Pruebas de amor - Sally Carleen - E-Book

Pruebas de amor E-Book

Sally Carleen

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Beschreibung

Julia 1040 NIÑA ENCONTRADA Sam Woodward, padre soltero, se negaba a creer que su querida hija no fuera suya. Pero allí estaba Marcie Turner, ofreciendo vacilante unos papeles de aspecto oficial, afirmando que ella era la madre de su hija y que se había cometido un gran error. Y más allá del amor maternal que brillaba en sus ojos, Sam reconoció una sonrisa familiar..... Y entonces llegaron los resultados médicos y ocurrió lo impensable...... Ahora Marcie no sólo se estaba metiendo en el corazón de su hija, sino en el suyo propio. Pero Sam no iba a dejar que Marcie se uniera a su familia tan fácilmente. Primero tendría que pasar algunas de las pruebas de Sam, pruebas diseñadas para durar toda la vida...

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Seitenzahl: 200

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Sally Carleen

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pruebas de amor , JULIA 1040 - diciembre 2023

Título original:With this child...

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805322

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Cambié a tu hija por la suya. Enterraste a su niña; la tuya sigue viva.

 

 

Los coches pasaban por la calle delante de Marcie Turner. Un pájaro trinó desde un árbol cercano. Un perro ladró en la distancia. El mundo seguía girando, pero ella estaba paralizada bajo el calor del sol de Tulsa en pleno mes de julio, mirando, releyendo sin comprender las dos últimas líneas de aquella carta.

Un vecino se acercó a los buzones junto a los que estaba, y vagamente supo que tenía que moverse. Tenía que entrar antes de que la vieran en aquel estado, y moviéndose como un autómata, entró al vestíbulo de su edificio, fresco por el aire acondicionado que ella ni percibió, tomó el ascensor hasta el quinto piso y se refugió en la intimidad de su apartamento.

Cerró la puerta y echó el cerrojo y la cadena, como si de esa manera pudiese dejar fuera el dolor y el miedo que la acechaban como venía haciendo durante años.

Sus pisadas no hicieron ruido al atravesar el salón cuyo suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra, y por un momento se preguntó si todo aquello no sería un sueño, si quizás su misma presencia no fuese más que un espejismo.

Se sentó en uno de los taburetes colocados junto a la pulida madera de roble de la barra de desayunos y volvió a leer el mensaje que le había empujado a abrir el sobre nada más sacarlo del buzón:

 

Para entregar a Marcie Turner tras mi fallecimiento.

 

El remite era del doctor Franklin, y Marcie supo inmediatamente que sólo podía tratarse de una cosa. Con manos temblorosas, desdobló las dos páginas que contenían el texto de la carta escrita a máquina y se obligó a volver a leerlas:

 

Querida Marcie,

Cuando leas esto, yo estaré muerto, ya que no puedo acudir ante el Creador con el peso de este secreto lastrando mi alma, pero tampoco soy capaz de revelártelo cara a cara.

Tú sabes que siempre he querido lo mejor para ti, al igual que tu madre. No fue fácil para ella criarte tras la muerte de tu padre, siendo tú tan pequeña, y el que te quedaras embarazada en el último año de instituto fue un duro golpe para tu madre. Criar y educar a tu hijo te habría impedido obtener una buena educación y alcanzar una vida mejor que la que ella tuvo.

Siempre habías sido una chiquilla muy razonable y tu madre pensó en un principio que podría convencerte para que dieses a tu hijo en adopción. Pero yo sabía que nunca accederías a ello, porque cuando te di la noticia, el amor iluminó tu expresión de tal modo que supe que aquella sería la primera vez en que desafiases a tu madre.

Debe parecerte que tardo mucho en ir al grano, pero es que no siento ninguna ansiedad por llegar a ese punto. La cabeza me dice que estoy haciendo lo correcto, pero mi corazón no está tan seguro.

