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Callie, Hal, Nia y Zoe siguen recomponiendo el puzle de Amanda, esa chica misteriosa que puso sus vidas patas arriba y luego desapareció. En esta cuarta y última entrega, los amigos han descubierto que tienen poderes especiales y que su fuerza aumenta cuando están juntos. Las pistas se amontonan y cada vez están más cerca de resolver este misterio... ¿Dónde está Amanda? ¿Y qué intenta decirnos con sus mensajes? La búsqueda continúa, y en esta ocasión es Zoe la que nos desvela el final de esta historia.
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Seitenzahl: 303
Veröffentlichungsjahr: 2013
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LIBRO 4PORAMANDA VALENTINOYCATHLEEN DAVITT BELL
El Oficial se encogió de hombros.
–Todo está en vuestras manos. Podéis seguir huyendo, pero yo siempre me mantendré a la zaga, pisándoos los talones. Y nada va a detenerme. Ni siquiera vuestros padres podrán ayudaros. Al meteros en esto, habéis puesto en peligro a vuestros hermanos y hermanas. Y no queréis que les pase algo malo, ¿verdad?
Mientras considerábamos el riesgo al que habíamos expuesto a nuestras familias, noté una descarga eléctrica cada vez más intensa. Me puse a pensar en Iris, en Pen y en lo mucho que habían sacrificado mis padres para mantenernos a salvo.
–Aunque, si soy sincero –prosiguió el hombre, bajando tanto la voz que apenas le oíamos–, cuanto más os acercáis a Amanda, más me acerco yo también. Así que en el fondo me viene mejor no teneros bajo mi control.
El miedo se extendía por mi cuerpo a toda velocidad, como una gélida capa de escarcha. Me esforcé por dominar el pánico, por contener el impulso de arrodillarme y ponerme a suplicar. Pero no sabía cuánto tiempo más podría aguantarlo.
Muy buenas, soy Zoe. Sí, esa, la guía secreta. La que acecha en la sombra y se guarda la información. La que observa desde lejos y oculta pistas. Vale, a mí tampoco me parece muy loable, pero aunque parezca mentira, no tuve otra alternativa.
¿Y sabéis qué es lo peor? Que he empezado a acostumbrarme a todo esto.
Es una locura y sé que no me vais a creer. Yo tampoco lo hubiera creído.
No obstante, a las pruebas me remito.
Siempre se me ha dado bien calar a la gente. Me basta escuchar lo que dicen para saber lo que piensan en realidad. Creo que por eso también me resulta fácil esconderme de la gente, incluso aunque esté delante de sus narices. Cuando Amanda y yo éramos pequeñas, lo veíamos como un juego.
Pero ahora es mucho más que eso. A veces, cuando me fijo en alguien con atención, puedo adivinar hacia dónde va a mirar. Puedo percibir el ritmo de su respiración como si de una melodía se tratase, al igual que la frecuencia de sus parpadeos y el instante en el que su mirada se quedará fija en algún punto. Y gracias a eso, me hago invisible a los ojos de esa persona.
A ver, no os toméis mis palabras al pie de la letra. No es que me vuelva transparente ni nada de eso. Cuando bajo la vista al suelo, mis pies siguen allí, y también el resto de mi cuerpo. Pero en mi mente, el tiempo parece detenerse. Mi pulso se acompasa con los parpadeos de la otra persona. Todavía no entiendo muy bien cómo funciona. Lo único que sé es que puedo conseguir que no me vea en ese momento.
No tiene mucho misterio esconderse de alguien cuando eres capaz de adivinar hacia dónde va a dirigir la mirada. Y desde que Amanda se marchó de Orion, no he hecho otra cosa que esconderme de todo el mundo.
Al principio pensé que Nia se iba a desmayar.
Poco después de que terminara el concurso de talentos, la había sacado a rastras del salón de actos al ver que amenazaba con desplomarse allí mismo. La pobre estaba sentada en el banco del pasillo con la frente en las rodillas. La oscura melena le caía sobre el rostro, dejando la nuca al descubierto. ¿Le bastaría con tomar un poco el aire o sería mejor llamar a una ambulancia? Inspiré hondo para no dejarme llevar por el pánico. Con todo el lío que se había montado al final del espectáculo, habíamos perdido de vista a Callie y a Hal, las únicas personas capaces de entender lo que estaba ocurriendo.
–No levantes la cabeza, Nia –le dije.
En mi mente bullían un montón de ideas, a cual peor. ¿Debería ir a buscar a un profesor? ¿A mi madre? Tan solo me salía el instinto de esconderme.
–Muerte –susurró Nia, al tiempo que se incorporaba con la mirada nublada por el terror–. La veo por todas partes.
