Promesas de un seductor - Andrea Laurence - E-Book

Promesas de un seductor E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

La amnesia los unió, pero ¿los separaría su pasado como playboy? Lo mejor que podía haberle pasado a Finn Steele fue perder la memoria después del accidente de avión, porque cuando Willow Bates le ofreció refugio también le abrió su corazón. La fascinación que él sentía por la solitaria escritora de misterios era atenuada por su cautela y su vulnerabilidad. La mayor muestra de confianza sería rendirse al deseo. Pero cuando se descubriera su antigua faceta como mujeriego multimillonario, ¿se lo tomaría ella como una traición?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Andrea Laurence

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Promesas de un seductor, n.º 195 - diciembre 2021

Título original: Promises from a Playboy Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-118-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Finn se despertó sobresaltado por un fuerte estruendo y las turbulencias que sacudían el avión. Por lo general, los vuelos en el avión privado de la compañía eran tranquilos, el summum de los viajes de lujo, así que enseguida supo que algo no iba bien.

El corazón le latía con fuerza en el pecho. Trató de levantarse de su asiento, pero las sacudidas del avión se lo impidieron. Había cinco personas a bordo: Finn, el piloto, el copiloto, la azafata y un consultor que se había unido en el último momento. El vuelo del consultor en una línea aérea comercial había sido cancelado y Finn le había ofrecido llevarlo de vuelta a los Estados Unidos desde Pekín. Cuando se volvió para mirar al hombre aterrorizado que estaba al otro lado del pasillo, supo que se había arrepentido de haber aceptado su ofrecimiento.

Se levantó como pudo y, agarrándose al asiento de al lado, Finn avanzó hacia la parte delantera del avión ignorando a la azafata que lo urgía a volver a su asiento.

–¿Qué está pasando? –gritó por encima de los pitidos de los sensores, las desesperadas llamadas de auxilio del piloto y el extraño rugido de los motores.

–Un fallo mecánico –respondió el copiloto, volviéndose para mirar a Finn con gesto preocupado–. Ha pasado algo en los motores y no vamos a llegar a Salt Lake City. Estamos dirigiéndonos al aeropuerto de Sea-Tac para un aterrizaje de emergencia. Vuelva a su asiento y póngase el cinturón de seguridad, señor Steele.

–¡Más que el cinturón de seguridad, póngase el paracaídas! –gritó el piloto mientras trataba de hacerse con el control–. Hay uno debajo de cada asiento.

–¿Paracaídas? –repitió Finn sujetándose a la puerta de la cabina para no perder el equilibrio–. ¿En serio?

–Si no llegamos a Seattle a tiempo, vamos a tener que saltar. Estoy intentando alcanzar una altitud más segura por si acaso.

Finn tragó saliva. La idea de saltar de un avión en medio de la oscuridad de la noche nunca se le había pasado por la cabeza. Él era la oveja negra de la familia, pero solo corría riesgos con las mujeres y con los coches. No le iba eso de saltar de un avión.

El avión pegó una fuerte sacudida y le hizo dar una traspié. Otra alarma saltó en el panel de control. Avanzó a trompicones hasta su asiento y sacó el paracaídas de debajo. El hombre de su lado hizo lo mismo y se subió las correas por los brazos sin soltarse el cinturón de seguridad.

Finn se puso su paracaídas y se ajustó las correas al pecho. Su padre se había empeñado en que cada avión estuviera equipado con paracaídas. Les habían explicado cómo ponérselo cuando compraron el primer avión, pero nunca había hecho demasiado caso. Nunca pensó que fuera a ser necesario utilizarlos. ¿Quién iba a pensar que aquel moderno avión privado no fuera a estar a la altura de su costoso mantenimiento?

Gruñó y se sentó en su sitio mientras seguían volando en medio de aquel caos. Su padre se enfurecería si uno de aquellos aviones tan caros se estrellaba y, por alguna razón, Finn sabía que le echaría la culpa. Todo era siempre su culpa.

Se estaba poniendo el cinturón cuando se oyó otro estrépito. Una explosión coincidió con una bola de fuego y un fuerte golpe de viento provocó una gran agujero en el fuselaje. Un segundo después, Finn fue arrancado de su asiento y lanzado a la oscuridad de la noche.

En un instante, se sintió azotado por un viento gélido. La oscuridad lo envolvió. Tal solo se vislumbraban algunos puntos de luz en la distancia. Al principio no pudo respirar. Su mente no era capaz de abarcarlo todo; tenía una sobrecarga sensorial.

