Quinta esencia - Pedro Moscatel - E-Book

Quinta esencia E-Book

Pedro Moscatel

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Beschreibung

La Estación, la última nave de la desaparecida civilización galáctica, surca el espacio infinito con los últimos supervivientes que quedan. Sin embargo, poco a poco los recursos dentro de la Estación se irán agotando. El fin se acerca... a no ser que se tomen medidas drásticas. Una epopeya espacial tan trepidante como profunda.

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Seitenzahl: 423

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Pedro Moscatel

Quinta esencia

el vacio que nos separa

Saga

Quinta esencia

 

Copyright © 2019, 2022 Pedro Moscatel and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726983630

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

«Hay geometría en el vibrar de las cuerdas, hay música en el espacio vacío entre las esferas.»

Pitágoras de Samos

PARTE I

EXPANSIÓN

1. LA ESTACIÓN

I

El disco giraba en su eje. Una pequeña aguja arañaba música de entre sus surcos, y esta sonaba con esa alteración en el ritmo, el tono y el volumen que solo se logra mediante la reproducción de una grabación analógica. Ninguno de los dos presentes conocía el nombre del compositor.

—De modo que no nos queda otra opción —atajó Palius Mantel. El sudor le resbalaba desde la calva, se acumulaba en las aletas anchas de su nariz y se despeñaba más allá de unos pómulos prominentes.

—Mucho me temo que no, no hay alternativa —sentenció con más frialdad de la que reflejaban sus palabras su interlocutor, Myke Terroma. Aquel arma, cuyo nombre o procedencia se perdían en el tiempo, seguía inocentemente posada sobre el espacio de mesa que había entre los dos—. Debe usted morir, señor Mantel.

El aludido se levantó de su asiento para contemplar la inmensa negrura, el infinito vacío que mostraba la pantalla principal. No había ni una sola estrella, ni siquiera un minúsculo punto de luz en aquella yerma extensión de distancias incalculables.

Masculló unas palabras que bien pudieron haber sido un pensamiento en voz alta:

—Una parte de mí mantuvo siempre la esperanza. Tenía fe en que tal vez lo lograríamos.

—¿Fe? —dijo el capitán Myke Terroma, quien había optado por seguir sentado—. La fe no habría mejorado nuestra situación en un ápice, señor Mantel. Sabe bien que el corazón de nuestra nave se detendrá en cuanto se agote el combustible —explicó sin mucho énfasis. Mientras tanto, su segundo de a bordo acariciaba los límites de su coronilla con la mirada fija en el vacío del exterior—. Cuantos menos seamos, señor Mantel, menos necesitaremos. Las reglas de nuestra nave, de nuestro pequeño mundo, son muy estrictas al respecto: a menor energía, menor consumo. Eso lo ha sabido usted perfectamente desde la época en que le recogimos.

—Lo recuerdo como si fuera ayer —admitió Mantel con un estremecimiento—. Claro que usted entonces aún no había nacido. ¿Le he contado alguna vez la historia de cómo llegué?

—Sí, señor Mantel —repuso el capitán Terroma. Se levantó para hacer equipo con su subalterno y, juntos, enfrentaron la negrura de la pantalla.

—Pensé que lo lograríamos —insistió Mantel.

—El qué. ¿Ver una estrella?

—Al principio. Lo importante sería encontrar un planeta, por supuesto, un planeta en el que vivir, quizá, o al menos uno del que obtener combustible y materiales. Pero una estrella siempre es un buen indicio.

—¿Cómo dice? Basta de estos cuentos, por favor. ¿Cómo puede ser siempre un buen indicio, si hace milenios que nadie ha visto una?

—Se equivoca —dijo Mantel con aire ofendido—. Mi abuelo estuvo dentro de una, señor. ¿No se lo he contado nunca? Creía habérselo contado.

—Sí, me lo ha contado alguna vez, señor Mantel.

—¡Dentro de una estrella, vacío! —exclamó—. Apenas quince grados centígrados de temperatura en la superficie, ¿qué le parece?

—Me parece difícil de creer.

Mantel torció el gesto.

—Aquello lo contaba mi padre, y no debería usted considerarle un mentiroso. No olvide que era su abuelo. Ilegítimo, de acuerdo… pero aun así.

Terroma pareció recibir aquella apreciación como un hierro al rojo aplicado sobre la piel.

—No lo olvido, señor Mantel.

Y tras una breve vacilación, pasó el brazo por encima del hombro de su progenitor. Este se mostró visiblemente sorprendido, en un primer momento, pero entonces cayó en la cuenta de que el capitán se apoyaba en él porque le costaba mantener el equilibrio: despedía un olor fuerte y rancio.

—¿Cuál es el fin, en cualquier caso? —dijo Mantel, librándose del abrazo de su hijo—. Un tiro dentro de la boca, abrirme un tercer ojo en la nuca y reventar como una piñata, ¿y para qué? ¿Para que usted viva un año más, dos como mucho? Hace cuatro años que perdimos a las últimas dos mujeres.

—Murieron de negrura.

—Suicidio, capitán. Fuera de esta estación a eso se le conoce como suicidio. Aunque el que le dieron aquí no deja de ser un nombre adecuado —dijo volviendo de nuevo la vista hacia la pantalla—: Negrura... Contemplar día tras día esta inmensa oscuridad, este infinito vacío. Sin duda la negrura ha hecho un buen y abundante servicio al ahorro energético de esta nave. Y sin embargo...

—Esa —le interrumpió el capitán— es la vida que llevamos, el único modo en que hemos podido sobrevivir durante tantos y tantos siglos de peregrinaje. Desde que nacemos nos preparan para ello, señor Mantel. Usted, sin embargo, es alguien de fuera, alguien que nunca podrá entender del todo nuestras costumbres.

La pantalla tembló bajo el puño cerrado de Mantel. —¿Pero es que todavía no se ha dado cuenta de que solo quedamos usted y yo en esta estación? —estalló—. ¿No ve que sus estúpidas normas ya no tienen sentido?

Myke Terroma le contempló en silencio: en sus ojos verdes y en su rostro ojeroso había pinceladas de demencia en las que había sido difícil reparar en un primer momento, pero que ahora resaltaban como descubiertas por un último haz de luz crepuscular. Tras asomarse a ese vórtice vertiginoso y absorvente que tiraba de él desde más allá de las pupilas de su hijo, Palius Mantel claudicó y se derrumbó sobre uno de los asientos. En su rostro, todavía cabal, resonaba un eco de ese horror determinado y tranquilo que provoca lo inevitable.

—Es la ley —dijo Terroma.

—No hay otra opción —repitió Mantel, con una voz monocorde que no parecía la suya.

Contemplaba atribulado el arma sobre la mesa, luchando por tomar una resolución.

—Se enfrenta usted a una terrible prueba, Mantel. Si quiere, yo mismo… En fin. Puedo ayudarle.

