Princesa de repente - Julia London - E-Book
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Princesa de repente E-Book

Julia London

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Beschreibung

HQN 268 Había descubierto su secreto. Ahora empezaban de verdad los problemas… Tras un luto de cuatro años, y de convertir la revista de su difunto marido en la publicación de moda y chismorreos más picante de la alta sociedad, Hollis se sentía como si su vida se hubiera quedado vacía. ¿Qué iba a hacer una viuda joven de buena reputación? Pues husmear en un supuesto golpe de estado… con la ayuda de un caballero galante y misterioso que podría ser el malo de la historia. Marek Brendan estaba investigando unos terribles rumores de una alta traición que amenazaba a su país, Wesloria, aunque debía proceder con mucha cautela. Nadie podía descubrir la verdad. Después de todo, ¿quién iba a creer que él era el heredero perdido de la Corona? Solo Hollis Honeycutt parecía saber más de lo que dejaba entrever, y lo peor de todo era que no podía resistirse a sus encantos. Pero ni siquiera la amenaza de una traición que ponía en peligro un trono y todo un país era tan peligrosa como una preciosa viuda que tenía la determinación de descubrir la verdad y encontrar a su propio príncipe. Encantador, ingenioso y cálido. Un romance histórico perfecto. —Sarah Morgan

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

2020, Dinah Dinwiddie

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Princesa de repente, n.º 268 - enero 2023

Título original: A Princess by Christmas

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411414968

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Londres, Inglaterra

1847

 

En el día de ayer arribaron al puerto de Londres tres barcos con la bandera verde y azul de Alucia. A bordo llegaba la delegación oficial que participará en la cumbre de paz entre Wesloria y Alucia, que se celebrará en nombre de Su Majestad, la reina Victoria. Hay grandes expectativas, y la esperanza de que las dos naciones vecinas puedan alcanzar, por fin, un acuerdo de paz.

Su Majestad dará la bienvenida a los dignatarios en el St. James Palace. La recepción marcará el comienzo oficial de las negociaciones.

La firma de un acuerdo de paz entre las dos naciones es un objetivo loable, por supuesto, pero ¿es algo factible para dos países que llevan luchando durante generaciones por las mismas tierras? ¿Podría darse el caso de que la ruptura familiar que divide a las dos naciones sea tan definitiva que no tenga solución? En el momento de escribir estas líneas, corren rumores de que existen peligrosas conspiraciones. Por supuesto, tenemos el firme propósito de mantener informados a nuestros lectores de los posibles acontecimientos.

Señoras, la Navidad se acerca, así que es el momento de encargar trajes nuevos para nuestros maridos e hijos, de modo que tengan la ropa preparada antes del Año Nuevo. Taylor and Sons, de Savile Row, acepta encargos en estos momentos.

 

Revista Honeycutt de moda y hogar para damas

 

 

La viuda Hollis Honeycutt esperaba con irritación a las puertas del St. James Palace. Para empezar, estaba en medio de un grupo de caballeros que hablaban en voz muy alta y en diferentes idiomas, sin preocuparse de las otras conversaciones que pudieran tener lugar a su alrededor. A una mujer apasionada, de cierta edad, que echaba de menos a su difunto marido, tal vez le hubiera resultado embriagadora la mezcla de olores de tabaco y cítricos que desprendían algunos de aquellos hombres privilegiados, pero a Hollis no le gustaba que su masculinidad presionara su feminidad. No dejaban de darle empujones y pedirle disculpas.

Le sacaba de quicio tener que hacer cola para tomar el té con su propia hermana. No era culpa suya que Eliza Tricklebank, antigua residente de la modesta Bedford Square de Londres, se hubiera convertido en duquesa de Tannymeade y futura reina de Alucia por su matrimonio con el príncipe heredero, y, por lo tanto, fuera la invitada de la reina Victoria. Eliza seguía siendo su hermana, y no era justo que ella tuviera que esperar como una mendiga a las puertas del palacio para poder verla.

Y todavía estaba enfadada por su encuentro de aquel día con el odioso y condescendiente señor Shoreham, que la había despachado sin miramientos. Por desgracia, no era la primera vez que la trataban así, ya que llevaba semanas manteniendo una disputa filosófica con los caballeros de la Biblioteca de Londres.

Donovan, su criado, estaba a su lado, observando con los ojos a medio cerrar los movimientos de los caballeros a medida que el grupo avanzaba lentamente hacia la garita de la entrada. Él era el único hombre de su vida a quien no le importaba lo mucho que ella pudiera charlar… Bueno, aparte de su padre, por supuesto. Y de lord Beckett Hawke, su amigo. A Beck no le importaba, aunque tampoco escuchaba una palabra. Donovan siempre la escuchaba con suma paciencia y, si ella se lo pedía, él le daba su opinión. Algunas veces, se la daba aunque ella no se la pidiera. Cosa que hizo en aquel momento. Dijo:

—Si me permite que se lo diga, uno de los problemas que tenemos aquí es que es usted muy obstinada. Hemos notado ese rasgo de personalidad más veces en usted, ¿verdad?

Ella chasqueó la lengua.

—Reconozco que, algunas veces, puede que sufra de terquedad, pero esta vez tengo razón.

Donovan se echó a reír. La cola siguió avanzando. Él posó la mano en su espalda y la empujó suavemente hacia delante.

Hollis no veía nada por encima de las cabezas de los caballeros que los precedían, así que miró a su alrededor. Se fijó en un hombre que estaba solo. Era alto y tenía el pelo demasiado largo. Llevaba abrigo y tenía los hombros muy anchos, tanto, que casi parecía imposible. Ella se preguntó, distraídamente, si debajo del abrigo serían tan anchos. Tenía la cabeza ladeada, con una postura extraña, y parecía un poco confuso, como si estuviera perdido en una tierra extraña. Lógico; la cola para entrar a palacio a tomar el té era larguísima, y no parecía que los guardias supieran lo que estaban haciendo.

¿Por qué había tanta gente invitada a tomar el té? Según tenía entendido, el propósito era propiciar un clima conciliador y favorable para las negociaciones de paz entre Alucia y Wesloria, que comenzarían el lunes. Había invitados de las dos naciones al evento, pero ¿de verdad era necesario invitar a tantos para crear buen ambiente?

El hombre confuso se movió y se colocó detrás de otros caballeros, y ella lo perdió de vista.