Eché un vistazo alrededor para asegurarme de que nadie pudiera oírnos. Era un temor irracional, pero me parecía que los tipos que andaban detrás de Amanda iban a abalanzarse sobre nosotras en cualquier momento. Hacía apenas unas horas, habíamos escapado de ellos por los pelos.
No obstante, podía ver la entrada principal desde mi posición y estaba despejada. Al menos de momento. El instituto siempre resultaba un poco tétrico por la noche.
Me mordí el labio y me armé de valor para formular una pregunta en voz alta, incluso aunque no estaba segura de querer saber la respuesta.
–No estarás hablando de Amanda, ¿verdad? –alcancé a susurrar, y tragué saliva.
Amanda Valentino, nuestra amiga en común. Desde su desaparición, habíamos tratado de encontrarla siguiendo una serie de pistas enigmáticas que ella misma había ido dejando a su paso. Llegados a este punto, no sabíamos si seguía en Orion o si estaba escondida en alguna otra parte.
Mientras que Callie, Hal y Nia trabajaban en grupo, yo había emprendido la búsqueda por mi cuenta. Sin embargo, las pistas que me había dejado Amanda indicaban que los cuatro teníamos que unir nuestras fuerzas, que debíamos ser sus guías. Así que, al final, me dejé ver. Aunque nuestro primer encuentro había ocurrido aquella misma tarde, tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde entonces.
Nia se frotó los ojos. Llevaba una camiseta blanca con cuello de barco, unos vaqueros negros ajustados y unas manoletinas a rayas blancas y negras. Una combinación muy apropiada, teniendo en cuenta que Nia solía ver el mundo en blanco y negro. O eras su amiga o no lo eras. O decías siempre la verdad o eras una mentirosa. Y si tenía que darte una mala noticia, no se iba a molestar en decirte la verdad con delicadeza.
–Ya te lo he explicado, Zoe. Solo puedo ver cosas del pasado, así que no puede ser la muerte de Amanda.
–Trae –dije al tiempo que le quitaba el minibolso rosa de estilo vintage que tenía en el regazo.
Nia suspiró aliviada, como si acabara de quitarle un enorme peso de encima.
Una semana antes, los chicos habían visto aquel monedero en manos de una tal Waverly Valentino, que aseguraba ser una tía de Amanda. Hacía apenas media hora, lo llevaba una mujer de piel oscura, ojos azules y un peinado de trencitas. La chica nos lo había vendido por menos de lo que le había costado y después se había desvanecido en el aire. Al abrir el monedero, Nia descubrió que el forro interior estaba hecho con una vieja mantita de bebé en la que alguien había bordado el nombre de Ariel. El mismo que le pusieron a Amanda al nacer. La visión de Nia se había desatado al tocar un fragmento de esa manta.
Aquella tarde también habíamos descubierto que éramos capaces de hacer cosas que jamás habríamos creído posibles. Hal tenía premoniciones y sus corazonadas nunca fallaban. Callie había adquirido una fuerza sobrenatural y podía arrancar una puerta con las manos desnudas. Nia, por su parte, percibía historias del pasado cuando tocaba algunos objetos. Podía adivinar quién lo había utilizado por última vez y en qué sucesos se había visto implicado. Hasta el momento, yo no les había explicado en qué consistía mi don. Pero claro, ¿cómo le explicas a alguien que tienes la capacidad de volverte invisible?
Y por si esto no fuera ya lo bastante raro, la primera vez que nos reunimos los cuatro descubrimos que, al tocarnos, sentíamos una especie de descarga eléctrica por todo el cuerpo.
En ese momento, Callie y Hal se reunieron con nosotras. Cuando Callie formaba parte de las famosísimas Chicas I, coincidía con ella en bastantes ocasiones. A mí me gustaba relacionarme con un montón de gente distinta, así que solíamos vernos en las fiestas y en los garitos. A veces incluso nos sentábamos a comer en la misma mesa, aunque en extremos opuestos. Siempre me dio la impresión de que Callie era mejor persona que Kelli y compañía. No parecía darse cuenta de que su belleza superaba con creces a la de las demás. Su sonrisa podía marcar la diferencia entre un cielo nublado y uno brillante y despejado.
–¿A que Hal ha estado increíble? –preguntó Callie con su piel pecosa centelleando.
Hal también tenía un encanto especial y la actuación de su grupo en el concurso de talentos había sido espectacular. Llevaba años colado por Callie y era evidente que el sentimiento era mutuo. De hecho, el chico no dejó de mirarla embobado hasta que Nia se levantó y se colocó entre ellos.
–Y lo mejor de todo esto es que Heidi y su séquito no consiguieron ganar con su playback –añadió.