—¡No! —estalló el mayor de los dos, escandalizado, al caer en la cuenta de lo que se le proponía—. ¿Matará usted a su propio padre?

El capitán no dudó.

—Sí, si usted me lo pide. No es algo de lo que deba avergonzarse. Después de todo, ¿Qué sentido tiene ya la valentía, en medio de la nada? Nadie lo sabría.

—Yo lo sabría. Y también… también mi hijo.

El capitán Terroma mantuvo el foco de su mirada durante unos instantes más.

—Está bien.

Y se volvió para abandonar la sala, dejando a Palius Mantel a solas con aquella primitiva arma de fuego.

Qué estúpido, pensaba Mantel. Qué increíblemente estúpido es todo cuando uno se detiene para mirar atrás, una vez tiene la certeza de que se acerca el final. Qué enorme tontería es el mundo, cuando lo abandonas. Y con este pensamiento todavía presente, introdujo el cañón del arma en su boca. Tenía que ser así. Una inyección hubiera sido tal vez preferible, durante el sueño quizá. Lástima que los químicos estuviesen racionados. Racionados para una sola persona, ahora que yo me voy. Qué estúpido...

Posó el dedo sobre el gatillo, asqueado por el sabor metálico entre sus dientes.

—Y sin embargo... —balbució sin separar sus mandíbulas, antes de disparar.

Un seco chasquido confirmó que la recámara estaba vacía. —¡Padre! —llegó desde fuera el grito del otro pasajero de la Estación.

Para cuando llegó, el segundo de a bordo no encontró más que un fardo inerme donde debería haber estado su capitán. Qué enorme tontería, pensó Palius Mantel, y se agachó para levantar el cuerpo inconsciente de su hijo.

En la pantalla, sin nadie allí para presenciar el acontecimiento, una mota de luz crecía en un rincón de la negrura.

II

El capitán Dmitrievich contemplaba el fuselaje y la esclusa de la que todos llamaban ya «la nave de fuera». Tenía que hacerlo desde el otro lado de la mampara de contención biológica, eso sí. Mientras esperaba, tamborileó distraído sobre el material transparente. Hacía cuarenta y ocho horas que el muchacho, que no debía de llegar a la veintena ni de lejos, había llegado a la Estación. Habían aislado el muelle y acoplado la nave, y al entrar enfundados en sus trajes anticontaminación los hombres y mujeres del equipo de contención solo habían encontrado el cuerpo comatoso del chico y a nadie más.

Hablaba la misma lengua que ellos, aunque con variaciones muy importantes y un acento extraño. Por las imágenes que el capitán había visto, su vestimenta era —sin llegar a ser ridícula— ajena a las costumbres de la Estación. Entonces, ¿de dónde venía? Porque allí afuera no había nada, ni una sola luz en la noche. ¿Había brotado del vacío? ¿Había aparecido como por un sortilegio?

El panel junto a la esclusa emitió un pitido, a pesar de que no había ninguna diferencia de presión. Hubo un silbido mientras el aire salía y entraba de la cámara estanca de la nave visitante: también el muchacho tenía su propio muro de contención que separaba su aire del de la Estación.

La puerta se abrió al otro lado del cristal y el capitán tuvo que contener un escalofrío. Recordó aquellas historias sobre los fantasmas del vacío, los espectros muertos que habitaban el espacio. Eran un simple cuento de viejas; decían que los fantasmas no necesitaban luz, calor, aire, agua, alimento. Que flotaban eternamente en la negrura y, como le ocurre a todo el que carece de una virtud, la vida les atraía al mismo tiempo que la odiaban.

El muchacho caminó hacia la mampara. Andaba con seguridad, a pesar del mal estado en que le habían encontrado dos días atrás.

—Te saludo, Palius Mantel.

El chico no contestó, y el capitán dudó incluso de si el interfono que llevaba su voz al otro lado podría estar fallando.

—Soy Mihje Dmitrievich, el capitán de esta nave —siguió, de todos modos.

—¿Eres el jefe de este clan?

Curiosa pregunta. Mihje sopesó las palabras, consciente de la cantidad de matices que podía estar perdiéndose.

—Sí —resolvió—. A este lugar lo llamamos la Estación. Yo piloto. Yo decido el destino de los que la habitan.

No la pilotaba, en realidad. La Estación viajaba, y lo hacía con un rumbo, claro, pero alterarlo habría significado un gasto energético que no podían permitirse. Hacía incontables generaciones que los capitanes tan solo dejaban que la gran esfera continuase a su velocidad constante de cientos de miles de kilómetros por hora, donde quiera que eso les llevase. ¿Qué importaba una dirección u otra, si no había puerto a la vista?

—Entonces yo no soy solo Palius Mantel. Soy Palius Mantel, el capitán de esta nave —dijo el chico, señalando hacia la esclusa que acababa de traspasar—. Yo la piloto. Yo decido el destino de su habitante.

Mihje asintió.

—Nadie pretende otra cosa.

—Que no lo hagan —se pasó la mano por el cabello antes de continuar—. Veo que todavía me prohibís la entrada.

—No será por mucho tiempo —dijo el capitán—. Estamos terminando de analizar las muestras que te solicitamos. Una vez descartemos el riesgo biológico, retiraremos la mampara.

—¿Cuándo?

—Un día, dos como mucho. Te lo garantizo.

Palius Mantel sopesó al capitán con la mirada. Es duro, pensó Mihje, o al menos lo aparenta muy bien.

—Hablaremos entonces —dijo el chico, e hizo ademán de volver.

—¡Espera!

Palius se quedó congelado a mitad de movimiento, y el capitán gesticuló para que volviera a acercarse al intercomunicador.

—Hay algo de lo que quería hablar contigo, Palius. Algo acerca del día en que viniste.

—Por ahora no quiero hablar de eso.

—Lo sé, lo sé. Pero hay algo que dijiste, algo que he escuchado en las grabaciones. Estabas inconsciente, o quizá soñabas, pero alguien del equipo te preguntó varias veces quién eras, y a dónde te dirigías originalmente. Todavía inconsciente, empezaste a repetir una única palabra: «tierra». ¿Tiene esto algún significado para ti, Palius?

El chico negó con la cabeza.

—Ninguno. Y ahora, capitán, me marcho. Hablaremos de nuevo cuando no nos separe este muro.

Mihje supo que no sería buena idea insistir, así que guardó silencio mientras Palius se perdía en el interior de aquella nave. Tal vez no pareciese un fantasma del vacío, pero igualmente era algo ajeno; algo imposible, o al menos algo que no habían creído posible. ¿De dónde venía, si no había nada en ninguna dirección? ¿Cómo había dado con ellos, si la probabilidad era prácticamente nula?

—¿Quién eres, Palius Mantel? —se preguntó en voz alta. Tamborileó de nuevo sobre la mampara y se separó de ella con un suspiro. Tenía un día largo y repleto de trabajo por delante: como siempre, la Estación necesitaba a su capitán.