Se giró hacia Donovan.

—Tenías que haber visto lo petulante que fue el señor Shoreham. Está completamente seguro de su lugar en el mundo y cree que es más inteligente solo porque es hombre. Es una de las personas más despreciativas y ridículas de Londres.

—Pues eso es mucho, ¿no? En Londres hay muchas personas estúpidas —comentó Donovan. Se colocó delante de la garita y le entregó la invitación a uno de los guardias. El guardia entró en la caseta—. ¿Podría recordarme qué fue lo que le llamó, por favor? —preguntó Donovan. Pero, antes de que ella pudiera responder, él se inclinó hacia otro guardia y le dijo—: Yo no haría esperar más a la señora Honeycutt, muchacho. Es la hermana de la duquesa de Tannymeade.

—Calma —respondió el guardia, malhumoradamente.

Donovan miró a Hollis.

—Ah, ya me acuerdo. Charlatán, ¿no?

Hollis sintió remordimientos por aquello.

—Bueno, pero no grité, ni nada por el estilo. Simplemente, hice una afirmación objetiva.

Un grupo de tres hombres los empujaron al entrar por la puerta. Donovan la desplazó un poco hacia un lado.

—Pero bueno —dijo Hollis, colocándose bien el sombrero—. ¿Crees que tienen miedo de que se enfríe el té?

—O de que la reina no haya encargado pasteles suficientes. Quédese aquí. Voy a ver por qué tarda tanto el guardia.

Se acercó a la garita, pero otro grupo de hombres que habían recibido el visto bueno para entrar a palacio atravesó la puerta y, para evitar que la pisotearan, Hollis se apartó. Sin embargo, pisó el borde de la acera y se tambaleó. Tuvo la sensación de que se topaba con una especie de pared, pero no fue así. Un par de manos la sujetó y, al darse la vuelta, ella se dio cuenta de que era el hombre confuso, que acababa de evitar que se cayera.

Sin embargo, ya no parecía confuso, sino ligeramente preocupado. La miró como si quisiera cerciorarse de que no estaba herida. Ella se dio cuenta de que se le había escapado un mechón grueso de pelo castaño y le colgaba por delante de la frente. Tenía la piel más oscura que la de un británico, y los ojos castaños, muy brillantes. Hollis se quedó tan sorprendida de que hubiera sido él quien la sujetara, que no pudo decir nada.

Sin embargo, él no necesitaba que hablara, claramente. Asintió con amabilidad, la rodeó y se dirigió a la garita. Le entregó su invitación al guardia y, cuando el guardia se la devolvió, él miró a su alrededor, como si no estuviese seguro de si debía entrar por las puertas del palacio. Pensó que no, puesto que se guardó la invitación y se encaminó en dirección contraria a la entrada, como si estuviera invitado en un palacio diferente y acabara de darse cuenta de que se había confundido.

De repente, Donovan apareció delante de ella.

—Ya está todo resuelto. Por aquí —le dijo, y la guio hacia la puerta, entre los demás invitados—. El señor Bellingham está esperándola en la entrada del patio.

Le enseñó la invitación a otro guardia, que abrió la puerta. Cuando Hollis entró, otros dos hombres la adelantaron empujándola con el codo.

—¿Por qué habrá tantos invitados a tomar el té? —preguntó Hollis, mientras se dirigían al patio—. Yo pensaba que a los señores no les gustaba el té. Una vez invité a Beck y me dijo que el té era para las abuelas y las cotillas.

—No puedo hablar en nombre de su señoría —respondió Donovan—, pero yo creo que estos caballeros han venido a tomar el té. A uno no lo invitan a menudo a sentarse con la reina.

La puerta se abrió de par en par. Donovan le entregó la invitación al hombre que apareció en el umbral.

—Ah, sí, por supuesto, señora Honeycutt. La esperábamos. Soy el mayordomo, Bellingham, a su servicio. ¿Me acompaña, por favor?

—Gracias —dijo Hollis, y miró a Donovan.

—¿Vengo a buscarla dentro de una hora, más o menos? —preguntó él, consultando la hora en su reloj de bolsillo.

—No es necesario. Eliza se encargará de enviarme a casa con escolta.

Él asintió y se guardó el reloj en el bolsillo. Sonrió.

—Qué bella está, señora. Creo que hoy es un día excelente para buscar marido. Tiene que haber muchos caballeros ricos paseándose por el palacio.

Hollis puso los ojos en blanco, pero notó que se ruborizaba sin poder evitarlo.

—¿Vas a salir esta noche? —le preguntó.

La sonrisa de Donovan se volvió irónica. Aunque Hollis sabía que nunca podría haber nada entre ellos, aquella sonrisa siempre le causaba un hormigueo en el estómago. Él era, quizá, el hombre más guapo que hubiera visto en la vida.

—Será mejor que no pregunte —respondió él. Le puso la mano en el codo y la giró hacia la puerta y hacia el mayordomo, que estaba esperando pacientemente—. No debe preocuparse, ¿recuerda?

—No estoy preocupada. No tengo ni la más mínima preocupación. Ya te he olvidado.

Donovan se echó a reír.

—Vaya y páselo muy bien con su hermana y su sobrina. Lleve alguna historia a casa —dijo, y, con esas palabras y un guiño, se dio la vuelta para marcharse.

Hollis lo vio alejarse a paso ligero. Justo cuando atravesaba la puerta de salida, ella vio al caballero que le había parecido desconcertado, cruzando a zancadas el patio, a tal velocidad, que el bajo de su abrigo se agitaba con cada paso. Ya no parecía inseguro; al contrario, estaba en su elemento. Avanzaba en la misma dirección que los demás caballeros, que caminaban en grupos de dos o tres, riéndose, charlando y comportándose como si fueran a un pub después de un partido de críquet.

—¿Señora Honeycutt?

—¿Eh? ¡Ah, sí! —le dijo al mayordomo, y entró a palacio.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Todo Londres está esperando ansiosamente poder ver a la duquesa de Tannymeade, cuyo nombre de soltera fue Eliza Tricklebank, que ha vuelto recientemente a Londres con su esposo, el duque, y su hija recién nacida, heredera del trono de Alucia. Se dice que la princesa Cecilia es un angelito con los ojos verdes de su madre y el pelo oscuro de su padre.

