Por un juramento - Marion Lennox - E-Book
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Por un juramento E-Book

MARION LENNOX

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Beschreibung

La doctora Tessa Westcott irrumpió en la vida de Mike Llewellyn como un torbellino. Llevaba zapatos de tacón de aguja, decía exactamente lo que pensaba y puso su ordenado mundo patas arriba. No podía durar. Estaría allí sólo hasta que su abuelo se recuperase y no tendría por qué quedarse más de lo necesario. Pero Mike tenía que admitir que le alegraba la vida. ¿Cómo podía convencerla de que lo que ella necesitaba realmente era su amor?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Marion Lennox

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Por un juramento, n.º 1116 - mayo 2020

Título original: Bachelor Cure

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-096-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

MIKE Llewellyn se apartó los rizos oscuros de los ojos y miró a su alrededor con desesperación. Las montañas donde vivía siempre le habían parecido sus amigas y Dios sabía que necesitaba amigos en ese momento. Los delgados hombros le temblaron y apretó las manos, convirtiéndolas en puños indefensos.

Dieciséis años eran pocos años para tener que enfrentarse a algo así. El doctor había llegado, pero Mike sabía en el fondo de su corazón que era demasiado tarde. Sus palabras se le repetían una y otra vez en la mente.

«Tendrías que haberme llamado antes, niño estúpido. ¿No te das cuenta de que tu madre se está muriendo?»

Sí. Lo sabía, y la acusación era injusta. Había llamado una y otra vez, pero la mujer del doctor no le había servido de gran ayuda.

«Ha salido. Es todo lo que sé. No me preguntes dónde está. No está, punto.»

Después de decenas de llamadas desesperadas, todo el distrito había comenzado a buscar, pero los vecinos sabían lo que estaría haciendo el doctor. Seguro que estaba con una mujer que no era su esposa, y seguro que estaba borracho. El único médico del valle no tenía intención de que lo encontraran.

Finalmente, el doctor había llegado lleno de borracha fanfarronería, diciendo que había tenido la radio encendida todo el tiempo y nadie lo había llamado.

¡Mentiroso!

«¡Es un mentiroso!», le dijo Mike a las montañas y lágrimas de frustración y furia le velaron los ojos.

En ese momento se hizo una promesa silenciosa.

Fue un juramento hecho a las montañas nada más, pero estaba decidido a cumplirlo durante el resto de su vida.

«Seré médico», juró. «Seré el mejor doctor que pueda y volveré aquí a trabajar. Y eso es lo que haré. Ninguna mujer interferirá jamás con mi trabajo. Nadie volverá a morir de esta manera en este sitio, si yo puedo evitarlo, pase lo que pase ahora.»

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HABÍA una chica con zapatos de tacón de aguja en el suelo del granero de Henry Wescott. Mejor dicho, estaba echada bajo la cerda de Henry Wescott.

Mike se había encontrado con el coche de la policía en la tranquera.

–Hay alguien merodeando en la granja de Henry –le había dicho el sargento secamente–. Jacob vio la luz desde su casa. ¿Quieres apoyarnos, servir de refuerzo?

Lo cierto era que no quería. Jacob era un tonto fanático de las armas y la sola idea de hacer causa común con él le revolvía el estómago. Sin embargo, el sargento Morris era el único policía del distrito y muchas veces había ayudado a Mike en el pasado. Entrar en una granja abandonada en busca de ladrones era arriesgado y aunque Jacob tenía aspecto de duro, si surgía algún peligro serio, saldría corriendo.

Así que había ido, dejando a Strop al cuidado de su adorado Aston Martin. Pero…

Esperaban encontrarse ladrones, o incluso al mismo Henry, pero ciertamente que no se esperaban eso.

La chica estaba echada en la paja con el brazo metido hasta el codo en la cerda. Era joven, por su aspecto tendría alrededor de veinte años, era de complexión pequeña y de aspecto apasionado.

¿Apasionado?

Sí. Decididamente apasionada. Era prácticamente toda roja. Llevaba una diminuta y ajustada falda escarlata. Las esbeltas piernas estiradas detrás de ella en la paja estaban enfundadas en medias de color carne con una costura roja y llevaba zapatos de aguja rojos. Llevaba una blusa blanca, pero sus llameantes rizos le caían por los hombros y se la cubrían casi totalmente, así que lo que más se veía era piernas y rojo.

Mike no podía verle la cara. La tenía apoyada contra la paja y el resto de ella estaba escondida por el animal. ¿Qué diablos…?

–De acuerdo. La tengo cubierta. Levántese despacio y luego levante las manos por encima de los hombros.

