Raíz Madre - Romina Hidalgo Marchione - E-Book

Raíz Madre E-Book

Romina Hidalgo Marchione

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Beschreibung

Te levantas. Empieza un nuevo día. Observas la luz del sol reflejada en el horizonte azul mallorquín. Sigues sin saber quién eres. Hace tiempo que no eres tú. Hace tiempo que tu pasado llama a la puerta, pero no abres. Continúas avanzando porque tus hijos necesitan un faro. Pero tú sigues sin saber quién eres. Hasta que un día decides cambiar y comenzar a investigar sobre tus antepasados. Decides excavar para conocer tus raíces. Y entonces te encuentras. Encuentras la plenitud. Podría ser tu historia. Podría ser la mía. Podría ser la historia de muchas personas. Pero es la historia de Romina Hidalgo.

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Primera edición digital: febrero 2024 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta y revisión: Patricia Á. Casal Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 Romina Hidalgo Marchione © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-98-9

Romina Hidalgo Marchione

Raíz madre

A mis hijos, con el deseo de que encuentren su propio camino en la vida sin olvidar sus raíces.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Prólogo

Raíz madre

Epílogo

Mecenas

Contraportada

Prólogo

Un símbolo de paz

Ante la pregunta ¿quién soy?, Raíz madre relata una búsqueda con determinación y destreza. Como muchas veces ocurre en los periplos dinámicos, el espacio pareciera colmarse de mensajes. La narradora entreteje las historias que la componen: los orígenes, la migración, los viajes, la maternidad y la escritura. Sostiene cada una de estas aristas con el cuestionamiento de la identidad siempre latente. Profundiza en los cimientos y en el follaje ofreciendo su presente como canal. Prueba terapias, camina, medita, contempla y lee literatura. Juega con las palabras. Genera hipótesis en tránsito para acercarse a sus objetivos. Ilumina ramificaciones posibles asumiendo lo incierto. Es consciente de lo múltiple y diverso.

La protagonista, como nexo entre sus antepasados y sus hijos, se ubica en un plano similar entre sus lecturas y sus escritos. Habita el intersticio entre el deseo y la posibilidad, atenta al momento oportuno para seguir creciendo.

Denise Strugo, de Refugio Literario

Situación

 

¿Qué es lo que voy a contarles a los niños cuando crezcan? No sé si quiero que conozcan mi pasado. Editar, suprimir, reordenar. Cambiar el final, incluso. Ese es mi trabajo.

Mi ventanilla del coche está abierta. Entra algo de aire caliente. El paisaje se sucede a noventa kilómetros por hora. Verde, muy verde este año. Avanzamos por la carretera de Alcudia, en Mallorca. Mi marido conduce con el ceño fruncido y sudor en la frente. Discutimos antes de salir. Por los niños. Como siempre. Desde el asiento trasero, el mayor tiene el mismo gesto que el padre. No quiere ir a la playa. El pequeño llora en su silla a contramarcha. Yo también lloro, pero en silencio.

Hoy el cielo viste de un celeste impecable y una luz blanca, muy blanca, ilumina las palmeras. Las miro y me quedo colgada de un recuerdo. Las mismas palmeras, tal vez más pequeñas, nos recibían en esta misma isla. El sol se reflejaba en mis gafas baratas, idénticas a las que tenía puestas mi hermana. Sacamos las cabezas por la ventanilla del coche para sentir el viento en la cara. Todo era tan brillante, tan blanco y luminoso que apagaba la nostalgia de mamá. Papá agarraba el volante con firmeza. Miraba, serio, hacia adelante. Un equilibrio imperfecto. No muy distinto al de este momento, en que la madre que llora soy yo. La línea entre el recuerdo y la imaginación es tan fina como el papel. Espero que los niños sepan en un futuro editar, suprimir y reordenar estos instantes. Me seco las lágrimas con el puño y le indico a mi marido la salida.