Las especulaciones sobre el futuro matrimonio de la heredera ya han comenzado. El favorito de las apuestas del Club White’s para caballeros es el hijo de dos años de cierto ministro inglés. Es inconcebible que un juego de salón como este pueda entretener tan fácilmente cuando continúan los rumores de que existen problemas en los círculos reales. Nos convendría a todos tener en mente la verdadera importancia de esta cumbre.

Señoras, un recordatorio de que la crinolina rígida es un peligro. Tengan cuidado cuando se acerquen a un acantilado, puesto que un viento fuerte puede enviarla a una hacia el mar como si fuera un globo, algo que por desgracia aprendió por propia experiencia la difunta señora March, de Scarborough.

 

Revista Honeycutt de moda y hogar para damas

 

 

Aquella era la segunda vez que escoltaban a Hollis por St. James Palace como si fuera de la realeza, y la segunda vez que se sentía como si estuviera perpetuando una mentira. Estaba mucho mejor en su salón, con los pies delante de la chimenea encendida.

Bellingham llevaba guantes blancos y un pañuelo impecable en el cuello, a modo de corbata. La acompañó escaleras arriba y, después, atravesaron un gran salón, pasando por delante de retratos, de consolas de mármol y de una espectacular vista de St. James Park. Después de recorrer un pasillo, también lleno de retratos, de jarrones y de cortinajes de terciopelo, llegaron a la suite de los duques de Tannymeade.

Bellingham llamó dos veces y alguien abrió rápidamente. Entonces, el mayordomo se apartó, se inclinó y anunció:

—La señora Hollis Honeycutt.

—¡Hollis! —exclamó Eliza, con alegría, desde el interior.

Hollis entró en la estancia y vio a su hermana acercándose rápidamente entre una multitud de gente. Casi no tuvo tiempo de entregarle la capa y el sombrero a un sirviente antes de que Eliza se abalanzara sobre ella para abrazarla y dar botes, como hacían cuando eran niñas.

—Llegas tarde, cariño. ¿Dónde estabas? No sabía si ibas a venir al final.

—Lo siento mucho, Eliza. Ha sido inevitable.

No era cierto. Podía haberlo evitado por completo, pero, tal vez, su orgullo y su empeño en demostrar que el señor Shoreham estaba equivocado hubieran sido un obstáculo.

Eliza retrocedió para mirar el vestido de Hollis y asintió.

—Es maravilloso. Caro me dijo que era muy bonito, pero no tanto como el que te ha hecho ella para el baile.

—Pero me queda tan ajustado —respondió Hollis, quejumbrosamente, y miró la falda azul de su vestido. Se apretó el estómago con la mano, como si quisiera hacer un intento por aflojarse el corsé.

—¡Se supone que tiene que estar apretado! Las cinturas lo son todo… Aunque, a mí, la mía me importa un bledo —dijo Eliza, y se echó a reír.

Era lógico que se riera. En realidad, no importaba lo que se pusiese su hermana, porque tenía un aspecto majestuoso, como si hubiera nacido para ser reina, no la hija de un juez. Eliza estaba menos delgada que cuando se había marchado de Londres, pero en aquel tiempo se había casado y había tenido una hija y, a ojos de Hollis, su hermana estaba impresionante. Su vida era impresionante: tenía un marido guapísimo que la adoraba y una hija preciosa, y vivía en un palacio. Eliza siempre había sido muy guapa, pero, después de tener a Cecelia, estaba radiante. ¿Acaso era aquel el efecto que tenían en una mujer el amor, la compañía y la maternidad? En ese caso, ella lo anhelaba con toda su alma.

—Disculpa, ¿es que no vas a saludarme?

Habría reconocido aquella voz masculina en cualquier lugar, en cualquier momento. Era la voz de Beckett Hawke, el hermano mayor de su mejor amiga, Caroline, y lo más parecido a un hermano que Eliza y ella hubieran conocido. Era insoportable y nunca se cansaba de decirle lo que tenía que hacer, pero también la quería y siempre la había apoyado. Un tío muy anciano de Beck y de Caroline había fallecido recientemente sin herederos directos, y Beck había heredado su título y había pasado a ser conde, el nuevo lord Iddesleigh. También había heredado una finca a varias horas de camino de Londres, rodeada por un pequeño pueblo que, según les había contado Beck en privado, no era más grande que una boñiga de caballo.

Era el único de todo el salón que permanecía sentado, entronizado en una butaca de terciopelo rojo, con las piernas cruzadas, como si fuera un abuelo que observaba con calma a todos sus descendientes. Inclinó la cabeza y examinó a Hollis.

—Qué preciosa estás. Ven aquí y cuéntame qué has estado haciendo. Ya nunca vienes a verme a casa, Hollis. Antes no era capaz de deshacerme de ti, y ahora no consigo que vengas de visita.

—Pero ¿qué dices? —le preguntó ella, riéndose—. Estuve comiendo en tu casa hace tres días. Y ¿por qué estás ahí sentado como si fueras a recibir las rentas de tus arrendatarios?

Beck miró a su alrededor.

—¿Hay alguna norma que diga que los invitados de palacio no puedan sentarse?

—Yo nunca entendí qué motivo hay para tener tantos muebles buenos si no pueden utilizarse —dijo Eliza.

—¡Hollis, cariño!

La hermana de Beck, Caroline, que había pasado a ser lady Chartier por su matrimonio con Leopold, el hermano menor del príncipe Sebastian, se acercaba a saludarla con los brazos abiertos. El príncipe Leopold iba tras ella.

Caroline tomó a Hollis de las manos y le dio un beso en la mejilla.

—Hollis —dijo el príncipe Leopold, y le besó el dorso de la mano—. Creí que habías desaparecido. Estás maravillosa, como siempre —añadió, con una sonrisa de afecto.

Hollis hizo una reverencia.

—Gracias, Leopold. Eres muy amable por decirme eso. Y yo tengo que decir que vivir en el campo os favorece mucho a vosotros dos.

Ella había pasado mucho tiempo con Caroline y el príncipe en Sussex. La familia Hawke tenía su casa solariega en las afueras del pueblo de Bibury, y el matrimonio se había retirado allí después de que todo Londres hubiera declarado que su relación había sido el mayor escándalo de la ciudad. Hasta que, unos meses después, había ocurrido otro escándalo que había ocupado esa categoría. Hollis y Eliza llamaban al escándalo de su amiga «el cortejo».

