Psiquiátrico - Martín German - E-Book

Psiquiátrico E-Book

Martín German

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Beschreibung

Martín ingresa a un hospital psiquiátrico convencido de que su vida es un reality show del que no puede escapar. Mientras interactúa con médicos, enfermeros e internos, su percepción del mundo se mezcla con la paranoia y la incertidumbre. Entre relaciones caóticas, crisis existenciales y la lucha constante contra el sistema que lo contiene, la historia se convierte en un retrato visceral de la locura, la alienación y la desesperanza. Atrapado entre la realidad y la ficción que construye su mente, Martín deberá encontrar su propia verdad o rendirse a la vorágine del encierro.

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Seitenzahl: 169

Veröffentlichungsjahr: 2025

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MARTÍN GERMAN

Psiquiátrico

German, Martín Psiquiátrico / Martín German. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6200-5

1. Autobiografías. I. Título. CDD 808.8035

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

PORTADA

INICIO

SINOPSIS

El taxi paró justo en la mano de enfrente, que daba a la puerta del hospital.

El taxista me había caído mal, a mi pobre viejo también.

Tiré de la manijita de la puerta despacio, después un poco más fuerte.

—¡Ey, hombre! La puerta no abre —dije.

—Tirá, pibe, tirá que está abierto —contestó.

—No abre.

—Pssst, tirá, pibe.

Tiré, me quedé con la manija en la mano, se la pasé por encima de la butaca.

—Tomá, la puerta no abre —le dije.

—Pero ¿qué hiciste, pibe? Por Dios, me rompiste la manija del auto, ¿estás loco? La puta madre.

Se bajó del taxi, abrió la puerta que me correspondía, yo salí, mi viejo también.

—¿Y qué quiere usted? —le dije.

—Pero no, flaco, vos estás loco.

—¡¡Qué carajo quiere!!

Yo había empezado a temblar como antes de pelearme.

Mi viejo me agarró del brazo y empezó a hacerme cruzar la avenida, llevándome a uno de los peores períodos de mi estúpida existencia.

El taxista quedó atrás puteando y agarrándose la cabeza.

Pasamos la puerta donde estaban los guardias de seguridad municipales y algunos policías. Un guardia era el primo de mi psicóloga; en realidad, habría sido hasta un par de días antes, ella me había mandado a un lugar peor, pero decidí por mi cuenta venir a este hospital.

Llegamos al pabellón de consultorios externos donde yo tenía la primera entrevista con una psiquiatra.

Entramos en el enorme hall.

Era muy amplio y los consultorios se repartían uno al lado del otro circundando el hall central.

Al rato de estar ahí parado con mi viejo, noté que algunas personas me reconocían.

En la ventanilla de turnos, donde estábamos haciendo fila, entró una mujer alta de hermosos ojos azules fríos. Me dijo moviendo los labios:

—Te están filmando.

Nadie se atrevía a decírmelo frente a frente. Me dieron el turno y fui al consultorio de la psiquiatra.

Entré, ella estaba ya sentada y con un montón de papeles sobre el escritorio.

Nos saludamos y comencé a hablar.

—Bueno, yo estoy en un reality show, me siguen, me filman en mi casa, la gente me conoce por todos lados —dije.

—¿Tenés paranoia? —me preguntó.

—No, yo le digo la verdad, y quiero internarme porque si algún boludo por la calle me dice que me mate, le voy a dar el gusto solo para demostrarle que tengo huevos —le dije.

—Mirá, acá no hay lugar, te voy a dar un traslado al Borda.

—Yo al Borda no voy ni en pedo.

—Acá no hay lugar.

Me levanté y salí del consultorio dejándola allí sola. Entró mi viejo a hablar con ella y, a los segundos, salió.

Me senté en el piso y comencé a gritar que era un reality show podrido y perverso y que estaba a punto de matarme por ello.

Hice tanto quilombo que vino una mujer gordita y con ropa de medida, que era de la guardia.

Empezó a discutir con la otra psiquiatra y yo veía cómo la gente se agitaba en consultorios externos.

Siguieron discutiendo con mi viejo al lado.

Entonces me levanté y fui al parque.

En la puerta del hall de consultorios externos me senté en el piso y empecé a mirar mal a todo el mundo. Había un viejo empleado de limpieza y se me acercó tranquilo.

—¿Qué te pasa?

—Es que todos saben la verdad y no la cuentan, no tienen pelotas.