En cuanto a Palius, vio marcharse al capitán a través de sus monitores, y también a través de la humedad de las lágrimas. Por primera vez desde que había despertado empezaba a comprender que quizá no hubiese forma alguna de volver, de deshacer lo que estaba hecho. ¿Dónde estaba? «La Estación» no bastaba, no era una dirección, un conjunto de coordenadas, ni siquiera un punto de referencia. ¿Cómo de lejos estaba eso de casa? Se mordió los labios y apretó los puños hasta que las lágrimas remitieron. Bebió algo de agua recompuesta y se dirigió al escondite en el que guardaba su tesoro.

Cogió el objeto rectangular entre las manos y lo abrió al azar, sabiendo que no habría diferencia entre una u otra de las páginas. Escogió un párrafo cualquiera y lo leyó para sí, tal y como le habían enseñado: «Tiene uno que ir solo al bosque, donde sepa que hay un tronco con agua, y al dar la medianoche, apoyarse de espaldas al tronco y meter la mano dentro y decir: ¡Tomates, tomates, tomates y lechugas; agua de yesca, quítame las verrugas!».

Arrojó el libro a un lado y rugió una maldición. Su nueva realidad era como las páginas de aquel libro replicado: no importaba qué frase leyese, porque ninguna tenía el menor sentido.

*

«La solución a este enigma sigue siendo nuestra prioridad — grababa el capitán Dmitrievich en su diario, horas más tarde—: ¿Qué forma de transporte es esta, que le permite a una nave así, de al menos un kilómetro de eslora, materializarse sin ser detectada por nuestros sistemas? ¿Qué increíble distancia habrá recorrido este muchacho a lo largo de los tres ejes del vacío y a solas, mediante esta tecnología desconocida? ¿De dónde procede Palius Mantel?»

Se apartó del terminal.

—Mihje, despiadado trozo de hielo. ¿Por qué no vienes a la cama y abrazas a tu esposa?

—Carla, mi querida Carla... —suspiró el capitán de camino al lecho. Ella era joven, dolorosamente hermosa, apasionada. Con qué naturalidad dejaba que la sábana cayese de cualquier manera, sin velar su desnudez y enredada entre sus rodillas. Jugaba con sus mechones largos, de color negro negrura. Era el mismo tono de negro que coloreaba el espacio entre las estrellas, el mismo que absorbía las ganas de vivir hasta que el siguiente aliento de aire ya era uno más de los que la cordura podía soportar. Y contrastaba demasiado con el gris plateado de las canas del capitán—. Te casaste muy pronto, Carla. Y yo muy tarde.

—No digas eso. No te lo permitiré —dijo ella, y frotó una pierna contra la otra, mientras Mihje se desnudaba.

—¿Por qué molestarse? ¿Por qué acostarte conmigo? Está claro que no podré darte un hijo.

Ella lo atrajo con ambas manos. Le lanzó ráfagas de aliento dulce a la cara. Respiraba deprisa y profundamente, como si el aire de la habitación fuese poco para ella. Todo es poco para ella, pensó Mihje.

—¿Y no se le ocurre otro motivo para acostarse conmigo, mi capitán?

Un beso robado apagó la respuesta.

—Capitán... —rezongó él después con fingida contrariedad, y se entregó en caída libre a la tibieza de los brazos de su compañera, su vientre en las caderas de ella, el rostro hundido entre sus pechos.

—Ese es tu rango.

—Sí que lo es. Y malditas sean las borlas y los galones, la capitanía y el puente, y el vacío mismo si no lo cambiaría todo por un niño con tu pelo y una niña con tus ojos. Ojos verdes como el corazón de la nave, justo antes de romper el amanecer.

—Ahora, Mihje —dijo ella, abrazándole con las piernas—. Ahora...

Un brillo avieso asomó a la mirada del capitán, antes de que rodase a un lado de la cama rechazando los labios de su mujer.

—Hoy no —dijo sin más.

¿Qué habría querido decir aquel muchacho, al borde de la inconsciencia, cuando lo recogieron de su nave? ¿Por qué esa palabra y no otra?

—¿Otra vez...? —susurró Carla, sin poder o sin querer evitar el reproche.

¿Qué quería decir Palius Mantel con aquello de «tierra»?

III

Finalmente fueron tres los días que Palius Mantel tuvo que esperar antes de visitar la Estación. El capitán caminaba a su lado cuando abandonaron la zona de embarque y emergieron bajo un fulgurante cielo verde.

—¿Siempre es así? —tuvo que preguntar Palius, tapándose los ojos y temporalmente cegado, aunque al instante se avergonzó de haberlo hecho. El capitán Mihje sonrió con superioridad.

—Te acostumbrarás.

Así fue, en parte, y una vez que sus pupilas se adaptaron a la nueva luz pudo distinguir el interior de la Estación. Se trataba de una esfera hueca. Esa luz verde venía de una zona neblinosa en el centro, y de allí y hasta las paredes exteriores partían seis cilindros con la forma de dos aspas cruzadas. Norte, Sur, Este, Oeste, Arriba y Abajo. La simulación de gravedad, como ocurría en cualquier otra nave o estación que hubiese conocido, la lograban mediante la rotación sobre un eje central. Así, la aceleración era más acentuada en el ecuador que circundaba al eje de rotación, y desaparecía paulatinamente al aproximarse a los polos, en cuyos extremos —y a lo largo de todo el eje— habría, probablemente, cero gravedades. El diámetro de la esfera era difícil de determinar, pero definitivamente se medía en kilómetros, tal vez decenas o cientos de ellos. Sobre la línea del horizonte, la ciudad se curvaba gradualmente hasta situarse, en la lejanía, sobre sus cabezas. Jirones de vapor de agua se apelotonaban a lo largo del eje de rotación y especialmente sobre la pequeña región esférica en el centro, difuminando en parte su luz verdecina y haciendo imposible ver su superficie.

—Vamos.

El capitán echó a andar, y Palius tuvo que bajar la vista y seguirle. Andaban entre los edificios bajos, por unas calles anchas y espaciosas que sin embargo estaban abarrotadas de gente. Probablemente Palius fuese el motivo de aquella aglomeración, a juzgar por cómo él y el capitán estaban siendo el foco de todas las miradas.

—Hay muchísima gente.

—No, no lo creas. En este momento, apenas hay algo más de mil personas viviendo en la Estación. La mayoría de los edificios están sin habitar, me temo.

—¡Mil personas!

—¿No había tanta gente en el lugar del que viniste? — dijo el capitán Dmitrievich, que obviamente había leído la sorpresa en el rostro del chico viajero. Palius guardó silencio, y el capitán suspiró—. Como prefieras. Tarde o temprano nos contarás de dónde procedes.

No era una frase dicha a la ligera. Sonaba con toda la fuerza y la amenaza implícita de quien está acostumbrado a que las cosas se ajusten a su deseo.

