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"¿Ha venido a detenerme, agente?" Cuando el único hombre al que Tash Buckley había amado en su vida, el agente Mitchell King, le informó de que iba a quedar bajo su custodia, la joven se sintió mucho más preocupada por el efecto que seguía provocándole su exnovio que por el peligro en el que podría hallarse. Recluida en la cabaña de Mitch, en una playa desierta, resistirse al delicioso guardaespaldas quizás le iba a resultar más complicado de lo que parecía.
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Seitenzahl: 219
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Michelle Douglas
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Promesa mortal, n.º 122 - marzo 2015
Título original: Her Irresistible Protector
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6109-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
–¡SÍ! –Tash abrió la lavadora, sacó la camiseta y la lanzó a la secadora, le siguieron unos pantalones cortos, otra camiseta y unos pantalones de chándal–. ¡Y va a por el récord! –una sudadera voló por los aires y aterrizó en el interior de la secadora sin rozar el borde.
La joven sonrió. En cuanto pusiera en marcha aquel aparato, sus vacaciones podían darse oficialmente por comenzadas.
Una maravillosa semana.
Para ella sola.
¡Una semana entera!
Un golpe de nudillos en la puerta interrumpió el baile y provocó que la siguiente camiseta aterrizara en el fregadero. Tash se volvió furiosa.
«No, no pongas ese gesto de enfado. Recuerda: vacaciones».
Activando su habitual languidez, suspiró. En cuanto saliera de Sídney podría desmelenarse todo lo que quisiera, pero hasta entonces no debía arruinar su imagen.
¿Barbilla alzada?
Comprobado.
¿Pose de arrogancia?
Comprobado.
¿Expresión de aburrimiento?
Comprobado.
A los diecisiete años le había llevado semanas, incluso meses, perfeccionar esa pose. Pero en esos momentos se la colocaba a voluntad.
Se dirigió por el pasillo, decidida a desembarazarse de quien estuviera en la puerta.
La abrió de golpe y contempló la figura cuya silueta se dibujaba al otro lado de la mosquitera. El tiempo se paró en seco, todo se detuvo, sus pies, el cerebro, las vacaciones. Un grito surgió del interior de su cabeza y el aire, ardiente y seco, amenazó con hacerle estallar los pulmones.
Tragó nerviosamente en un intento de acallar el grito y se cruzó de brazos para ocultar unas manos que habían empezado a temblar violentamente por culpa de la adrenalina. Cada uno de los músculos del estómago, fortalecidos a base de judo, se agarrotó hasta causar dolor.
Mitch King.
El agente Mitchell King le dedicó su mirada de guerrero, desde la punta de los rubios y cortos cabellos hasta la punta de las abrillantadas botas. Incluso cuando no llevaba uniforme, tenía aspecto de llevar uno.
Todo en él proclamaba su condición de héroe: la mandíbula cuadrada, los dientes algo torcidos y la penetrante mirada azul. Era un hombre con una misión. Un hombre que distinguía perfectamente el bien del mal. Blanco o negro. No había grises.
Tash permaneció inmóvil y en silencio, sin abrir la mosquitera.
–¿Puedo pasar? –preguntó él al fin.
–¿Has venido para arrestarme? –ella enarcó una ceja y se apoyó contra el quicio de la puerta.
El agente entornó los ojos. La mosquitera le ofrecía una cierta protección, pero aun así el estómago seguía tan agarrotado que parecía a punto de quebrarse.
–Claro que no.
–Entonces, no. Creo que no te voy a dejar pasar.
–No era una pregunta, Tash –insistió él con calma–. Si cierras la puerta, la tiraré abajo.
Tash no dudó ni por un instante que lo fuera a hacer. Para Mitchell King, el fin siempre justificaba los medios. No había nadie más frío y despiadado que él.
Sin decir una palabra, ella abrió la mosquitera y se volvió para dirigirse de nuevo a la cocina. Añadió un provocador balanceo de las caderas que le pareció de lo más digno. Además, desprovista de sus habituales vaqueros y botas de campo, se sentía vulnerable. Las caderas solían distraer a la mayoría de los hombres.
Claro que Mitch King no era como la mayoría de los hombres.
Al llegar a la cocina se volvió con los brazos en jarras. El sol que se colaba por la ventana le recordó que tenía grandes planes para la semana.
En cuanto pudiera deshacerse de su indeseado visitante.
–¿En qué puedo ayudarte?