—Ah, eso no. No esperes que nadie se juegue.

Empecé a caminar hacia el parque con mi buzo en la mano, al que trataba de hacerle un burdo nudo para colgarme de la rama de un árbol.

Nunca tuve las pelotas suficientes para matarme, aunque busqué la muerte de diversas maneras. Los árboles tienen ramas endebles, así que busqué más al fondo del parque.

Vi un árbol que me pareció bueno y había trepado bastante alto, cuando cayó la médica de la guardia gordita, dos policías y el tipo de seguridad que era primo de mi psicóloga.

—¡Eh! Martín, bajate, te podés lastimar —dijo el primo.

—Estoy descansando —contesté.

—Las ramas son para descansar —me dijo.

Entonces, entre ágiles movimientos, bajé del árbol.

Los tres me escoltaron a la guardia y me dijeron que espere allí sentado en una antesala rectangular y fría, con solo un banco de madera empotrado en la pared. Ahí había otras personas.

Lo que no era de mi agrado.

Esperé sentado allí con la cabeza gacha y agarrándome el pelo.

Entonces vi pasar a una chica de rostro y cuerpo bonito, con un pantalón de gimnasio y un buzo, que me miró mal.

El que parecía ser el marido me preguntó la hora, le contesté y yo seguí mirando el piso y esperando a mi viejo.

La chica vestida de gimnasia pasó nuevamente y esta vez le dediqué una leve sonrisa que recibió agradecida, devolviéndomela a medias. El supuesto marido miraba para otro lado.

Al rato apareció mi viejo.

—La médica de la guardia va a hacer lo posible para que te dejen aquí —dijo.

—Gracias, pa —respondí.

Una de las mejores cosas que me dio este mundo es mi viejo. Es como una montaña de acumulación de datos y guitarreo de 1,70 y 53 lentos.

Me recosté en el banco de madera y me dejé llevar por un poco de sueño, hacía mucho que no dormía bien.

Entraron dos chicas con una vieja. La más joven se me acercó y preguntó si podía tocar el aro que yo tenía en la ceja.

—Por supuesto. ¿Sabías que es una cámara y micrófono? —le dije.

Ella se rio y empecé a contarle cómo me filmaban en mi casa, baño incluido, me seguían por la calle con celulares, me creaban trampas y me habían vuelto, poco a poco, loco otra vez, cuando yo estaba totalmente en lo cierto y bien crudo.

Mucho no se convenció, pero charlamos un rato y me dijo que era la sobrina de la otra chica, que estaba internada, y con su abuela la vinieron a visitar. Después me presentó a ambas. La abuela era ese tipo de ciegos que solo tienen las cuencas de los ojos, y la tía no era bella, pero tenía bellas tetas.

Al tiempo de estar allí charlando, me tocó el turno de hablar con la gordita médica de la guardia.

Entré a un consultorio con mi viejo.

Estaban ella y una compañera flaca y alta.

—¿Por qué venís? —preguntó la gordita.

—Porque me quiero internar.

—¿Por qué? ¿Qué problema tenés?

—Bueno, mirá, es medio extraño o increíble, pero conmigo hacen un reality show al estilo de The Truman Show y yo ya me di cuenta. No sé quiénes son los cerebros, pero sé que me filman en mi casa, me siguen en la calle, investigan mis emails, la gente me conoce por la calle… Bueno, eso no sería el problema; el tema es que cuando digo algo que va contra la sociedad y salgo a la calle, la gente me putea y me hieren sin compasión. Así que no puedo hacer nada. Yo no puedo hacer nada.

—¿Toda la gente te trata así? —preguntó.

—No, hay mucha gente que me aprecia. Ellos me dicen las cosas sin hablar, solo balbucean, y yo les leo los labios. Salí con una chica que era psicóloga y sorda. Así aprendí a leerlos. Ellos me dicen “Estoy con vos”.

Seguimos hablando un rato más de cuestiones técnicas de internación, y en un momento en que yo estaba hablando, la médica gordita me miró a los ojos y, moviendo los labios sin hablar, dijo:

—Estoy con vos.

Mi internación ya estaba en puerta.

Volví al hall de entrada de guardia con mi viejo.

Estábamos ahí parados cuando un pibe, sentado en el banco con alguien que parecía el padre, me miró y yo también le seguí la mirada.

Entonces el flaco dijo:

—¿Está todo bien, loco?