Contrariamente a Mike y el sargento Morris, Jacob sabía perfectamente qué hacer porque lo había visto en la tele. Iba con la idea de encontrar criminales y no cambiaría de opinión tan fácilmente.

–Cuidado –le había dicho el sargento antes de abrir de golpe la puerta del granero–. Puede que estén armados –así es que Jacob estaba preparado.

–Ni se te ocurra sacar un arma –ladró, agitando su rifle en dirección de la cerda y los increíbles zapatos rojos–. Arroja el revólver.

–Jacob –dijo Mike débilmente–. Cállate.

Fue el primero en moverse. La chica había estado usando una lámpara de queroseno para iluminarse, pero el sargento Morris tenía una poderosa linterna con la que inundaba todo el granero de luz.

Ella miraba hacia el otro lado. Mike se acercó y se puso en cuclillas a su lado para verla mejor. Tenía una cara hermosa, con fantástica piel blanca, enormes ojos verdes y una raya de carmín del mismo color de esos ridículos zapatos. Y estaba contorsionada por el dolor.

Junto a ella, un cubo de agua jabonosa que indicaba lo que estaba haciendo. ¡Ay! Mike hizo una mueca de dolor. Pobrecita.

Mike había ido a la granja esa noche porque Henry Wescott había desaparecido, probablemente había muerto. Sabía lo mucho que Henry quería a su cerda Doris y lo menos que podía hacer por el pobre viejo era ir a ver cómo se encontraba el animal. Había visitado a Doris la noche anterior y sabía que le faltaba poco.

Así que los cochinillos estaban en camino, por así decirlo. Volvió a hacer una mueca de dolor. Levantó el cubo y vertió suavemente agua jabonosa sobre el brazo de la chica mientras ella metía la mano en la vagina del animal.

Ella emitió un gruñido que pareció de gratitud. Sacó el brazo unos centímetros para recibir un poco más de lubricación y lo volvió a meter inmediatamente. El cuerpo del cerdo se movió y la chica lanzó un sollozo de dolor.

¡Infiernos!

No fue necesario que le dijera lo que sucedía. El vientre de la cerda estaba tan hinchado, que tenía que haber más de media docena de cochinillos intentando salir. Pero algo obstruía el canal. La chica lo trataba de despejar y no era raro que estuviera sufriendo. Cada vez que la cerda tenía una contracción, unos poderosos músculos le apretujaban a ella el brazo con una fuerza insoportable.

Pero no le importaba. Lo único que le interesaba en ese momento era la cerda. Sufría tremendo dolor y seguro que oía las amenazas de Jacob, pero se concentraba en una sola cosa: despejar el paso a los cerditos.

No había nada que Mike pudiese hacer para ayudarla. Desde luego que no había espacio para que los dos metiesen el brazo.

–Dime lo que pasa –le dijo con urgencia, con la cara casi tocando la de la chica–. ¿Cuál es el problema?

–Hay un cerdito encajado…

La voz iba perfectamente con su cara. Estaba exhausta y llena de dolor, pero era dulce y armoniosa y… ¡fantástica!

–¿Lo sientes?

A Doris le sobrevino una contracción y su enorme cuerpo se puso tenso, sacudiendo a la chica de costado.

–No puedes hacer esto –dijo él salvajemente y la tomó de los hombros para sacarle el brazo. ¡Diablos, le rompería el hueso!

–No, no. Siento una pezuña. ¡Déjame! –dijo ella, hundiendo el brazo más–. Más agua –pidió, casi sin aliento.

Mike le echó más agua y agarró la pastilla de jabón para pasársela por la entrada de la vagina. Si tuviera tiempo… tenía lubricantes en el coche…

–Ya lo tengo –susurró ella–. Uno, dos, tres… no me lo arruines ahora. Tengo cuatro pezuñas. Por favor, Doris, no tengas contracción un minuto y déjame que empuje.

–¿Qué…?

–Hay cuatro pezuñas intentando pasar a la vez y la cabeza está hacia atrás. Está atorado como un corcho. Tengo que empujar…

Otra contracción le sacudió el brazo, haciendo que Tess se moviese por entero. ¡Era tan pequeña!

Había que ser pequeña para lograrlo. Ningún hombre podía meter el brazo de esa forma dentro de una cerda. Vacas sí, pero cerdas, imposible.

–Acerca la luz –ordenó Mike, sin quitarle los ojos de encima a la cara de la chica. En ella se reflejaba un terrible dolor, pero también una decisión tan grande como la copa de un pino–. Jacob, vete a traer mi maletín del coche.

