Poirot : Historias cortas Vol. 3 - Agatha Christie - E-Book

Poirot : Historias cortas Vol. 3 E-Book

Agatha Christie

0,0

Beschreibung

Mi nombre es Hércules Poirot y soy, probablemente, el mejor detective del mundo", asegura el personaje emblemático de Agatha Christie. Para los ávidos lectores de novelas policiales este volumen reúne varios de las mejores historias breves protagonizadas por el egocéntrico investigador belga de grandes bigotes. En estos relatos, Poirot deberá sacar el mayor provecho de sus "células grises" para resolver la extraña desaparición de un famoso banquero, el señor Davenheim; para proteger dos magníficos diamantes gemelos, las estrellas del Este y del Oeste; para desenredar una trama de espionaje internacional que comienza con el alquiler de un piso sospechosamente barato y para desentrañar la repentina muerte de Paul Déroulard, un diputado francés.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 104

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



.

La desaparición del señor Davenheim

La aventura del piso barato

La caja de bombones

La aventura del Estrella del Oeste

.

La desaparición del señor Davenheim

.

Estábamos sentados alrededor de la mesa de té aguardando su llegada. Poirot terminaba de ubicar debidamente las tazas y platos que el ama de casa tenía la costumbre de arrojar más que colocar sobre la mesa. Le había sacado brillo a la tetera metálica puliéndola con su aliento y un pañuelo de seda. El agua estaba hirviendo y un pequeño recipiente esmaltado contenía chocolate espeso y dulce, más del gusto del paladar de Poirot que lo que él llamaba nuestro “veneno inglés”.

Se oyó llamar abajo con energía, y a los pocos minutos entró Japp.

—Espero no llegar tarde —dijo al saludarnos—. A decir verdad, estaba cambiando impresiones con Miller, el encargado del caso Davenheim.

Yo agucé el oído. Durante los tres últimos días los periódicos habían hablado de la extraña desaparición del señor Davenheim, el socio más antiguo del Davenheim y Salmon, los conocidos banqueros y financistas. El sábado anterior había salido de su casa y desde entonces nadie había vuelto a verlo. Esperaba poder pescar algún detalle interesante gracias a Japp.

—Yo hubiera dicho que hoy en día es casi imposible que alguien desaparezca —observé.

Poirot deslizó un plato de tostadas con mantequilla a un par de centímetros y dijo:

—Sea exacto, amigo mío. ¿Qué entiende usted por desaparecer? ¿A qué clase de desaparición se refiere?

—¿Es que las desapariciones están clasificadas y etiquetadas? —bromeé.

Japp también sonrió un instante, pero Poirot frunció el ceño.

—¡Pues claro que sí! Se dividen en tres categorías: primera y la más común, la desaparición voluntaria. Segunda; el conocido caso de pérdida de la memoria, del que tanto se ha abusado… raro, pero algunas veces auténtico. Y la tercera categoría, el crimen y haciendo desaparecer el cadáver con más o menos éxito. ¿Diría que las tres son imposibles de realizar?

—Diría que quizás lo sean. Es posible perder la memoria, pero alguien lo reconocería… especialmente en el caso de un hombre tan conocido como Davenheim. Por otra parte, los cadáveres no se esfuman en el aire y tarde o temprano aparecen, escondidos en sitios apartados o metidos en un baúl. El crimen se descubre del mismo modo, el empleado que se fuga con el dinero de la caja o el delincuente doméstico, hoy en día puede ser alcanzado por la radio y el teléfono… aunque se encuentren en un país extranjero; los puertos y estaciones están vigilados, y en cuanto a esconderse en este país, sus características y filiación serían conocidas por todo lector de periódicos. Es casi imposible escapar de la civilización.

—Mon ami —dijo Poirot—, comete usted un error. Usted no tiene en cuenta que el hombre que se haya decidido a deshacerse de otro… o de sí mismo en sentido figurado… puede ser una extraña máquina: el hombre de método. Con una inteligencia y talento únicos, y un cálculo preciso de todos los detalles necesarios. No veo por qué no podría burlar con éxito a la policía.

—Pero no a usted, supongo… —dijo Japp irónicamente, guiñándome un ojo—. No podrían engañarlo a usted, ¿eh, monsieur Poirot?

Poirot se esforzó por parecer humilde, pero no lo logró.

—¡A mí también! ¿Por qué no? Es cierto que yo resuelvo esos problemas con una ciencia exacta… con precisión matemática, lo cual es muy raro en la nueva generación de detectives.

El detective Japp sonrió.

—No lo sé —dijo—, Miller, el encargado de este caso, es un hombre muy listo. Puede usted estar seguro de que no pasará por alto ni una huella, ni la ceniza de un cigarro, o incluso una miga de pan. Tiene ojos que ven todo.

—Igual que los gorriones de Londres, mon ami —repuso Poirot—. Pero de todas formas no les pediría a los pobres pajaritos que resolvieran el asunto del señor Davenheim…

—Vamos, monsieur, no despreciará usted el valor de los detalles como pistas.