La mueca del agente le confirmó que había captado su animosidad. Habían vivido en el mismo barrio durante la mayor parte de sus veinticinco años, pero llevaban los últimos ocho sin dirigirse la palabra.
Y por ella podían pasar tranquilamente otros ocho.
–Tenemos un problema –Mitch no se anduvo con gentilezas–, y me temo que la solución no va a gustarte –los ojos emitieron un destello–. No sabes cuánto lo siento.
Con su aspecto angelical, ese tipo engañaría al mismísimo diablo.
Tash se negaba a dejarse engatusar por los bonitos ojos o los deliciosos labios que encerraban celestiales promesas. Ya no tenía diecisiete años.
–Tus sentimientos me traen sin cuidado.
El agente apretó los labios.
–¿Cuál es el problema? Si tiene algo que ver con el pub, tendrás que hablar con Clarke.
–No se trata del pub.
Durante los últimos tres años, Tash había regentado el Royal Oak, un local de esparcimiento para los trabajadores locales. No era un lugar vanguardista, pero estaba limpio y no solían producirse altercados.
–Pues si no se trata del pub… –ella se cruzó de brazos.
Mitch ni siquiera se había fijado en sus caderas y eso le provocó una inesperada irritación. Sin embargo, la mandíbula sí pareció encajarse. No estaba tan tranquilo como intentaba aparentar.
–¿Has hablado últimamente con Rick Bradford? –le preguntó.
Tash tuvo que hacer un titánico esfuerzo por no dejar colgar la mandíbula. Cuando estuvo segura de haber recuperado el control, soltó una áspera carcajada.
–Debes estar de broma. La última vez que tú y yo hablamos de Rick, lo detuviste. Injustamente, si me lo permites. Si crees que voy a charlar contigo sobre Rick, eres un completo idiota –ella puso todo el énfasis en «idiota».
–Por lo que veo, nada ha cambiado –Mitch cerró el puño. Un puño grande, fuerte y de piel morena. Toda calidez había abandonado sus gélidos ojos–. ¿Todavía lo ves con las gafas de color rosa? –hizo un mohín–. ¿Qué os pasa a las mujeres con los chicos malos?
–Si no me falla la memoria, no fue del chico malo de quien me enamoré –Tash alzó la barbilla.
Mitch se quedó petrificado y desvió la mirada, al igual que ella, que deseó de inmediato poder retirar esas palabras. Entre ellos se hizo un silencio tan espeso que lo único que se oía era el motor de la nevera y el cortacésped del vecino.
Mitch se aclaró la garganta y hundió la mano en un bolsillo del que sacó un puñado de fotos.
–Creemos que Rick es el responsable de esto –alargó las fotos hacia ella.
Tash no quería tomar las fotos. Quería empujar a ese hombre hasta la puerta de la calle. Mitch siempre había considerado a Rick un pendenciero. Cuando Rick y ella estaban en el colegio, si alguien robaba en la tienda, según Mitch siempre era Rick. Si aparecía un grafiti en la estación de tren, tenía que ser obra de Rick. ¡Menuda locura! La primera puerta a la que siempre llamaba la policía era la de la abuela de Rick.
Y cuando habían descubierto a los chicos del barrio fumando marihuana, Mitch no había dudado en culpar a Rick de ser el traficante.
Pero Mitch se había equivocado por completo, aunque eso no había evitado que su mejor amigo cayera al final. Había cumplido una condena de quince meses en prisión y ella había contribuido involuntariamente a que lo encerraran.
Alargó una mano y tomó las fotos. La primera mostraba una casa calcinada.
–Rick no es, y jamás ha sido, un pirómano –espetó mientras arrojaba la foto sobre la encimera.
La segunda mostraba un coche destrozado. Tash levantó la vista y enarcó una ceja.
–Los frenos fueron cortados deliberadamente. La mujer tuvo suerte de no sufrir más que una clavícula rota y una contusión.
–Rick jamás le haría daño a una mujer –la segunda foto acabó junto a la primera. Rick protegía a las mujeres, aunque no se molestó en decirlo en voz alta. Mitch jamás la creería.
La tercera y cuarta foto hicieron que se le revolviera el estómago.
–Y desde luego no mataría a un animal. Esto es… –la foto mostraba un rebaño de ovejas degolladas. Se trataba de otra de las cazas de brujas de Mitch.
–Esto es lo que le sucedió a las tres últimas novias de Rick.
–Lo siento, agente King, pero me temo que no puedo ayudarte en tu investigación.
–¿Has hablado últimamente con Rick?