—Allí arriba, Palius —cambió de tema el capitán sin ningún esfuerzo— se encuentra el corazón de nuestra Estación, el órgano artificial que bombea nuestra luz y nuestra energía. La vida de nuestro hogar tiene el mismo secreto que la tuya o la mía: solo hay que procurar que ese corazón no se detenga.

Sus pasos les habían llevado hasta la base de uno de los tubos que conectaban la superficie con el centro de la esfera. Se trataba de un cilindro de, por lo menos, diez o doce metros de diámetro. Atravesaron una de las puertas que había a lo largo de toda la circunferencia y se amarraron a los asientos de seguridad.

—No te asustes —dijo el capitán Dmitrievich a los pocos minutos de que iniciaran el ascenso—. A medida que nos alejamos del borde exterior, menor es la aceleración centrífuga.

—Centrípeta —le corrigió Palius.

—¿Disculpa?

—La fuerza centrípeta es la que disminuye a medida que nos acercamos al eje de rotación y eso es lo que genera la ilusión de ingravidez. La fuerza centrífuga solo existe como un fenómeno de observación.

—Veo que eres un estudioso de las tradiciones. Tengo que felicitarte.

Palius no contestó. La cámara continuó ascendiendo, imposible determinar a qué ritmo desde su interior. La presión atmosférica iba haciéndose menos y menos intensa, y el simulacro de fuerza gravitatoria también fue disminuyendo hasta desaparecer poco antes de que el elevador se detuviese.

—Tienes mal aspecto —dijo Palius cuando se quitaron los arneses y flotaron libres por la estancia.

El capitán pareció sorprendido por un brevísimo instante. Sin dejar de resollar a causa del primer y más importante efecto de la altitud (la falta de oxígeno en los pulmones) se impulsó con los brazos hacia la pared, y asiéndose de una serie de agarraderos fue columpiándose hasta alcanzar lo que hasta hacía poco había sido el techo.

—Tal vez deberíamos habernos puesto los trajes de presión.

—¿Son necesarios?

—Para ascensiones puntuales como esta no, pero… — hizo un ademán de la mano y masculló las palabras siguientes—: La ingravidez es cosa de jóvenes.

Era extraño que el capitán dijese aquello, porque a Palius no le parecía que tuviese mucho más de cuarenta años. Y sin embargo tenía el pelo cano y ralo, sí, y la piel del rostro surcada de arrugas y lunares; la frente empapada en sudor, y ese evidente mal de altura que se estaba cebando en él más de lo normal en el habitante de una estación como esta. ¿Estaría enfermo este hombre de mirada dura y profunda?

Todas aquellas cuestiones pasaron a un segundo plano cuando Mihje Dmitrievich abrió la puerta del elevador y salieron a la luz del corazón de la Estación

—Que la última estrella se apague en el vacío… —maldijo Palius, porque el paisaje bien merecía una blasfemia.

Las plantas, enmarañadas, formaban un laberinto de grandes bóvedas enramadas y túneles interconectados alrededor de la esfera, que brillaba en el centro de aquel microsistema como un sol en miniatura. El vapor de agua lo dominaba todo, y era difícil ver a más de, quizás, unos diez metros de distancia. La luz, que aquí era todavía más potente que vista desde la superficie, formaba arcoíris y haces focales al atravesar los húmedos claros entre la vegetación. No parecía la luz amarilla o blanca típica de una emisión incandescente o química. Había algo más en la bruma, una especie de polvo vegetal que dotaba a la luz de ese brillo verde y que le daba a todo un tono irreal y difuso. Hombres y mujeres enfundados en trajes de presión flotaban de rama en rama, con la ayuda de propulsores rudimentarios de aire comprimido, y recogían unos frutos pequeños y redondos que guardaban en redes a su espalda.

—Respira hondo, Palius. La concentración de oxígeno es mayor aquí.

Y era cierto que el capitán parecía reponerse de la descompresión. Sin soltar su asidero con la otra mano, Mihje Dmitrievich estiró la derecha y la usó como una pala en el aire. Se la mostró a Palius, llena de aquel polvo verduzco.

—Cloroplastos —dijo—. Fotosíntesis, la forma más eficiente de conversión y almacenaje energético.

Palius asintió. El proceso no le era ajeno, aunque nunca había visto una forma vegetal tan básica como la que el capitán le mostraba en su mano.

—¿Cómo la alimentáis?

Mihje señaló hacia lo que ya había llamado «el corazón».

—Fisión de uranio. El agua ayuda a disipar el calor y aclimatar la Estación, y la energía térmica sobrante la almacenamos en bobinas termoeléctricas. La radiación ionizante ayuda a obtener cepas vegetales más y más eficientes por selección artificial.

—¿Cómo? —se admiró Palius—. ¿Irradiáis vuestra comida y vuestro agua? ¿Vivís al calor de un reactor de fisión? ¿Tenéis idea de lo inestable que es?

—Tenemos un clima propio, con un ciclo de agua y una microatmósfera de mecanismos naturales. Tenemos agua, comida, una temperatura templada y aire saludable. Es cierto que debemos disipar o almacenar la energía sobrante de la fisión y vigilar el funcionamiento del reactor, pero eso es todo. Como te dije antes, vigilamos que nuestro corazón lata como es debido.

—¿Y qué hay del material contaminante? ¿De la radiación y el material radiactivo?

—¿Qué pasa con eso? No hay ningún peligro.

—No puede ser que no conozcáis los efectos.

El capitán se encogió de hombros.

—Esta es la vida que vivimos, Palius. Hay efectos adversos, por supuesto, pero tratamos de controlarlos. ¿Qué otra opción tenemos? ¿Morir de hambre, sed, asfixia o frío?

—Hay otras opciones. Debe haberlas —lanzó al vacío el puñado de clorofila irradiada, que flotó a la deriva—. ¡Estáis todos locos!

Se impulsó hacia el asiento y volvió a asegurarse las bridas. Mihje le contempló desde fuera del elevador sin hacer un movimiento.

—Dejad que se marche —dijo el capitán a unos hombres que ya se aproximaban alarmados por los gritos de Palius.

Insensatos, pensó este cuando la puerta se cerró y la plataforma inició el descenso. ¿Cuánto tiempo llevarán viviendo de esta manera? ¿Por qué?

No había visto ancianos, cuando recorrían las calles. Gente de unos cincuenta y hasta sesenta años, sí, pero nadie de ochenta, cien o ciento veinte años. Y ese mismo veneno que acortaba la vida de los habitantes de la Estación estaba en su aire, en su agua, en sus alimentos. Estaba por todas partes, a su alrededor, y sus fotones le atravesaban a Palius el cuerpo a toda velocidad e introducirían, si no tenía suerte, pequeñas mutaciones en el código genético de sus células. Mutaciones benignas, inocuas, o mortales. Todo dependía del azar y del tiempo de exposición.

Me voy de aquí,decidió.