Cuando tú diste a luz a tu hija, acto seguido tuve que practicarle la cesárea a otra mujer. ¿Conoces tú a Lisa Kramer? Tenía unos cuantos años más que tú y su familia vivía a las afueras de la ciudad, así que no estoy seguro. Una chiquilla encantadora. Estaba casada con Sam Woodward, un chico que conoció en la universidad, y habían vuelto a McAlester al aceptar él el puesto de entrenador de fútbol del instituto. Y ella dio a luz a su hijo aquí. Pero el bebé tenía una malformación congénita de corazón y vivió sólo unas horas.

Por el contrario, tu bebé había nacido sano y fuerte. Mientras tú descansabas y Lisa estaba en reanimación, tu madre y yo bajamos a tomar un café a la cafetería. Yo estaba muy preocupado por el bebé de Lisa, ya que sabía que iba a morir y yo no podía hacer nada para evitarlo. Iba a ser terrible tener que decírselo a Lisa cuando despertase de la anestesia. Sabía lo mucho que deseaba tener aquel hijo, lo maravillosa madre que habría sido y lo buen hombre que parecía Sam.

Tu madre me contestó que era una pena que el hijo de Lisa no fuese a vivir cuando previsiblemente iba a tener una vida maravillosa y que tu hija, aunque preciosa, echaría a perder la tuya y sufriría por crecer siendo la hija de una madre soltera. Después me miró en silencio, y yo supe lo que estaba pensando antes de que lo dijera.

Marcie, quiero que sepas que nos costó muchísimo tomar la decisión. Los dos queríamos hacer lo que fuera mejor para ti y tu hija. Falsifiqué los documentos y sólo tu madre, mi enfermera y yo sabemos la verdad. Lisa y Sam nunca supieron que su hija había muerto.

Puede que Dios me perdone porque es probable que tú no lo hagas, pero cambié a tu hija por la suya. Enterraste a su niña. La tuya sigue viva.

 

Marcie dejó los papeles en la barra. Necesitaba tomar algo… té, vino, un refresco, cualquier cosa que le humedeciera la garganta, pero era incapaz de moverse.

No era posible. Si su hija hubiera estado viva, ella lo habría sabido.

El primer año, no pasaba noche que no soñara con ella, pero eso era normal; después había conseguido dominar el dolor y dejar de soñar.

Pero ahora, aquella carta casi trece años más tarde, la empujaba a volver a abrir la puerta al dolor, a pensar de nuevo en su hija, a esperar, soñar y rezar porque estuviese viva y por poder verla y abrazarla.

No podía ser.

El doctor Franklin había muerto mayor y seguramente en estado senil. Lo que tenía que hacer era tirar aquella carta a la basura y seguir adelante con una vida que tanto trabajo le había costado construirse.

Pero tampoco podía hacer eso. Era demasiado tarde.

Aquella mínima esperanza había revivido el dolor viejo, el amor antiguo.

Si existía la más mínima posibilidad de que su hija estuviera viva, tenía que comprobarla.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MARCIE avanzaba despacio por las calles de McAlester, Oklahoma, para poder ir siguiendo las instrucciones que le había dado el detective que ella misma había contratado para encontrar a su hija, y mientras manoseaba con nerviosismo el sobre que contenía todo lo que tenía sobre su hija: la carta del doctor Franklin, el informe del detective y unas fotografías de Kyla y Sam Woodward.

 

Kyla Woodward… doce años, trece el mes que viene… estudia octavo y es buena en deportes… Lisa Woodward murió hace siete años… problemas congénitos en el corazón… Sam Woodward, entrenador del equipo de fútbol del instituto… también del equipo de béisbol de Kyla… los vecinos dicen que son una familia feliz y que se lleva bien.

 

Había leído tantas veces el informe que ya se lo sabía de memoria; tantas veces había mirado las fotografías que sin necesidad de volver a hacerlo, buscaba el parecido en quienes pasaban por la calle.

Su madre había verificado la historia del doctor Franklin, y al mismo tiempo le había confirmado que no se arrepentía de haberlo hecho, pero aun así Marcie había dudado. No podía enfrentarse a la posibilidad de llegar a tener a su hija entre los brazos sólo para que después se la arrebatasen porque su madre y el doctor Franklin se equivocaban.