—Sí —respondí.

—No, porque hace dos días que no duermo y me pongo mal, estoy paranoico.

Dejé de escucharlo. A su lado había sentada una mujer de edad con anteojos negros, como yo, que los tenía porque decía que iba a descubrir todo caiga quien caiga. Ella me miró y balbuceaba:

—Estoy con vos.

Le sonreí. Lo miré a mi viejo y estaba absorto charlando con el pibe y su padre. Hablé un poco con ellos y se fue yendo gente del banco, así que me senté.

Entonces pasó un pibe flaco, con pelo algo largo y un paquete de galletitas cuernitos en la mano, ofreciéndole a todo el mundo.

—¿Quieren? Tomen —decía.

Me tocó el turno a mí.

—No, gracias.

—Tomá, dale.

—Bueno.

—¿Estás loco vos? ¿Por qué no dijiste que sí?

—Tal vez.

—Si acá todos están locos —dijo él.

Pasó de largo y salió por la puerta 1.

Del lado de afuera, en esa puerta, había tres mujeres jóvenes. Bailaban sensualmente y me miraban y se reían. El pibe de los cuernitos las conocía. De verdad que estaban muy buenas. Una era rubia, de rulos, con bello culo y tetas. La otra, una Stone embarazada, y la otra, flaca como espiga y tetona, con un cuerpo de modelo y una enorme boca.

Después, estaba esperando allí en la puerta del hall de guardia. Las chicas ya no estaban, y una enfermera gorda, grande y vieja, con unos ojitos azules de maldad, hablaba con un policía joven con cierto porte de gallito de pelea.

—Tanto quilombo por este pelotudo —decía el policía.

—Sí, es un boludo —dijo la gorda.

Los miré fijo a los dos y después escondí la cabeza entre mis manos, mirando el piso. Yo podría ser un idiota, pero ellos no habían vivido ni la mitad de la locura que yo, y aún estaba en pie peleando.

La gorda pasó a mi lado.

—Gorda de mierda —dije por lo bajo, pero noté que me escuchó.

Entonces entré de nuevo al hall, donde estaba mi viejo, y le pedí unas monedas para hablar por teléfono.

—¿A quién vas a llamar?

—A la radio Rock & Pop. R & P.

—Bue…

Salí y me puse frente al teléfono de la puerta del hall. Había un tipo hablando.

Esperé un poco más, sumamente nervioso, mirando y escuchando a todo el mundo.

El tipo, al fin, dejó el teléfono en paz.

Me apoderé de él como un obsesivo, metí las manos a la velocidad de la luz y marqué el teléfono de la radio donde vivía virtualmente hacía años.

Una vez, dos veces, tres veces. Cien veces. No paraba de hablar.

Había por allí un flaco con un piercing en la nariz y me preguntó qué me pasaba.

—Quiero llamar a la R & P y estos hijos de puta me bloquean los teléfonos.

—Ah —dijo el flaco.

Después, entré de nuevo al hall, donde entraba y salía gente todo el tiempo.

Al fin, me dijeron que quedaba internado. Me prepararon un colchón en el piso de la guardia, me dieron unas pastillas y después me tiré en el colchón. Mi viejo se fue al laburo y yo me quedé allí en el piso, somnoliento y hambriento.

Después, un hombre de bigotes y muy macanudo me trajo una bandeja de comida, la cual hice desaparecer rápido. Luego me dieron más pastillas y me dormí.

Sería medianoche cuando la médica gordita de la guardia me despertó.

Tenía mi documento en las manos.

—Esta foto del documento está mal, es trucho.

—El documento lo hicieron en un CGP, ¿el número está bien? —contesté.

—Ahora hay una ambulancia que te va a trasladar al Borda.

—Yo de acá no me voy, mi viejo firmó por mi internación, acá y sin la firma de él no me voy a ninguna parte, hasta mañana cuando él venga.

—No sé, vamos a ver.

—Yo no voy a ninguna parte, deme el documento.

Me pasó el documento y yo me metí de nuevo debajo de las sábanas del colchón del piso y al rato me dormí de nuevo.

No recuerdo a qué hora me desperté agitado por algún mal sueño. Solía tenerlos siempre.

Me dieron una taza de té con leche en la puerta de una cocinita mínima que solo servía para acomodar la comida para los aproximados 40 internos de guardia entre hombres y mujeres y los que dormían en el piso, que siempre eran 3 o 4. La comida venía en un carro de metal del tamaño de un cajón de muerto para alguien extra obeso y se distribuía desde esa cocinita.