Como ya habréis deducido, no éramos fans de las Chicas I que digamos. Es cierto que todos tenemos nuestros prejuicios y muchas veces nos cuesta ver las cosas con objetividad. Mi amiga Kenzi siempre me decía que en el fondo podían ser muy majas. Pero yo no me lo iba a creer hasta que no lo viera.
–Me alegro tanto de que ganara Bea... Lo ha hecho de fábula y se lo merece –dijo Hal.
Bea Rossiter había sobrevivido a un accidente aquel mismo año. Nosotros cuatro éramos los únicos que sabíamos que la que conducía el coche que la atropelló era Heidi Bragg y que había ido directa a por Bea creyendo que se trataba de Amanda. Todos coincidíamos en que la abeja reina de las Chicas I era mala, pero ninguno nos imaginábamos hasta dónde sería capaz de llegar. ¿Por qué lo habría hecho? Tras varias operaciones quirúrgicas y una larga rehabilitación, Bea había regresado con mejor aspecto que nunca y había sorprendido a todo el mundo con sus maravillosas dotes para el canto.
–Sí, estuvo genial –añadí antes de darle un puñetazo en el hombro a Hal para que espabilara–. Pero ahora tenemos otras cosas entre manos.
–Ya, ya... –dijo Hal.
Callie se sacudió la larga melena y Nia se recolocó las gafas.
–Este es el bolso que nos ha vendido la chica esa –proseguí–. El forro está hecho con un trozo de la manta de Amanda. Nia tuvo una visión cuando lo tocó.
–Sentí una muerte –afirmó Nia, y añadió de inmediato–: Pero no la de Amanda.
Hal cogió el monedero y se lo pasó de una mano a otra, como si fuera una pelota de baloncesto. Después lo abrió y echó un vistazo dentro, tocando la tela con cuidado.
–Mirad –anunció, al tiempo que sacaba una postal–. Esto estaba metido por debajo del forro.
–¿Y qué sale? –preguntó Callie arrebatándosela de las manos–. Parece una especie de monumento –añadió, y le dio la vuelta antes de leer el pie de foto–. Es el monumento nacional a la Segunda Guerra Mundial. Y está en Washington.
–¿Y qué tiene eso que ver con nuestra búsqueda? –inquirió Nia.
–¿Será una pista? –preguntó Callie.
–Igual es una señal para que vayamos a la excursión del club de Historia –señalé.
El padre de Amanda, que resultó ser el subdirector de nuestro instituto, nos dijo que fuéramos a Washington a buscar a Robin, la hermana de Amanda. Habíamos encontrado al señor Thornhill en un hangar abandonado; lo había secuestrado la misma gente que perseguía a su hija.
–En ese caso –empezó Nia–, tendré que mover unos cuantos hilos con el presidente del club de Historia... ¿A que no adivináis quiénes van a ser los nuevos miembros del club con pleno derecho a participar en el viaje a la capital del país?
Callie estalló en carcajadas y Hal sonrió. Estaba claro que Nia no se andaba con rodeos.
Cogí la postal y la examiné a la luz de una farola. Me encanta el mundo de la fotografía y, después de las horas que me había pasado revisando fotos para el periódico y el anuario, esperaba advertir algún detalle que los demás hubieran pasado por alto. Y así fue.
–Chicos, mirad esto.
La postal tenía una pequeña marca que se había quedado grabada en la cartulina. Parecía de una uña.
–¿Crees que tiene algún significado? –preguntó Hal.
–A lo mejor no está hecha aposta –intervino Callie.
–No sé yo –dijo Nia–. Ya sabes que con Amanda no existen las casualidades.
La mirada de Hal se centró en el exterior del bolso. Estaba adornado con un girasol de cuero.
–Esperad un momento... ¡Qué ingenioso! ¿No lo veis?
–Pues... no –respondí.
–¿Callie? –insistió el chico, como si ella tuviera que saberlo seguro.
La pelirroja tenía un don para las matemáticas, una capacidad heredada de su madre, que era astrónoma y que, por cierto, también estaba desaparecida. Callie no tenía ni idea de su paradero, solo sabía que su madre se había marchado para protegerla.
–No lo veas como si fuera una flor –añadió Hal–. Olvídate de los pétalos. Piensa en otra cosa.
Callie observaba detenidamente el girasol, con sus neuronas funcionando a toda mecha. Hasta que de repente dio con la solución.
–¡Es un reloj! –exclamó.
–Exacto –asintió Hal.
Bajo los pétalos de la flor había doce hojas verdes distribuidas en torno al girasol como los números de un reloj. Al fijarnos más detenidamente, nos dimos cuenta de que faltaba la hoja que debía ocupar la posición de las nueve en punto.
