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¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? En menos de seis meses, han fallecido tres destacadas personalidades con un nexo en común: todos enervaban a los sectores religiosos más conservadores. Aunque en cada caso se daban circunstancias inexplicables, nadie cree que se trate de asesinatos ni que exista relación alguna entre ellos. Sin embargo, cuando un famoso escritor ateo sufre una crisis que le daja catatónico y a las puertas de la muerte, el agente del FBI Gil Martins empieza a buscar un posible vínculo entre él y las víctimas anteriores. La investigación se le presenta a Martins en el peor momento, ya que ha dejado de ser un creyente y su ultradevota mujer le ha abandonado por ello. Philip Kerr, maestro de la novela histórica, decidió darle un descanso a la saga Bernie Gunther y en 2013 publicó Plegarias, con la que demuestra su gran versatilidad narrativa. Un intenso thriller contemporáneo con una trama inquietante que se atreve a traspasar algunos límites del género policiaco.
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Seitenzahl: 650
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Título original: Prayer
© Thynker Ltd, 2013.
© de la traducción: Eduardo Iriarte Goñi, 2020.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2020. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO684
ISBN: 9788491876342
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
PRÓLOGO
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NOTA DEL AUTOR
AGRADECIMIENOS
KERR PHILIP. BERNIE GUNTHER
KERR PHILIP. SCOTT MANSON
OTROS TÍTULOS DE PHILIP KERR EN RBA
PARA NICHOLAS B. SCOTT, UN AUTÉNTICO ESCOCÉS
Y UN AMIGO DE VERDAD
El rezo no es el entretenimiento ocioso de las ancianas. Debidamente entendido y utilizado, es la herramienta más poderosa.
MAHATMA GANDHI
Cuando los dioses nos quieren castigar, atienden nuestras plegarias.
OSCAR WILDE
La ira de Dios yace dormida. Se ocultó un millón de años antes de que aparecieran los hombres y solo los hombres tienen el poder de despertarla.
CORMAC MCCARTHY, Meridiano de sangre
CATEDRAL DE SAN ANDRÉS, GLASGOW,
ESCOCIA; 5 DE ABRIL DE 1988
Hacía un día frío y luminoso, pero, como si estuviéramos a mediados de verano, había renunciado a mi ropa gris habitual de lana de oveja y franela gruesa y me había vestido de algodón blanco para la inocencia como todos los demás niños en la catedral.
Estaba temblando, pero no solo por la gélida temperatura de San Andrés; también temblaba porque albergaba un pecado mortal en el corazón, o eso me imaginaba.
El interior de piedra gris se elevaba sobre mi cabeza pulcramente peinada igual que la sala de un antiguo castillo y el aire olía a velas e incienso. Mientras sonaba el órgano de la iglesia y las tenues voces del coro mascullaban palabras extrañas que quizá fueran en latín, enfilé a paso lento y respetuoso el pasillo central hacia el obispo de las dimensiones del fraile Tuck de Robin Hood con las palmas de mis sudorosas manitas juntas como si fuera un pequeño santo —aunque a mis propios ojos era cualquier cosa menos eso—, tal como me había enseñado mi madre.
—Se hace así, Giles —me había dicho, mostrándome exactamente cómo hacerlo—. Igual que si intentaras aplastar algo hasta dejarlo plano del todo entre las manos, que debes mantener cerca de la cara, de modo que las yemas de los dedos casi toquen los labios.
—¿Quieres decir como Juana de Arco, cuando la quemaron en la hoguera? —pregunté.
Mi madre hizo una mueca de dolor.
—Sí. Algo así. Solo que, si lo pensamos mejor, seguro que se te ocurre un ejemplo más agradable, ¿verdad?
—¿Qué tal la reina María Estuardo?
—Alguien que no vaya camino de su propia ejecución, quizás. Haz el favor de intentar pensar en otra persona. Un santo, tal vez.
—Bueno, los santos solo son santos porque antes fueron mártires —sostuve—. Eso significa que la mayoría fueron ejecutados también.
Mi madre puso cara de exasperación.
—Tienes respuesta para todo, Giles —me reprochó entre dientes.
—Una respuesta blanda calma la ira —dije—. Una palabra áspera enciende la cólera. Proverbios quince, versículo primero.
Citar la Biblia era un truco útil que había aprendido en la catequesis. Teníamos que memorizar un texto todas las semanas, y no había tardado mucho en deducir que citar la Biblia también tenía el efecto de silenciar a los adultos criticones. Más útil aún: tenía el efecto de desalentar la atención inoportuna del padre Lees. Tendía a dejarme en paz por miedo al texto que quizá profiriera al verme ante sus manos de sacerdote, como si Dios le hablara directamente por mi boca inocente. Debido a mis conocimientos bíblicos, mi padre me calificaba de santurrón y a veces, de «precoz», y le decía a mi madre que en su opinión enseñar la Biblia a los niños no era bueno. Ella no le hacía caso, claro, pero al volver la vista atrás creo que mi padre tenía razón. En la Biblia hay muchas cosas que no deberían haberse traducido del latín o del griego.
La larga hilera de niños y niñas que formábamos avanzaba a paso lento por la nave de la catedral. Debíamos de parecer una de esas bodas coreanas de la Iglesia de la Unificación en las que se casan cientos de parejas a la vez.
Naturalmente, no se trataba de una boda infantil sino de mi confirmación —el momento en que iba a declarar mi deseo de renunciar a Satanás y a todas sus obras y convertirme en católico romano—, y para todos los demás presentes en la catedral de San Andrés parecía ser una ocasión muy feliz. Todos los demás salvo yo, quizá, porque había algo en la ceremonia que no me gustaba; no solo la camisa blanca, los pantalones cortos y la corbata escolar de marica —que bastante malo era ya—, sino también otra cosa; creo que se podría decir que tenía un intenso presentimiento, como si estuviera a punto de ocurrir algo horrible que de alguna manera estaba relacionado con la comisión del pecado posiblemente mortal que estaba contemplando.
Tenía doce años, y ser precoz significaba que también poseía «una imaginación de aúpa»; así describían mis padres a los niños que como yo exageraban unas cosas y mentían sobre otras. Desde luego tenía ideas propias acerca de casi todo. Esas ideas estaban influidas en algunas ocasiones por lo que había leído en un libro o había visto en televisión, pero la mayoría de las veces era simplemente el resultado de pensamientos infantiles, profundos y a menudo equivocados, que, como mínimo, tenían su origen en mi carácter independiente; si contaba alguna mentira, por lo general lo hacía con buena intención.
Gracias al padre Lees había sido bien instruido en las enseñanzas del catecismo católico romano y el significado de la confirmación, sobre la que puede leerse todo en el segundo capítulo de los Hechos de los Apóstoles. Todos los martes durante el último mes había ido a catequesis, donde el padre Lees nos había contado cómo, poco después de Pentecostés, los apóstoles estaban escondidos en una habitación cerrada a cal y canto porque tenían miedo de los judíos, cuando de repente oyeron un ruido que parecía el viento, pero en realidad era el sonido del Espíritu Santo. A continuación, aparecieron lengüecillas de fuego cual llamitas azules de esas de los mecheros de gas butano sobre las cabezas de los discípulos y todos se vieron imbuidos del Espíritu Santo y empezaron a hablar lenguas extranjeras, lo que, según mi hermano mayor, Andy, no era muy distinto de lo que pasaba en El exorcista.