Moscas I

 

Todavía no es de noche, pero por fin los nenes duermen. Salgo a la terraza y enciendo la vela de citronela que tenemos para espantar a los mosquitos. Con las moscas no ha resultado. Las he visto acercarse y no se les mueve ni una pestaña. Tampoco las aleja el romero, ni la lavanda. ¿Deberíamos probar con menta? Mi marido ha comprado unos aparatos que se enchufan a la corriente. Se supone que emiten un sonido que solo las moscas pueden oír. Y les molesta. Yo aún no noto resultados. Estoy empezando a hartarme de estas moscas.

Abro el teléfono y me pongo a mirar fotos de los dos últimos meses. A principios de junio, estuvimos de vacaciones en un hotel de la isla, en la zona de Pollença. Es lo más parecido a viajar que podemos hacer en estos tiempos de pandemia. Fuimos con mi hermana y su familia. En las fotos nos vemos felices. Puede que en algún momento me haya estresado porque no encontraba un ratito para estar sola. También me agobié cuando al mayor le picó un bicho que le inflamó el párpado y mi marido tuvo que llevarlo a urgencias. Y había una rana que por la noche cantaba tan fuerte que no nos dejaba conversar tranquilos. Pero, por lo demás, creo que estuvo bien. Después tuvimos el cumpleaños de una amiguita del mayor. Su mamá es muy agradable, nos vemos de vez en cuando y creo que podríamos ser amigas. Hacia finales de mes fue mi cumpleaños. Vino toda la familia, algunos amigos de la isla y dos amigas de Madrid que llegaron por sorpresa. Me veo feliz soplando las velitas de mis treinta y cinco. Sigo pasando las fotos: un tomatito de nuestro huerto creciendo, una pizarra con palabras escritas por mí y copiadas por el mayor de cuando jugábamos a la escuela, los niños creciendo, nuestras caras bajo el agua en la piscina, sonrisas, construcciones, tarde de peli en el sofá, una pizza, los cuentos antes de dormir.

Quién soy

 

Estoy sentada sobre la tapa del váter, con la ropa puesta, mirando el teléfono. Me siento tan grotesca ¿Grotesca? ¿De verdad esa es la primera palabra que se te viene a la mente? La verdad es que ya no me reconozco. Me olvidé de quién soy. Quién soy. Ese nombre le puse a una charla que quiero dar. Como si yo tuviera las respuestas. Qué ridícula. Supongo que creé esa charla por puro egoísmo. Quería volver a mirarme al espejo y hacerme la pregunta con la certeza de que vendrían a mi mente respuestas nuevas.

Estos minutos de intimidad, aunque solo sean para estar en silencio, son un consuelo. Cierro los ojos y evoco el campo, las palmeras, la sierra, las piedras, los pinos. No estoy triste, solo necesito poner los pensamientos en orden. Dar respuesta a tantas preguntas que se agolpan. ¿Qué voy a hacer con mi vida? ¿Cuál es mi lugar en el mundo? ¿Qué de todo esto que tengo será mañana un simple recuerdo? Mi angustia viene de no saber y de querer saberlo todo. Controlarlo todo.

Esta mañana quería salir a caminar, pero, como siempre, se me hizo tarde y empezó el calor. Además, la mesa estaba sin recoger y los nenes sin vestir. Si salía por esa puerta, iba a estar todo el camino culpándome. No deberías haber salido con la casa así, le dejaste todo el trabajo a él, y encima con los nenes. Me gustaría matar a esa vocecita interna. Esas palabras incómodas que viajan a través del tiempo y las fronteras para meterse en mi cerebro. Tengo una conciencia de palabras que me desborda. Un monólogo interno que a veces me abruma.