Así que al detenerse el ascensor echó a correr, atravesando las calles a la estampida y de memoria. Esquivaba a los transeúntes y estos le señalaban y gritaban a su paso, pero nadie le siguió. Y finalmente encontró el muelle de anclaje, el lugar en que le esperaba su única conexión con el hogar: la nave que le había traído aquí. Se lanzó contra el fuselaje, de algún modo la estrechó entre sus brazos.

—No podemos quedarnos, Miraka —susurró acariciando las juntas de poliacero—. Este lugar me matará lentamente.

Ya lo está haciendo, pensó.

Introdujo la primera parte del código para la apertura de emergencia, y mientras planeaba sus pasos siguientes comenzó con la segunda parte del código. Pero le interrumpió el tacto frío y afilado del metal en su nuez.

—No vas a marcharte —susurró alguien en su oído, haciendo que se le erizase el vello de la nuca—. No si puedo evitarlo.

Eran la voz suave y el olor dulzón de una mujer; de una muchacha, en realidad. Palius sintió los pechos apretados contra su espalda, el aliento condensado resbalándole cuello abajo, la mano libre de ella aferrándole el cabello.

—No quiero matarte —dijo la desconocida, arañándole la piel con la hoja—, pero lo haré.

—Este lugar no es seguro para mí —dijo Palius—. No lo es para nadie.

—Sé quién eres. Sé lo que eres. Sé que si te marchas en tu nave acabarás con todos nosotros.

—Vosotros ya estáis condenados.

—Pero no me equivoco.

Palius sintió ganas de escupir.

—No, no te equivocas.

La presión de la hoja disminuyó tan solo un milímetro.

—Lo he leído en el Compendio —dijo ella, pagada de sí misma—. Lo sé todo sobre tu pueblo, Palius Mantel.

—No todo está en el Compendio. Tal vez creas saber algo de los míos, pero no sabes nada de mí.

—Entonces estamos empatados. Tú tampoco sabes nada de mí. Ni siquiera sabes quién soy.

—Sé lo suficiente. Sé que no utilizarás el cuchillo.

Silencio.

—Sé que cuando me gire, lentamente, no harás nada por evitarlo —Palius convirtió en actos sus palabras, y aunque era una apuesta difícil no se equivocaba: ella no movió un solo músculo, y sencillamente le contempló con sus ojos verdes y brillantes, cristalinos. No era mucho mayor que él. Vestía blanco y ceñido, sus formas eran generosas para su edad y su melena azabache brillaba con luz propia, casi tanto como sus labios rosados y carnosos—. Sé que no me impedirías quitarte el cuchillo de las manos —continuó Palius—, sé que una parte de ti me lo agradecería. Y por eso te voy a pedir que seas tú quien lo arroje al suelo.

Aquellos ojos verdes brillaron, y los labios rosados se abrieron en una sonrisa más brillante que la fisión del uranio. El mango de un abrecartas sin filo acarició el rostro de Palius.

—¿Puedo esperar lo mismo de ti? ¿Puedo confiar en que no destruyas mi hogar?

Palius no contestó. Tan solo podía contemplarla, oler su fragancia, sentir su aliento cerca, muy cerca de él.

—Soy Carla Terroma, la esposa del capitán Mihje Dmitrievich —dijo la joven, y lo hizo a pocos centímetros de sus labios—. Salve, Palius Mantel, jinete de materia.

IV

Los mandatarios guardaban silencio: sabían que estaban siendo espiados. Tamborileaban con los dedos y se removían en sus asientos, impacientes, con aire de superioridad molesta. El más corpulento de los dos, completamente calvo, era Iulio Takaro y su puesto era el de Ingeniero Jefe de la Estación. Su acompañante, encapuchado y embozado en un lujoso manto de cáñamo de las plantas del núcleo, recibía el nombre de Caio Brenard. Su función era la de controlar la economía pública de la estación, y su título era el de Jefe de Suministros. Aunque ambos rozaban la vejez, entre los dos se repartían una buena parte del gobierno fáctico de la Estación: eran intocables, imprescindibles. Y pese a todo, en aquella antesala perdían parte de su posición. Allí, esperando, recordaban que su poder seguía subordinado a alguien más.

—Pueden pasar —indicó uno de los albaceas del capitán, abriendo las dobles puertas que daban al despacho de Mihje Dmitrievich, y los hombres le sobrepasaron sin malgastar ni una mirada. Al otro lado de su mesa, el capitán sonreía sin humor.

—Tomad asiento —pidió una vez entraron, y antes de que pudieran aceptar su invitación se levantó y estrechó la mano de ambos hombres con calculada familiaridad—. Hablemos de ese asunto que tantas ampollas parece estar levantando.

Los visitantes cruzaron una mirada breve y nerviosa.

—La gente está inquieta —dijo Takaro, el líder de los ingenieros—. Hace ya un año que llegó ese muchacho que has tomado como hijo, y todavía no sabemos nada de él. ¿Cómo llegó hasta aquí, a solas? ¿Cómo apareció de ese modo, de la nada, y por qué no comparte su tecnología con nosotros?

Caio Brenard, a su lado, asentía con la cabeza.

—No come nuestros alimentos, no bebe nuestra agua, no respira nuestro aire —intervino el Jefe de Suministros—. Lleva un año con nosotros, y sigue siendo un extranjero. Vive recluido en su nave, de la que apenas sale, y en la que nadie puede entrar.

—Nadie… salvo la que podríamos llamar su madre adoptiva —matizó Takaro—. Todos en la Estación hablan de lo bien que se llevan Mantel y tu jovencísima esposa, Mihje.

—¿De veras? —dijo el capitán, a pesar de que estaba al corriente de dichos rumores. Se recostó contra el respaldo de su asiento y puso su mejor cara de sorpresa indiferente, disfrutando del efecto que tuvo en los tecnócratas.

—No es difícil saber lo que opina el pueblo cuando nuestro número es tan reducido —dijo Brenard, tras una afectada tos diplomática—. Tan solo en este año hemos perdido un cuarto de nuestra población.

—Lo cual, y perdonadme si soy demasiado práctico — intervino Takaro—, no deja de ser un alivio. Hace más de ciento setenta años que no encontramos ningún cuerpo celeste, ni siquiera el menor de los asteroides; ya no hablemos de agua, alimento y combustible. De haber mantenido la población de que disfrutábamos hace diez años, apenas tendríamos energía para abastecer a todos durante unos cuantos meses. Si se mantiene el descenso de población, tal vez aguantemos unas décadas más.

—¿Y a qué precio? ¿Para qué querríamos mantener operativa la Estación cuando no quede nadie viviendo en ella? — exclamó Brenard, aunque no especialmente indignado.

—Alto, alto —habló Dmitrievich—. Recordad que no nos hemos visto obligados a aplicar los protocolos de superpoblación en siglos. Y confiemos en que siga siendo así. No sabemos cómo reaccionaría nuestra gente ante medidas así, de llegar el caso.

Brenard sacudió una mano con desidia.