Bueno, a mí no me gustaban los fantasmas ni las historias de fantasmas, como no me hubiera hecho ninguna gracia quedarme en una habitación cerrada con el padre Lees, y desde luego no me atraía en absoluto la idea de que ningún espíritu —santo o no— entrara en mi cuerpo y me encendiera «como una velita para Jesús», que era como nos lo describía aquel horrendo cura en la catequesis. De hecho, esa idea me aterraba. Y tampoco me gustaba la posibilidad de no volver a hablar nunca más inglés, sino algún idioma incomprensible como chino o suajili, que nadie más en Glasgow fuera capaz de entender. Aunque no es que sea tan fácil entender a los de Glasgow: incluso la gente de otros lugares de Escocia tiene problemas con el acento y la carencia de consonantes. Hablar el idioma inglés tal como se habla en Glasgow es más o menos cómo aprender a escupir.
Así pues, había elaborado un plan que iba a salvarme del grave riesgo de la posesión espiritual y del don de lenguas, un plan secreto que no había discutido más que con mi propia conciencia (y desde luego no con mi madre) y que ahora puse en práctica.
Cuando me llegó el turno de recibir la confirmación me arrodillé delante del obispo y, en cuanto me hubo ungido la frente y me hubo abofeteado el rostro con los dedos manchados de nicotina —bastante más fuerte de lo que esperaba— para simbolizar cómo quizá me trataría el mundo a causa de mi fe, y el padre Lees en persona me hubo dado el zumo de pomelo y la oblea que era la sangre y el cuerpo de Jesucristo, rodeé la columna de granito de la iglesia y rápidamente, mientras todos tenían la mirada fija en el chico justo después de mí que en ese momento estaba siendo confirmado, me limpié los santos óleos de la frente y escupí la hostia reseca del paladar en el pañuelo.
Uno de mis amigos del colegio me vio hacerlo, y durante una buena temporada a partir de entonces me apodaron el Hereje, lo que me gustaba mucho. Me daba un aire cruel y refinado, que a mi modo de ver me confería sofisticación. Por lo visto, las hostias no consumidas —que es como se llama la oblea cuando no llegas a tragártela— resultan muy útiles para la comisión de ritos satánicos o la adoración del diablo. Aunque no es que estuviera interesado en adorar al diablo, claro. Creo que ya entonces —es posible que gracias al padre Lees— veía a Dios y al diablo como caras opuestas de la misma moneda mugrienta, aunque me parece que durante mucho tiempo me di bastante maña para ser un buen cristiano.
Ahora bien, se dice que ningún castigo queda impune, y desde luego mi acto de maldad recibió su castigo, pues cuando sacaba del bolsillo del pantalón el recuadro plegado, blanco y limpio del pañuelo en el que me disponía a escupir el cuerpo de Cristo, se me cayó algo del bolsillo, aunque no me percaté al instante. Era mi medalla nueva de san Cristóbal, hecha de plata maciza de las Hébridas, un obsequio conmemorativo de mi madre, y en la que estaban grabados mi nombre —incluida la inicial del nombre del santoral que había tomado para mi confirmación, que era Juan, el hermano de Santiago, y que era el correspondiente a John, mi nombre de pila— y la fecha de la confirmación. La medalla tenía otras características inconfundibles: mi madre había encargado especialmente el diseño a Graham Stewart, que, con el tiempo, llegaría a ser un platero escocés muy famoso. Incluso sé el aspecto que tiene, porque mi hermano sigue en posesión de la medalla de san Cristóbal de cuando se confirmó él, cosa que hizo un par de años antes que yo: la cabeza de san Cristóbal es una copia de un dibujo del célebre artista Peter Howson.
Como es natural, no tardó en descubrirse que había perdido la medalla de plata, y aunque mi madre nunca averiguó las circunstancias exactas y probablemente blasfemas en las que se produjo su desaparición, durante un tiempo me vi obligado a rezar todas las noches para volver a encontrarla.
HOUSTON, TEXAS, NUESTROS DÍAS
Desde fuera, la catedral del Sagrado Corazón semejaba una cárcel. Con sus altas ventanas, los bloques de hormigón gris sin fisuras y un campanario independiente, el Sagrado Corazón no parecía un lugar prometedor para charlar con el Todopoderoso. Crucé las puertas y entré en el interior de mármol afortunadamente fresco, donde me recibió un afroamericano bien parecido que lucía alzacuellos de sacerdote y una sonrisa cordial. Me informó de que la misa iba a empezar en treinta minutos y las confesiones dentro de diez, muy cerca del crucero del Sagrado Corazón.
Le di las gracias al sacerdote y pasé hacia el interior. No ardía precisamente en deseos de decirle que hacía mucho tiempo que nadie escuchaba mi confesión. Ni tan solo era católico romano. Ya no. Era evangélico. Y había ido a rezar, no a oír misa, ni en busca de absolución para mis pecados.
Rezar era un error. Nunca debería haber dado alas a esa idea. En cuanto vi las vidrieras de colores extrañamente modernas y la figura de plástico de san Antonio de Padua debería haber dado media vuelta y haberme ido. En comparación con las iglesias católicas de mi juventud, ese lugar parecía demasiado nuevo para conversar con Dios acerca de lo que me preocupaba. Pero ¿adónde más podía ir? No a mi propia iglesia, la de Lakewood. Era un antiguo estadio de baloncesto. Y entre las monstruosidades arquitectónicas que constituían la cuarta ciudad más grande de Estados Unidos, el mismísimo san Antonio no hubiera encontrado ningún sitio mejor que la catedral católica de Houston para acercarse a Dios. Eso por lo menos lo tenía bien claro, aunque no estaba tan seguro de no estar perdiendo el tiempo. Después de todo, ¿qué sentido tenía rezarle a un Dios que, estaba casi convencido, no existía en absoluto? Era eso lo que me había llevado hasta allí a rezar. Eso y la situación en que se encontraba mi matrimonio, quizás.
Elegí un banco discreto frente al crucero del Sagrado Corazón, me arrodillé y murmuré unas palabras de sonido más o menos sagrado; levanté la vista hacia la sencilla vidriera con su sagrado corazón rojo cómicamente incorpóreo e hice todo lo posible por abordar el problema en cuestión.
«Inspírame, Espíritu Santo, esto..., para que todos mis pensamientos sean puros. Obra en mí, Espíritu Santo, para que mis actos también sean puros... Que no lo son. ¿Cómo iba a ser puro mi trabajo? Veo cosas, Espíritu Santo, cosas terribles, que me hacen dudar de tu existencia en un mundo tan cabrón como este.Y sé de lo que hablo, Señor.
»Fíjate en ese corazón de la vidriera del crucero ahí arriba. Bueno, ya sé lo que se supone que representa, Señor: es la sagrada eucaristía y simboliza el amor de Dios, que tanto nos amaba que se hizo hombre y vino a la Tierra. Sí, eso lo pillo.
»Pero cuando veo ese corazón me acuerdo de Zero Santorini, el asesino en serie de Texas City que les arrancaba ese órgano a sus víctimas y lo dejaba junto a los cadáveres en un precioso nidito de alambre de espino. (El alambre de espino era un bonito detalle sádico, muy en plan Hollywood; también resultó útil, porque es lo que nos ayudó a echarle el guante. Era alambre para vallas de veinte centímetros con triple galvanizado, y Santorini compró veinticinco metros en los almacenes Uvalco Supply de San Antonio). Claro, puedo engañarme pensando que cumplo tu mandato, Señor, pero no me explico que no anduvieras por ahí para echar una mano a alguna de las diecisiete pobres chicas que asesinó.