No tenía ni idea de a qué altura estaría, pero empezaba a sentirse mareado. Apretó los dientes, tiró del cordón y el paracaídas se desplegó, comenzando un lento descenso. Luego, se dejó llevar por una sensación de vaivén y perdió el conocimiento.

Cuando lo recobró, vio las copas de los árboles iluminadas por la luz de la luna. Estaba descendiendo hacia lo que parecía una zona boscosa. Teniendo en cuenta que no hacía mucho que habían estado cruzando el océano Pacífico, tenía suerte de estar sobrevolando árboles y no la inmensidad de una mar oscuro.

Hasta que empezó a sentir los golpes con las ramas y pequeños cortes en la piel como si de un cuchillo afilado se tratara. Mientras seguía bajando, trató de cubrirse el rostro con los brazos y la ropa empezó a enganchársele en las ramas.

Entonces, se detuvo bruscamente.

Alzó la vista y vio que el paracaídas se le había enganchado en las ramas. Se había quedado colgado del arnés, sin saber si estaba a tres metros del suelo, a diez o a veinte. Finn se retorció con la esperanza de desenredar el paracaídas lo suficiente como para acercarse al suelo, pero no tuvo suerte.

Se quedó pensativo considerando sus opciones. Tenía que bajarse del árbol, pero no tenía al alcance ningún tronco. No podía quedarse allí colgado hasta que amaneciera y esperar a que alguien lo encontrara. Podía estar en mitad de la nada, en la copa de los árboles, demasiado expuesto al viento. Empezó a temblar bajo la camisa y la chaqueta ligera que llevaba. En septiembre en Pekín hacía bastante más calor del que hacía allí donde quiera que estuviera. Tal vez fuera el frío o la consecuencia de los golpes, no estaba seguro. Enseguida supo lo que tenía que hacer.

Con dedos temblorosos buscó el arnés. El cierre inferior se desabrochó fácilmente, pero no tuvo tanta suerte con el segundo. Cuando por fin logró soltarlo, no tuvo tiempo de reaccionar. Durante lo que le pareció una eternidad fue descendiendo. En la caída, fue recibiendo golpes en las costillas hasta que su cabeza dio con una rama gruesa. De pronto, todo se volvió negro.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Willow Bates estaba en la terraza de atrás, disfrutando del aire fresco de la mañana mientras tomaba una taza de café. Estaba empezando a refrescar en el archipiélago de las islas de San Juan donde vivía. En algún punto entre Victoria, en la Columbia Británica, y Seattle, en el estado de Washington, tenía su refugio. Quedaba poco para el otoño, lo que significaba que la estación más lluviosa se acercaba.

Y a juzgar por las pesadas nubes grises del horizonte, poco iba a poder disfrutar del aire libre en los siguientes días. El hombre del tiempo había avisado de que una tormenta con fuertes vientos se aproximaba. Eso significaba que estaría aislada del continente un par de días, pero no le importaba. Rara vez salía de la isla. En Seattle no había más que recuerdos dolorosos y tráfico.

Su perro blanco con manchas grises, mezcla de husky, se acercó y apoyó el hocico en su regazo. Ella lo acarició entre las orejas y suspiró.

–Tenemos que salir a pasear pronto, Shadow. Va a estar lloviendo unos cuantos días. Me vendrá bien salir de casa y dejar el ordenador un rato.

Shadow levantó la cabeza y le contestó con un ladrido.

Necesitaba un descanso. Había pasado una larga semana de altos y bajos, frustraciones y descubrimientos. Como escritora, le pasaba muy a menudo. Formaba parte del proceso creativo, pero podía resultar muy duro pasar horas ante el ordenador, perdida en un mundo que solo ella controlaba.

Si su hermana mayor Rain estuviera allí, le habría dado un codazo y le habría puesto una plato de comida delante. Lo había hecho muchas veces durante la universidad mientras Willow estudiaba sin prestar atención a sus necesidades más básicas.

–El café no alimenta –solía decirle.

Willow lo recordaba cada vez que se servía otra taza de café en vez de prepararse algo para comer. Tampoco era que no comiera nada. Para muestra, su trasero. Cada vez que tomaba el ferri a Victoria o Seattle aprovechaba para aprovisionarse de comida fácil de preparar.

Su hermana le recordaría que se habían criado siendo vegetarianas y le diría que en su dieta faltaban frutas y verduras frescas. Que Rain siguiera aleccionando a Joey, su hijo de dos años, y la dejara en paz. Si el cáncer no había conseguido matarla, tampoco lo harían las barritas y el café.