Hacía dos noches que la había telefoneado para anunciarle que en breve regresaría a la ciudad.
–No –contestó ella con expresión inescrutable. Era una habilidad que había practicado hasta la perfección–. Hace meses que no hablo con Rick.
–No estoy seguro de creerte –él entornó los ojos.
–Me da igual lo que pienses –Tash se encogió de hombros e hizo una pausa para hacer un barrido visual del casi metro noventa de atlética masculinidad que tenía delante. Ese hombre seguía teniendo un físico estupendo–, pero he de admitir que la última vez fuiste más delicado.
–Nunca vas a perdonarme, ¿verdad?
–No.
–Intentaba protegerte.
–No te creo.
–Tenemos buenas razones para creer que Rick se dirige a Sídney –Mitch dio un paso atrás.
Tash permaneció en silencio.
–Y creemos que tú eres la siguiente en la lista.
–Aparte del hecho de que estoy segura de que Rick no le haría daño a una mujer, yo nunca he sido su novia –Tash tuvo que esforzarse por no poner los ojos en blanco–. Eso me descarta, ¿no?
–En absoluto.
El modo en que lo dijo hizo que a Tash se le helara la sangre en las venas. Mitch no redactaba las leyes, pero se aseguraba de que se cumplieran a rajatabla, a cualquier precio.
–¿Por qué estás tan seguro de que soy la siguiente?
–Por un trozo de papel arrugado con tu dirección escrita.
–¿Dónde lo encontrasteis? –eso consiguió que se quedara de piedra.
–En ese campo de ovejas masacradas.
Ella se cruzó de brazos.
–Dos oficiales del centro de Sídney se dirigen hacia aquí. Una de ellas encaja con tu aspecto.
«Tenemos un problema… y me temo que la solución no va a gustarte».
–¿Cuál es la parte de la solución que no me iba a gustar?
–Van a instalarse en tu casa a esperar la llegada de Rick, y tenemos que sacarte de aquí.
Tash sacudió la cabeza.
–Es por tu seguridad.
Podría haber parecido una afirmación melodramática, pero no fue así. Ella miró al oficial durante unos tensos segundos.
–¿Ese «nosotros», te incluye a ti?
Mitch asintió.
–Es un trabajo más propio de un inferior, ¿no?
Mitch había ascendido en el escalafón a una velocidad de vértigo. A pesar de que le seguía llamando «agente», ya era detective. Era sorprendente que no se hubiera mudado a un barrio más exclusivo tras sacudirse el polvo de sus brillantes botas. Era increíble que estuviera en su cocina haciéndole preguntas sobre Rick Bradford. Otra vez.
–Escucha –Tash señaló la maleta que descansaba sobre el sofá–, estoy a punto de irme de vacaciones por una semana. A la costa. No estaré por aquí para estropear tu emboscada, o lo que tuvieras planeado.
–No lo entiendes, Tash. Necesitamos llevarte a un lugar seguro. No queremos que termines en el hospital, o en un lugar peor.
–¿Y por qué tú? –la pregunta surgió de sus labios sin poderlo evitar. No quería volver a tener nada que ver con ese hombre. Nunca más.
–Mi historia con Bradford es bien conocida –él la miró furioso–. Los mandos me quieren fuera.
–De manera que hasta tus superiores piensan que no eres objetivo en este asunto.
Mitch no contestó, limitándose a extender las fotos sobre la encimera de la cocina.
Tash reprimió un escalofrío. No podía mostrar debilidad. Rick no era el responsable de esas cosas tan horribles, pero alguien sí. Alguien que quería inculparle o hacerle daño. Alguien a quien no le importaba quién resultara herido por el camino. Contempló la foto de la casa calcinada. Qué horrible debía ser perderlo todo en un instante. Miró a su alrededor. No poseía gran cosa, pero…
Devolvió la mirada a la foto del coche estrellado y tragó nerviosamente. Algunas de las preguntas que Rick le había formulado hacía dos días cobraron un siniestro sentido.
«¿Hay gente nueva en el barrio? ¿Ha sucedido algo extraño últimamente?». Preguntas formuladas de tal manera que no habían despertado sus sospechas.
Conocía sus derechos y sabía que podía negarse. Por el amor de Dios, nunca había disfrutado de vacaciones. Pero se lo debía a Rick. Si podía ayudar a que todo terminara lo antes posible, a exonerarle, sacrificar las vacaciones sería un precio muy pequeño a pagar.