»Es verdad que la mayoría de esas jóvenes eran drogadictas y prostitutas, pero nadie merece morir así. Salvo quizá Zero Santorini. Según él mismo, instaba a casi todas esas mujeres a rezar para que les perdonara la vida justo antes de asesinarlas; y al no aparecer tú con un rayo en una mano y el Espíritu Santo en la otra, suponía que le habías dado el visto bueno y se las cargaba con una pistola de clavos. Lo irónico de la situación, claro, es que Santorini buscaba alguna clase de señal de que en realidad existes; de que en una situación extrema, como la que había maquinado, quizás hicieras acto de presencia y despejaras todas sus dudas, más que razonables.
»Creí su historia, además. En cierto modo sus actos me parecieron bastante lógicos. Hasta sacó fotos de las pobres muchachas arrodilladas en el suelo, desnudas, con las manos en actitud de rezar, lo que parecía confirmar su versión. Tú, en cambio..., bueno, tengo un centenar de buenas razones para no creer en ti.
»Si existes, entonces lo único que pido es un poco de ayuda para creer en ti. No pido una señal, como Zero Santorini. Y no pido una vida más fácil o un trabajo más sencillo. Solo rezo para que me des fuerza suficiente a fin de lidiar con la vida y el trabajo que ya tengo. El caso es que en los diez años que llevo en el FBI no te he visto arreglar ni una sola vez algo que fuera necesario arreglar. Ni una sola vez. Y tengo la impresión de que, si todos los agentes de Justice Drive que se patean la calle se quedaran en la cama una mañana, esta ciudad estaría más jodida aún de lo que ya está. Desde luego, no te imagino ocupándote de los chalados con los que tengo que vérmelas en Terrorismo Nacional, Señor: los supremacistas blancos, las milicias cristianas, los ciudadanos soberanos, los extremistas contra el aborto, los defensores de los derechos de los animales y los guerreros de la ecología, los separatistas negros y los anarquistas, por no hablar de los islamistas a los que tienen que vigilar los de Contrainteligencia al otro lado del pasillo. No te veo preocupándote por nada de eso, Señor. De hecho, no te veo en absoluto».
Me puse en pie. Era hora de irme. La catedral se estaba llenando. Un sacerdote se acercó en silencio al altar y encendió unos cirios, y arriba en la galería del órgano alguien se puso a tocar un preludio de Bach.
Abandoné el crucero y volví por el pasillo hasta la fachada sur, deteniéndome únicamente para coger un ejemplar del boletín de la parroquia de un montón junto a la puerta, y luego salí al calor de una típica tarde de verano en Houston.
Mi hogar era una casa de piedra y estuco de nueva planta al sudoeste de Memorial Park en Driscoll Street. Desde el dormitorio de la torre que me servía de estudio tenía una buena vista de una calle residencial de Houston de una vulgaridad tranquilizadora: una acera jalonada con varias palmeras agostadas por el sol implacable, y pulcros jardines que casi siempre eran más pequeños que los lustrosos todoterrenos aparcados delante.
Era una casa bonita, pero nunca habría podido permitírmela con un sueldo del FBI, razón por la que el padre de Ruth, Bob Coleman, nos la había comprado. Bob y yo nos llevábamos bastante bien, pero eso era antes de que fuera tan idiota —palabras suyas, no mías— como para rechazar un puesto bien pagado en un prestigioso bufete de Nueva York para ir a la academia de Quantico y prepararme para entrar en el FBI. Bob dijo que nunca habría dado su bendición a nuestro matrimonio si hubiera pensado que iba a echar a perder una carrera de abogado por un sentido de lealtad descaminado. Bob y yo no somos del mismo parecer en muchos aspectos, pero que trabaje para el «gran gobierno» es una razón más para que no le caiga bien y no confíe en mí. Aunque también es verdad que yo siento lo mismo por él.
Dejé mis cosas en la isleta del desayuno y le di a Ruth un beso más largo de lo que ninguno de los dos esperaba, después de lo cual soltó un suspiro y parpadeó como si acabara de dar una voltereta, y luego me ofreció una sonrisa, cálida.
—No me lo esperaba —dijo.
—Me provocas un efecto extraño.
—Me alegro. No me gustaría creer que te aburro.
—Eso nunca.
Fui al cuarto de baño a refrescarme.
—¿Te ha ido bien el día? —preguntó, a mi espalda.
—Siempre me va bien el día cuando vuelvo a casa, cielo.
—No digas eso, cariño. Me recuerda todo lo que se podría torcer cuando no estás en casa.
—No va a torcerse nada. Ya te lo he dicho. Soy uno de los bienaventurados. —Me rocié las manos con desinfectante antiviral; debía de creer que aquello era un antídoto contra la chusma rastrera que me pasaba la vida intentando atrapar—. ¿Dónde está Danny?
—Jugando en el jardín.
Cuando volví a la cocina tenía en las manos el boletín parroquial del Sagrado Corazón.
—¿Has ido a la catedral?
—Andaba por allí, conque decidí pasarme a ver si estaba el obispo Coogan. Te acuerdas de Eamon Coogan, ¿verdad?
—Claro.
Eamon Coogan, en la actualidad arzobispo emérito de la archidiócesis de Galveston-Houston, era un viejo amigo de mi madre, de Boston, adonde se había trasladado mi familia cuando nos fuimos de Escocia.
Fui a la nevera a por una cerveza fría.
—¿Y estaba? —preguntó con dulzura.
—No lo sé.
Se rio.
—¿No lo sabes?
Y entonces adivinó que mentía, porque Ruth siempre se daba cuenta cuando mentía. Después de pasar por la facultad de derecho de Harvard, Ruth había trabajado como ayudante del fiscal en la fiscalía del distrito de Nueva York, donde había demostrado poseer auténtico talento para la acusación y los interrogatorios.
—Ah —comentó—. Ya entiendo. Has ido a confesarte, ¿no?
—No.
Abrí de un tirón el botellín de cerveza y engullí el contenido.
—Entonces, a rezar. —Meneó la cabeza y sonrió—. ¿Por qué no vas a tu propia iglesia a hacerlo, Gil?
—Porque no tengo la sensación de que sea una iglesia. Ya sabes, cuando estoy allí me dan ganas de buscar con la mirada la cabina de prensa y al vendedor de perritos calientes.
Se echó a reír.
—Eso no es justo. No es más que un edificio. No creo que Dios necesite vidrieras de colores para sentirse como en casa.
Me encogí de hombros.
—¿Ocurre algo, cielo?
—No, pero creo que igual acabo de contestar tu primera pregunta acerca de qué tal me ha ido el día.
Apareció Danny por la puerta trasera y, al verme, se abalanzó hacia mí como un ariete humano; apenas tuve tiempo de cubrirme las pelotas con las manos antes de que su cabeza, grande y sorprendentemente dura, entrara en contacto con mi entrepierna.
—Papi —gritó, y me rodeó las piernas con sus bracitos.
—Danny, ¿qué tal te va, grandullón?
—Bien —dijo—. No me he portado mal ni nada de eso. Y no he pegado a Robbie.
Me dio la impresión de que la mirada de Ruth contradecía la espontánea negación.
—¿Robbie?
—El chico de los Murphy —señaló ella—. El de enfrente. —Meneó la cabeza—. Han reñido un poco.
—Ya te lo he dicho. No he pegado a Robbie. Se ha caído.
—Danny —le advirtió Ruth—, ya hemos hablado de eso. No le mientas a tu padre.
—No le he mentido.
Sonreí.
—Cíñete a tu versión, chaval —le aconsejé—. No te vengas nunca abajo en un interrogatorio.
Hice que Danny se diese la vuelta, le acaricié el pelo rubio y fino, y lo encaminé con delicadeza hacia la cocina.