Sentí un escalofrío, el mismo que siempre recorría mi cuerpo cuando las pistas de Amanda empezaban a cobrar sentido. Cada vez que ocurría esto, tenía la sensación de que mi amiga estaba allí, a mi lado, diciéndome algo, pero en un idioma incomprensible.
–¡Vaya! ¿Habéis visto cómo ha hecho los minutos? –intervino Nia.
Los pétalos del girasol eran amarillos o marrones. Todos menos uno, que destacaba en el conjunto por su llamativo color rosa. Entonces comprendí que no hacía falta contarlos. Estaba claro que tenía que haber sesenta, como los minutos de una hora. El pétalo rosáceo marcaba la posición de los treinta minutos.
–Las nueve y media –dije–. Eso puede significar que...
–El día de la excursión a Washington debemos reunirnos con Amanda en el monumento a la Segunda Guerra Mundial a las nueve y media –terminó Nia.
Hal y Callie asintieron.
–Pero entonces estamos dando por hecho que la chica de las trenzas le robó el bolso a la supuesta tía de Amanda –pensé en voz alta.
–Aún hay muchas cosas que no sabemos –apuntó Nia–. Por ejemplo, ¿qué se supone que debemos hacer durante las cincuenta horas que faltan, aproximadamente, hasta las nueve y media del lunes?
Los cuatro nos quedamos mirando el desolado aparcamiento del instituto. Nadie supo responder, pero yo tuve la impresión de que Amanda nos lo haría saber muy pronto.
La primera vez que vi a Amanda en el instituto Endeavor fue el día de Halloween. En el techo de la cafetería habían colgado una serie de bolsas pintadas de naranja que supuestamente representaban calabazas.
Yo estaba sentada con la banda de música y, de fondo, escuchaba parlotear a uno de mis compañeros, Dwayne Wright, sobre la novia que se había echado en un campamento. Como ya dije antes, siempre se me ha dado muy bien calar a la gente. Cuando alguien habla, la mayoría de la gente solo atiende a sus palabras, pero yo percibo más cosas. Los carraspeos, las dudas, los tartamudeos, la forma en la que mueve los pies o juguetea con las manos... Y, sobre todo, cómo aparta la mirada. Así es como supe que la supuesta novia de Dwayne no era real. Pero tampoco le culpaba por inventársela. Yo también lo habría hecho si se metieran conmigo constantemente por ser el chico más bajito de la clase.
Distraída, le di un bocado a mi sándwich de mortadela (la odio con todas mis fuerzas, pero mi madre la compraba porque era barata) y cuando miré hacia el mostrador donde sirven las comidas, me quedé de piedra.
Ella estaba allí.
Mi mejor amiga.
Más aún, la única verdadera amiga que había tenido en mi vida.
Vale, sí, yo era miembro de varios clubes y hacía muchas actividades diferentes. Saludaba a un montón de gente en los pasillos de Endeavor y en las calles de Orion. Pero Arabella Bruyere había sido la única persona que me había hecho reír tanto como para que se me saliera el refresco por la nariz. La única con la que había compartido todos mis secretos. La única que se sentía tan a gusto en mi casa como en la suya. Pero se había marchado sin ni siquiera despedirse.
Me froté los ojos para asegurarme de que no era un espejismo.
Hacía tres años que no veía a Arabella, desde que ambas vivíamos en la otra punta del país.
Yo tenía ocho años cuando su familia se mudó a la ciudad, y las dos conectamos enseguida. Mi madre solía cocinar o tocar alguna canción mientras mi padre y Amy, la madre de Arabella, rememoraban viejas historias de su juventud. Hablaban de una especie de internado o campamento que a veces parecía más una prisión. También mencionaban un laboratorio de vez en cuando, pero nunca nos quedó claro a qué se referían exactamente. ¿Un laboratorio de ciencias, quizás? El caso es que todos nos lo pasábamos muy bien juntos. En los meses previos a la marcha de los Bruyere, sin embargo, los mayores empezaron a comportarse de una forma extraña. Parecían asustados. Debieron descubrir que estábamos todos en peligro y fue entonces cuando la familia de Arabella desapareció.
Y ahora mi amiga estaba aquí de nuevo, plantada en mitad de la menguante cola del comedor. Tenía el aspecto de siempre, pero llevaba un vestido gris de cuello alto y corte asiático, y un moño recogido con unos palillos. La última vez que la vi tenía trenzas.