–¿Adónde tenías pensado llevarme? –no dudaba de que Mitch ya tuviera un plan perfecto.
El policía la miró a los ojos y se encogió de hombros.
–¿Cuánto tiempo crees que durará esta operación? –al parecer el plan era secreto.
–Unos pocos días.
Tash contempló de nuevo las fotos. ¿Quién demonios podría querer hacer daño a esas mujeres? ¿Y qué tenía que ver con Rick?
Una casa calcinada. Un coche destrozado. Unas ovejas degolladas.
De nuevo Tash suprimió un escalofrío. A pesar de haber aprendido a defenderse, a pesar de que todo el mundo sabía que era mejor no meterse con ella, no sentía el menor deseo de enfrentarse cara a cara con el responsable de todo aquello. Era una experta en defensa propia y tenía la lengua afilada, pero aquello sobrepasaba sus capacidades.
En su interior se había establecido una lucha entre la autoconservación y el orgullo. Al final, el sentido común logró imponerse. Quizás odiara a Mitch, pero no lo bastante como para poner su vida en peligro. Podría soportar que la acompañara adonde fuera.
–¿Cuándo tenemos que irnos?
–En menos de una hora, si es posible.
–Dijiste que había dos agentes en camino –ella contuvo un suspiro–. Prepararé la habitación de invitados.
–Limítate a sacar algunas sábanas. Ellas pueden hacerse la cama.
Típico de un hombre.
–Entonces supongo que no me queda más que terminar de llenar la secadora, meter mis cosas en una bolsa y cambiarme de ropa –Tash apretó los puños. No debía olvidar que Mitch King era cualquier cosa menos típico.
–Gracias –ante la expresión de perplejidad de la joven, él añadió–: Por ser tan comprensiva.
–Ya no soy una adolescente, agente King –Tash consiguió fingir una sonrisa–. Pero no tengo ningún deseo de conocer a la persona responsable de esas horribles cosas –señaló las fotos–. Aunque insisto en que te equivocas con Rick –y cuanto antes lo descubriera la policía, mejor.
–Supongo que será demasiado esperar que me llames Mitch –sugirió él tras un largo silencio.
–Y yo supongo que tienes razón.
Tash abandonó la cocina con el corazón acelerado.
–Ya tienes la maleta hecha. No hace falta que llenes otra bolsa.
–Son cosas para ir de vacaciones –la maleta estaba llena de trajes de baño, pantalones cortos y camisetas de alegres colores. Con suerte aún dispondría de un par de días de vacaciones.
–Está bien así.
Aquello sonaba prometedor. Tash se preguntó si el presupuesto de la policía alcanzaría para instalarla en algún complejo vacacional de la costa. Así no perdería por completo la semana.
Pero lo mejor sería centrarse en el hecho de que iba a pasar las siguientes horas con Mitch.
Ya no era una adolescente. Era una mujer adulta inteligente y con la mente clara. Y le tenía la medida tomada a Mitch.
No iba a engañarla por segunda vez.
Tras poner en marcha la secadora, corrió al dormitorio y buscó el número de Rick en el móvil. Tenía que advertirle de la bienvenida que le esperaba a su llegada a Sídney.
Pero de repente apareció Mitch en la puerta. Pulsó el botón de borrar, y el número de Rick desapareció.
–¿Estabas intentando llamar a Bradford? –la mirada azul cortaba más que un cuchillo.
–Estoy llamando a Mandy, la vecina de al lado, para informarle de que unas amigas se van a alojar en casa. Ya sabes cómo es este barrio. Si de repente aparecen unos extraños sin previo aviso, se dispararán todas las alarmas.
Mitch permaneció junto a la puerta mientras ella hacía la llamada. Cuando terminó, extendió una mano para que le entregara el móvil.
Tash alzó la barbilla y se guardó el aparato en el bolsillo.
–No me pongas a prueba, Tash.
Una mirada bastó para que ella comprendiera que era capaz de quitárselo por la fuerza si era necesario. A regañadientes, le entregó el teléfono.
–Ya veo que las próximas horas van a estar plagadas de risas y diversión. Ahora me gustaría un poco de intimidad mientras me visto. A no ser que me impongas tu presencia.
Sin decir una palabra, él se volvió y salió del dormitorio. Tash se sentó en el borde de la cama para calmar la respiración. Después se obligó a ponerse en pie y vestirse con el habitual uniforme de vaqueros, botas de campo y camiseta negra.