Danny fue al fregadero y se lavó las manos. Ruth ya estaba sirviendo la cena, lo que era la señal para que me desprendiera de la Glock que llevaba al cinto. Ruth no tenía nada en contra de las armas —era de Texas, después de todo—, pero prefería que me la quitara antes de sentarme a la mesa y bendecirla.
Bendecía la mesa antes de todas las comidas en nuestra casa, pero en esta ocasión no las tenía todas conmigo. En lugar de la bendición habitual —«Dios santo, Tú que nos colmas de dádivas, acepta nuestras oraciones y bendice estos alimentos»—, me encontré murmurando unas palabras un poco menos piadosas:
—Señor, te damos las gracias por tener el plato bien lleno y la taza a rebosar y por no vernos obligados a fregarlo todo, amén.
Ruth procuró controlar la sonrisa.
—Vaya, esa es nueva —comentó.
Después de haber cenado, acosté a Danny, le leí un cuento y me fui al estudio de la torre, que es donde ella fue a buscarme después.
—¿Quieres otra cerveza, cariño?
Ruth no bebía, pero no parecía importarle que yo lo hiciera. Todavía no.
—No, gracias, cielo.
Se me acercó por detrás y me masajeó el cuello y los hombros un rato.
—Esta noche pareces un poco distante.
De pronto sentí deseos de contarle todo —a alguien tenía que contárselo—, pero no podría haberlo hecho sin arriesgarme a que discutiéramos. La Iglesia era una parte importante de la vida de Ruth.
—¿Te acuerdas de que te hablé de una banda de moteros?, ¿unos supremacistas blancos que se hacen llamar los Guardias de Asalto de Texas?
Ruth asintió.
—Hemos puesto micrófonos en un bar que tiene la banda en Eastwood. Bueno, pues hoy los he oído hablar de unos asesinatos que se cometieron en 2007. Dos mujeres negras fueron violadas y asesinadas en Southside.
—Qué horror.
—No te lo iba a contar. Pero ha quedado claro por su conversación que fueron los Guardias de Asalto los que cometieron esos asesinatos.
Ruth se encogió de hombros.
—Eso es bueno, ¿no? Ahora podéis detenerlos.
—Ya metimos a alguien en la cárcel por esos asesinatos. Un tipo llamado Jose Samarancho. Trabajé en Crímenes Violentos una temporada nada más mudarnos a Houston, ¿te acuerdas? Nuestra brigada ayudó a que fuera condenado.
—Entonces, esta prueba debería esclarecer el asunto, ¿no?
Seguía sin entenderlo, y no se lo podía reprochar.
—Lo esclarecería si Jose Samarancho continuara con vida. Lo ejecutaron el mes pasado en Huntsville.
Ruth se sentó en mi mesa y frunció los labios.
—Qué horror. Pero no es culpa tuya, cariño. No es culpa tuya en absoluto.
—Claro que es culpa mía. No he pensado en otra cosa en todo el día. —Sacudí la cabeza—. Estaba presente cuando se lo cargaron. Estaba allí, Ruth.
Frunció el ceño.
—Pero si lo condenaron en 2007, habría sido de esperar que siguiera vivo. Bueno, el proceso de apelación puede llevar años, incluso en Texas.
—Jose Samarancho era un ladrón de coches. Tuvo la mala fortuna de robar un vehículo que era propiedad de una de las mujeres muertas, así que había pruebas forenses por todas partes. Habían dejado el coche en el aparcamiento donde las secuestraron los Guardias de Asalto. Samarancho robaba automóviles para costearse su adicción a las drogas, que le provocaba episodios de amnesia, y cuando le presentaron pruebas de que había estado en el coche de la mujer asesinada convino en que debía de haber cometido los homicidios, y confesó algo que no había hecho porque yo se lo metí en la cabeza. Tenía el cerebro tan jodido que hasta se las apañó para rescatar recuerdos fantasiosos inducidos por la droga de sí mismo asesinando a esas mujeres, y acertó con los detalles de chiripa. No apeló la pena de muerte porque pensaba que lo había hecho y, por lo tanto, merecía morir. —Meneé la cabeza con amargura—. Incluso atado a la camilla con la inyección letal corriéndole por las venas seguía rezándole al Señor para que lo perdonase. El pobre idiota murió convencido de que había cometido dos asesinatos horribles y esperando acabar en el infierno.
—Bueno, ¿adónde quieres ir a parar?
—No lo sé.
Fue una cobardía por mi parte, claro, pero me pareció oportuno relajar la situación, por el bien de todos.
—Todo el mundo tiene dudas de vez en cuando —dijo, al tiempo que me apretaba la mano con cariño—. Por eso es la fe lo que es.
Se arrodilló junto a mi silla para apoyar la cabeza en mi regazo y dejarme que le acariciara el pelo.
—Estás cansado y has tenido un mal día, eso es todo.Ven a la cama y permíteme que lo arregle.
—Un mal día. ¿Así describes cuando alguien acaba muerto por mi culpa?
—No fue culpa tuya. Hablas como si no hubiera habido nadie más implicado. Hubo abogados y...
—No puedo eximirme del papel que desempeñé en la muerte de ese hombre. Dios sabe cuánto me gustaría.
—Pero Dios sí puede. Ahí está el meollo del asunto.
—Igual no hay Dios. Igual ese es el meollo del asunto.
—Tú no crees eso, cariño. Ya sabes que no.
—Ah, ¿no? —Suspiré—. De hecho, me parece que sí lo creo.
El edificio del FBI en Houston estaba justo al otro lado de «la Ronda» —que era como llamaban los de allí a la I-610—, al noroeste de la ciudad. En las cercanías de nuestro único vecino, el banco Wells Fargo, podría haber infundido cierta sensación de seguridad a la gente de por allá hasta que uno recordaba que era la sede del FBI en Oklahoma City lo que quería volar por los aires Timothy McVeigh cuando, en 1995, detonó la bomba que acabó con la vida de ciento sesenta y ocho personas e hirió a más de cuatrocientas cincuenta como venganza por lo ocurrido en Waco. No puedo hablar por Wells Fargo, pero nosotros teníamos una seguridad muy estrecha. El edificio del FBI de siete plantas era de paneles de cuarcita verde y estaba revestido de un vidrio blindado especial para reducir el calor, lo que suponía un alivio en un estado donde la población tiene más de cincuenta millones de armas de fuego.
Si al mencionar ese dato estadístico sobre armas parece que me estoy quejando, es porque, como casi todo el mundo en esta ciudad de carácter tan perspicaz como curtido, soy de otra parte. Houston es un lugar al que uno va, no un lugar del que uno viene, y eso es especialmente cierto en el caso de los que trabajan en el FBI. Después de licenciarnos en la academia del FBI la mayoría vamos a donde nos envían, y no a donde nos gustaría ir necesariamente. En consecuencia, Houston no es una ciudad que conozcamos muy bien muchos de mis colegas o yo. Tampoco es que haya gran cosa que conocer. La ciudad de Houston no es más que un montón de autopistas sobrecalentadas, aparcamientos subterráneos, iglesias al borde de la carretera, centros comerciales con aire acondicionado, parques aislados y secos por completo, clubs de campo para los ricos y rascacielos amazacotados. Galveston queda a menos de una hora en coche hacia el sur, pero después del último huracán es poco más que una ciudad fantasma. En la costa del Golfo no hay nada recomendable salvo la carretera de regreso a Houston hacia el norte.
Al acercarte al resplandeciente perfil urbano del centro, la gente debía hacer visera con la mano para protegerse del sol reflejado y, comparando el paisaje de la ciudad con el de Nueva York y Chicago, uno se planteaba si el control urbanístico no sería más urgente incluso que el control de armas. Eran esos edificios tan altos, y no nada que estuviera relacionado con la droga y las armas de fuego, lo que constituían los peores crímenes en Texas; y nuestra oficina en la ciudad no era una excepción.