Durante los últimos días había pasado violentamente de periodos de certidumbre absoluta a instantes de confusión y duda.

No sabía qué hacer.

No sabía qué estaba haciendo intentando encontrar su casa.

¿Qué haría si viera a Kyla? ¿Qué le diría a ella? ¿Y a Sam?

Tomó Maple Street. La casa de Sam estaba al final de la tercera manzana. De pronto una tremenda sensación de claustrofobia se apoderó de ella; se sentía atrapada en su pequeño utilitario, empujada por fuerzas que escapaban a su control y que la arrastraban hasta un mundo desconocido. No estaba preparada para saber si su hija estaba o no viva, para arriesgase a verla sólo para perderla después.

Bajó la ventanilla y respiró profundamente, intentando no mirar hacia la casa. Era un barrio antiguo cuyas calles quedaban a la sombra de enormes árboles, y en cuyos jardines el colorido de las flores estallaba por doquier.

Unos olores que casi había olvidado llegaron hasta ella: hierba recién cortada, madreselva, rosas… fragancias que nunca llegaban a su apartamento del quinto piso.

Un niño pequeño pedaleaba con su triciclo a sobre la acera. Una pareja joven pintaba una casa que parecían estar restaurando. Una mujer mayor arrancaba hierbas de su bancal de flores. Un diminuto yorkshire corrió hasta el extremo de la acera para ladrar frenéticamente a su coche.

Sábado por la mañana en una pequeña comunidad.

No había absolutamente nada en aquel barrio agradable y cuidado que pudiese provocarle aquellos escalofríos en la espalda, el sudor de las palmas o el temblor de las manos al aferrarse al volante.

Nada excepto la casa blanca de dos plantas que parecía estar acercándose a ella en lugar de al contrario.

Ver la fotografía de aquella casa no la había preparado para la sensación de aislamiento que sintió al verla, la sensación de absoluta separación de todo lo que había dentro de ella.

De Sam y Kyla Woodward.

Pasó por delante con el coche y ansiosamente examinó el porche, las ventanas abiertas y las puertas intentando captar la breve imagen de la niña rubia que había visto en las fotos.

Desde aquel lado no se veía nada; tomaría la siguiente calle a la izquierda para intentarlo desde uno de los laterales…

Una pelota de béisbol golpeó en el capó de su coche, seguida por una niña y un golpe sordo. Marcie hizo girar el coche hasta apartarlo y pisó el freno a fondo mientas la adrenalina se disparaba por su cuerpo.

¡Dios del cuelo! ¡Acababa de atropellar a su hija!

Sin poder respirar, tiró del freno de mano y todo lo demás se borró ante sus ojos, dejando como única imagen la de la niña golpeándose con el coche.

—¡Lo siento, señora!

Marcie dio un respingo al oír las palabras que provenían de la ventanilla del acompañante.

La preciosa niña de las fotografías, preocupada en lugar de sonriente, la miraba con sus hermosos ojos azules.

Con los mismos ojos azules que Marcie se veía cada mañana en el espejo.

En aquel instante la felicidad, a pesar del miedo negro que había cegado por un instante su alma, la inundó como el amanecer tras una noche de miedo.

Su hija no estaba muerta, sino viva.

Mil palabras y mil emociones se agolparon en sus garganta y tuvo que parpadear varias veces para despejarse los ojos y poder mirar a su hija. Hubiera querido salvar la distancia que las separaba y abrazarla con fuerza, tanta que compensara los años que no había podido hacerlo. Quería reír, llorar, vivir los trece años que las separaban en un instante.

Pero lo único que hizo fue quedarse sentada tras el volante, paralizada, incapaz de hablar.

Y la niña que había llevado dentro de sí, a la que había dado a luz, que tenía sus mismos ojos, la miraba como a una extraña.

Que era precisamente lo que era para ella.