No fue hasta que cruzaron el puente de la bahía de Sídney, con la famosa vista de la Ópera, que Tash fue consciente de estar llenándose los pulmones con el aroma de Mitch. Mirando por la ventanilla, apenas vio los yates de bonitos colores, ni el brillo del agua bajo la luz del verano.
Mitch seguía oliendo igual, a una mezcla de cítricos con un toque de menta. Sus pulmones se expandieron y, con un brusco movimiento, bajó la ventanilla y aspiró el cálido aire veraniego.
Mitch la miró brevemente y ella le sostuvo la mirada, solo para demostrarle que podía hacerlo. Pero lo que vio en las azules profundidades la conmocionó. Vio preocupación. Era una ciudadana en peligro y él el agente encargado de protegerla. Y sabía muy bien que se tomaba su trabajo muy en serio.
Pero ¿también había algo de arrepentimiento?
Ambos desviaron la mirada al frente y Tash intentó ignorar el galopar de su corazón.
–Estarás a salvo, Tash, te lo prometo. Antes de que te des cuenta, todo habrá terminado.
Y ella lo creía. Aun así, cuanto antes la dejara en el lugar secreto y se marchara por su camino, mejor para todos.
Transcurrieron otros diez minutos de tensión.
–¿Qué tal le va a Rick?
La pregunta fue formulada en un susurro y ella apenas la oyó. Deseó no haberla oído.
Tash apretó los puños y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no lanzarse a morderle como un animal. Ocho años atrás, ese hombre no solo le había arrebatado a su mejor amigo, se había llevado su autoestima y la convicción de que el bien vencía sobre el mal.
–¿De verdad me crees tan ingenua como para volver a hablar de él contigo? –ella soltó una amarga carcajada–. O quizás piensas que es lo bastante estúpido como para contarme sus idas y venidas.
Los nudillos de Mitch estaban blancos por la fuerza con la que sujetaba el volante. Tash volvió a mirar al frente. Recordaba esas manos más de lo que recordaba los azules ojos o la bonita sonrisa. Recordaba cómo le había tomado de la mano, y cómo el pulgar le había acariciado las muñecas, acelerándole el pulso y haciéndole desear que diera un paso más. Recordaba cómo le había acariciado la mejilla y cómo le había hecho sentir la mujer más hermosa del mundo. Recordaba cómo esas manos le habían tomado el rostro en el par de ocasiones en las que la había besado, como si fuera una joya.
¿Una joya? No había sido más que el fin que justificaba los medios.
Casi podría perdonarle por haber arrestado a Rick. Era un agente de policía y su deber era hacer cumplir la ley. Además, Rick se había asegurado de que todas las evidencias lo señalaran, había asumido la culpa y a ella le había hecho prometer mantener la boca cerrada. No podía culpar a Mitch por nada de eso. Pero jamás podría perdonarle por utilizarla para detener a Rick, por mentirle, por traicionarla. Por hacerle creer que la amaba. Todo por cumplir con su deber.
–Lo decía porque he oído que ha estado haciendo un buen trabajo con jóvenes delincuentes en Melbourne. No debe ser nada fácil. Le admiro por atreverse con ello.
Años atrás, ella se lo hubiera tragado.
Pero ya no. Una pregunta aparentemente inocente y unos cuantos halagos no podrían engañarla.
–Bueno, a lo mejor le interesa enviar un donativo a la causa, agente King.
No volvieron a hablar. Condujeron en silencio durante una hora más. Tash no dijo nada cuando él se incorporó a la autopista en dirección norte. Ni él le ofreció ninguna explicación.
Al cabo de un tiempo se metieron por una pequeña y sinuosa carretera rodeada de un paisaje salpicado de unas pocas granjas como única señal de vida. Antes de llegar al final de la carretera, Mitch se desvió por un camino de tierra.
–Este camino no conduce a ningún complejo de vacaciones –gruñó ella.
–¿Por qué demonios se te ha ocurrido que te llevaría a un lugar así?
–La esperanza es lo último que se pierde –Tash arrugó la nariz.
Una sonrisa de ese hombre y, sin más, el corazón se le aceleró. Estúpido corazón.
–Entonces, ¿adónde demonios me llevas? –preguntó ella en tono descarado.
–Te llevo a una cabaña.
–Por favor, dime que tiene agua corriente y electricidad.
–Las dos cosas.
–Pues yo no veo cables de tendido eléctrico por aquí.
–Hay un generador.
–¿Al menos hay retrete?
Mitch le dirigió una mirada cargada de disculpas.