En su interior, el edificio del FBI transmite el aire sereno y pausado de un museo. Hay incluso algo de arte moderno neutro, unas cuantas piezas expuestas en vitrinas y una tienda de regalos donde se puede comprar cualquier producto de la agencia de investigación criminal: desde un bolígrafo hasta unos gemelos pasando por una taza. También hay por ahí más o menos todo lo que necesita un agente para que la vida sea más cómoda: barbería, peluquería, médico, dentista, un banco y, naturalmente, un gimnasio bien equipado. Gracias al padre de Ruth, ella y yo éramos socios del Club Houstonian y teníamos acceso a unas instalaciones del tamaño de una fábrica de coches, pero no les hacía gracia que la gente fuera armada. A mí nunca me ha gustado dejar el arma en el automóvil, ni siquiera cuando juego al tenis, así que prefería empezar el día haciendo ejercicio en la oficina y luego desayunar en el comedor del FBI. Por lo general, estaba sentado a mi mesa antes de las ocho y media.
Los del FBI somos unos tipos con buena planta. A menos que estemos en alguna misión, la mayoría de los hombres llevamos camisa blanca y corbata discreta, nos limpiamos los zapatos y procuramos movernos con elegancia, y en ese sentido seguimos siendo los hijos de Hoover. La mayor diferencia con respecto a los tiempos de Hoover radica en el número de mujeres. Las llamamos «cola-cortadas» por el modelo de falda que acostumbran a llevar. Hay más de dos mil mujeres en el FBI, incluida mi jefa, la agente especial adjunta al mando Gisela DeLillo.
Gisela era de North Beach, San Francisco, y también había estudiado derecho, como yo. No sé qué opinión de ella habría tenido Hoover, pero a mí Gisela me caía bien. Más o menos. Estaba destinada a ocupar uno de los puestos más importantes. En cuanto hube recogido mis informes y notas, bajé a su despacho para la revisión de casos que celebrábamos de manera informal todas las semanas. Era diez años mayor que yo, pero sigo siendo lo bastante joven para que eso me resulte atractivo en una mujer.
Gisela estaba sentada en el extremo de un largo sofá de cuero, sin zapatos y con las piernas al aire recogidas debajo de su torneado trasero. No era especialmente alta, pero caminaba como si lo fuera, igual que una bailarina de ballet con actitud. Su cabello era negro como las plumas de un cuervo y lo llevaba recogido sobre la coronilla. Parecía la hermana descarriada de Audrey Hepburn.
Sostenía una taza de café en equilibrio sobre la palma de la mano; una tacita con platito y cucharilla, como era debido. Tomó un ruidoso sorbo e indicó con un gesto de cabeza una pulcra cafetera expreso en la estantería.
—¿Quieres uno?
Negué con la cabeza.
—¿Has oído lo de los Guardias de Asalto?
—Leí el informe de la misión. Debes de sentirte fatal.
—Ya lo superaré.
—Por eso venimos a trabajar, ¿verdad? Porque somos optimistas.
—En estos momentos mi optimismo necesita gafas. Y no hablo solo de Jose Samarancho. Hay odio más que de sobra en esta ciudad. Y lo que falta es paz y amor. Por cierto, tenemos que hablar de Deborah Ann Blundy.
—Es la criminal del Ejército de Liberación Negro de la lista de los más buscados, ¿verdad? Mató a tiros a un poli en Washington D. C. allá por 1969.
—Desde entonces ha estado viviendo en México. Solo que, según un chivatazo de uno que antes pertenecía al Ejército de Liberación, ahora vive aquí mismo, en Houston. La generación de separatistas negros de la quinta de Shaft y Superfly no tiene mucho en común con los activistas negros de la actualidad. Pero es posible que intente ponerse en contacto con ellos. En caso de que así sea, confío en que mi informante me ponga al día.
—Vale. ¿Qué más?
—¿Leíste el informe confidencial que te envié sobre el grupo HIDDEN?
—Sí, pero recuérdame lo que quiere decir.
—Son las iniciales en inglés de Defensa Interna Nacional de Ejecución Inmediata.
—No me parece que sea muy pegadizo.
—Bueno, no es la OTAN ni el IRA, pero también van muy en serio. Son todos exmilitares. Tienen contactos y han sido entrenados para usar el material de guerra al que están intentando echar mano. El Switchblade. En esencia en un dron táctico armado con una cabeza explosiva de un kilo y medio y lanzado desde un tubo de cinco centímetros de anchura que se lleva en una mochila. Se guía hasta el objetivo por medio de una pequeña cámara en el morro del aparato. Basta con desplegarlo y disparar. Con una envergadura de un metro veinte, no es mucho mayor que un avión de juguete. Se puede comprar por diez de los grandes.
—¿Contra quién pretenden utilizarlo?
—Parece que andan cabreados con los judíos. Piensan que las guerras del Golfo se hicieron a instancias de los israelíes, y todos sus colegas fallecidos en Irak fueron víctimas de una conspiración judía. Es algo así como cristianismo con anabolizantes. Guripas con una fe ciega en Cristo aderezada con antisemitismo, teorías de conspiración en Internet, excepcionalismo estadounidense y un exceso de proteínas.
Gisela suspiró y apuró la taza de expreso.
—¿Seguro que no quieres uno?
—Me parece que ahora sí. —Hice una pausa—. Según nuestra información, planean lanzar uno de esos Switchblades contra la Congregación Beth Israel en North Braeswood Boulevard.
—Es una buena zona.
Puso la taza bajo la boquilla dispensadora de la cafetera y pulsó un botón. El aparato emitió un ruido de molinillo y luego vomitó un chorro de líquido marrón oscuro con un aroma intenso.
—Ahora mismo lo es.
—Este caso nos ha llegado a través del LIFR, ¿verdad?
Gisela me pasó la taza de café en un platito con una servilletita y una cucharilla.
—¿De Ken Paris?
En el FBI hay más siglas que en el Dow Jones. De no ser así, nos pasaríamos allí el día entero y los malos escaparían antes de que hubiéramos terminado de pronunciar Laboratorio Informático Forense Regional. Ken Paris era un agente especial del LIFR, a unas manzanas de North Justice Drive. Él y su equipo de frikis se pasaban prácticamente toda la jornada copiando datos de una amplia gama de dispositivos digitales incautados en el transcurso de investigaciones de delitos y luego analizándolos en busca de pruebas.
—La policía de Galveston detuvo a unos chicos que gestionaban un proveedor ilegal de servicio desde un viejo petrolero varado en Trinity Bay. —Tomé un sorbo de café y me interrumpí un momento—. Deberían poner esa cafetera tuya en un carrito en el Centro de Rehabilitación Cardíaca Debakey. Vaya pelotazo pega, ¿eh?
Gisela sonrió.
—Después de que Ken hubiera escaneado por imagen todos los servidores —dije—, empezó a revisar las cuentas de sus clientes ilegales. Además de una cantidad inmensa de porno de Internet, encontró el sitio web de HIDDEN y los correos que habían cruzado con una empresa ilegal de armas en Costa Rica. Los del departamento de investigación criminal del ejército creen que igual son los mismos que robaron una remesa de Switchblades de un almacén militar en California.
—Dime que aún no tienen ese Switchblade.