–¿Qué pasa? –le costó bastante darse cuenta de que estaban en medio de un parto, en vez de un acto criminal. Parecía totalmente asombrado.

–Estamos teniendo cerditos –dijo Mike en la quietud–. Al menos, espero que así sea.

Bajó las manos y las apoyó en los hombros de la chica sujetándola firmemente, de modo que ella se pudiese mover a voluntad, pero a la vez dándole el apoyo que necesitaba para que las contracciones de la cerda no la sacudiesen.

Intentaba hacerle sentir que no estaba sola. Era todo lo que podía hacer, pero no era suficiente. Se sintió totalmente indefenso ante su dolor.

¿Quién diablos era?

Sentía el esfuerzo que ella hacía. Cada vez que una contracción remitía, ella hacía todos los esfuerzos posibles para empujar el cochinillo, tratando de enderezarlo para que pudiese pasar por el canal. Y durante la contracción se concentraba en sujetar al animalillo para que sus esfuerzos no fuesen en vano. Mike sentía como todo su cuerpo estaba tenso por el esfuerzo.

Debía de saber algo de obstetricia. La única forma de sacar al cerdito de donde estaba firmemente atrancado era empujarlo hacia atrás y girarlo.

¿Era veterinaria? ¿Con esos tacones de aguja?

Y luego sintió al cerdito ceder. Un movimiento minúsculo, pero sintió que el cuerpo de la chica se sacudía adelante y ella inspiró con dificultad y lanzó un suspiro de puro alivio.

–Gira, diablos, gira –murmuró, girando su propio cuerpo–. Por favor…

El hombro se le torció y la cara se le contrajo de dolor. La raya de carmín en su blanco rostro parecía casi surrealista.

Y luego se le torció el hombro aún más. Lanzó un gruñido de sorpresa y dolor. El cuerpo de la cerda se contrajo en una enorme masa de músculo y el brazo de la chica se deslizó hacia fuera. En la mano sujetaba un cerdito muerto.

El animalito cayó en la paja. La chica lo hizo a un lado como si no tuviera importancia, porque en realidad no la tenía, y sumergiendo la mano en agua jabonosa, volvió a meterla, pero no fue necesario.

La contracción no se relajó. Aumentó más y más y los poderosos músculos empujaron a otro cerdito que cayó en la paja. Ése estaba vivo.

Lo siguió otro.

Fue como sacar un corcho de una botella de champán. El exhausto cuerpo de Doris utilizó toda la energía que le quedaba y, minutos más tarde, la chica estaba en medio de una masa movediza de cerditos.

Cinco. Seis. Siete. Ocho cochinillos vivos.

Mike estaba tan aturdido que apenas si podía contar, pero en cuanto la enorme cerda terminó de expulsar al último cerdito, se dio la vuelta para mirarlos.

La chica miró a la cerda y sonrió ampliamente. ¡Cielos, qué sonrisa! Intentó levantar uno de los cerditos para mostrárselo, pero el brazo no le respondió. Emitió un gemido de dolor y el cerdito volvió a caer en la paja.

Mike la observó un momento y luego tomó las riendas del tema. Al menos en eso sí que podía ayudar. Levantó a cada uno de los cerditos por turno para echarlos en la paja, bajo la mirada de su madre.

Entonces, el policía reaccionó y, apoyando la linterna en una bala de heno, comenzó a encargarse de los animalillos, lo que dejó a Mike libre para que se concentrara en la joven.

Estaba exhausta. Al haber acabado su tarea, se derrumbó. Se recostó en la paja y se sujetó el brazo como si se le fuese a caer. Tenía la cara blanca como el papel, el lápiz de labios corrido y el brillo de las lágrimas en esos ojos fantásticos.

Jacob entró a la carrera en el granero con el maletín de Mike y blandiendo la escopeta.

–Ya lo tengo, ya lo tengo –les dijo y se detuvo de golpe a unos centímetros de Mike, que levantó una mano para agarrar la escopeta primero y luego el maletín.

–Estupendo, Jacob –dijo con calma. Levantó al cerdito muerto y se lo entregó–. Ahora, vete a enterrar esto antes de que Doris se crea que está vivo y comience a protegerlo.

–Aún no sabemos por qué ella está aquí y quieres que entierre esto, ¿por qué?

–Porque está muerto, Jacob.

–Oh, sí –dijo Jacob, y se quedó mirando el maltrecho cuerpecito en sus manos–. De acuerdo –miró al policía– ¿No me necesitas más? Para ella, quiero decir.

–Creo que podemos apañarnos solos –le respondió el sargento con sequedad. Luego, cuando Jacob se inclinó para recuperar su escopeta, el policía sacudió la cabeza–. No, Jacob. Deja la escopeta aquí. No la necesitas.