En realidad, nadie pensaba que Caroline y Leopold aguantaran más de quince días en el campo, alejados de la alta sociedad. Por separado, habían sido dos de los invitados más demandados en todas las fiestas y eventos de la ciudad, hasta que habían dejado de serlo. Por muy increíble que fuera, se habían afincado en el campo y habían descubierto que lo que más felices les hacía era la vida rural, con animales y rodeados de naturaleza. Caroline decía que era una vida llena de sosiego, bucólica. Su hermano Beck decía que todo eso era una excusa para consolarse por el hecho de que ya no los admitieran en la mayoría de los salones de Mayfair.

—Los escándalos tardan en olvidarse —le había dicho a Hollis—. Lo mejor es que tú no te veas envuelta en ninguno, querida.

Honeycutt retrocedió para admirar el vestido de Hollis.

—Es precioso, ¿verdad? Sabía que iba a ser precioso. Tengo muy buen ojo para los colores, ya sabes.

Durante aquel año pasado, Caroline había descubierto que tenía un talento innato para la moda, y sus creaciones tenían una gran demanda en Londres. Había diseñado aquel vestido de modo que se ajustara más al cuerpo, tal y como preferían las alucianas, y con mucho encaje, como preferían las inglesas.

—Es horriblemente ajustado —susurró Hollis.

—Eso no es culpa mía —respondió Caroline.

—¡Hollis, aquí está! Mi angelito —exclamó Eliza.

Hollis se dio la vuelta para mirar a su hermana y vio que, entre un grupo de hombres, se acercaba uno más alto que los demás. Era el marido de Eliza, el príncipe Sebastian, duque de Tannymeade y futuro rey de Alucia, con su primogénita en brazos y una sonrisa de orgullo.

—¿Por qué la lleva así? —preguntó Caroline—. ¿No hay ningún aya que pueda llevarla en brazos?

—Prefiere hacerlo él —dijo Eliza—. Está completamente enamorado.

—Como todos —dijo Hollis, con deleite.

La princesa Cecelia tenía siete meses. Parecía que acababa de despertarse de la siesta. Tenía el pelo revuelto y una de las mejillas más rosada que la otra, como si su cabecita hubiera estado apoyada en ella. Pestañeó mientras miraba a los adultos reunidos en aquella sala, como si fueran bichos raros que veía por primera vez. Sin embargo, rápidamente se cansó del espectáculo y apoyó la cabeza en el hombro de su padre.

—¡Hollis! ¿Te gustaría abrazar a tu sobrina? —le preguntó el príncipe Sebastian, mientras le daba un beso en la mejilla.

—¡Sí, por favor!

La niña permitió que la tomara en brazos, pero la observó con desconfianza. Tenía el pelo ondulado, moreno, los ojos verdes y los labios carnosos.

—Oh, Dios mío —dijo Hollis—. No la puedo querer más.

—Es preciosa, Eliza —dijo Caroline.

—No quiero presumir, pero creo que es la niña más guapa que he visto en mi vida —dijo Eliza, mientras le acariciaba la espalda a su hija.

Beck se levantó de su butaca y se acercó a ver a la niña.

—¿Quieres tomarla en brazos, tío Beck? —le preguntó Caroline a su hermano.

—No, no quiero. En primer lugar, no soy su tío. En segundo lugar, antes la he tomado en brazos y ha dejado caer la baba en mi hombro. Aunque tuviera ganas de sostenerla, después de ese incidente imperdonable, sus padres están tan embelesados que no pueden soportar que se la arrebaten ni por un momento.

Cecelia comenzó a protestar.

—Dámela, Caro —dijo Eliza.

—A las pruebas me remito —dijo Beck.

—Eliza, tenemos que ir a tomar el té —le dijo el duque a su esposa. Alzó la mano y le hizo un gesto a alguien.

Eliza apretó la mejilla del bebé contra la suya.

—No quiero separarme de ella —dijo, mientras se acercaba una mujer vestida con el uniforme de niñera.

—Va a estar bien cuidada —le aseguró el duque.

—Sí, pero no quiero separarme de ella, con todo lo que se está hablando de rebeliones y golpes de estado.

Sebastian, Bas para la familia, no miró a Eliza. Miró fijamente a Hollis y frunció el ceño.

Hollis evitó su mirada con un sentimiento de culpabilidad. ¿Qué tenía que haber hecho? ¿Haber fingido que no había oído lo que decían aquellos dos caballeros en la Biblioteca de Londres sobre una rebelión y un posible golpe de estado en Wesloria, o haber fingido que no entendía nada de aquellos asuntos, como si fuera una idiota? Ninguna de las dos cosas era cierta.

—¿Un golpe? —había preguntado uno de los señores.

—Tal vez —le había respondido su acompañante—. La economía wesloriana es muy débil, así que no sería nada extraño. Hace años que se oyen estas especulaciones.

—¿Y lo saben la reina y el primer ministro?

—El propio primer ministro dijo que la rebelión podía estallar aquí, ya que el rey Maksim no podría defenderse tan eficazmente como en San Edys.

Hollis sabía que San Edys era la capital de Wesloria.

—Todo son conjeturas, pero hemos asignado más guardias al wesloriano… Disculpe, señora, ¿se ha perdido?

Al final, uno de ellos se había dado cuenta de que ella estaba a pocos metros.

—¿Perdón? —respondió ella, y salió rápidamente de la biblioteca.

Por supuesto, le había contado a Eliza lo que había oído. Y Sebastian y Leopold, que se habían enterado de la historia por Eliza, pensaron que Hollis lo había entendido todo mal.

—No te preocupes, Eliza —le dijo Leopold—. Esa conversación, fuera como fuera, era sobre Wesloria y, sinceramente, no es verosímil.

Entonces, él también había mirado a Hollis con cara de pocos amigos.

—Pero no sería la primera vez que ocurre —dijo Eliza, repitiendo, de nuevo, algo que le había dicho Hollis. Se inclinó hacia delante y susurró— : El primogénito del rey Maksim fue secuestrado y asesinado durante una rebelión fallida.

A Carolina se le escapó un jadeo de asombro. Sebastian y Leopold miraron otra vez a Hollis con exasperación. Beck suspiró con cansancio, como si ella llevara todo el día fastidiándolo.

