer allí más tiempo

—Cóbrese –dijo.

—Ahora mismo, señor –contestó con desgana el otro.

El camarero cogió el dinero y se dirigió a la máquina registradora.

—Y cóbreme también lo de Santa.

Papá Noel lo miró con aire de sorpresa.

—¿Nos conocemos?

—Todo el mundo le conoce –respondió mientras apuraba el contenido del vaso largo de café.

El hombre comprendió. Bajo la barba de pega, Palacios pudo intuir una sonrisa de dientes amarillentos.

—Llévele un videojuego a mi sobrino –prosiguió–, pero no le diga que es de mi parte. Su padre le sacaría de la casa a patadas y yo no podría cargar con algo parecido en mi conciencia.

—¿Al niño o a mí?

—A los dos probablemente… No le caigo muy bien, y eso que es mi hermano… Le gustan los de coches, no lo olvide.

Palacios se levantó sin esperar el cambio. El hombre disfrazado le observó salir con atención. Luego se volvió, guiñó un ojo al camarero y dijo:

—Así es la Navidad. Jo, jo, jo… –la carcajada no le quedó muy convincente.

—Es posible. Pero si quieres otro, tendrás que pagarlo. Yo soy más de los Reyes Magos –terció el camarero por si las moscas.

—No se hable más. El siguiente lo pago yo –concedió Papá Noel más contento que unas castañuelas.

 

Capítulo segundo

Paula era algo así como la novia de Lino. Tenía treinta y dos años y trabajaba comprobando carnés en un bingo que hacía esquina con Marcelo Usera a cambio de un sueldo miserable que apenas le permitía pagar el alquiler y comer decentemente. El edificio se hallaba encuadrado entre un supermercado y una mercería de barrio. La fachada era gris y estaba desgastada por el tiempo, recorrida por cicatrices que esculpían el cemento de un mapa capilar que trepaba por la superficie grisácea hacia cualquier parte. En el frontispicio había un luminoso de neón color malva con la ene fundida en la palabra «Bingo».

Palacios aparcó el coche en segunda fila, justo enfrente del local y pulsó el intermitente. Luego cruzó la carretera y franqueó la puerta giratoria del bingo. Cuando entró, Paula despachaba con una anciana de moño prieto, piel oscura y enormes gafas de plástico.

Palacios aguardó a unos metros, procurando no ser visto, mientras Paula devolvía a la clienta el carnet de identidad y le tendía el boleto de entrada. La mujer los guardó en el bolso, dejó una moneda sobre el falso mostrador de mármol y aceleró el paso hasta llegar a la puerta que daba acceso a la sala de juego.

Palacios echó un vistazo al vestíbulo. Aquello parecía más una casa de putas que de juego. La luz del local era ambarina y difusa, y dotaba al espacio de cierto aire de puticlub provinciano de posguerra. El suelo estaba cubierto por una moqueta que revestía colores chillones encuadrados en motivos abstractos llagados por quemaduras de cigarro. En la pared de la derecha había un bodegón de grandes dimensiones, custodiado a ambos lados por sendas máquinas tragaperras pasadas de moda o de uso. La mesa de Paula, el taburete en el que acababa de sentarse, el extintor colgado de la pared y un burro con perchas y escasos abrigos constituían el resto del mobiliario. Desde luego el decorador de aquel antro no se ganaba la vida entre lo más granado de la alta sociedad. O puede que sí, a saber…

Paula compuso un gesto de profundo disgusto en el rostro al detectar la presencia de Palacios. A él, sin embargo, le agradó verla. Era una mujer cuajada de curvas, alta, de ojos verdes, pelo negro y dientes tan blancos como un traje de novia. No era su tipo pero eso no importaba. Llevaba un uniforme azul marino con chaqueta y falda algo raído que encajaba perfectamente con la decoración del bingo y que le realzaba dos glúteos jugosos y prietos. Palacios no se molestó en disimular la lascivia que brillaba en sus ojos ni ella en rebajar el desprecio que asomaba en los suyos. Eran gente sincera.

—No me digas que vienes a jugar –dijo con intención de remarcar el escaso interés que le despertaba el amigo de su novio.

—Qué va. El médico me ha recetado dejar el juego y el tabaco. En lo primero le hice caso.

Palacios sacó el paquete de Débora, extrajo uno de los dos cigarrillos que aún quedaban y lo encajó entre los labios.

—Además –continuó–, no me gustan los antros destinados a un proletariado ludópata que pierde los pocos cuartos que le quedan rellenando cartoncitos… como la pobre vieja esa. Deberían meter a tus jefes en la cárcel. O fusilarlos en la Plaza Mayor.

—Tienes un pico de oro, Palacios –dijo ella con sorna, dejando muy claro que no le impresionaba tanta estupidez humana–. Deberías ser profesor en la universidad. O mimo en la plaza Mayor.

—Gracias, mujer. Se hace lo que se puede. ¿Qué tal todo?

—Bien, gracias.

—No lo parece. Tienes ojeras.

—Lo que tengo son muy pocas ganas de perder el tiempo contigo.

—Estás muy simpática. ¿Un mal día?

—Hasta que has entrado por esa puerta era un día de lo más agradable.

—Tranquila, no me voy a quedar mucho.

Prendió fuego al cigarro y chupó. Ella no dijo nada, aunque en teoría allí no se podía fumar desde que la ley entrara en vigor. Palacios dejó pasar el tiempo reflexionando sobre cómo abordar el recelo de Paula.

—He quedado con Lino hace una hora en un bar y no se ha presentado. Tampoco coge el teléfono.