Mientras Jacob se alejaba con el infortunado cerdito hacia la puerta, la chica se sentó y miró alrededor. Tenía las manos ensangrentadas después del múltiple parto. Su aspecto era joven y vulnerable.

Usó un solo brazo para incorporarse y con él se abrazó el otro y se lo sujetó junto al pecho.

–Déjame ver –dijo Mike suavemente y se puso en cuclillas frente a ella, tocándole ligeramente el brazo. Ella hizo un gesto de dolor y lo retiró mientras el gesto de dolor se intensificaba.

–No. Necesito… necesito…

–A que lo que quiere es drogas –dijo Jacob antes de salir con el animalillo muerto–. Apuesto a que por eso está aquí, Doc. Las mujeres normales no llevan tacones como esos. Seguro que está en la droga.

–¡Drogas! –el hombro le volvió a doler. Mike se dio cuenta por su cara. Estaba sucia, ensangrentada y dolorida y tan exhausta que apenas si podía hablar y …

Con su mano buena ella se enderezó la falda en un fútil intento de recuperar su dignidad y les echó una mirada furibunda. La emoción que la dominaba era de rabia. Mike observó cómo la recorría, reemplazando el dolor. Ella se puso de pie y se enfrentó a los dos hombres desconocidos sin un ápice de miedo. Estaba demasiado enfadada como para tener miedo y… era realmente hermosa.

–¿Quién eres? –preguntó él con amabilidad, pero ésa fue la última gota.

–¿Que quién soy? ¿Quiénes sois vosotros? –exigió– ¿Quién diablos sois vosotros? Estáis en la propiedad de mi abuelo. ¿Qué os da a vosotros el derecho a preguntar quién soy yo? ¿A hablar de drogas? ¿Qué os da el derecho a venir aquí con armas?

Y, de repente, fue demasiado. Los hombros de la chica se habían sacudido cuando ella se enderezó. Mike vio reflejado en sus ojos que el dolor era terriblemente fuerte. Tan fuerte, que ella no lo podía soportar.

Ella tragó aire audiblemente y se hubiera caído de no ser por Mike, que la sujetó por el brazo bueno e impidió que ella se cayese, haciéndola sentarse luego en uno de los fardos de heno.

–Tranquila –le dijo suavemente y como siempre, su voz resultó increíblemente tranquilizadora. Los lugareños decían que lo que mejor se le daba eran los niños y los perros, y tenían razón. La voz de Mike inspiraba confianza–. Tranquila –repitió–, no te haremos daño.

–¿Dónde… dónde está mi abuelo?

–Lo hemos estado buscando –dijo, y se arrodilló frente a ella, tomándola de la mano a pesar de la sangre. Tenía las manos fuertes y cálidas y le estrecharon los dedos como si supiera lo asustada que estaba bajo esa fachada de agresividad. Era un gesto de cariño y fuerza que había usado muchas veces antes, y el cuerpo de la chica se relajó apenas un poco. Él se dio cuenta de ello y esbozó su sonrisa tranquilizadora, una sonrisa que era capaz de conquistar a una serpiente de cascabel.

–Soy el doctor de la comarca –le dijo–. Deja que te mire el brazo. Déjame ayudarte.

–No es nada.

Él hizo caso omiso a su protesta. La chica no estaba en condiciones de hablar coherentemente, y mucho menos, pensar. Le miró la cara rogándole permiso con los ojos mientras llevaba sus manos al primer botón de la blusa.

–¿Me permites ver? –preguntó, y al no obtener respuesta, le desabrochó el cuello y retiró la prenda para descubrir el hombro. Lanzó un silbido inaudible. No era extraño que tuviese dolor–. Te has dislocado el hombro.

–Déjalo.

–No te asustes –le dijo, tomándola de la mano nuevamente con tanta delicadeza que no le dañó el hombro–. Estamos aquí para ayudarte. Yo soy Mike Llewellyn, el único médico de Bellanor. Detrás de mí se halla el sargento Ted Morris y Jacob, el tipo que está enterrando el cerdito, es el vecino de tu abuelo. Es el dueño de la granja de al lado. Llevamos cuatro días buscando a tu abuelo, desde que desapareció.

–Pero… –la chica parecía estar desesperada por entender lo que decía sin éxito. En lo único en que podía pensar era en el dolor.