–¿Por qué no puedes llevarme a un complejo vacacional bajo un nombre falso o algo así? –ella se cruzó de brazos–. Lo pagaré de mi propio bolsillo.
–No es por el dinero, Tash. Es por tu seguridad. El mejor modo de mantenerte a salvo es haciéndote desaparecer, apartarte de la circulación.
–No puedes mantenerme aquí en contra de mi voluntad –aunque ambos sabían que, si él decidía hacerlo, podría.
–¿De verdad quieres correr ese riesgo?
Ella miró furiosa el paisaje mientras Mitch paraba el coche bajo un techado improvisado que se fundía con el entorno.
–Tendremos que andar el resto del camino.
Aquello se ponía cada vez mejor.
–Te juro que solo serán tres minutos –ante la feroz mirada, él alzó las manos.
El camino hubiera sido muy fácil de transitar de no ser por las hormigas saltadoras. En cuanto Tash vio a la primera, soltó un grito.
–¿Qué sucede? –Mitch se volvió hacia ella.
Tash señaló al insecto.
–Por el amor de Dios, llevas botas de campo. No van a hacerte daño.
–Las odio.
De pequeña se había sentado en un hormiguero y jamás lo había olvidado. Le habían inyectado tanto veneno que había acabado en urgencias del hospital local. Su padre le había regañado por ser tan estúpida como para sentarse sobre un hormiguero. Y al regresar a casa del hospital, había vuelto a regañarla por las molestias que había causado.
–Más deprisa –el recuerdo hizo que se le encogiera el estómago y empujó a Mitch por la espalda. Una espalda musculosa y firme–. O mejor aún, corre.
–¡Tash! –él se volvió exasperado, pero lo que vio en los ojos de la joven le hizo callarse. Conocía bien sus fobias, y ella lo odiaba por conocerlas.
Afortunadamente no hizo ningún comentario. Sacudió la cabeza y comenzó a trotar con la maleta bajo el brazo, como si no pesara nada. Ella lo siguió de cerca, pisándole los talones.
Cuando alcanzaron un claro, Mitch volvió a caminar. Tash inspeccionó cuidadosamente el terreno en busca de más hormigas antes de levantar la vista y contemplar estupefacta el hermoso paisaje.
La tierra se extendía hasta una pequeña playa. La arena brillaba bajo el sol y el agua, increíblemente transparente, producía una blanca espuma al llegar a la orilla.
A la izquierda había una cabaña oculta del mar por unas acacias. Desprovistas de flores, las ramas se mecían al viento como si bailaran. Detrás de la casa había un tupido bosque.
–¿Dónde estamos? –balbuceó ella.
–Bonito, ¿verdad? –Mitch abrió la puerta.
–Hermoso.
De repente, la perspectiva de pasar unos días en una cabaña con playa privada no le pareció tan mala.
–Mejor de lo que esperabas, ¿a que sí?
Él sonrió.
La estancia principal, presidida por una alfombra y un cómodo sofá, resultaba cálida y acogedora. A la izquierda había una cocina americana completamente equipada. Una mesa con tres sillas, junto a una estantería llena de libros, hacía las veces de pared divisoria entre la cocina y el salón.
Mitch señaló hacia una puerta y Tash entró en el dormitorio donde había una gran cama de matrimonio cubierta por una colcha azul y blanca.
–Esto es precioso –de poseer una cabaña, sería exactamente como esa–. ¿De quién es?
–Mía.
–¿Tuya? –ella lo miró perpleja.
–Compré el terreno hace cinco años –Mitch se encogió de hombros–. He pasado mis vacaciones y fines de semana construyendo esta cabaña.
–Gracias por permitirme usarla –durante un loco instante, ella sintió el impulso de huir.
Mitch no contestó.
–Será mejor que me indiques dónde está el cuarto de baño –Tash se humedeció los resecos labios–, y me enseñes cómo funciona el generador. Después podrás regresar a limpiar las calles y mantener la paz.
¿Iba a tener que enfrentarse al que había hecho daño a esas mujeres? El corazón de Tash se aceleró. No le gustaba la idea de que nadie tuviera que vérselas con alguien tan desequilibrado y furioso. Ni siquiera Mitch.
–Tash –él frunció el ceño–, creo que no has comprendido la situación.
–¿En serio?
–No voy a marcharme de aquí. Soy tu guardaespaldas durante el tiempo que dure la operación.
Tash se dejó caer en el sofá. Verdaderamente era un sofá muy cómodo.