Con solo un vistazo a sus ojos de color verde grisáceo y sus labios rellenitos que transmitían una expresión de calma, toda mi antigua vida volvió de golpe a mi mente. Recordé lo mucho que me había esforzado por olvidar; recordé cómo eran las cosas cuando mi padre vivía y mi madre no parecía asustada a todas horas. Antes de que Arabella se marchara y de que todos los emails que le mandaba me llegaran de vuelta. Antes de que mi madre me obligara a estudiar en casa y viajar por todo el país en una autocaravana. Todo aquello había ocurrido antes de que acabáramos aquí, en Orion.
Antes.
Cuando pensaba que tenía una vida normal.
Al ver a Arabella, sentí que una lucecita se encendía dentro de mí. Igual que cuando estaba sola tocando el saxo y conseguía acallar esa parte de mí que siempre está atenta a lo que hacen los demás para escuchar por un instante lo que hay en mi interior.
Entonces mi amiga salió de la cola y pasó junto a nuestra mesa. Pude ver cómo sacaba una loncha de queso chédar de su sándwich y lo colocaba sobre un trozo de tarta de manzana. Si a eso le sumábamos el cartón de leche que llevaba en la bandeja, el resultado era la merienda favorita de mi padre, que solía prepararnos cuando hacíamos noche de pijamas en casa.
–Arabella –dije en voz alta y empecé a levantarme para salir corriendo tras ella.
–¿Te refieres a la nueva? –preguntó Justin, el saxo tenor de la banda de jazz–. Se llama Amanda. Va conmigo a mates.
Muy despacio, me senté de nuevo.
¿Por qué estaría utilizando un nombre distinto?
La seguí con la mirada, y cuando por fin me vio, me miró detenidamente, pero no sonrió ni mostró signo alguno de haberme reconocido.
–L’observateur est un prince qui jouit partout de son incognito –articuló sin apenas separar los labios.
Arabella sabía que se me daban bien la música y los idiomas, y cuando estábamos en quinto nos divertíamos mucho aprendiendo a leer los labios para jugar a ser espías. ¿Pero cómo podía saber que había estudiado francés mientras recorría Quebec con mi madre durante aquel interminable viaje en autocaravana?
¿Y qué rayos significaba aquella frase? «Dondequiera que vaya, el observador es un príncipe que disfruta ocultando su identidad». Seguro que se trataba de una cita extraída de algún sitio. A Arabella le gustaba mucho recopilar citas de los libros.
Pero ¿por qué no tiraba la bandeja y venía corriendo hacia mí, en lugar de citar una extraña frase en francés? Tras su marcha, yo había soñado con encontrármela en cualquier cine o centro comercial al que iba.
Decidí abordar el problema con lógica. La figura del observador casaba perfectamente conmigo, pero aquello de que el observador disfruta ocultando su identidad... eso tenía que referirse a ella. Por eso se había cambiado el nombre. Y si alguien disfrutaba de algo así, no querría que nadie rompiera su anonimato. Así pues, mensaje recibido: ahora era Amanda, no Arabella, y no conocía a nadie aquí. Ni siquiera a mí.
Me estremecí al recordar que la familia de mi amiga se había marchado apenas unas semanas antes de la muerte de mi padre. ¿Sería posible que ambos sucesos estuvieran relacionados y que las dos corriéramos peligro?
Durante un brevísimo instante, quise olvidarme del tema por completo. ¿Por qué tendría que preocuparme por el pasado? ¿Por qué no podía ser una chica normal y reunirme con mi mejor amiga?
Quería correr hacia ella, empezar a chillar como loca y ponerme a pegar brincos de alegría hasta despertar vergüenza ajena.
Pero no lo hice. No podía. Era consciente de lo que estaba en juego.
–¿Así que dices que se llama Amanda? –le dije finalmente a Justin.
Tenía que comprobar qué tal sonaba aquel nombre en mis labios... Para acostumbrarme a utilizarlo. Si ella quería llamarse así, no sería yo quien se lo impidiera. Por todo lo que ella había significado para mí. Por la amistad que nos había unido en el pasado. Y por el peligro del que mi padre había intentado alejarnos a toda costa.
–¿La conoces? –preguntó Justin.
–Al principio me ha parecido que era una chica que conozco –respondí–. Pero no es ella.
Cuando me desperté, a la mañana siguiente del concurso de talentos, tenía un mensaje de Hal. Tras el desgaste físico y mental del día anterior, sumado a la nueva pista de Amanda, di por hecho que a nadie le quedarían fuerzas para otra cosa que no fuera dormir. Por mucho que Nia hubiera tenido una visión relacionada con una muerte, necesitábamos descansar.
07:53
CORNELIA NCNTRÓ ALGO.
VEN A MI CASA N CUANTO PUEDS.