—De ninguna manera. Esas cosas son buenas hasta cierto punto. El peligro está en que darles más importancia de la debida. La mayoría de los detalles son insignificantes; sólo uno o dos son vitales. Es en el cerebro, en las pequeñas células grises —se golpeó la frente—, en lo que uno debe confiar. Los sentidos se equivocan. Hay que buscar la verdad dentro… no fuera.

—No me irá usted a decir, monsieur Poirot, que usted se comprometería a resolver un caso sin moverse de su silla, ¿verdad?

—Es exactamente lo que quiero decir… siempre y cuando me fueran expuestos los hechos. Me considero un consultor especialista.

Japp se golpeó la rodilla.

—Que me ahorquen si no tomo su palabra. Le apuesto cinco libras a que no puede ponerle la mano encima, o mejor dicho, indicar dónde puedo echársela yo, al señor Davenheim, vivo o muerto, antes de que termine la semana.

Poirot reflexionó unos instantes.

—Eh bien, mon ami. Acepto. Le sport es la pasión de ustedes los ingleses. Ahora… los hechos.

—El sábado pasado, como es su costumbre, el señor Davenheim tomó el tren de las doce cuarenta desde la estación Victoria a Chingside, donde se encuentra su residencia palaciega “Los Cedros”. Después de comer estuvo paseando por los alrededores de la propiedad, dando instrucciones a los jardineros. Todo el mundo está de acuerdo en que su ánimo era completamente normal, como de costumbre. Después del té, asomó la cabeza por la puerta de la habitación de su esposa, diciendo que iba hasta el pueblo para enviar algunas cartas por correo. Agregó que esperaba a un tal señor Lowen por asuntos de negocios y que si llegaba antes de que él hubiera regresado, debían llevarlo a su despacho y rogarle que esperara. Entonces el señor Davenheim salió de la casa por la puerta principal, caminó lentamente por la avenida, atravesó la verja y… no volvieron a verlo. A partir de aquel momento se esfumó por completo.

—Un problema bonito… encantador… precioso —murmuró Poirot—. Continúe, amigo mío.

—Aproximadamente un cuarto de hora más tarde, un hombre alto, moreno y de espeso bigote negro pulsó el timbre de “Los Cedros” y explicó que tenía una cita con el señor Davenheim. Dio el nombre de Lowen y según las instrucciones del banquero fue acompañado hasta el despacho. Transcurrió una hora y el señor Davenheim no regresó. Finalmente, el señor Lowen hizo sonar el timbre y explicó que no podía esperar más, ya que debía alcanzar el tren de regreso a la ciudad. La señora Davenheim se disculpó por el retraso de su esposo, incomprensible, puesto que sabía de su visita. El señor Lowen volvió a decir que lo lamentaba, y se marchó. Como todo el mundo sabe, el señor Davenheim jamás regresó. A primera hora de la mañana del domingo se dio aviso a la policía, que no ha conseguido poner ni un mínimo rayo de luz sobre este asunto. El señor Davenheim parece haberse desvanecido. No llegó a la oficina de correos, ni se lo vio pasar por el pueblo. En la estación aseguran que no tomó ningún tren, y su automóvil no ha salido del garaje. Si hubiera alquilado algún coche para encontrarse con alguien en algún lugar solitario, parece casi seguro que a estas horas, en vista de la enorme recompensa ofrecida por cualquier información, el chofer se hubiera presentado a decir lo que supiera. Es verdad que había unas carreras en Entfield, a cinco millas de distancia, y que si hubiera ido caminando a la estación hubiera pasado inadvertido entre la multitud. Pero desde entonces su fotografía y su descripción han aparecido en todos los periódicos, y nadie ha podido aportar noticias suyas. Claro que hemos recibido muchas cartas de todas partes de Inglaterra, pero hasta ahora todas las pistas han resultado falsas. Sin embargo, el lunes por la mañana surgió un descubrimiento sensacional. Detrás de un cuadro del despacho del señor Davenheim hay una caja fuerte que fue abierta y desvalijada. Las ventanas estaban cerradas por dentro, lo cual parece descartar la hipótesis de un ladrón ordinario, a menos, desde luego, que un cómplice que estuviera en la casa volviera a cerrar las ventanas luego. Por otro lado, como todos en la casa estaban sumidos en un caos, es probable que el robo se cometiera el sábado y no se descubriera hasta el lunes.

—Précisément! —replicó Poirot secamente—. Bien, ¿han arrestado a cet pauvre monsieur Lowen?

—Todavía no, pero está sometido a una estrecha vigilancia —respondió Japp.

—¿Qué se llevaron de la caja fuerte? —inquirió Poirot—. ¿Tiene usted alguna idea?