—Acudirían al matadero como ganado, Mihje, y lo sabes. Han sido educados para ello.

—Todos nosotros creemos que la economía de recursos es legítima, que es lo correcto —apuntaló Takaro—. Lo importante es el bien mayor, el objetivo de la Estación.

Mihje activó una pantalla en la pared oriental de la sala. De no ser por el brillo en las esquinas, que demostraba que la pantalla recibía energía, se podría decir que seguía apagada. No se apreciaba sino un homogéneo lienzo negro.

—Echad un vistazo a esto y decidme de nuevo cuál es el objetivo de esta estación. Explicadme por qué, si todavía existe esperanza de encontrar un hogar fuera de esta nave, nos vemos obligados a evitar esta visión a los pasajeros. Explicadme por qué, cada año, decenas de enfermos de negrura se quitan la vida en la intimidad de sus hogares, o se lanzan sin más a los colectores de basura, y de ahí al eterno y frío vacío del espacio —apagó la pantalla y se frotó las sienes con aire cansado—. Pero no estáis aquí para evaluar mi fe. ¿De qué hablábamos?

—El muchacho —apuntó Brenard.

—He intentado hablar con él. Le he acogido en el seno de mi familia, por el vacío. Pero sigo como al principio. He estudiado el Compendio desde que llegó y no he obtenido nada. Hay tanta información que encontrar lo que buscamos sería una cuestión de puro azar.

—Si bien es importante saber más sobre el muchacho, sobre su origen y sobre esta extraña tecnología —dijo Takaro—, esa no es nuestra única prioridad.

—Durante generaciones —dijo Brenard—, el gobierno del timón de la nave ha recaído sobre la casa de los Dmitrievich. Esa costumbre, sin embargo, es solo eso: una costumbre. El pueblo no olvida que ninguna de sus tres esposas ha podido darle un hijo a su capitán. Teniendo en cuenta tu… deteriorada salud, y ante una eventual tragedia (el vacío no lo permita), la responsabilidad recaería sobre tu actual consorte, la joven heredera de los Terroma, o, en su defecto, sobre tu hijo putativo, Palius Mantel.

—No es necesario insistir en la pobre opinión que tiene el pueblo del muchacho. Ni creo que haya que recordar el triste pasado de la casa Terroma…

—Conspiradores, traidores.

El capitán se recostó en su asiento con las manos unidas por las yemas de los dedos frente a su boca, un gesto de reflexión que la humanidad había mantenido durante millardos de años.

—La Estación necesita un capitán —dijo por fin.

—Muy cierto. La Estación necesita un capitán, del mismo modo que necesita a su población. Una población que crea en ese capitán… que crea en sus líderes.

Mihje Dmitrievich se levantó de su asiento. Sonrió de una manera que no tenía nada que ver con la manifestación de alegría.

—Buenos días. No quiero entreteneros más; sé lo importante que es vuestra labor para el pueblo.

Abandonaron la oficina en un silencio tenso y flamígero, y Mihje se sirvió un vaso de agua fría. La Estación necesita un capitán. Claro que sí. Y él quería dárselo, claro que quería tener un hijo que llevase su apellido, un hijo fuerte y sano con los ojos verdes de Carla que creciese para ejercer de capitán justo y magnánimo, que tuviese el apoyo del pueblo y fuese para todos una esperanza de continuidad y supervivencia. Claro que Mihje quería dejar ese legado.

Quería, pero no podía.

Mientras apuraba el vaso pulsó un botón de su escritorio, y la pantalla mostró una imagen del exterior de la estación: la nave de Mantel atracada y acoplada en el muelle.

—¿De dónde viniste, Miraka? —susurró, leyendo el nombre de la nave en el fuselaje—. ¿A dónde vas? ¿A dónde vamos todos?

Hundió el rostro entre las manos.

Sea donde sea… ¿Nos llevarás contigo?

*

—El aire es más puro aquí —dijo Palius.

—Sí que lo es —concedió Carla, aunque su verdadera opinión era muy distinta. A su modo de verlo, Miraka olía al aire viciado y apenas reciclado por los depuradores del sistema de soporte vital. Nada que se pudiese comparar con la atmósfera «viva» de la Estación, con la sensación de apertura y aire fresco de la esfera. ¿Que la radiación ionizante del núcleo era peligrosa? Tal vez, sí, ¿pero es que solo por eso debían renunciar a su modo de vida?

Las caricias arreciaron de nuevo y Carla perdió el hilo de sus pensamientos. Se envolvió en la sábana y se volvió con aire juguetón, lejos del alcance de las manos de Palius.

—Pierdes el tiempo tapándote —dijo él, a su oído, y la acarició hasta el límite del alcance de sus brazos—. Para mí siempre estás desnuda.

La sábana voló y Carla rio. Todavía no sabía la edad del viajero: ¿Un par de años mayor que ella? ¿Un par menor? No importaba. Hicieron el amor de nuevo; ya no con la prisa y el afán descubridor de los primeros meses, sino con esa pasión madurada que solo otorgan la familiaridad y el conocimiento mutuo de las pieles y los tiempos.

—¿Eres feliz? —dijo él, después.

—Bueno, tu comida es insípida.

—¿Ah, sí? ¿Comparada con qué?

Estaban bromeando, pero el pensamiento de Carla derivó y habló sin pensar.

—Con los frutos del núcleo —dijo, y la mirada de Palius se ensombreció por un momento. ¿Se enfadaría por aquello? Este era un tema sensible, pero es que Carla a veces pensaba que todos lo eran. Era difícil complacer al viajero, con aquel humor suyo que oscilaba todo el tiempo entre la calma y la tormenta. En la calma, se mostraba a veces taciturno y melancólico, y otras pacífico y afectuoso. En la tormenta, era un astro ardiente, una nova que igualmente estallaba para la ira que para la lujuria. O para las dos al mismo tiempo.

—Estaba pensando… —dijo él, sin embargo—. Bueno, estaba pensando en cómo encontraste información sobre los jinetes de materia en vuestro Compendio.

Carla suspiró.

—Ya lo hemos hablado.

Miraka también tenía su Compendio; por lo que ella sabía todas las estaciones y naves que hubiese ahí fuera, si las había, tenían uno. A lo largo de los ejes del vacío, la humanidad compartía todo su saber, su historia, su conocimiento. Cada vez que dos viajeros se encontraban, mezclaban y actualizaban sus Compendios, y eso era todo: así la civilización prevalecía a lo largo del tiempo. El Compendio contenía textos de ciencia y tecnología. Contenía imágenes de planetas habitados, de mares y ríos, de montañas y bosques. Y estos eran auténticos bosques naturales, no la ridícula vegetación que cultivaban allí en la Estación. Pero a Carla le enfurecía comprobar cómo algunos, muchos en realidad, elegían no creer en la veracidad de estas imágenes. Eran gente ignorante y práctica, para quienes estrellas y planetas eran poco más que un mito, una leyendo o algo cercano a la religión. Formaban parte de ese gran cúmulo de cosas que no se cuestionaban, eran tradición. ¿Existieron? Tal vez en el pasado, decían algunos, pero poco importaba ya. Con toda probabilidad morirían sin topar con ellos.