Cornelia, la hermana de Hal, tenía un don para las nuevas tecnologías y además sabía guardar secretos. Fue ella la que ayudó a Hal a acceder al ordenador de Thornhill y puso en marcha la web del Proyecto Amanda. Yo la conocía porque iba a la misma clase que mis hermanas gemelas, Iris y Pen.
Cornelia era uno de los pocos alumnos que triunfaban en todo lo que hacían. Se le daban bien los estudios y los deportes, era un genio de los ordenadores, y si tenía algo que decir, lo decía y punto. Me alegraba que fuera amiga de mis hermanas.
No soy de las que se tiran horas arreglándose, así que me di una ducha a toda velocidad y le escribí una nota a mi madre diciéndole que iba a entrenar con el quipo de bolos y que estaría fuera todo el día.
Técnicamente, no estaba mintiendo. Una de las claves para pasar inadvertido ante los ojos de los demás era apuntarse a todos los fregados y actividades posibles. De esta forma, si no aparecías, la gente daba por hecho que estabas liado con otras cosas.
Me monté en la bici para ir a casa de Hal. Aunque parezca raro, estaba empezando a acostumbrarme a que mi madre se quedara durmiendo hasta tarde. No había duda de que cantar en bodas y clubes de jazz acababa con las energías de cualquiera, eso sin olvidar las clases de música que mi madre daba en Endeavor. Pero lo cierto era que nunca antes la había visto tan cansada.
¿Me estaría ocultando algo? Casi prefería no pensar en ello. Me resultaba más fácil negar que mamá se pasara las noches fuera de casa, incluso los lunes, cuando la mayoría de clubes de jazz cerraban.
Pero la cosa era cada vez más evidente y yo empezaba a albergar mis sospechas...
Con todo lo que le había pasado a mi familia en los últimos tiempos, seguro que no era la única explicación posible, pero aun así, en el fondo estaba convencida de que mi madre... había conocido a alguien.
Aceleré el ritmo para quitarme el tema de la cabeza.
Papá había muerto hacía ya cuatro años, pero todavía no estaba preparada para verla salir con otro hombre.
Y, si tengo que ser sincera, ella tampoco. Según nos contaron, a mi padre le había dado un ataque al corazón durante una reunión que se alargó hasta tarde en el concesionario donde trabajaba. No obstante, mi madre sospechaba que había algo más. En aquella época, lo único que supe fue que nos íbamos de nuestra casa de Pinkerton, California, sin ni siquiera esparcir las cenizas de papá. Tampoco hubo tiempo para celebrar un funeral. Dejamos nuestra casa llena de muebles, un montón comida en la nevera y todos los dibujos que habíamos hecho de pequeñas enmarcados en la entrada. Toda aquella teoría sobre el «período de duelo» te suena a chino hasta que lo vives en tu propia piel. Pero mi madre realmente lo necesitaba, incluso aunque intentara sonreír cuando alguien le preguntaba qué tal se encontraba.
Para mí era como si mi padre todavía estuviera con nosotras, trasteando con algún coche en el garaje o tomándose un café antes de llevarnos al colegio. Papá seguía allí, esperando a que volviéramos a casa.
Una de las últimas veces que estuve con Amanda, vimos una película antigua en la tele llamada Tú y yo.
–Esa historia no hay quien se la crea –sentencié.
–Puede ser, pero no hace falta entender algo para creer en ello –afirmó Amanda con una mirada burlona.
Nos echamos a reír, porque parecía una frase típica de película. Pero ella se quedó mirándome fijamente, como si esperase a que sus palabras calaran en mí y se me quedasen grabadas. Me pregunté si lo decía por la forma en que yo solía desaparecer, pero más tarde caí en la cuenta de que no se refería a eso. Yo me negaba a creer que mi padre estuviera muerto y Amanda solo quería demostrarme que lo entendía.
Aparqué la bici en la parte de atrás de la casa, junto al garaje, y como oí voces, llamé a la puerta trasera. Hal vino a abrirme y en breve comprobé que toda la familia Bennett al completo estaba sentada a la mesa.
Qué palo. Me iba a tocar hablar con ellos.
–¿Quién es? –preguntó la madre de Hal.
–Una amiga –respondió su hijo, y después se volvió hacia mí–. Estamos acabando de desayunar. ¿Te apetece unirte?
Me encogí de hombros y entré en la cocina.
Me sentí un poco ridícula por interrumpir un momento tan íntimo. Desde que nos fuimos de Pinkerton, siempre había evitado relacionarme con gente que pudiera preguntarme cosas como «¿Dónde está tu padre?» o «¿Cómo es que en tu casa no tienes fotos de cuando eras pequeña?». Sentarme a la mesa con la familia de Hal se acercaba peligrosamente a esa clase de encuentros.