Dio un último sorbo a su café y dejó la taza a un lado.

–¿Listo para dar un paseo? –le preguntó a Shadow.

El perro corrió entusiasmado por la terraza y aulló. Siempre estaba dispuesto a salir.

–Está bien. Deja que me ponga la chaqueta.

Willow abrió la puerta y se puso la chaqueta que había dejado en una silla de la cocina. En los bolsillos se guardó las llaves, el móvil y un repelente para osos antes de volver a salir donde Shadow la esperaba.

–¿Quieres que vayamos hoy a la playa? –preguntó mientras bajaban los escalones hacia la zona boscosa que había detrás de la casa.

El rabo de Shadow desapareció entre los árboles. Le gustaba ir a su aire, pero nunca se alejaba demasiado. Se había hecho con él siendo un cachorro, al poco de mudarse a vivir a la isla. Había terminado su último tratamiento contra en cáncer en Seattle un año antes y se había alejado todo lo posible de aquello. Rain había insistido en que no estuviera sola, así que Willow había acallado la preocupación de su hermana con aquella bola de pelo de ojos azules.

Con una nueva casa y el cachorro, Willow había empezado una nueva vida allí. Shadow había estado con ella desde el principio. Sabía adivinar su estado de ánimo y sus emociones, obligándola a tomar un descanso cuando lo necesitaba.

Había mucha acción en el bosque esa mañana. Los pájaros graznaban sin cesar, seguramente anticipándose a un cambio en el tiempo. Se abrió paso por el suelo mullido del bosque, entre las ramas caídas, y siguió la senda que llevaba a la playa.

Al llegar al límite del bosque, Shadow la recibió con un ladrido. Había encontrado algo en la playa y estaba entusiasmado. Podía ser cualquier cosa, desde un pez, un palo o cualquier otra cosa inerte y en descomposición que por alguna razón le resultara fascinante.

–¿Qué has encontrado, amigo peludo?

El perro hizo varias cabriolas antes de echar a correr hacia su hallazgo. Willow entornó los ojos y trató de distinguir algo en la distancia. Había algo más grande que un pez, inmóvil. Tal vez fuera una foca. Se acercó por la orilla hasta que pudo distinguir aquella forma. Entonces, se dio cuenta de qué se trataba.

Era un cuerpo.

Willow corrió por la playa hasta que se acercó lo suficiente para ver la figura de un hombre desplomado sobre un trozo de madera. De unos treinta años, era rubio y tenía el mentón pronunciado, rasgos que adivinaban su atractivo. Pero era evidente que había pasado una mala noche. Estaba lleno de golpes y arañazos, y su ropa estaba hecha jirones. En la frente tenía un chichón del que le chorreaba sangre a un lado de la cara.

Era como ver un ángel caído del cielo. Sus rizos rubios y su piel perfecta le daban el aspecto de un querubín angelical, como sacado de alguna pintura del Renacimiento.

Pero era un hombre real y, seguramente, todavía estaba vivo. Había un cierto color en sus mejillas y su pecho subía y bajaba. Se arrodilló a su lado y le buscó el pulso en el cuello. Suspiró aliviada al sentir sus latidos.

–¿Oiga? –dijo, pero el hombre no se movió.

Alargó la mano para tocarle la mejilla y sintió su barba incipiente bajo la palma. No tenía ningún interés en acariciar a un desconocido, sobre todo si parecía haber sido golpeado y dejado en medio de la playa por unos matones, pero no pudo evitarlo.

¿Cuánto hacía que no tocaba a un hombre? Abrazar a su sobrino de dos años o a su cuñado Steve no contaba. Tampoco los cuidados y atenciones de los médicos y enfermeros en el hospital. Lo cierto era que hacía tanto que ni se acordaba.

Shadow empezó a olisquear la ropa del hombre y acabó lamiéndole la cara y aullando. Aquello fue suficiente. El hombre empezó a moverse y parpadeó. Willow le puso la mano en la cabeza, cerca de la herida sangrante.

–Maldita sea –murmuró entre dientes y abrió los ojos.

Willow se puso de cuclillas y contuvo el aire cuando el hombre se volvió y la miró. A pesar del estado en el que estaba, era guapo, sobre todo ahora que estaba despierto. Sus grandes ojos marrones estaban enmarcados por unas densas pestañas por las que cualquier mujer mataría. Se quedó observándola unos segundos y una sonrisa se dibujó en sus labios, dejando ver un hoyuelo en una mejilla.