Carla no pensaba así; ella creía en la evidencia, creía en la lógica y en la razón. Sabía que todas aquellas imágenes de paisajes planetarios eran o habían sido reales porque desde niña había leído el Compendio con una sed insaciable de saber, y aquello le había dado ciertas armas para sobrevivir en una sociedad que a veces podía ser implacable, sí, pero también le había dado, por casualidad, un conocimiento sobre el posible origen de Palius Mantel que nadie más tenía en toda la Estación.

—Sé que ya lo hemos hablado —dijo el viajero—. Pero no puedo dejar de pensar que, si tú lo encontraste, ¿por qué no podría encontrarlo cualquiera?

Carla se llevó uno de los dedos de Palius a la boca. Encajó las palabras entre besos reposados y entreabiertos.

—No es probable: en realidad yo tuve suerte. Y no olvides que uso y conozco el Compendio mejor que nadie de esta nave —se detuvo para clavarle la mirada—. Y, antes de que lo digas, no estoy siendo engreída; tan solo expongo un hecho.

Recordó aquella entrada en la base de datos, acerca de los míticos jinetes de materia. Había apuntado y guardado la información en su archivo personal, pero hacía tiempo que no necesitaba consultarlo: había aprendido el texto de memoria.

Decía así:

«Jinetes de materia: Estos viajeros inmolaban grandes masas de asteroides y antiguos planetas o roca muerta para liberar su energía y catapultarse en el vacío. Esta era una forma de transporte tremendamente arriesgada, pero al mismo tiempo la más rápida conocida para viajar a través del espacio. Se cree que los jinetes de materia desaparecieron milenios atrás, probablemente debido a los riesgos del a veces denominado salto al vacío.»

—Siempre lo he dado por sentado, pero en realidad nunca lo he preguntado ni tú me lo has dicho —retomó Carla, soltó la mano de Palius y dirigió los besos hacia el cuello del viajero—. ¿Es cierto?

—El qué.

Los labios descendieron sin prisa. La clavícula, el esternón, el pecho imberbe y el abdomen escaso pero ejercitado. Sobre el pubis, Carla alzó los ojos antes de dar otro beso.

—Bueno, ¿eres un jinete de materia?

Palius la apartó con suavidad. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, de espaldas a ella.

—¿Y qué si lo soy? ¿Y qué si pudiese catapultarnos ahora mismo, hacer rebotar esta nave de un lado al otro del espacio y recorrer el vacío? —apoyó los codos sobre las rodillas y el mentón sobre sus manos—. Tú lo dijiste, el día en que nos conocimos. Si realmente lo fuese, si fuese un jinete de materia, y si pudiese hacer el salto al vacío, sería necesario destruir la Estación y a todos sus habitantes para ello. Y entonces tal vez lo habría hecho, pero ahora no; no, te aseguro que ese peso no caerá sobre mis hombros —se levantó y caminó hacia el habitáculo de la ducha—. Las personas que hay al otro lado del puente de anclaje no son minerales ni agua helada; la Estación no es roca muerta. Tanto puedo ser un jinete, como puedo ser un simple muchacho que se perdió en el vacío —tuvo que gritar sus últimas palabras para hacerse oír sobre el rumor del agua corriente—: piensa lo que quieras; poco importa.

«Piensa lo que quieras». ¿Qué clase de respuesta era esa? Pero Carla ya sabía la verdad, por supuesto. Abandonó Miraka sin despedirse; no quería agravar el mal humor de Palius. Carla no lo supo nunca pero él, por su parte, salió de la ducha esperando encontrarla en su cama, esperando que le diera el consuelo que nadie más le daba en todo el universo. Como el niño abandonado que realmente era la buscó por las otras habitaciones de la nave, y solo al final cayó en la cuenta de que se encontraba, como tantas otras veces, solo en la embarcación.

Completamente solo.

*

—Lamento el retraso —voceó Mihje Dmitrievich tras cerrar la puerta de su residencia privada en la capitanía.

Como siempre, los pensamientos abarrotaban su cabeza, y casi ninguno era agradable. Necesitaba paz, al menos unos minutos de ella. Llegar a casa debía representar un descanso para otra gente, gente con suerte. Le habría gustado arrancarse del cuerpo la inmundicia y el ajetreo del día como si fuesen una piel que desechar, pero eso últimamente le era tan impensable como arrancarse un brazo o una pierna. Los fantasmas del día le seguían a casa y le atormentaban durante la noche, y cada día era más y más difícil y acumulaba más y más preocupaciones para la noche siguiente. Una de ellas, una de las más importantes, tenía el pelo oscuro y los ojos verdes. Ahora Carla estaría en la sala de ejercicios, sudando, o leyendo el Compendio como de costumbre. Demasiado ocupada para contestar. Demasiado ocupada para saludar siquiera.

Se abrió paso hasta la cocina para improvisar una cena frugal.

—Dinero y Martillo continúan hostigándome —continuó aunque sabía que hablaba solo, gritando para hacerse oír desde la cocina—. De verdad creo que planean amotinarse.

La puerta de entrada se cerró en el recibidor. Su cuarta esposa entró en la cocina.

—Lamento el retraso.

—Acabo de llegar, pensaba que estabas aquí —dijo Mihje, apartando la mirada.

Carla se sirvió un vaso de agua. ¿Preferirá esta agua, o la que bebe en Miraka?, pensó el capitán. ¿Será más sabrosa, o más insípida? ¿Más refrescante? ¿Más saludable?

—¿Has averiguado algo? —preguntó sin embargo.

—Nada.

—Por el vacío, Carla, necesito saberlo. ¡Lo necesito! Ese muchacho va a costarme la capitanía.

—Lo siento —replicó ella sin demasiada convicción.

¡Sentirlo no es suficiente!, quiso gritar Mihje. Y lo habría hecho, porque estaba lo bastante agotado, irritado y estresado para hacerlo. Pero no lo hizo porque no tenía fuerzas, carecía de pasión y energías incluso para demandarle nada a Carla.

El agua seguía manando del surtidor.

—Hazlo, Carla —insistió el capitán en una exhalación—. Averigua cómo lo hizo, cómo viajó hasta aquí. La Estación, tú y yo, todos dependemos de que lo descubras.

—Lo sé, ya lo sé —dijo ella interrumpiendo el flujo de agua—. Tan solo necesito más tiempo.

—Tiempo…

Mihje resopló con aire cansado. Sus manos temblaban sobre la mesa de cuarzo, los dedos blanquecinos y desprovistos de carne allí donde apoyaba su peso contra la superficie: había envejecido mucho en el último año. O en los últimos diez. ¿Cuándo había sido? ¿Cuándo había dejado de ser un muchacho para ser un cadáver andante?