–Las explicaciones pueden esperar –dijo Mike con firmeza. Le tomó el brazo por la muñeca y le colocó suavemente el brazo cruzado sobre el pecho como si tuviese un cabestrillo–. Puedo llevarte a la consulta y manipular esto con anestesia, pero si confías en mí, puedo volverte a colocar el hombro ahora. Te dolerá, pero también lo hará viajar por caminos llenos de baches para llevarte hasta la ciudad. Te puedo dar un poco de morfina, pero creo que lo mejor que se puede hacer es intentar colocarlo rápidamente. ¿Intentarás relajarte y ver qué es lo que puedo hacer?

–¿Eres… de veras eres médico?

–Soy médico de verdad –le sonrió, con los ojos azules dulces y tranquilizadores, recurriendo a su mejor actitud profesional con los pacientes–. El sargento lo puede corroborar. Incluso tengo un certificado por algún lado para demostrarlo.

–¿Y… y sabes cómo volver a poner esto?

–He colocado hombros dislocados antes.

La joven lo miró con duda en los ojos. Él no llevaba bata blanca ni estetoscopio. Vestía vaqueros y un jersey de lana. Tenía el cabello negro y rizado y le hubiera ido bien un corte de pelo, y el rostro bronceado y las arrugas alrededor de sus ojos indicaban que pasaba mucho tiempo al aire libre.

No tenía ni pizca de aspecto de médico.

Pero sus penetrantes ojos azules y la sonrisa de su ancha y bronceada cara le indicaron que se podía entregar a sus manos con tranquilidad.

La chica suspiró y asintió con la cabeza, cerrando los ojos y forzándose a relajarse. Esperó a que llegase el dolor…

Él la miró con sorpresa. ¿Le habría ocurrido antes, entonces? Parecía que sabía lo que iba a suceder.

No valía la pena retrasar el momento, así que le levantó la muñeca y le flexionó el codo hasta un poco más de los noventa grados. Luego, lenta y firmemente, hizo rotar el brazo abajo y atrás, con tanta firmeza que la chica lanzó un sollozo de dolor.

Y luego, milagrosamente, se acabó. El hombro se colocó con un chasquido.

Silencio.

La chica inspiró profundamente dos veces. Tres. Cuatro. Y luego, abrió los ojos a un mundo sin dolor.

Los ojos verdes se contrajeron cuando esbozó una sonrisa de absoluto alivio.

–Gracias.

No necesitaba nada más. No había necesidad de cerciorarse de su trabajo. Bastaba con ver cómo el terrible dolor había desaparecido de sus ojos. Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. ¡Y qué sonrisa!

–Bien hecho. No te muevas todavía. Tómate tu tiempo. No hay prisa.

No había prisa…

La sonrisa de la chica desapareció y ella miró a su alrededor como si lo viera por primera vez. Doris estaba echada, exhausta, en la paja. Junto a ella, los cerditos hacían los primeros intentos de comenzar a mamar.

Alguien tenía que romper el silencio, y finalmente fue el sargento quien lo hizo.

–Ahora, jovencita, ¿qué tal si nos dices quién…?

Mike le puso una mano en el brazo, sacudió la cabeza y lo silenció con una dura mirada.

–No. Las preguntas pueden esperar, Ted. Está agotada. Es la nieta de Henry. Eso es todo lo que necesitamos saber.

–¿Eres la chica que llamó desde los Estados Unidos a principios de la semana? –preguntó el policía.

–Sí. Soy… soy Tessa Wescott. Llegué en avión esta tarde, alquilé un coche y me vine directamente aquí.

–No necesitamos saber más –dijo Mike con firmeza y Tessa lo miró.

Lo que vio pareció tranquilizarla. El rostro de Mike tenía fuertes huesos y una amplia boca, con una firme barbilla que inspiraba confianza. Había señales de fatiga alrededor de sus profundos ojos azules, que no impedían que éstos resultaran amables y cálidos. Cuando él se pasó la mano por el revuelto cabello y sonrió, la sensación de confianza se intensificó.

–Si Henry Wescott es tu abuelo, ¿cómo es que no te hemos oído nombrar antes?

La voz, como un ladrido, provenía de Jacob, que volvía al granero a buscar una pala.

–Basta, Jacob. ¿No ves que la hemos asustado? Está herida y ahora no es momento de hacer un interrogatorio.

La radio que el policía llevaba colgada del cinturón emitió unos sonidos y el sargento la agarró, habló brevemente y luego suspiró.

–Tengo que irme –les dijo–. Las vacas de los Murchison se han escapado otra vez y hay que quitarlas del camino antes de que alguien resulte herido –miró a Tess–. Sabía que Henry tenía una nieta en los Estados Unidos y no puedes negar que tienes su cabello. Tenemos que hablar, pero quizás…