Al rato de desayunar llegó mi viejo y estuve charlando un rato con él.

—¿Le contaste, alguien en el barrio? —dije.

—No, al patrón nomás —respondió mi papá.

—Ta bien.

Hablamos un rato más y le conté lo poco que sabía del funcionamiento del hospital. Entonces, como una ráfaga de carne seseosa, apareció la tía de la chica que habló conmigo respecto del aro en la ceja.

—Hola —me dijo— ¿Estás bien? ¿Querés Coca-Cola?

—Sí, gracias —respondí.

Fue y me trajo un vaso lleno, lo tomé, se llamaba Mariela. Su cara era bastante pícara.

Mi viejo se despidió y se fue.

Al rato llegó la comida.

Comí con muchas ganas. Las pastillas comenzaban a hacerme efecto. Siempre dan hambre y sueño.

Después vino Mariana con sus tetas hacia adelante, apuntándome, y me invitó a caminar por el parque.

Me levanté de la cama del piso y me fui tras ella.

Salimos al parque y todo par de ojos que por allí hubiera nos estaban mirando.

Nos tiramos en el césped cerca del pabellón de guardia y nos besamos sin preámbulos, bocas secas y empastillados y lenguas adormecidas.

—Me gustan tus tetas, te las chuparía todas.

—Para un poco. —Sonrió.

Nos levantamos, dimos vuelta todo el pabellón central, que sería guardia externos y hospital de día, y fuimos a parar a un parque detrás de la iglesia, ahí nos besamos y tocamos un poco, casi no había gente mirando. Después ella se levantó y dijo que iba a buscar algo, yo me quedé tirado en el pasto, sentía una debilidad y cansancio y una paz que hacía mucho que no sentía, y me quedé dormido.

Cuando desperté fui derecho a la guardia, allí me encontré con el enfermero macanudo de bigotes y me dijo que me iban a pasar a la sala de guardia y que iba a tener una cama y una mesita de luz y me hizo escoltar por una médica clínica no muy linda, pero con buena onda, que escuchó mis pulmones y me preguntó si fumaba.

—Sí —dije—, ¿por qué?

—Porque respirás muy despacio.

Después hice el reconocimiento de terreno de mi sala nueva y me tiré un rato allí a pensar y conocer a mis compañeros, aunque no quiera conocer a nadie. Había uno que ya conocía de una de las mañanas anteriores a la de la internación, cuando venía a pedir turno a consultorios externos. En que había venido al hospital buscando refugio porque gracias a mucha gente inescrupulosa yo estaba más muerto que vivo, en vida.

Este pibe vendía la revista Hecha en Buenos Aires y yo la había vendido, aunque muy poco tiempo.

El día que lo conocimos con mi viejo, lo invitamos a tomar un té. Parecía un tipo simpático, muy alto y muy feo.

Bueno, ese era el único compañero con el cual había cruzado palabras.

Al lado de mi cama había un gordo grandote y joven con pocas pulgas, llamado Serrano, después el vendedor que le decían Tribilín, después venía un viejo que nunca supe el nombre.

Había una cama lateral donde dormía el chabón de los cuernitos, llamado Calamaro, en su cama estaba Rodolfo, que tendría unos 40 años y tenía algo que me molestaba, y era que parecía que sufría por todos, mucho no le creía, después en frente mío Marcelo. Un adolescente que solo fumaba y se levantaba de la cama solo a comprar cigarrillos y a su lado, y por último Iván Drago, un joven del tipo alemán que parecía sin fuerza ni para respirar. No es que nadie me presentara, pero escuchando lo que hablaban ellos y solo escuchando primero, los conocí a todos. Para bien y para mal.

A las siete en punto llegó la comida, cenamos encima de las camas y luego cada cual hizo lo que podía.

Calamaro salía con Eugenia, que era la rubia tetona y muy linda, que bailaba sensualmente el día anterior.

Yo salí a caminar con Maiana, intentando algo, pero los efectos nervio y medicación me iban a jugar una mala pasada.

Al salir al parque, ella me mostró un preservativo pegado en su teta debajo del corpiño. Caminamos y fuimos detrás de unos arbustos que formaban un pequeño cajón de vegetales contra la pared lateral del hospital. Nos metimos allí y comenzamos a besarnos.