—No creo que hayan conseguido suficiente dinero. Pero ahora que su proveedor ilegal de Internet ha caído, me gustaría tener vigilado al líder de HIDDEN, un tipo llamado Johnny Brown, el Saco. El único problema es que creemos que realiza todas sus comunicaciones por Skype, que es una red entre iguales y no tiene una ubicación central que nos permita llevar a cabo escuchas. Al menos eso me dice Vijay, del DCSNet.
El DCSNet era el sistema de vigilancia en un clic del propio FBI: una simple cuestión de escoger un nombre y un número de teléfono en la pantalla del ordenador y hacer clic con el ratón para tener vigilada la línea telefónica. Funcionaba con líneas fijas y teléfonos móviles, y ofrecía grabaciones digitales casi en alta fidelidad.
—Ahora dime qué ocurre con esas de la liberación de la tierra.
Empecé a sacarle brillo a la cucharilla; había terminado el café, pero así podía tener los dedos ocupados.
—¿Has averiguado algo sobre ellas? —me preguntó.
—No creo que ninguna de las dos mujeres esté interesada en llegar a un acuerdo judicial. Les enseñé la grabación de la cámara de seguridad en la que se las veía prendiendo fuego al puesto de Rangers de Galveston Island y a la urbanización junto al refugio para aves de Audubon. Se observa con toda claridad que son ellas, pero se me rieron en la cara.
Asintió.
—Vale. Ahora tengo algo para ti.
—Si es otro café, no creo que mi corazón pueda soportarlo.
Negó con la cabeza.
—Cuando viniste a la oficina de Houston entraste a trabajar en Crímenes Violentos, ¿no?
—No lo he olvidado. Sigo teniendo sueños interesantes.
—Gil, quiero que vayas a ver a Harlan Caulfield. Por lo visto cree que estos asesinatos en serie pueden tener un cariz religioso.
—¿Es que Harlan quiere endosarle el asunto a Terrorismo Nacional?
—Igual busca alguna idea nueva.
—¿Estás segura? La última idea nueva que les gustó aquí en Texas fue la inyección letal.
—Una actitud irracional contra cualquier clase de ciudadano podría redundar en tu autorización de seguridad, Martins. Y deberías tener presente que Harlan es de Texas.
—Por cierto, ¿dónde coño está San Saba? ¿Está cerca de alguna parte?
Harlan Caulfield se retrepó en el asiento y entrelazó las manazas detrás de la cabeza en forma de pera que tenía.
—¿Que si está cerca de alguna parte? San Saba es la capital del mundo de la pacana, hijo. Por lo demás, no tiene ninguna característica especial.
—Más vale que lo haya preguntado.
—Bueno, aún haremos de ti un texano, hijo.
—Eso es lo que me preocupa.
—¿Qué tal el estómago últimamente? —preguntó, al tiempo que rodeaba la mesa. Llevaba un presentador inalámbrico de PowerPoint entre los dedos.
—¿Está a punto de enseñarme a algunos de sus clientes, caballero? Porque en ese caso, creo que primero debe advertírmelo. Nunca me ha gustado ver cadáveres.
Harlan me ofreció una sonrisa torcida.
—Ya sabía yo que me caías mal por algo, Gil Martins —dijo en un tono de desprecio—. Cuando haya algo chungo de verdad te avisaré, ¿vale?
Pulsó un botón. Aparecieron en el monitor de su ordenador una serie de rostros de hombres y de mujeres.
—Kimberley Gaines, Gil Kemer, Brent Youman, Vallie Lorine Pyle, Clarence Burge júnior.
Pero yo ya sabía quiénes eran y lo que eran. Sus caras sonrientes en las fotografías del anuario del instituto aparecían con regularidad en la primera página del Chronicle; esos cinco eran las víctimas de un asesino que seguía en activo en el área metropolitana de HoustonGalveston, todos ellos abatidos a tiros en los últimos dieciséis meses.
—Lo que tienen en común todos estos es que eran buena gente. Y me refiero a buena gente. Por lo general, los asesinos en serie se ensañan con los más débiles, los marginados o los delincuentes. Pero estos cinco no solo eran miembros distinguidos de la comunidad, eran mucho más que eso. Kimberley Gaines era miembro de la Iglesia de la Unificación y enfermera diplomada. Antigua voluntaria en el Cuerpo de Paz, había vuelto recientemente de Haití, donde había estado implicada en la gestión de los fondos de auxilio del centro de tratamiento del cólera. En el momento de su asesinato estaba a punto de viajar a Somalia como parte de una iniciativa de las Naciones Unidas para ayudar a las víctimas de una crisis alimentaria en el Cuerno de África. Gil Kemer era el fundador de un centro de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos sin techo aquí en Houston. No era miembro de ninguna iglesia o iniciativa que tuviera que ver con la fe.Además de gestionar personalmente el centro, se encargaba de recaudar todo el dinero. Hace dos años, Kemer recibió un galardón a la labor humanitaria de la sección de Texas de la Fundación por una América Sin Droga. Brent Youman era el único doctor descalzo de Estados Unidos. En China, donde surgió la idea, los médicos descalzos son en esencia granjeros con preparación de paramédicos que se ocupan de la atención primaria en las zonas rurales. Brent Youman era un doctor en medicina plenamente cualificado que iba por todo Texas ofreciendo tratamiento a gente que no podía costearse un servicio médico. Es decir, prácticamente cualquiera que no fuera miembro del Club Houstonian. —Harlan frunció el ceño—. Tú eres miembro del Houstonian, ¿verdad, Martins?
—Mi mujer, Ruth —repuse—. Ella es la que tiene toda la pasta. De no ser por ella, me echarían a patadas de allí.
Harlan cerró los ojos y sonrió.
—Ya me perdonarás si lo imagino por unos instantes en mi cabeza.
Sonreí.
—Pásate por allí alguna vez y jugaremos al tenis.
—Los tiempos en que jugaba al tenis ya quedaron atrás. —Entornó los ojos—. Brent Youman. Justo antes de ser asesinado lo habían nominado a un galardón para personas que han hecho una contribución destacada a la salud pública. Se lo concedieron a título póstumo y se le entregó «en ausencia» en una ceremonia especial durante la Asamblea Mundial de la Salud.
Moví la cabeza y alineé la BlackBerry con el bolígrafo y el bloc de notas; en realidad no estaba descolocada, pero no tolero que mis cosas no ofrezcan un aspecto de orden y pulcritud; además, así tenía algo mejor que hacer con las manos.
—Parece que era un tipo estupendo.
—Empiezas a pillarlo. Mira, nadie merece morir asesinado. Bueno, igual alguno que otro. Pero hay gente cuyo comportamiento le lleva a uno a suponer que se merecían algo mejor que un balazo en la cabeza. Vallie Lorine Pyle y Clarence Burge júnior no eran distintos. Vallie Pyle era la fundadora de Kidneys R’Us. No es broma, por cierto; se trata de una red de donación de riñones con sede aquí en Houston. Desde que donó uno de sus propios riñones a un desconocido, Vallie Pyle había organizado casi setenta donaciones en vida antes de ser asesinada. Clarence Burge era un sacerdote católico de Texas City. Después del huracán Katrina abandonó la Iglesia y montó una empresa de construcción para rehacer escuelas que quedaron destruidas; logró reconstruir cinco trabajando casi él solo.
—¿Qué dicen los de ciencias del comportamiento?
—Las víctimas fueron escogidas por su distinción moral. El autor es alguien que detesta a la gente buena. O que tiene envidia de su bondad; que querría ser bueno.
—Un crimen así tiene mucho más sentido si quien lo comete se ve como un malvado que lucha contra las fuerzas del bien. Un tipo en plan club de adeptos al infierno, algo así como un discípulo del diablo.
—¿Y eso qué significa?