—No llore, señora —le dijo la niña—. Le pagaremos la reparación del coche —miró el capó—. De todas formas, no le ha hecho casi nada. Apenas se ve —sonrió—. Y yo tampoco me he hecho nada con el coche.

Un hombre alto vestido con pantalones cortos y una camiseta se acercó a ellos corriendo y pasó un brazo protector por los hombros de la niña.

Sam Woodward.

El hombre que había criado a su hija y le había dado la risa que había visto en las fotografías tomadas por el detective.

El hombre al que estaba agradecida y con el que estaba resentida a un tiempo. El hombre al que envidiaba y temía más allá de lo posible.

Sam se agachó para asomarse por la ventanilla junto a su hija.

—¿Está usted bien?

Marcie se obligó a asentir.

Sam se acercó a inspeccionar el capó y trazó un círculo con un dedo. Tenía unas manos bastante grandes, aptas para atrapar un balón de fútbol.

No quería mirarle a él. Quería centrarse en su hija; no quería volver a perderla de vista, ni arriesgarse a volver a perderla.

Pero involuntariamente siguió mirándole, intentando encontrar qué decir.

Con el ceño fruncido, él se acercó a su puerta. Tenía un rostro amable, bronceado, con las líneas de expresión acentuando sus ojos azul aciano. Su pelo era castaño y ondulado, y le caía sobre la frente, lo que le proporcionaba cierto aire de inocencia.

—Mi hija tiene razón —dijo—. La bola no ha dejado casi marca. Tengo un amigo que se dedica a los coches y podría arreglárselo hoy mismo sin dañar la pintura.

¿Mi hija? ¡No!, hubiera querido gritar. ¡Es mía, y tú no puedes quedártela!

Marcie se pasó una mano por la frente.

—Aunque, por supuesto, puede llevar su coche donde quiera y yo pagaré la reparación —continuó Sam, que al parecer había malinterpretado su confusión.

Tenía que decir algo, lo que fuera.

—¿Por qué no se sienta un momento en el porche? —sugirió Sam, preocupado—. Parece un poco conmocionada. Kyla, mi hija, puede prepararle un té helado para que se recupere.

Kyla. No Jenny, sino Kyla.

Ni siquiera había podido elegir el nombre de su hija. Le había dado el nombre de su hija al bebé de Sam y Lisa Woodward. Había enterrado al bebé de aquella pareja con el nombre de su hija.

Sam abrió la puerta del coche y le ofreció una mano para ayudarla a bajar, casi como si fuera una inválida, lo cual no quedaba muy lejos de la realidad. El cerebro había dejado de funcionarle. No tenía ni idea de qué decir, y no estaba segura de poder articular palabra de haber tenido algo que decir.

Paró el motor y aceptó la mano que Sam le ofrecía, y a bajarse, él apoyó la otra mano en su espalda para proporcionarle equilibrio, como si fuese muy frágil y pudiese tropezar.

La ironía de la situación le hizo sonreír. Sam Woodward la estaba ayudando, haciéndola sentirse segura y protegida. Sam Woodward, cuya ida había venido a destruir.

Kyla llegó rápidamente a su lado.

—Papá me estaba enseñando a atrapar globos, y ese se me escapó. Lo siento mucho.

—No pasa nada —dijo Marcie, y sus palabras fueron apenas suspiradas—. Es que creía que te había atropellado.

—Qué va. Me he dado con el coche porque no he mirado al salir. Casi nunca pasa nadie por esta calle, pero papá se pasa la vida regañándome por salir así. Supongo que de vez en cuando, tiene razón —añadió, sonriendo a su padre—. Voy a prepararle el té. ¿Quiere azúcar y limón?

—Sí —sonrió—. Sí, por favor.

No solía tomar azúcar y limón, pero habría tomado incluso sal si su hija se la hubiera ofrecido.

Su niña estaba allí, en persona, viva.

Kyla se apresuró a entrar en la casa delante de ellos; era una niña feliz, segura y querida, que no tenía ni idea de que acababa de conocer a su madre.