–Hola, preciosa –susurró arrastrando las palabras.

Al ir a cambiar de postura, gimió de dolor.

–No se mueva –dijo Willow ignorando el halago. Y le hizo tumbarse de nuevo.

Era evidente que no estaba en condiciones de fijarse en ella. No llevaba maquillaje y tenía el pelo revuelto debajo de la gorra.

–Está herido –añadió.

–Como si no lo supiera –replicó el hombre con una sonrisa amarga a pesar del evidente dolor.

Apartó la vista de Willow y miró a su alrededor con un gesto de confusión. Se detuvo cuando se encontró cara a cara con Shadow, que esperaba interesado. El perro estaba sentado a su lado, jadeando, con la lengua colgando a un lado.

–Estoy en una playa –afirmó.

–Sí, así es.

–Con un lobo –añadió mientras observaba al perro, que estaba enseñando los colmillos.

–Técnicamente es un perro lobo, aunque también tiene cruce con husky. No le hará nada a menos que intente hacerme daño a mí.

–Tomo nota –murmuró el hombre, y volvió a mirarla–. Yo también mordería a cualquiera que quisiera hacerle daño.

Willow hizo una mueca y se inclinó para estudiarle la herida. Por las cosas que decía, debía de ser más grave de lo que parecía.

–¿Puede decirme cómo ha llegado hasta aquí?

Él sacudió la cabeza.

–Ya me gustaría saberlo. Ni siquiera sé dónde estamos. ¿Cómo se llama esta playa?

–Está en la isla de Shaw –explicó Willow–, en la costa del estado de Washington.

–Vaya –exclamó pensativo.

Se pasó un brazo por delante de las costillas y se incorporó hasta quedarse sentado.

–Nunca en mi vida había tenido un dolor tan fuerte. Es como si me hubieran dado una paliza.

–¿Es eso lo que le ha pasado? –preguntó Willow.

El índice de criminalidad de la isla era muy bajo. Con menos de trescientos habitantes durante todo el año, lo último más destacable que había ocurrido había tenido que ver con un adolescente rebelde que había acabado dando un paseo en el coche del ayudante del sheriff.

–No tengo ni idea.

Willow frunció el ceño. No entendía cómo alguien podía estar en aquel estado y no recordar por qué o cómo había acabado así. Debía de haberse llevado un buen golpe en la cabeza.

–¿Cómo se llama? Tal vez haya alguien a quien pueda llamar.

El hombre abrió la boca para contestar, pero se detuvo con un gesto confuso en su rostro.

–Eso tampoco lo sé –admitió.

Tal vez tenía una contusión. ¿Qué se supone que debía hacer?

–¿Sabe qué día es hoy?

–Ni idea.

–¿Sabe cuánto es dos más dos?

–Cuatro –contestó sin dudar, y después sacudió la cabeza–. No lo entiendo. Puedo decir el abecedario y sé quién es el presidente. También puedo atarme los cordones de los zapatos, pero no recuerdo nada de mí ni de lo que me ha pasado.

Willow asintió.

–Creo que debería verle un médico.

Un relámpago iluminó el cielo, seguido de un trueno. Tenían que darse prisa para que no los pillara la tormenta que se avecinaba. Aquella playa no era accesible en coche, así que lo mejor sería volver a su casa.

–¿Puede ponerse de pie? –le preguntó–. Mi casa no está muy lejos. Desde allí llamaremos al médico para que venga a verlo. Aquí no tenemos hospital, si no le llevaría.

–No sé, podemos intentarlo.

Willow le hizo pasar un brazo por debajo de los hombros y lo ayudó a levantarse. Durante todo el camino de vuelta no dejó de apoyarse en ella. Shadow corría feliz a su lado, con un palo en la boca.

Tardaron un buen rato y justo cuando llegaron a la terraza de atrás empezaron a caer las primeras gotas. Willow abrió la puerta y lo llevó dentro antes de obligar a Shadow a dejar su premio fuera.

Lo acompañó al salón y le hizo sentarse en su sillón reclinable. Aquel asiento había sido su salvavidas durante las largas noches en que la quimioterapia o los dolores de la operación no la habían dejado dormir.

–Póngase cómodo –le dijo.

Él se dejó caer en el viejo sillón y suspiró.

Willow sacó su teléfono del bolsillo.