—Muy bien, ya lo has empeorado todo —murmuró.

De acuerdo, tal vez no habría sido necesario contarle esa parte a su hermana. Sin embargo, ella había leído la narración completa de la terrible historia en la Biblioteca de Londres. Había estudiado la historia de la larga y sangrienta relación entre Wesloria y Alucia, sobre todo, porque su hermana iba a ser algún día la reina de Alucia. Y era cierto: en medio del conflicto entre los dos países, el primer hijo del rey Maksim, y heredero del trono de Wesloria, había sido secuestrado, robado de su propia cuna, a la edad de ocho meses. Los rebeldes querían utilizarlo para obligar al rey a abdicar. Sin embargo, los rebeldes fueron asesinados y el niño no volvió a ser visto. Hollis leyó que la reina había muerto de pena.

Nadie sabía con certeza quién había estado detrás de aquella rebelión. Una de las teorías era que Alucia había tenido algo que ver en el secuestro y el asesinato, y eso solo había servido para aumentar la tensión entre los dos países. Otra de las teorías planteaba que tenía que ser alguien cercano al rey, alguien perteneciente al palacio.

La teoría más verosímil, al menos para ella, era la que culpaba a Felix Oberon, el hermanastro exiliado del rey Karl de Alucia, padre de los príncipes Sebastian y Leopold. Felix Oberon, tío de los príncipes, había sido expulsado de Alucia hacía muchos años por conspirar para destronar al rey Karl. Y, tan solo dos años antes, había organizado un plan para secuestrar a Sebastian. Para Hollis era perfectamente razonable pensar que podía intentar el secuestro de la nueva heredera al trono de Alucia.

En realidad, ella no le había contado la historia a Eliza para alarmarla. El motivo era que, cuando el rey wesloriano había vuelto a casarse, unos años después de la muerte de su esposa, había tenido una hija en su nuevo matrimonio, la princesa Justine, y el Parlamento de Wesloria había cambiado la ley de sucesión para que la primogénita del rey Maksim y la reina Agnes pudiera ocupar el trono en caso de que alguno de los siguientes vástagos fuera un varón. Ella quería dejar claro que, algún día, Cecelia podría ser reina si Eliza presionaba a Sebastian para que impulsara la misma ley en el Parlamento de Alucia. ¿Y si Eliza tenía un montón de hijos después de Cecelia? Lo justo sería que la preciosa niña heredara el trono.

—Eliza, amor mío, Cecelia está segura aquí —dijo el duque, con una mirada de advertencia a Hollis para que no lo contradijera—. Está en un palacio, rodeada de niñeras y guardias. Haría falta un ejército para atravesar estos muros. Además, ya es la hora de su cena.

Tomó al bebé de brazos de Eliza, haciendo una pausa para que la madre pudiera besar a la hija una y otra vez, hasta que Cecelia la empujó. El duque le besó la coronilla a la niña y se la entregó a la niñera para que se la llevara.

Eliza miró con impotencia a Hollis. Hollis la miró con una expresión de disculpa y entrelazó el brazo con el de su amiga.

—Va a estar perfectamente.

Sin embargo, Eliza no estaba muy convencida, y ella, tampoco.

—¿Vamos? —preguntó Sebastian, y le hizo una seña al mayordomo.

—No quería preocuparte, Eliza —le dijo Hollis, en voz baja, mientras todos empezaban a formar una cola para entrar a la estancia contigua—. Solo quería ayudar.

—¿Y en qué sentido es útil eso? —preguntó Caroline.

—Caro —dijo el príncipe Leopold, y le hizo un gesto para que se acercara a él.

Caroline miró a Hollis con el ceño fruncido y se fue con su marido.

—No les hagas caso, Hollis —le dijo Eliza—. Has hecho muy bien en advertirme de que cabe la posibilidad de que alguien intente secuestrar a Cecelia.

—Eso no era lo que yo…

Oh, Dios santo, lo que había hecho. Hollis suspiró. No importaba lo que hubiera querido decir, todo el mundo estaba enfadado con ella.

—Bueno —dijo Eliza, y se detuvo para comprobar que tenía bien colocada la tiara—. ¿Crees que nos ofrecerán el bizcocho de limón favorito de la reina? Lady Sutherland ha dicho que es el mejor dulce que ha tomado en su vida.

—¿Eliza? —dijo su esposo, tendiéndole la mano.

—Eso espero, pero creo que preferiría uno o dos sándwiches —respondió Hollis—. Tengo mucha hambre —dijo, mientras su hermana se adelantaba para ocupar su lugar junto a su marido, al principio de la procesión.

Beck se colocó junto a Hollis.

—¿Cuál es el problema contigo y con toda esa palabrería sobre la rebelión y el secuestro?

—No empieces tú también —murmuró ella.

—Por supuesto que sí. Si yo no estuviera aquí para dirigirte como es debido, ¿quién iba a hacerlo?

Ella no tuvo ocasión de responderle que no necesitaba que él la dirigiera, puesto que se abrieron las puertas de la sala donde iba a celebrarse la reunión, y los duques fueron anunciados por el lacayo. Todos fueron entrando en el salón, que estaba abarrotado.

—Nunca había visto tanta gente reunida para tomar el té —le dijo a Beck.

En realidad, es un espectáculo. Una muestra de unidad. De la buena voluntad de los británicos para ayudar a los pobres y equivocados alucianos y weslorianos a que resuelvan sus diferencias.

—Eliza me ha dicho que Bas está muy nervioso, ya que es la primera vez que se va a encontrar con el rey de Wesloria y su familia. Supongo que el rey Maksim también estará nervioso, ¿no? Yo lo estaría, porque la economía aluciana es mucho más fuerte que la de Wesloria.

Beck la miró alarmado.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué te ha pasado, Hollis? Antes eras divertida y ahora te has vuelto aburridísima.

—Yo no… He leído…

Hollis suspiró. Nadie, ni siquiera su propia hermana, quería escuchar lo que ella pensaba sobre ningún tema.

—Y tú tenías curiosidad por las cosas, Beck. ¿Qué te ha pasado a ti?

Beck dio un resoplido.

—Lo único que me provoca curiosidad es cuánto tiempo tendré que aguantar en este dichoso té. Claro que el rey de Wesloria está nervioso, cariño. Anhela la paz desesperadamente, y todo el mundo dice que el tío del duque, Felix Oberon, está igual de desesperado por que no la consigan.