Llegaron al porche y Sam señaló unas cuantas sillas de hierro forjado con unos viejos cojines a rayas verdes y blancas. Marcie se sentó en la más próxima, agradeciendo no tener que seguir sosteniéndose sobre sus piernas.

—Me llamo Sam Woodward —se presentó, y volvió a ofrecerle la mano. Marcie la estrechó por segunda vez. Tenía un apretó firme y seguro, y le sorprendió darse cuenta lo mucho que le gustaba aquel hombre, a pesar de todo.

Era la personificación de lo que debía ser un entrenador de fútbol de instituto: su sonrisa abierta y sincera, la misma sonrisa que había visto en las fotografías, prometía tardes de fútbol en otoño y barbacoas en el parque.

Sam la miró extrañado y Marcie se dio cuenta de que no se había presentado.

—Soy Marcie Turner —dijo, son una sonrisa nerviosa—. Yo, eh…

¿Soy la madre de Kyla? No. Seguramente no era la mejor forma de establecer su identidad.

Sam ocupó la silla de al lado y la miró esperando que terminase la frase. No se le ocurría qué decir, aparte de soy la madre de Kyla.

—Soy economista —dijo al fin, y después se preguntó por qué lo habría dicho.

—Eso debe ser bastante útil a mediados del mes de abril —comentó Sam, como si su conversación fuese perfectamente normal. Y quizás lo fuese. En aquel momento, hubiera sido incapaz de definir lo que era normal y lo que no lo era—. Yo soy el entrenador de fútbol del instituto —continuó.

—Lo sé.

—Entonces, es usted de McAlester.

—No. Vivo en Tulsa. Lo que quería decir es que parece un entrenador, con tanto músculo y eso… —Dios, ¿qué estaba diciendo?—. No tengo por costumbre asaltar a la gente.

—Relájese. No ha asaltado a nadie. Primero he sido yo quien ha dado con esa bola en el capó de su coche, y después mi niña.

—Mi hija —corrigió Kyla al salir por la puerta con una bandeja y tres grandes vasos en ella—. Soy una jovencita y a mi padre le cuesta trabajo aceptar que ya soy adulta.

A tu padre, y a tu madre, hubiera querido contestar.

—Eso es porque todavía no lo eres, señorita —contestó Sam.

Marcie aceptó el vaso, intentando no mirarla. Los dientes castañetearon contra el borde del cristal, pero consiguió tomar varios tragos del refresco.

Kyla se acomodó en otra silla.

—Muy pronto empezaré a salir con chicos, y antes de que te des cuenta, serás abuelo.

Marcie se atragantó con el té, y Sam le dio unas palmadas en la espalda.

—¿Está usted bien?

Marcie asintió y forzó la sonrisa.

—Es que eso me ha resultado un poco, eh… sorprendente. Sé que estaban bromeando, pero es que eres tan joven que… —añadió mirando a Kyla.

Sam se echó a reír.

—A mi hija le encanta tomarme el pelo. Es uno de sus pasatiempos favoritos.

Kyla sonrió.

—Así le mantengo en forma. Es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo, y como soy hija única… ¿Está usted casada? ¿Tiene hijos?

Marcie se quedo helada con la última pregunta, pero afortunadamente Sam le evitó tener que contestarla.

—¡Kyla! —exclamó, pero sonrió al mirar a Marcie—. Mi hija carecer por completo de modales.

—Vamos, papá —protestó ella—. Menos mal que puedes dar clases de fútbol, porque no servirías para comediante.

Él le tiró de la coleta y una envidia abrasadora se apoderó de Marcie.

Estar con su hija le estaba haciendo sentirse tremendamente distante de ella. Kyla y Sam compartían una unión que ella querría tener, pero que no estaba segura de poder llegar a conseguir.

Su hija era querida y se sentía feliz, eso era evidente. Quizás debería dejarlo así, levantarse, dejar a un lado su vaso de té, darles las gracias y desaparecer. Ya había pasado por el dolor de perderla una vez, y aquel dolor había sido difuso y sin sentido. Ahora, si sabía que era en su beneficio, podría volver a hacerlo, sin duda. Quizás eso fuera lo mejor que podía hacer por su hija. No.