—Antes me interesaban esas chorradas —respondí—. Ya sabes, libros sobre adoración satánica y similares.
—¿Estás al tanto de que haya satanistas y adoradores del diablo por aquí?
—Sí, seguro que los hay. Esto son los Estados Unidos y la Primera Enmienda protege el derecho a la práctica de cualquier clase de religión.
—No hablo de religión, Martins —matizó Harlan—. Me refiero a brujería y cosas así.
—Según la Primera Enmienda, uno tiene derecho a considerar religión prácticamente cualquier cosa. Hoy en día, las brujas de Salem podrían apelar a la cláusula de libertad de culto, aunque fueran culpables. Pero, que yo sepa, no hay ningún grupo así en Texas que proclame su fe; una ideología que los convertiría en carne de cañón federal. Pero puedo indagar, si quieres.
—Se me han agotado todas las buenas ideas en este caso. Todas las malas también, a decir verdad. Así que... adelante.
Recogí mis pertenencias de la mesa e hice ademán de levantarme de la silla.
—Un momento —dijo Harlan—. No puedes irte hasta que hayas visto el espectáculo entero.
Cogió el presentador de PowerPoint y empezó a pasar instantáneas horripilantes de cadáveres. Todas las víctimas habían recibido disparos a bocajarro, varias veces, y con un arma de pequeño calibre, como quedaba claro por los orificios de entrada en las cabezas y los rostros. En Brent Youman, una bala le había impactado en el ojo, que le había dejado el globo ocular colgando de la cuenca igual que una ostra del borde de la concha. Los orificios de salida eran bastante más espectaculares; a Vallie Pyle le habían reventado la nuca, lo que dejaba a la vista tejido y sesos suficientes para llenar el mostrador de una puñetera carnicería.
—Todos recibieron disparos de una Walther del calibre veintidós —dijo Harlan—. Les dispararon proyectiles cortos de morro chato con un arma equipada con silenciador Gemtech. Casi siempre actúa por la noche o a primera hora de la mañana y se mantiene fuera del radio de alcance de cualquier cámara de circuito cerrado.
—Así que no quiere que su foto salga en el periódico.
Harlan negó con la cabeza.
—Bueno, ya le echaré el guante. Aunque tenga que pasearme por la ciudad vestido de monja y cantando himnos. Pillaré a ese hijo de puta.
Me planteé hacer alguna broma al respecto y luego deseché la idea. Harlan era demasiado impredecible para someterlo a un chiste sobre agentes del FBI travestidos.
—Veo que la primera víctima fue abatida el 29 de junio —dije.
—¿Y qué?
—Es la festividad de San Pedro y San Pablo. En el santoral católico es un día festivo.
Harlan me alcanzó un papel impreso.
—¿Te dicen algo estas otras fechas?
Ojeé la lista.
—No.
—¿Eres católico, Martins?
—Se podría decir que soy un ateo que va a misa. O igual un agnóstico. No sé.
Harlan esbozó una sonrisa.
—Mi mujer, Molly, se pirra por Jesús. Yo le sigo la corriente porque es más sencillo que tener una discusión y perderse la comida del domingo. Por la misma razón, ella me acompaña al béisbol a ver a los Astros, aunque dejé de creer en ellos hace mucho tiempo.
—Esa clase de ateísmo es fácil de entender.
Harlan hizo caso omiso del comentario; defender la fe en los Astros de Houston era del todo insostenible.
—¿A qué iglesia vas tú, hijo?
—A la de Lakewood.
—Y un cuerno. La iglesia de Lakewood es la mía. —Harlan volvió a sonreír—. ¿Cómo es que no te he visto nunca por allí, Martins?
—Es un poco como preguntar cómo es que nunca me ves en los partidos de béisbol. Ya les gustaría a los Astros tener tanto público como hay en la iglesia de Lakewood.
—¿Os conocisteis allí tu esposa y tú? ¿En Lakewood?
—Nos conocimos cuando estudiábamos derecho en Harvard. Ninguno de los dos éramos especialmente religiosos entonces. Hasta que vinimos a vivir a Houston. Empezamos a ir a la iglesia de Lakewood porque los dos éramos creyentes.Yo incluido.Aunque en mi caso, la verdad, es que he olvidado el motivo.
—Ahora lo entiendo. Reprochas a Texas habérsela camelado con el rollo ese del amor al Señor, ¿no? Tiene el chochito húmedo por Jesucristo y a ti te parece que eso le ha fastidiado las bragas.
—No.
—Claro que sí. Es tan evidente como un zurullo en una ponchera. —Meneó la cabeza—. Déjame que te diga una cosa, hijo. Eso no tiene nada que ver con Texas. —Harlan sonrió—. Hay muchos texanos que no creen en Dios. ¿No te has dado cuenta? Por eso tenemos tantas armas. Por si no anda por ahí.
En la mayoría de las iglesias podría haber dormitado durante toda la misa del domingo por la mañana sin que nadie se diera cuenta. Pero la de Lakewood era una iglesia en plan interactivo, y la misa se parecía a un espectáculo de Las Vegas. Era ruidosa y exigía mucha participación por parte del público, que debía cantar o simplemente dar saltos al ritmo de la alegría de Jesús. Cuando empezamos a ir me gustaba. Pero de un tiempo a esta parte no. A título personal, no me hubiera apetecido menos dar saltos, aunque hubiese tenido los pies clavados al suelo.
Ruth, en cambio, se encontraba en pleno éxtasis. Tenía los ojos cerrados, una sonrisa beatífica le iluminaba el rostro y había levantado las manos como si esperase atrapar unos cuantos rayos de la gracia celestial del Señor. Estaba entregándose en cuerpo y alma a cantar con el coro y la orquesta de rock de veinte músicos —también conocidos como el grupo de culto de la iglesia de Lakewood—, por no hablar de la inmensa y entusiasta congregación también involucrada en el ensordecedor acto de veneración moderna. Las letras de todas las canciones de culto de Lakewood —nadie las llamaba himnos porque no se pueden vender himnos en un CD a diez dólares en la tienda de la iglesia— desfilaban por una pantalla gigante encima de nuestras cabezas, pero a Ruth no le hacían falta. Se sabía las letras igual que yo me sé de corrido los derechos Miranda que hay que recitar a los detenidos.
Naturalmente, Ruth no estaba sola precisamente en su éxtasis. Hacia la parte anterior de la iglesia, a un par de filas del pastor y la barbie con biblia que era su esposa, una auténtica rosa de Alabama, parecía que todo el mundo había sido tocado por el mismísimo Espíritu Santo. La gente batía palmas y se tocaba el corazón, blandía el puño en el aire y gritaba «¡Aleluya!» como si acabara de ganar la lotería del estado de Texas o hubiera conseguido que llegara a la Casa Blanca el tercero de la saga Bush.
Todos menos yo, claro. Me sentaba cuando tenía la sensación de que iba a pasar inadvertido, y cuando permanecía de pie sonreía en plan comemierda cada vez que uno de mis enardecidos vecinos captaba mi mirada huidiza. Pero era la mirada de Ruth la que más deseaba evitar. Me senté e incliné la cabeza con la esperanza de que pareciera que estaba rezando.
Al notar que me clavaban un codo en el costado abrí los ojos de golpe y me encontré la mirada penetrante de Ruth; satisfecha de haber captado mi atención, me indicó con un cabeceo la pierna cruzada donde la funda tobillera con velcro en la que llevaba la Baby Glock 26 estaba ahora a la vista de todo el mundo.