—¿Y por qué Felix Oberon no desea la paz?

—Porque, si hay paz y prosperidad, nadie querrá apoyarlo en su rebelión. Y, si nadie quiere apoyar su rebelión, perderá el poder y la influencia en el país.

Eso tenía sentido, como tenía sentido pensar en la posibilidad de un intento de derrocamiento.

Cuando, por fin, todo el grupo entró en el salón, la gente se acercó a inclinarse ante los príncipes y sus esposas. Hollis y Beck eran quienes menos importancia tenían, así que permanecieron a un lado, entre los caballeros alucianos que seguramente estaban allí para asesorar en las negociaciones con sus conocimientos y experiencia, los ministros, abogados y eruditos que entendían de cifras. Beck y ella estaban allí únicamente por las relaciones familiares. «Ah, la hermana de la duquesa», decían cuando le presentaban a los invitados. Después, la olvidaban de inmediato. Por el momento, eso era conveniente para ella. Tal vez fuera la hermana de la duquesa de Tannymeade, pero también era propietaria, redactora y editora de la Revista Honeycutt de moda y hogar para damas, una publicación quincenal que publicaba por sí misma. Sin que lo supiera su familia, que posiblemente lo desaprobaría; en aquel momento estaba trabajando en una noticia.

Hacía poco tiempo que había dado un giro a la revista para centrarse en asuntos más importantes. A las mujeres les interesaba algo más que los últimos cotilleos y la moda, y ella tenía intención de proporcionárselo: estaba escribiendo un artículo sobre la verdadera perspectiva de paz entre las dos naciones y, aunque tenía toda la información necesaria sobre Alucia, necesitaba tener los datos del bando wesloriano y, sobre todo, sobre aquella supuesta rebelión. Seguramente, aquel ágape ofrecido por la reina era un buen lugar para comenzar.

Le gustaría conocer a uno o dos weslorianos, y había pensado que aquello sería lo más fácil de hacer durante el té, puesto que Eliza estaría ocupada y Caroline estaría revoloteando por todo el salón. Sin embargo, a medida que recorría el salón con Beck, se dio cuenta de que las presentaciones se hacían rápidamente, de pasada, como si todo el mundo estuviera compitiendo por conseguir un puesto para conocer a los gobernantes de las dos naciones. La mayoría de la gente a la que conocía no la miraba a ella, sino a Eliza y a Sebastian, o al rey Maksim y a la reina Agnes.

Entonces, llegó la mismísima reina Victoria, y todos dejaron lo que estaban haciendo y se inclinaron ante aquella mujer diminuta. Ella recorrió el salón, dando la bienvenida a todos a St. James Palace, preguntándoles por su alojamiento y deseando en voz alta que todos trabajaran por el bien de los dos países.

Hollis no fue presentada a Su Majestad. Fueron empujándola hacia atrás, cada vez más, hasta que quedó en compañía de otros que tampoco tenían la dignidad suficiente para conocer a la reina. Caroline sí, por su matrimonio con el príncipe Leopold, lo cual parecía que borraba su escandaloso pasado. Incluso Beck era digno, algo que la sorprendió.

—No pensé que superarías el corte.

—Yo siempre supero el corte, querida mía —respondió él, y se enderezó la corbata—. Si me disculpas, quiero preguntarle a Su Majestad si tiene whisky.

—Se trata de un té, Beck —le recordó Hollis.

—Ya lo veremos —respondió él, y se alejó.

Hollis se quedó a solas junto a un ventanal y buscó algo en lo que ocupar la vista por el salón. Casi inmediatamente, vio al caballero que le había parecido desconcertado en la entrada del palacio, y que la había agarrado para que no se cayera al suelo. Él también estaba solo. Tenía un semblante serio y estaba observando con atención algo de la multitud. Era extraño. Parecía que había terminado en aquella merienda por accidente. ¿Sería cierto? Se puso de puntillas para poder verlo mejor. Él se había quitado el abrigo, y ella se fijó en que, verdaderamente, sus hombros eran anchísimos. Tenía la complexión de un obrero. Ella se lo imaginó cortando y levantando piedras, con el sudor cayéndole por los brazos…

Hollis cabeceó. Eso no tenía sentido. ¿Qué iba a hacer un cantero allí?

Se fijó bien en su ropa; su traje era típico de Alucia y Wesloria. El abrigo tenía las solapas muy estrechas, y le llegaba hasta la mitad de la pantorrilla. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, pero uno de los mechones le caía por la frente. Tenía una postura rígida, con las manos agarradas por detrás de la espalda. ¿Era de Wesloria o de Alucia? No se le veía el parche de tela verde que llevaban todos los weslorianos prendidos a la ropa para proclamar su nacionalidad. Generalmente, era una pieza pequeña, algo como un brazalete o un broche, o los puños o cuellos de las camisas teñidos. A menos que alguien fuera un dignatario, en cuyo caso, vestían de manera más parecida a la reina Agnes, que llevaba un vestido de color verde bosque.

De repente, Hollis se dio cuenta de que había otro detalle extraño en él. Estaban en un salón abarrotado de gente y, allí, el objetivo era conocer a otros y establecer contactos. Sin embargo, el hombre no hacía ningún intento por conseguirlo. ¿Para qué había ido a Inglaterra desde un país lejano, si no era para conocer a algún inglés importante?

En aquel momento, la reina se movió para hablar con dos caballeros y le impidió seguir observando al hombre.

—¡Mira!

Hollis se sobresaltó y se giró.

—¡Caro! Me has dado un susto —le dijo a su amiga, al tiempo que se ponía la mano sobre el corazón.

—¿Te acuerdas de lo que te dije sobre…? ¡Está allí! Mira ahora, Hollis. Rápido.

—¿A quién?

—A la gordita. ¿La ves? Está hecha para tener hijos.

—¡Caro! No es un caballo y, de verdad, si lo piensas bien, todas estamos hechas para tener hijos. ¿Te refieres a la señorita de amarillo claro?

—Sí.

—¿Y?

—¿Por qué te empeñas en ser tan obtusa? Yo casi nunca estoy en Londres y sé quién es: lady Blythe Northcote, la hija del conde de Kendal. Te he hablado de ella.

—Nunca había oído hablar del conde de Kendal.