—¿Quieres cenar? —preguntó.

—No tengo hambre —dijo ella, y se dirigió a la habitación.

Él sabía lo que encontraría allí. Había dado la orden, y ahora había dos lechos individuales en el lugar que antes ocupaba la amplia cama de matrimonio.

—Mihje…

—Es mejor así —susurró él, contemplando desde el marco de la puerta del dormitorio a aquella mujer que ya no le amaba. Quizá nunca lo ha hecho, se dijo, demasiado cansado para sentir pena por ello.

V

La multitud abarrotaba la plaza. Banderas de las casas Dmitrievich y Terroma cubrían cada balconada del edificio de capitanía, relucientes a la luz del núcleo. «¡Buen viaje a la estación!». Rezaban, y también «¡Vivan el capitán y los viajeros, iluminen el vacío!». En el centro del escenario que habían dispuesto bajo la fachada del edificio de gobierno se sentaba Carla Terroma, y de pie tras ella permanecía el capitán Mihje Dmitrievich. A diestra y siniestra, respectivamente, se erguían Iulio Takaro y Caio Brenard. Los integrantes del Consejo de Navegación se sentaban en una grada dispuesta tras ellos.

Takaro alzó ambas manos, en demanda del silencio de la muchedumbre. Una vez se hubo apaciguado el griterío, tocó con aire ceremonioso el vientre de la esposa del capitán.

—¡Benditos son los frutos del vacío! —gritó innecesariamente, ya que su voz era recogida, amplificada y radiada a través del sistema de voz a cada rincón de la Estación—. ¿Qué ha decidido tu vientre?

—Mi vientre ha concebido una niña —proclamó Carla Terroma, y cundió el silencio. Takaro la asió de las manos.

—¿Y qué ha decidido la madre?

—Nacerá un niño —declaró, y el gentío estalló en ovación.

—¿Por qué nombre le llamarán los suyos?

—Su nombre es Myke.

—¿Y cuál será su casa?

Caio Brenard se adelantó para arrojar un cubo de seis caras, tres de ellas de color esmeralda, el color de los Terroma, y las otras tres de color naranja, como el blasón de los Dmitrievich. El cubo mostraba el color verde en su cara superior.

—¡Larga vida a Myke Terroma! —anunció Takaro, y al momento fue coreado por todos los viajeros de la Estación. Ya nadie dudaba: habría un nuevo capitán cuando al actual le faltasen las fuerzas para manejar el timón.

*

Palius acariciaba el vientre de la mujer del capitán, embarazada de cinco meses.

—Me habría gustado que estuvieses allí —le recriminó Carla Terroma.

—En mi pueblo no celebramos la preñez. Esperamos al nacimiento.

Palius sintió un estremecimiento recorriendo a la muchacha. Cada vez menos recién nacidos sobrevivían a sus primeras semanas de vida en la Estación.

—Tampoco elegimos el sexo de nuestros hijos —continuó, sin preocuparse demasiado por suavizar el tono. Todavía no estaba seguro de haberle perdonado aquello a Carla.

—Ya lo hemos hablado. Tiene que ser un varón.

—«La Estación necesita un capitán», ¿no? —se burló Palius, harto de la frase—. Aunque con lo del apellido… bueno, ahí tengo que darle la razón a ese cubo vuestro.

Carla no hizo ningún comentario.

—Imagino que fueron esos tecnócratas, Takaro y Brenard —dijo Palius—. Ellos lo amañaron.

—Es su enésimo intento por minar el poder, en este caso por partida doble: por un lado le impiden a Mihje perpetuar el apellido de su casa, y por el otro fomentan una mala disposición pública hacia el futuro capitán. Saben el efecto que mi apellido causa en la población.

—¿Pero es que la gente no conoce el engaño?

Carla se encogió de hombros.

—Algunos supersticiosos creen que es por azar, pero la mayoría sabe que el resultado del cubo suele manipularse cuando conviene. Se sabe, pero no se habla de ello, ¿comprendes?

Palius estuvo tentado de negar con la cabeza. Se conformó con poner los ojos en blanco y volver a lo que de verdad le molestaba.

—¿Te lo imaginas? —dijo y dejó la frase a medias para besar el vientre, ya algo abultado—. ¿Una niña tuya y mía? Me pregunto qué aspecto tendría…

—Será un niño. Creí que querías un niño.

—Quería un niño, pero solo si el destino lo decidía; no quería un bebé encargado a la carta genética. Un hijo que llevase el nombre de mi familia, el nombre del clan de los Mantel, y no un bastardo. Un niño al que pudiese criar, un niño al que llamar hijo y que pudiese llamarme padre —dijo levantándose del lecho—. Y sin embargo… me alegro, después de todo. Me alegro de traerle al mundo, aunque tenga que ser a este.

—¿Y qué tiene esto de malo? —dijo Carla, atrayéndole de nuevo a la cama y obligándole a sentarse junto a ella.

—No puedes hablar en serio. ¿Cuántas veces te he mostrado el exterior, esa negrura que lo llena todo? Ni una estrella, ni un planeta, ni un solo punto de luz a lo largo de una distancia que apenas alcanzamos a imaginar, y no hay posibilidad de huir.

—¿Huir a dónde?

—¡A donde sea!

—Odio cuando te pones así.

—¿Así?

—Melancólico, efectista, melodramático. Así. Hay algo en ese modo en que miras a la nada, igual que hacen las viudas, antes de morir de negrura.

Palius se recostó con un suspiro.

—Ya nunca sales —dijo ella.

—Tampoco es algo nuevo.

—Antes pasabas aquí casi todo tu tiempo, pero ahora no sales nunca. ¿Qué ganas recluyéndote en Miraka?

—Hay muerte en vuestro aire, vuestra comida, vuestra agua, en todas partes. Te lo he explicado muchas veces.

—¡Tonterías! Llevamos siglos viviendo a nuestro modo, Palius.

—¿Siempre fisionando uranio?

Por un momento Carla pareció genuinamente sorprendida.

—Bueno, creo que no…

—¿Crees que no? Pues yo sé que no. Sé que no lleváis siglos viviendo de la fisión del uranio porque de lo contrario habríais muerto hace ya mucho tiempo. No sé qué hacíais antes, si fusionabais hidrógeno o si quemabais helio3 u os alimentabais de algún remanente que desconozco, pero está claro que esa fuente de energía se os agotó hace tiempo. Tal vez no la habéis repostado desde la última vez que os topasteis con una estrella. Creo que el uranio era vuestro último recurso, un combustible que tus antepasados guardaban a sabiendas de que por su factor de riesgo solo debería usarse en caso de extrema necesidad. Y que ese caso de necesidad llegó hace pocas generaciones.

Y cada vez quedáis menos, pensó él, pero esto ya no lo dijo. Mira el estado en que está tu marido. Y ese pensamiento traía consigo un sabor amargo.

—Debería volver —dijo ella.