Me encogí de hombros con gesto obediente y planté los pies en el suelo para que la Glock no se viera, pero ya era tarde; Ruth meneaba la cabeza. Me había juzgado y me había pillado en falta. Sobre todo teniendo en cuenta que la víspera había cometido una ofensa aún más inexcusable. Mientras veía el partido de los Celtics en la tele, Ruth había pasado el aspirador en mi estudio y había descubierto mi reserva minuciosamente organizada de libros prohibidos. No era una colección de pornografía selecta sino una pequeña biblioteca de autores del «nuevo ateísmo» que defendían que la religión no debería ser simplemente tolerada, sino abiertamente denunciada por medio de la argumentación racional como un fraude: escritores como Richard Dawkins, Daniel Dennett, Christopher Hitchens y el iconoclasta oriundo de Houston Philip Osborne. Ruth consideraba a esos escritores los cuatro jinetes del Apocalipsis.
—Cariño —dijo, blandiendo un ejemplar de Dios no es bueno, a mi modo de ver el mejor de todos mis libros de porno ateo—. Me parece increíble que estés leyendo esto. Creía que este era un hogar cristiano.
—Ruth, lo es. Compruebo el diezmo que deja mi cuenta bancaria a la iglesia de Lakewood todos los meses.
—No si estás leyendo libros de Richard Dawkins y de Christopher Hitchens.
—¿De verdad crees que leer un libro de Christopher Hitchens convierte a alguien en ateo? Leer la Biblia no convierte a nadie en cristiano. Hay muchos ateos que leen la Biblia.
A regañadientes, quité el sonido del partido para dedicarle toda mi atención, cosa que no me apetecía precisamente, porque los Celtics de Boston eran mi equipo, pero ahora no había manera de eludir la discusión. Ya no. Los dos sabíamos que la teníamos pendiente desde hacía tiempo.
Ruth suspiró.
—¿Y si Danny te pregunta sobre el ateísmo? Y sobre Charles Darwin. ¿Qué le vas a decir?
—Si quieres decirle que el creacionismo ofrece respuesta para todo, a mí me parece bien, es justo lo que le diremos. Creo que un niño necesita la religión mientras está creciendo. Bueno, a mí me vino bien.
—Y una vez adulto, ¿qué? ¿Hay que dejar de lado las tonterías infantiles?
—Mira, lo que yo piense no tiene importancia en comparación con lo que estoy preparado para defender de palabra, por el bien de la armonía familiar.
—¿Y si yo ya no estuviera? Si sufriera un accidente de tráfico y ya no estuviera, ¿qué pasaría entonces?
—En una situación así, ¿quién sabe cómo reaccionará nadie?
—¿Eso me estás diciendo?
—Estaba viendo la tele, ¿recuerdas? Eres tú la que ha empezado esta discusión absurda.
—¿Crees que es absurdo hablar del bienestar moral y la educación de nuestro hijo?
—Me parece que esta pelea no puede ganarla ninguno de los dos. Después de todo, tú no puedes demostrar que existe Dios y yo no puedo demostrar que no existe.
Por un momento dio la impresión de que Ruth intentaba tragar algo imposible de digerir, y me dio pena porque veía el dilema que tenía, que ambos teníamos. Mientras que antes nos habíamos amado por lo que teníamos en común, ahora empezaba a parecer que íbamos a tener que amarnos a pesar de nuestras diferencias. Mis padres habían logrado hacerlo muy bien. Igual por eso creía que la dificultad presente no era en absoluto insuperable.
Ruth dejó caer el libro de Hitchens en el sillón reclinable y salió de la sala de estar sin decir ni una palabra más, lo que ya me iba bien, porque los Celtics de Boston se habían puesto otra vez por delante en el marcador.
Pero luego, justo después de la misa del domingo, Ruth empezó otra vez dale que te pego.
—Vaya, qué bochorno he pasado —dijo.
—Lo siento.
—En realidad, no me refería a la pistola —continuó—. No, parecías estar a un millón de kilómetros de aquí. A eso me refiero. Antes íbamos a rendir culto como una familia y me bastaba con mirarte, Gil, para saber que lo hacías de corazón. Pero ahora no.
Tenía razón, claro. Y no hacía falta insultar su inteligencia negándolo. Percibí que se avecinaba otra pelea, por lo que era una suerte que Danny ya se hubiera dormido. Después de ciento cuarenta minutos en Lakewood, no se lo podía reprochar precisamente. Yo también tenía ganas de echar una buena siesta en una hamaca del Club Houstonian.
—Igual si no nos sentáramos tan cerca del altar, no resultaría tan evidente. Estaría más cómodo si nos sentásemos hacia el fondo.
—Me gusta estar delante —respondió—. Tengo la sensación de encontrarme más cerca de Dios.
—Creo que Dios también se fija en los asientos baratos, ¿no te parece?
—Igual deberíamos hablar con alguien.
—No creo que rezar cogidos de la mano con otro feligrés de Lakewood vaya a sernos de ayuda, Ruth.
—Pues muy bien. Quizá si rezáramos juntos por esto, Gil, solos tú y yo. Tal como rezábamos antes.
La última vez que rezamos juntos Ruth y yo fue cuando intentábamos tener un hijo. Fue idea de Ruth, no mía. Había sufrido un aborto espontáneo y luego estuvo tomando antidepresivos mucho tiempo. También tuvo dificultades para volver a quedarse embarazada de nuevo, y al final pensó que igual el Señor podía echarnos una mano. Fue eso lo que nos hizo empezar a ir a Lakewood. Íbamos a misa y rezábamos para que se quedara embarazada otra vez, aunque cuando digo que rezábamos para que se quedara embarazada no lo hacíamos solo en la iglesia, rezábamos en la cama también. Cada vez que hacíamos el amor le pedíamos al Señor que nos diera su bendición, y no hay nada más neurótico que algo así: la mezcla de sexo y oración más o menos se cargó nuestra vida sexual. Tener a Jesús en la cama con los dos me causó un problema de aúpa, y me vi obligado a tomar viagra en secreto, lo que probablemente fue la única razón de que acabara quedándose embarazada; pero, para Ruth, Danny fue el milagro que demostraba la existencia de Dios. Desde entonces habíamos sido bastante asiduos a Lakewood, que es más de lo que puedo decir sobre mi vida sexual.
—Desde luego, estoy dispuesto a darle una oportunidad a la oración —dije a regañadientes.
Ruth profirió un sonoro suspiro.
—¿Qué te empujó a leer esos libros, por cierto?
Me encogí de hombros y moví la cabeza, aunque lo sabía perfectamente. Había empezado a coquetear con el ateísmo hacía más de un año, en torno al mismo tiempo que había iniciado una aventura con cierta coordinadora de elaboración de perfiles en Washington D. C., donde me habían enviado en misión de servicio temporal. Ruth había preferido quedarse con Danny. La coordinadora de elaboración de perfiles se llamaba Nancy Graham y nos habíamos conocido después de un debate en la Universidad de Georgetown; el tema del debate era «Rezar no tiene sentido», y los dos antagonistas eran el periodista británico y antiteísta Peter Ekman (a favor de aquella idea) y el antiguo arzobispo de Canterbury, lord Mocatta (en contra). Ruth sabía lo de la coordinadora porque había cometido la estupidez de contárselo, y por esa misma razón no quería sacar a colación el tema de Washington y el servicio temporal.
Ruth nunca mencionaba a Nancy Graham, pero yo sabía que la aventura la había herido profundamente, y en vez de buscarse un abogado especialista en divorcios como podría haber hecho otra mujer, se había refugiado en su fe religiosa. La aventura había terminado, yo lamentaba profundamente lo ocurrido y Ruth dijo que me había perdonado, pero sabía que el dolor que le había causado mi aventura nunca andaba muy lejos de sus pensamientos.