—Eso es porque no suele venir a la ciudad. Es un poco ermitaño. Pero su hija ha cumplido la mayoría de edad, bueno, hace tiempo. Y, Hollis, tú pasaste un fin de semana entero en su compañía hace un mes, y yo te dije que había conocido a la mujer perfecta para Beck.

A ella se le escapaban muchas cosas de las que decía Caroline, sobre todo, durante los fines de semana que pasaba con ellos en el campo. En aquel momento, por el contrario, la había oído perfectamente, y se quedó boquiabierta.

—¿A qué te refieres con que es perfecta para Beck?

—Solo puedo referirme a una cosa, Hollis. Ya es hora de que se case.

A Hollis se le escapó un jadeo.

—¡Pero si tú estabas completamente en contra de eso!

—Estaba en contra de eso para mí, querida, no para Beck. Él debería haberse casado hace años. ¿A quién va a ir su enorme fortuna, si no?

—Bueno, pues a ti, si no tiene ningún heredero.

—Eso es muy tentador, no lo voy a negar. Pero ¿por qué hay que permitir que Beck se quede soltero? Todos sabemos que necesita a alguien que lo cuide.

Hollis se echó a reír. Era Beck quien había estado cuidándolas todo aquel tiempo, pero, para Caroline, era al contrario.

—Estoy empeñada —dijo Caroline, y se puso a enumerar los motivos por los que su hermano debería casarse.

Hollis miró de nuevo en dirección al hombre, pero ya no estaba allí. Ella se puso de puntillas y lo buscó con la mirada por todo el salón. No lo vio.

—¿Qué estás haciendo? Oh, querida, Leopold me está llamando —dijo Caroline, y le apretó una mano a Hollis—. Por favor, no interrogues a los invitados de la reina. Eliza se enfadaría mucho contigo —añadió, y se fue junto a su marido.

—No voy a interrogar a nadie —murmuró Hollis.

¿Por qué tenía que estar explicando constantemente que el arte de publicar tenía más que ver con conseguir los detalles de un modo preciso? Eso no significaba que tuviera que interrogar a la gente, significaba que tenía que clarificarlo todo. Y, sí, llevaba papel y lápiz allá donde fuera, otra de las quejas de su familia, pero no quería olvidar nada.

Hollis intentó localizar al hombre de nuevo, pero no lo consiguió. ¿Dónde podía haber ido? ¿Tendría algún motivo para marcharse del salón antes de que sirvieran el té? Ella no creía que tuviera autorización para recorrer a solas los pasillos del palacio.

De repente, pensó en su sobrina Cecelia, lejos de sus padres en aquel viejo edificio, y tuvo un escalofrío.

No. Era absurdo. Había guardias, sirvientes y gente por todas partes. Además…, ¿por qué se empeñaba ella en encontrar algo siniestro en un hombre por el mero hecho de que estuviera solo? Entonces, ella también sería siniestra.

Cecelia estaba completamente a salvo.

Hollis se concentró en el té.

Los sirvientes comenzaron a invitar a la gente a que tomara asiento en las mesas preparadas para la merienda. Ella miró al otro extremo de la sala con la esperanza de ver a Eliza.

¡Y allí estaba él, de nuevo! El hombre se había situado junto a la puerta, pero seguía solo, mirando fijamente a alguien de la multitud. Y, si no se equivocaba, estaba mirando al rey Maksim. Sintió una gran curiosidad, y pensó que, tal vez, debería darle las gracias por haber sido tan galante al impedir que se cayera.

Comenzó a avanzar, disimuladamente, por el perímetro de la sala, en dirección al hombre.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Durante la merienda que se ofreció a los invitados de Alucia y Wesloria, la reina Victoria apareció resplandeciente con un vestido de seda y encaje chantillí, adornado con flores de seda en el corpiño y la falda, y una cofia de encaje sobre los rizos.

Al evento asistió una plétora de dignatarios, puesto que apenas hay oportunidades para tomar el té en St. James Palace. Muchos se dieron cuenta de que un aristócrata inglés que guarda estrecha relación con la familia real aluciana se quedó prendado de una belleza de cabello color caoba que acaba de llegar a Londres desde el campo. ¿Habrá un nuevo cortejo próximamente?

Durante la merienda se oyó un debate sobre si las mujeres son profesoras adecuadas para la juventud de nuestro país. Muchos hombres tienen la idea anticuada de que las mujeres son seres intelectualmente inferiores, pero debe tenerse en cuenta que cualquier caballero ha aprendido, de un modo u otro, algunas cosas de una mujer, algo que invalida esa idea. Señoras, todas somos profesoras, ¿no es así?

 

Revista Honeycutt de moda y hogar para damas

 

 

No oyó a la mujer que se acercaba a él, no la vio hasta que ella apareció en su línea de visión. Era algo que le ocurría a menudo cuando alguien se le acercaba por el lado izquierdo, puesto que tenía sordera en aquel oído.

Por supuesto, la reconoció inmediatamente. Ella sonrió. Tenía una sonrisa muy bonita, como su cara. Tenía unos ojos azules que brillaban con la luz de un espíritu generoso, y el pelo, oscuro, casi negro. Una vez había oído decir que los galeses tenían el pelo muy oscuro, pero no podía saberlo, porque nunca había conocido a un galés.

Entonces, se dio cuenta de que ella estaba hablando. Tenía la voz suave, y él no oía lo que estaba diciendo entre tantas otras voces. Se inclinó hacia delante, mirándole los labios. «¿Cómo está?». Ah.

—Muy bien, gracias.

—¡Quiero darle las gracias, señor! —exclamó ella, y trató de hacer una broma para que su acercamiento no fuera brusco—. Antes me quedé tan sorprendida que no pude decir ni una palabra cuando usted me salvó de tirarme al suelo en la calle.

Él se quedó un poco desconcertado, sin saber si ella quería de verdad tirarse al suelo o si la expresión era algún eufemismo inglés que no comprendía.

—¿No le parece extraordinario? —preguntó la dama, al tiempo que se le acercaba un poco más. Ahora que ya podía leerle los labios, sus palabras le resultaban mucho más claras—. Tantos reyes y reinas, y futuros reyes y reinas, en la misma sala.

Él miró a su alrededor. Era lógico que hubiera tanta realeza en el salón, teniendo en cuenta el objetivo de la reunión.