—Ya te pusiste el forro —me dijo con los ojos semicerrados.

—Chúpamela —le pedí.

—No, eso yo no hago.

—Dale, nena, ¿qué no vas a hacer?

—Y sí, con 24 no te puedo decir que no.

La pelé y empezó a chupar, se empezó a parar pero no mucho, solo un poco, y yo comencé a ponerme más que nervioso. No quiso chupármela más y se tiró boca arriba al piso levantándose la pollera. Mientras, yo intenté ponerme el forro en mi maldita pija flácida, pero ya sabía que era inútil. Y los ruidos de autos, las voces y las luces que pasaban por los alrededores me hacían poner más paranoico y con menos ganas de estar allí.

Así que al fin dejamos todo como estaba y cada quien volvió a su sala, o al menos eso hice yo. Serían como las 20:30 y a las 21 horas cerraban las puertas y daban la medicación, no hablé mucho con mis compañeros esa noche, solo Tribilín que sabía me preguntó algo y contesté que no me había ido muy bien. Mi axioma era no mentir; si lograba descubrir lo del reality show era por pura fuerza de decir la verdad. No tenía por qué mentir a nadie.

Más tarde y bastante angustiado logré dormirme.

A la mañana siguiente me desperté y seguí la rutina de pastillas, té con leche y pan, y salí a buscar cigarrillos porque nadie tenía. Todo eso a partir de las 8:30, cuando abrían las puertas, pero todos estábamos despiertos a las 7 a. m. aproximadamente, desesperados por salir.

Al rato llegó mi viejo y le conté lo sucedido.

—No te hagas problema, hijo, ya va a pasar, quédate tranquilo y no pienses.

Fuimos al bufet del hospital a tomar un café y Tribilín nos acompañó. El bufet a la mañana estaba atestado y lleno de personajes desde el principio, así como hermosas psicólogas y psiquiatras que recreaban la vista, tanto como algunas visitas y algunos pacientes, y una cafetera morocha de sensuales labios llamada Larita; daba gusto verla moverse detrás del mostrador y más cuando se agachaba a pasarle el trapo a una mesa y su bello culo se movía al compás del trapo rejillas. Llegaba un rato después del dueño, que era un tipo seco de pelo blanco y rasgos duros llamado Antonio.

El tema es que ocupábamos una mesa allí los tres; mi viejo, Tribilín y yo nos reímos de los personajes del bar.

Estaba Torino Carotone, que era una copia fiel del cantante compositor del tema “Me cago en el amor”.

“E un mondo difficcile una vita intensa” decíamos a los gritos y el que captaba el chiste se meaba de risa.

Después había un médico alto y ancho como una heladera de dos puertas, pelado, muy blanco y con barba canosa, él era “Doctor Muerte”, su apodo lo debe al anterior día en la guardia, cuando yo estaba allí esperando que depositaran mi cuerpo en alguna parte. Entonces salió un médico de una puerta, me miró y abriendo las manos dijo:

—Yo no manejo el dolor.

Y detrás de él salió el “Doctor Muerte”, que fue como le dije al pasar a mi lado sonriéndole sarcásticamente.

En poco tiempo yo me daba cuenta que adonde fuera las secuencias del reality show comió. Yo lo llamaba, no terminaban nunca.

En el bar también estaban los empresarios, que eran los visitadores médicos. A ellos les tocaba la joda en forma directa que larguen la guita en medicamentos para pagar mi indemnización en el reality show. Conocía a uno pelado del día del árbol, el cual me había dado cuenta que me conocía.

Como me conocían todos, pero nadie decía una puta palabra.

Los doctores pasaban aburridos y yo de la mano de Maiana, que trataba de caerle simpática a cuanto chabón se le acercaba.

Yo ya no la quería ver ni en figurita.

En esas noches de calor había un grupo de chicos y chicas que se juntaban a tomar mate por la tarde después de comer.

Una de ellas era la coreana, aquella chica que vi en la guardia el mismo día de mi internación, que se encontraba con su marido.

También estaba bastante bonita, Nancy, una chica callada y algo extraña, con un bello culo, Estela, que era unos años mayor y lo macanuda le quitaba fealdad, Pandy, que era el flaco que tenía el aro en la nariz con su novia Reny, Remo, un pibe muy bajito con cara de pocos amigos y bastante violento, y a veces Calamaro y Eugenia.