—Lo hemos averiguado a través del otro socio de la firma y de la señora Davenheim. Al parecer había allí una cantidad considerable de bonos al portador y una fuerte suma en billetes, debido a una importante transacción que acababa de efectuarse, y también una pequeña fortuna en joyas. Todas las joyas de la señora Davenheim se guardaban en la caja. Durante los últimos años la compra de joyas ha sido la pasión de su esposo, y no pasaba un mes sin que le regalara alguna piedra rara y valiosa.

—En conjunto, un buen bocado —dijo Poirot pensativo—. ¿Y qué me dice de Lowen? —agregó—. ¿Se sabe qué negocios tenía que tratar con Davenheim aquella noche?

—Pues, al parecer, los dos hombres no estaban en muy buenas relaciones. Lowen es un especulador menor. Sin embargo, pudo arrinconarlo un par de veces en el mercado, aunque parece que casi no se habían visto nunca. Un asunto concerniente a unas acciones sudamericanas fue lo que indujo al banquero a citarlo.

—Entonces, ¿Davenheim tenía intereses en Sudamérica?

—Creo que sí. La señora Davenheim mencionó casualmente que había pasado el último otoño en Buenos Aires.

—¿Algún contratiempo en su vida familiar? ¿Se llevaba bien con su esposo?

—Yo diría que su vida familiar era completamente normal. La señora Davenheim es una mujer agradable y poco inteligente. Creo que un cero a la izquierda.

—Entonces no debemos buscar allí la solución a este misterio. ¿Tenía enemigos?

—Tenía muchos rivales financieros, y no dudo que hay muchas personas a quienes ha favorecido y que sin embargo no le desean el menor bien. Pero no hay ninguna capaz de deshacerse de él… y si lo hubieran hecho, ¿dónde está el cadáver?

—Exacto. Como dice Hastings, los cadáveres tienen la costumbre de salir a flote con fatal persistencia.

—A propósito, uno de los jardineros nos dijo que vio a una persona que rodeaba la casa en dirección al rosedal. El gran ventanal del despacho da al rosedal… y el señor Davenheim entraba y salía de la casa por allí con mucha frecuencia. Pero el hombre estaba muy lejos, trabajando en unos cultivos de pepinos y ni siquiera sabe si era Davenheim o no. Tampoco puede precisar la hora con exactitud. Debió de ser antes de las seis, ya que los jardineros terminan de trabajar a esa hora.

—¿Y el señor Davenheim salió de la casa…?

—A eso de las cinco y media, más o menos.

—¿Qué hay detrás del rosedal?

—Un lago.

—¿Con casita para guardar embarcaciones?

—Sí, en ella se guardan un par de canoas. Supongo que está usted pensando en la posibilidad de un suicidio, monsieur Poirot. Bien, no me importa decirle que Miller irá allí mañana expresamente para ver cómo dragan el lago. ¡Ése tipo de hombre es Miller!

Poirot giró hacia mí sonriendo.

—Hastings, le ruego me entregue ese ejemplar del Daily Megaphone. Si mal no recuerdo, tiene una fotografía muy buena del desaparecido.

Me levanté para entregarle el periódico. Poirot estudió el retrato con suma atención durante un buen rato.

—¡Hum! —murmuró—. Lleva el cabello bastante largo y ondulado, un gran bigote y barba puntiaguda, y sus cejas son muy pobladas. ¿Tiene los ojos oscuros?

—Sí.

—¿Y sus cabellos empiezan a encanecer, al igual que su barba?

El detective asintió.

—Bien, monsieur Poirot, ¿qué tiene que decir a todo esto? Está claro como la luz del día, ¿no?

—Al contrario, muy oscuro.

El hombre de Scotland Yard pareció satisfecho.

—Lo cual me da grandes esperanzas de poder resolverlo —concluyó Poirot plácidamente.

—¿Eh?

—Cuando un caso se presenta oscuro es una buena señal. Cuando las cosas están claras como el día… eh bien, ¡desconfíe! ¡Alguien las ha dispuesto de esa manera!

Japp negó con la cabeza casi con lástima.

—Bueno, cada uno con sus gustos. Pero no es malo ver el camino despejado.

—Yo no miro —murmuró Poirot—. Cierro los ojos… y pienso.

Japp suspiró.

—Bien, tiene una semana para pensar.

—¿Y me traerá usted cualquier novedad… por ejemplo… el resultado de los trabajos del empeñoso inspector Miller, ojos de lince?

—Por supuesto, eso está en el trato.

—Es una vergüenza, ¿no le parece? —preguntó Japp cuando lo acompañé a la puerta—. ¡Cómo robarle a un niño!

No pude menos que asentir y todavía llevaba una sonrisa en mis labios cuando volví a entrar en la habitación.

—Eh bien! —dijo Poirot en el acto—. Usted se está burlando de papá Poirot, ¿no es cierto? —me amenazó con el dedo—. ¿No confía en sus células grises? ¡Ah, no nos confundamos! Discutamos este pequeño problema… todavía incompleto, lo admito, pero que ya muestra uno o dos puntos interesantes.