Pero la señora Bennett no tardó ni un segundo en sacar una silla para mí, como si me hubiera estado esperando, y enseguida me sirvió un vaso de zumo de naranja.
–¿Una tortita o dos? –preguntó el padre de Hal.
–No hay nada que temer –añadió su esposa–. No las he hecho yo.
Por cómo se rieron todos, deduje que la madre de Hal no debía de ser muy cocinillas que digamos.
Si hubiera una entrada en la Wikipedia que fuera «familia encantadora», sin duda aparecería la foto de la de Hal. La señora Bennett era la clase de persona que, cuando centraba su atención en ti, parecía que no existía nadie más en el mundo. Mientras yo olisqueaba las tortitas (había salido de casa sin desayunar), la madre de Hal empezó a hacerme una retahíla de preguntas. Quería saber si participaba en el periódico escolar, en qué consistía mi trabajo exactamente y si estaba contenta por ser la editora gráfica.
–Me encanta tu colgante –dijo Cornelia.
Se trataba de un lacrimatorio, una cajita victoriana de plata con un frasquito de cristal dentro. En su origen estaba pensado para conservar tus lágrimas tras la muerte de un ser querido. Amanda lo había escondido bajo mi almohada con una nota en la que decía: «Llénalo para cicatrizar tu corazón». Y desde entonces, lo he llevado siempre debajo de la ropa.
–Gracias –contesté, y volví a guardarlo bajo el jersey.
Sonó el timbre de la puerta, y Cornelia fue corriendo a abrir. Aunque iba vestida para jugar al fútbol, con una camiseta ancha, pantalón corto y espinilleras, se veía claramente que iba a ser guapísima. Tenía unos ojazos azules increíbles y se movía con la seguridad de quien sabe cuál es su lugar en el mundo.
Hal se levantó como un resorte al ver que Callie y Nia entraban en la cocina. Después de saludar a Nia con un gesto rápido, se volvió hacia Callie y, cuando sus ojos se cruzaron, los dos se sonrojaron ligeramente. Ninguno se dio cuenta de la aguda mirada que les dirigió la señora Bennett, pero yo sí. La madre de Hal sabía perfectamente lo que estaba pasando allí.
Cornelia empezó a hacerles preguntas sobre el concurso de talentos, y al poco tiempo todos estábamos hablando del tema.
–Oye, chicas, dejad que os enseñe unos vídeos del espectáculo que he encontrado en internet –dijo la hermana de Hal.
Aunque se esforzó por parecer natural, se notaba que ya tenía pensada la excusa para poder hablar de nuestra búsqueda sin que se enterasen sus padres.
–Reuníos conmigo en el despacho –añadió–. Voy a buscar una cosa a mi cuarto.
Apenas nos dio tiempo a sentarnos cuando Cornelia regresó con un objeto en la mano.
–¿Es el nuevo single de Girl Like Me? –preguntó Nia enarcando una ceja.
–Lo creáis o no, es mejor que eso. Esto, chicos... –empezó, y estaba tan entusiasmada que parecía a punto de estallar– es el disco duro de Thornhill.
–¿¿¿Qué??? –exclamó Hal.
–¿Cómo lo has...? –preguntó Callie.
–He hecho un poco de magia –dijo Cornelia haciendo girar el disco con su dedo índice, mientras disfrutaba con nuestras caras de asombro.
–Ayer, después de clase –prosiguió la pequeña de los Bennett–, me quedé a trabajar en el aula de informática para limpiar los discos duros que van a ser reasignados. Suele ser una tarea bastante aburrida. Después de borrar toda la información, optimizamos los discos, actualizamos la memoria, comprobamos que los periféricos están activados, instalamos nuevos programas... Ya sabéis, esas cosas.
Lo triste es que no teníamos ni idea del asunto. Amanda tuvo sus razones para elegirnos como guías, pero se le había olvidado incluir a un experto en informática.
–Cuando abrí el ordenador de Thornhill –continuó Cornelia–, reconocí de inmediato la dirección IP. No me podía creer que hubieran decidido reasignarlo tan pronto.
Nia y yo intercambiamos una mirada.
–Supongo que en el fondo nadie cree que nuestro subdirector vaya a regresar –dijo Nia.
–O quizás alguien pensó que su ordenador estaba estropeado. Y así era. Había un barullo de archivos tremendo y, en un principio, creí que tenía un virus. Tuve que conectar el disco duro en dos ordenadores diferentes hasta que conseguí arrancarlo.
–¿Pero entonces sus archivos han desaparecido? –preguntó Hal.