Cuando volvió a mirarla, ella sonrió y le preguntó, con un volumen demasiado alto incluso para él:

—¿Habla usted inglés?

Él pestañeó.

—Yo… acabo de hablar en inglés con usted.

—¡Es cierto! Debe de ser usted de Wesloria. ¿Es wesloriano?

¿Era ella wesloriana? No, imposible. Su acento era inglés, y no llevaba ninguna distinción verde en la ropa. ¿Por qué le hacía preguntas? De repente, empezó a sospechar de ella.

—He visto su parche verde —prosiguió la mujer, como si se sintiera muy orgullosa de ello, como si fuera un talento especial suyo.

Él llevaba el parche verde en uno de los puños de la camisa, y era claramente visible. Tuvo la sensación de que llamaba demasiado la atención. Y se sintió casi engañado, como si alguien hubiera tenido que advertirle que iba a acercársele una mujer bella por el lado izquierdo, y que iba a dejarle asombrado.

Sin embargo, nadie esperaba que él acudiera a aquella merienda ofrecida por la reina. Quien menos lo esperaba, en realidad, era él mismo. Había recibido una invitación a nombre de Marek Brendan, e imaginaba que quien se la había enviado era lord Dromio, el ministro de Comercio.

De repente, la mujer se echó a reír como si él hubiera dicho algo muy gracioso.

—¿Al menos tiene usted algún nombre, señor?

Se dio cuenta de que no se había presentado, pero no quería hacerlo. Aquella mujer tenía algo que hacía que se sintiera un poco vulnerable.

En los segundos que duró su vacilación, ella se acercó un poco más, y él percibió uno olor a lilas o a agua de rosas, algo dulce y placentero.

—Le pido disculpas, señora Honeycutt —dijo, entonces, y se inclinó sobre la mano que ella le ofrecía—. Es un placer. Mi nombre es Marek Brendan.

Estaba recordando lentamente todo lo que le habían enseñado sobre etiqueta tantos años atrás. Hacía mucho tiempo que no recordaba las largas noches durante las que el viento azotaba la costa del mar de Tophia y su tía y él jugaban a aprender buenos modales. «Encantado, señora». «El cuchillo, a la derecha del plato, y el tenedor, a la izquierda». Era irónico, pero toda aquella educación no había servido para nada, en realidad. Él llevaba una vida solitaria en Wesloria. Trabajaba en St. Edys, la capital, y volvía a su pequeña granja a los pies de las montañas por las noches, a dar de comer y beber a sus animales. No parecía que hubiera tiempo ni espacio para retomar sus clases y, en realidad, tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

—Señora, si me…

Ella se dio cuenta de que él estaba a punto de excusarse, y balbuceó:

—Nunca había estado en una merienda tan concurrida como esta. ¿Cuántas teteras cree usted que tiene la reina en sus cocinas?

¿Se suponía que debía adivinarlo?

Ella se agarró las manos.

—¿Es la primera vez que viene a Londres?

—Sí —respondió él, mientras miraba a su alrededor en busca de una vía de escape.

No se le daban bien aquellas cosas a causa de la sordera y, también, de la falta de práctica y de paciencia. Además, necesitaba concentrar su atención en otros asuntos, y no quería distraerse con la sonrisa de una mujer ni sus adivinanzas.

La mujer seguía sonriendo, y con un poco de impertinencia. Verdaderamente, tenía una sonrisa preciosa y, si él hubiera sido otro hombre y hubiera estado en otro lugar, se habría deleitado mirándola. Pero era quien era, y estaba en Londres por motivos que no tenían nada que ver con ella.

Miró al rey Maksim. El ministro de Comercio, lord Dromio, estaba diciéndole algo al oído, y parecía que el rey estaba preocupado. ¿O acaso estaba confundido? Casi siempre tenía la misma cara de preocupación, como si pensara que el techo iba a caer sobre su cabeza en cualquier momento. A su espalda estaba el joven que vigilaba todos sus movimientos, el ayuda de cámara del rey.

—Supongo que, entonces, ha venido a la cumbre de paz, ¿no? Ha hecho muy buen tiempo para la época en la que estamos, aunque uno de mis sirvientes me ha dicho que va a nevar pronto. Según él, su cadera nunca le engaña. Es parecido a Wesloria, ¿no?

—¿Disculpe?

—La nieve. Tengo entendido que en Wesloria nieva mucho.

—Ah, sí, nieva mucho.

Ella sonrió como si le hubiera complacido mucho la confirmación de aquel hecho.

—Según tengo entendido, se debe a la confluencia de las montañas y el mar, o algo parecido —dijo ella—. He leído mucho acerca de Wesloria y tengo la cabeza llena de datos. Aunque me temo que la mayoría no son muy útiles.

—Entiendo —dijo él, pero no entendía nada. ¿Acaso era científica? ¿Había mujeres científicas en Inglaterra?

Marek volvió a mirar al rey mientras se preguntaba cómo iba a zafarse de aquella conversación. Por suerte, su salvación llegó por parte de la duquesa y futura reina de Alucia, que se acercó a ellos haciendo señas con la tiara ligeramente torcida. Claramente, quería llamar la atención de la señora Honeycutt.

—Parece que la reclaman —le dijo.

—¿De veras? —preguntó ella, y se giró.

—Ha sido un placer conocerla —dijo Marek, y aprovechó la oportunidad para alejarse y desaparecer por detrás de dos sirvientes que estaban intentando llevar a la gente hacia las mesas para servir el té.

No todo el mundo fue invitado a sentarse; había mucha más gente que puestos para la merienda. Al principio, parecía que ninguno de los presentes lo entendía, y la gente se paseó por delante de las mesas examinando las tarjetas. Después, se formaron grupos que permanecieron hablando. Al final, quienes no tenían sitio asignado, en su mayoría los expertos que iban a asesorar a las partes durante las negociaciones, fueron desplazados hacia atrás y tuvieron que permanecer a la espera, por si acaso alguien necesitaba hacer alguna pregunta.

Marek se quedó solo, entre las sombras.

Lord Dromio estaba sentado junto a lord Van. Anton Dromio había llegado a la jefatura de su ministerio como siempre ocurrían aquellas cosas, como favor para pagar otro favor, o algo por el estilo. Era su superior y, posiblemente, el hombre más tonto que él hubiese conocido.