Su propia madre había hecho lo que creía mejor por ella, y no lo había sido. Debería haber tenido el derecho de tomar su propia decisión.

Y ahora tenía que ofrecerle esa oportunidad a su propia hija. Si Kyla decidía que no quería saber nada de ella, se obligaría a desaparecer de su vida, a aprender a vivir de nuevo con el vacío.

Fuera cual fuese al resultado, la decisión era de Kyla.

Marcie se dio cuenta de pronto de que Sam y Kyla la miraban con curiosidad; rápidamente se levantó y dejó el vaso sobre la mesa.

—Yo… será mejor que me vaya. Gracias por el té.

—¿Está segura de que está bien para conducir? —preguntó Sam.

Intentó sonreír con confianza, pero no lo consiguió.

—Segura, sí.

Caminó por la acera desigual con Sam a un lado y Kyla al otro. Su coche plateado la esperaba al final de la calle, brillando a la luz del sol como si la atrajese y la repeliera a un tiempo, ofreciéndole la posibilidad de escapar a aquella situación, al mismo tiempo que la alejaría de su hija.

Sam le abrió la puerta.

—Si tiene algo con qué escribir, le anotaré mi dirección para que pueda ponerse en contacto conmigo para lo de la abolladura.

—No necesito la dirección. Yo…

Se detuvo antes de soltarlo todo, antes de decir que sabía cuál era su edad, dónde trabajaba, su número de la seguridad social, la fecha de la muerte de su esposa… y el nombre del hospital en el que nació Kyla.

Pero aquel no era el momento, así que recuperó su bolso y con las manos temblándole ostensiblemente, sacó de él un pequeño bloc de notas y un bolígrafo y se lo ofreció.

Él escribió algo que ella guardó en el bolso sin mirar.

—Gracias —dijo.

Él cerró la puerta, retrocedió un paso y con un brazo por los hombros de su hija, le ofreció de nuevo aquella maravillosa y despreocupada sonrisa. Marcie se encontró sonriendo también, como si algo en su interior no pudiera resistirse al tirón de aquella felicidad.

Kyla levantó una mano para despedirse.

—¡Adiós, Marcie! Siento lo de tu coche.

—Adiós… Kyla.

El tiempo pareció detenerse al mirar a su hija; imposible apartar la mirada, imposible hacer nada. No hubiera podido decir si había estado un minuto o una hora mirándola.

—Hasta pronto, señora Turner —dijo Sam, y el hechizo quedó roto.

Marcie puso en marcha el coche y se alejó. El corazón parecía querer salírsele por la garganta, tenía la boca seca y tenía la cabeza llena de imágenes que se sucedían de forma irreconocible, como en un caleidoscopio.

Tomó la autopista, la forma más rápida de llegar a su casa. Una vez allí, cerraría la puerta y las persianas y volvería a sentirse a salvo.

Pero tenía la sensación de que quizás ya no iba a sentirse a salvo allí. No podría dejar de pensar en la forma de llegar hasta su hija… ni de temer lo que ocurriría de conseguirlo.

 

 

Cuando Marcie Turner se alejó, Sam volvió a tirarle de la coleta a su hija.

—¿Dónde están tus modales? ¿Es que se te han ido por el desagüe de la ducha esta mañana?

—Tú mismo me has dicho que si se quiere saber algo, hay que preguntar.

—Claro, pero preguntarle a una desconocida si está casada y tiene hijos es pasarse de los límites de lo razonable.

Kyla se encogió de hombros y miró hacia el punto por el que el coche de Marcie había desaparecido.

—Sí —dijo, pensativa—. La verdad es que puso una cara muy curiosa cuando le hice la pregunta.

Cierto. La verdad es que Marcie Turner les había mostrado todo un abanico de expresiones curiosas.

—Además, le he hecho la pregunta sólo por ti —continuó Kyla—. Está muy bien.

Sam emitió un gemido de protesta.

—Ve a por la bola, anda —dijo, señalando al final de la calle.