–Voy a llamar al médico del pueblo a ver si puede venir.

 

 

–Déjeme comprobar una última cosa…

El único médico que vivía en la isla de Shaw, jubilado y al que todos llamaban Doc, hundió la mano en sus costillas, y fue como si le clavaran una daga en el pecho. Se apartó bruscamente y en un movimiento reflejo se encogió como un animal herido, a la vez que los ojos se le inundaban de lágrimas.

–Sí, si no están rotas, están gravemente magulladas –dijo el médico entornando los ojos–. Adivino que tiene dos o tres costillas afectadas, a falta de que lo confirme las radiografías.

–Podía haberlo dicho yo mismo sin necesidad de que me anduviera tocando –protestó, y se llevó la mano al pecho.

–¿Hay que inmovilizarlas o algo?

Volvió la atención a la mujer que lo había salvado. Después de llamar al doctor, le había dicho que se llamaba Willow. Era muy delgada, con aspecto debilucho, y tenía el pelo corto y rubio y los ojos marrones. Resultaba misteriosa, con sus largas pestañas y las pecas que salpicaban sus mejillas. No le pegaba el nombre de Willow, aunque tampoco sabía explicar qué aspecto debía tener alguien con ese nombre.

–No, es mejor no tocarlas –explicó el doctor–. Los músculos del pecho son lo suficiente fuertes como para sujetar los huesos mientras se curan. No hay riesgo de que perforen los pulmones ni nada serio. Es de las fracturas más sencillas de tratar.

–¿En serio? –dijo retorciéndose al oír las palabras del médico.

–Bueno, es algo molesto al principio. Durante dos o tres días va a sentir mucho dolor cada vez que se mueva. Los analgésicos le ayudarán, aunque le vendrá bien hacer reposo. Y como si de un milagro se tratara, se despertará una mañana y se sentirá casi bien. Las costillas son muy graciosas.

–Pues yo no me río.

–Mejor –dijo Doc en tono serio–, le dolerá mucho si lo hace –añadió y se volvió hacia Willow–. Creo que podíamos llamar a Ted y preguntarle si nuestro Fulano puede quedarse en su casa hasta que lo llevemos a tierra firme.

Como si fuera una señal, un gran relámpago iluminó la ventana y el consiguiente trueno sacudió las paredes de la casa unos segundos después.

–Tal vez se quede atrapado aquí unos días –prosiguió–. Se supone que va a ser una tormenta muy fuerte, y eso que todavía no ha empezado la temporada de huracanes.

–No moleste a Ted. Bastante tiene con Linda enferma. Que se quede aquí, tengo una habitación de invitados que puede usar hasta que podamos llevarlo a un hospital.

El hombre se quedó mirando a Doc, que lo observaba preocupado.

–No me gusta la idea de dejarla sola con un desconocido –comentó el médico a Willow.

–¿Qué va a hacerme? Apenas puede levantar un brazo sin que se le escapen las lagrimas. Estaré bien. Tengo una escopeta y Shadow estará a mi lado. Si le queda algo de sentido común, se quedará en la cama y se comportará –dijo y se volvió al desconocido–. ¿A que no va a causarme problemas?

Fue a negar con la cabeza e hizo una mueca. Cada movimiento le provocaba una sacudida de dolor que le recorría todo el cuerpo.

–No, seré un santo.

–¿Ve? Todo irá bien. Me he enfrentado a cosas más peligrosas en mi vida.

–De acuerdo, pero por si acaso vendré con frecuencia para asegurarme de que todo va bien –dijo Doc, y le tendió unas recetas que acababa de cortar de su bloc–. Ahí van un analgésico para el dolor, un relajante muscular y un antibiótico para evitar las infecciones. Los he puesto a tu nombre, ya que no sabemos el suyo.

–¿Y para la cabeza? Dice que no recuerda nada.

Doc volvió a acercarse al herido y le examinó el golpe de la cabeza.

–Se ha llevado un buen golpe, pero aparte de la amnesia, parece estar lúcido. No tengo mucha experiencia en contusiones, pero estoy convencido de que una vez baje la hinchazón, recordará quién es y cómo llegó hasta nuestra isla. De momento, ponle hielo y no le dejes a solas para vigilar que no pierda el conocimiento y se dé un golpe.

El viento sopló con fuerza, anunciando la cercanía de la tormenta.

–Será mejor que me ponga en marcha. Tengo que proteger las ventanas con tablones. Todavía estás a tiempo de acercarte a la farmacia y comprar las medicinas antes de que la tormenta toque tierra. Al menos tienes una hora.