–En esta era digital, la información jamás desaparece por completo –explicó su hermana–. Simplemente hay que saber dónde y cómo encontrarla. Conecté el disco duro a otro equipo que, por supuesto, no tenía acceso a internet...
–Me estoy perdiendo –dijo Hal.
–Y utilicé un programa de recuperación de datos mejor que el que tenemos en el instituto y conseguí rescatar algunos documentos. Después usé otros programas algo más avanzados.
Los cuatro esperamos a que Cornelia volviera a hablar en cristiano.
–En definitiva, que si conectas este disco duro al ordenador de papá y mamá, accederás a los archivos de nuestro subdirector.
–¿Quieres decir que podré volver a ver esa lista de gente que vive en Orion? –preguntó Hal.
Cornelia asintió.
–¡¿Pues a qué estamos esperando?! –exclamó Callie.
La pequeña de los Bennett se encogió de hombros. Parecía divertirle toda aquella situación.
–A nada. Solo quería explicaros cómo os he salvado el culo, para variar –respondió, y a continuación encendió el ordenador e hizo clic en un icono.
Hal se inclinó hacia delante, entusiasmado.
–Sí, esto es lo que vi la otra vez –dijo dirigiéndole una sonrisa a su hermana–. Espera, vete más hacia abajo. Ese de ahí. ¡Ese es!
El archivo se llamaba Reparto de «Mucho ruido y pocas nueces».
–Recordad que la obra de este año se titulaba Como gustéis –añadió Hal.
Percibí un tono de orgullo en su voz. Hal había sido el primero en acceder al ordenador de nuestro subdirector. Lo que no sabía era que aquella tarde yo le había estado observando desde la ventana del despacho de Thornhill.
Cornelia abrió el archivo, le pasó el ratón a su hermano, y todos nos apretujamos frente a la pantalla. Se produjo un silencio absoluto.
Ante nosotros se expandía una red de columnas, símbolos y números, codificados de una forma tan confusa que no podía ni imaginarme cómo interpretarlo. Había nombres que me resultaban familiares. Algunos no me decían nada, pero sí reconocí muchos otros.
–¿Esa no es la amiga de Amanda que fuiste a ver a Baltimore? ¿La artista? –le preguntó Callie a Hal señalando el nombre de Frieda Starfield.
–Louise Potts –leyó Nia en voz alta reconociendo a la propietaria de la tienda favorita de Amanda, Tócala Otra Vez, Sam.
–Cuando estuve ojeando la lista, me di cuenta de que muchos de estos nombres se corresponden con uno de estos números –explicó señalando una columna que estaba enterrada entre un amasijo de datos y figuras.
Todos los números empezaban por C33.
–Aparece la familia Bragg al completo –dije.
Era cierto, todos estaban ahí: Heidi; Evan, su hermano; John, su padre y jefe de policía, y Brittney, su madre y famosa reportera de la tele local.
–Y también la de Amanda –añadió Hal.
Beckendorf, Ariel.
Beckendorf, Robin.
Beckendorf, Annie.
Beckendorf, Max.
Poco tiempo antes habíamos descubierto que esos eran sus verdaderos nombres.
–En aquel momento –prosiguió Hal–, me resultó extraño que Amanda no apareciera en la lista.
–Robin –susurró Callie–. Thornhill nos pidió que la buscásemos en Washington. Tal vez ella pueda conducirnos hasta Amanda.
–Y aquí estás tú, Zoe –señaló Hal, y se giró hacia mí con una mueca irónica que venía a decir: «¡Mira qué famosa eres!».
Le respondí con una media sonrisa y me acerqué a la pantalla. Efectivamente, ahí estaba mi nombre, justo debajo del de mis hermanas y encima del de mi madre. Y al final, también había otro más: Costas, George.
Mi padre.
Recuerdo la llamada que lo cambió todo. Mi madre y yo estábamos viendo un programa de cocina en la tele en el que el chef viajaba por el mundo en busca de los platos más repugnantes que podáis imaginar: bichos, gusanos, tripas de animales... Entonces sonó el teléfono y mamá se levantó a cogerlo. Me mosqueaba que se fuera a perder el final, así que me giré para asegurarme de que no tardara en volver.
«Sí, soy yo», dijo, y después, silencio. «No», añadió con voz temblorosa.
Recuerdo que se quedó sentada en el suelo, allí mismo.
Recuerdo escuchar el programa de fondo, pero sin prestarle atención.
Recuerdo la carita de Pen a través del cristal de la puerta. Entonces era muy pequeña, pero sabía que algo iba mal.
Y recuerdo que mi madre empezó a llorar.
–Iris y Penelope son tus hermanas y Constantina es tu madre, ¿no? Entonces George es tu padre –concluyó Hal.