—A mí qué me cuentas. Yo no soy su secretaria.

—Eres su novia.

—Eso lo dices tú, guapo.

Sonó su voz como el quejido de una loba herida pero digna. Lino no debía de ser el amante perfecto. Nadie lo era. Ni siquiera George Clooney. Palacios se acercó y apoyó el cuerpo sobre el mostrador.

—Gracias por el cumplido –dijo–. ¿No le has visto últimamente?

—¿A ti qué te importa?

—No seas tan borde, ¿quieres? Necesito saber si le has visto en los últimos días o si has hablado con él.

—No.

—¿Seguro?

—Pues claro.

—Paula...

—Déjame en paz, pelma. Y dile a tu amigo que no quiero verlo ni en pintura, que se vaya a tomar por culo… o a la mierda, me es igual.

—¿Problemas de pareja? –preguntó con supuesta franqueza, fingiendo un inexistente interés.

—Qué gilipollas sois todos –respondió–. Piérdete, anda. Estoy trabajando.

Palacios comprendió que no iba a sacarle nada siendo amable.

—Escucha, Paula. Esto es importante, así que deja de joder.

—Eso es lo que te falta a ti: joder.

Pasó por alto el comentario y prosiguió.

—Paulita, hazme el favor. ¿No podemos fingir por un segundo que nos llevamos bien?

—Soy recepcionista, no actriz. Si no te gusta, hay hojas de reclamación a disposición de los clientes.

—Ha podido pasarle algo. Estaba siguiendo a un tipo bastante chungo –mintió Palacios.

—Me importa tres cojones lo que haya podido pasarle. No es problema mío.

Un brillo de preocupación que cruzó fugazmente por sus ojos desmintió la contundencia de sus palabras. Palacios se dio cuenta, pero no dijo nada.

—Vamos a tener que lavarte la boca con jabón.

—Pírate ya, pesado.

Palacios dejó asomar en el rostro una sonrisa irónica, negó con la cabeza y echó mano del bolsillo interior de su abrigo. Sacó una tarjeta y la dejó sobre la mesa.

—Si te enteras de algo importante me llamas.

La chica lo miró con asco. Luego tomó la tarjeta, la leyó con indiferencia, comprobó si en el dorso había escrito algo y emitió un silbido de admiración. Lo único que estaba impreso en la cartulina era un número de teléfono, nada más.

—Tarjeta… ¿Te has vuelto importante o qué? –sonrió algo teatralmente; bonita sonrisa, pensó él–. ¿Y el nombre?

—Lo importante es el teléfono. Llámame, no te olvides. De todas formas iré por el Machín a eso de las nueve, por si te enteras de algo.

—Lo que tú digas.

—Estás muy guapa, ¿sabes? – dijo recostándose sobre el mostrador.

Paula hizo una mueca de hartazgo y tiró la tarjeta a una papelera que se encontraba detrás del mostrador.

—Tú no, para qué engañarte…

—Eres inaguantable –dijo Palacios.

—Gracias por su visita, caballero. Esperamos volver a verlo en breve –respondió ella con esa voz entre impersonal y sádica que usan casi todas las recepcionistas.

Palacios dio por imposible la conversación, así que se incorporó, estiró un poco los músculos y se ajustó el abrigo con intención de marcharse.

—Esto no es ninguna coña, Paula –advirtió–. Espero tu llamada. No importa la hora.

—Espera sentado, no vayas a cansarte.

Palacios resopló, giró sobre sí mismo y salió del bingo sin mirar hacia atrás. Ella, sin embargo, sí lo observaba, lo observaba con una intensidad que a Palacios le hubiera producido escalofríos, o tal vez una leve excitación.

Cuando se quedó a solas, Paula cambió el semblante y adoptó un aire de preocupación que no había querido translucir ante Palacios. Miró hacia la puerta, dudó unos segundos y se agachó rápidamente para recuperar la tarjeta del interior de la papelera.

En silencio volvió a leer el número –el labio inferior mordido, el ceño fruncido levemente–, y tras comprobar que nadie la miraba, como si temiera ser sorprendida en un renuncio, la guardó en el bolsillo de su chaqueta. La entrada de un nuevo cliente disminuyó la sensación de ahogo que la había invadido, pero sólo levemente. ¿Dónde coño se había metido Lino?

Palacios, ya fuera, atravesó la carretera a toda prisa, como un prófugo. En la calle hacía aún más frío que antes y comenzaba a anochecer. Antes de dirigirse a su vehículo, divisó a pocos metros un estanco que estaba a punto de cerrar. Dudó durante unos instantes, pero finalmente entró y compró dos cartones de tabaco negro –ya que la tentación le había vencido, mejor caer con todo el equipo…– y un paquete de chicles de clorofila. Se prometió que una vez hubiera terminado los dos cartones, volvería a dejarlo. Pero, a fuer de ser sinceros, no tenía demasiada fe en sus promesas.

No hacía tanto había jurado ante sí mismo que abandonaría ese negocio tras el último trabajo, con la llegada de la primavera o del verano. Por supuesto, no había cumplido con su juramento; a ese encargo le habían seguido ya otros dos, el verano y la primavera eran sólo un recuerdo lejano y ahora, entrado el invierno y al borde de la llegada de la Navidad y Año Nuevo, lamentaba su laicidad con sus propios juramentos y su falta de firmeza.

Cuando llegó a la altura del coche, encontró una multa por mal aparcamiento apresada en el limpiaparabrisas delantero del vehículo. No era su día. Palacios estaba seguro de que algo no marchaba bien y aquello no hacía más que certificarlo.