Willow asintió y acompañó al médico hasta la puerta. Cuando volvió al salón, se quedó mirándolo allí sentado en el sillón.

–Voy a acercarme corriendo a la farmacia a por las medicinas. No tardaré mucho. Lo dejo aquí con Shadow.

Volvió la vista al perro. Sus grandes ojos azules y sus dientes destacaban entre el denso pelaje. Estaba tumbado en el suelo de madera y no había dejado de mirarlo desde que había llegado. Aunque no le había ladrado ni gruñido, el animal no parecía muy contento de tenerlo en casa.

–¿Puedo ir con usted?

Ella lo miró entornando los ojos.

–No me parece una buena idea. El camino no está asfaltado en mi propiedad y no creo que el traqueteo le resulte agradable.

El hombre cerró los ojos y respiró hondo antes de levantarse de la silla.

–No importa. Quiero ir.

Willow se encogió de hombros.

–De acuerdo. Aprovecharemos para comprarle algo de ropa y algunas provisiones mientras Eddie nos prepara las medicinas.

Agitó las recetas que tenía en la mano antes de guardarlas en un bolso y sacar las llaves.

Salieron juntos y se dirigieron a una gran camioneta roja aparcada. El hombre se ayudó del estribo y del tirador para subirse al asiento. Aunque de camino a la farmacia Willow condujo despacio y con cuidado, sintió cada bache de la carretera. Seguramente habría sido preferible quedarse en el sillón con el perro, pero no quería estar solo. Por alguna razón, la idea de perder de vista a Willow lo inquietaba. Era su salvadora e iba a pegarse a ella hasta que no necesitara su ayuda.

Para distraerse del dolor, apartó la atención de la carretera y se fijó en Willow. Se quedó observando los ángulos y las curvas de su rostro mientras conducía, y el diamante del pendiente del lóbulo de su oreja. Cualquier cosa con tal de no pensar en el dolor.

Para su alivio, la camioneta llegó por fin a una carretera asfaltada. Hasta ese momento, habían estado en mitad de la nada. Sin los baches torturándolo, pudo entretenerse pensando en otras cosas, como por qué estaba una mujer como ella sola. Era joven, atractiva, autosuficiente, atenta… pero estaba sola.

–Necesita un nombre –dijo ella.

–¿Cómo? –preguntó después de que sus palabras lo sacaran de sus pensamientos.

–Un nombre. No tiene pinta de llamarse Fulano, pero necesito dirigirme a usted con un nombre mientras esté conmigo.

Suponía que tenía razón. Necesitaba un nombre y Fulano no le gustaba.

–Cierto, hasta que recupere la memoria, deberíamos elegir un nombre, pero ¿cuál? La mayoría de la gente no elige el suyo.

Willow se quedó pensativa mientras conducía.

–¿Qué le parece Mark? ¿O Allen o Henry? Cuando estaba en el instituto, tenía un vecino que se llamaba Jeremy. Era muy simpático.

Ninguno de aquellos nombres acababa de gustarle, pero las probabilidades de dar con su nombre verdadero eran escasas. Podían echarle un vistazo a un libro de nombres para bebés que aunque oyera su nombre, probablemente no lo reconocería.

–Supongo que da igual. Dejaré que lo elija por mí, teniendo en cuenta que estoy en sus manos. ¿Cómo quiere llamarme, preciosa?

Sus ojos se encontraron con los suyos un instante antes de volver a fijarse en la carretera. Se había ruborizado. Al parecer, no estaba acostumbrada a que los hombres la llamaran preciosa. Aquellas palabras habían escapado de sus labios sin pararse a pensar, al igual que aquel acento sureño que no se había dado cuenta de que tuviera hasta ese momento.

–¿Qué le parece Jack? Le pega.

No sonaba mal. Era sencillo y fácil de recordar.

–Me parece bien Jack. Ahora, todo lo que tengo que hacer es recordarlo para contestar.

–Entonces será Jack –dijo ella girando en un pequeño aparcamiento–. Démonos prisa para volver a casa cuanto antes, así podrá tomar las medicinas para el dolor y quitarse esa ropa.

Jack arqueó una ceja, en un gesto sugerente.

–Si no me sintiera tan mal, le tomaría la palabra.

Sus ojos oscuros se abrieron como platos al apagar el motor de la camioneta.

–Bueno, pues parece que Jack es todo un seductor –dijo ella bajándose.