«Váyanse a dormir, que se les pasa todo», nos decía mi mamá de chicas. Pero no se me pasa. Los primeros seis meses del año hice cosas: salí bastante a caminar, hice yoga, terminé de escribir los relatos de mis viajes, contraté a una editora, pero cuando llegó el momento de reescribir, me bloqueé. Estoy cansada, agotada, harta. Desde que mi hijo mayor está de vacaciones no tengo tiempo. Ya lo sé. La gran excusa de mi vida. ¿Qué historia me estoy contando? Necesito salir a caminar.

Reiki

 

Me meto a la cama aunque sea de día. Necesito estar sola. Abajo, el pequeño duerme la siesta en el moisés y el mayor mira una película con el padre. Estoy estresada, frustrada, bloqueada. Me vibra el teléfono.

Esta mañana, la profesora de mallorquín me dejó plantada por segunda vez. Estoy molesta con ella. Estoy molesta conmigo. Quiero aprender mallorquín, quiero integrarme en el pueblo, entender los mensajes del grupo de WhatsApp de mamis y papis. Pero también quiero entrenar, practicar yoga, caminar, disfrutar del bebé, del mayor, de mi marido. Miro la pantalla.

Sé que todo no se puede, pero a veces me gustaría pensar que sí. Si hubiera sabido que no iba a tener clases ni ayer ni hoy, no hubiese dejado al mayor llorando esta mañana en la guardería. Ni al pequeño a cargo de su padre, que encima también quería tener tiempo para él, despejarse. Tengo un mensaje.

Los dos estamos cansados, preocupados, angustiados, enfadados. Pienso que quizá debería volver a trabajar para sentirme más útil, pero la verdad es que me aterra dejar a los nenes con desconocidos. Me escribe una chica de Argentina que practica reiki a distancia. Empiezo.

Respiro hondo. Una lágrima rueda por mi mejilla. Se me cae el semblante. Se me cierra el pecho. Lloro, lloro mucho. Lloro con fuerza. Me duele la garganta. Lloro sin consuelo. Tengo espasmos. Me agoto de llorar. Dejo caer los hombros. Absorbo unas lágrimas. Respiro hondo. El aire fluye. Siento alivio. El teléfono vuelve a sonar: «¿Cómo te sentiste?».

En el médico

 

Vine al centro de salud porque tengo un bulto en la mano, no, una vena inflamada. Me trajo mi marido. Aún no me animo a conducir el coche. Estoy rodeada de gente mayor. Muchas caras de preocupación. Yo también debo parecer preocupada. En realidad, tengo la vida que siempre he querido: una casa bonita, dos hijos sanos, un marido que es muy compañero, mi familia cerca, la sierra, el mar. ¿Qué más puedo pedir? Sí, me gustaría volver a trabajar, pero mi segundo hijo aún es muy pequeño y no sé si estoy preparada para alejarme de él.

Escucho mi nombre en boca de un médico suplente. Es mi turno, pero no está mi doctora argentina. Lástima. Aun así, paso a la consulta y me siento. Le cuento lo de la inflamación. Me dice que puede ser una reacción a la vacuna de la COVID-19 que me pusieron recientemente. No le da importancia. Le insisto en que me duele, me asusta, si me puede dar algo, porque no estoy bien.

No sé cuándo se fue todo al garete. Podría culpar a la profesora de catalán por el día en que me dejó plantada frente a su portal después de que yo consiguiera hacer malabares para dejar al pequeño con su papá. Podría culpar a los vecinos que dijeron que harían una obra de dos semanas y hasta me dio tiempo de dar a luz y criar un poco al bebé y todavía siguen a martillazos. Podría culpar a la humedad que me irrita la piel, a la alergia estacional, a la puerta del baño que no cierra bien, a los mosquitos.

Le digo que estoy mal, que lloro todos los días, que el pequeño no me deja dormir porque toma el pecho cada hora, que el mayor me reclama atención cuando quiero dormir la siesta, que hay días que no puedo más. Me dice que tengo que cambiar el chip, que los hijos son una bendición de Dios, que piense en las mujeres que no pueden tener hijos. Escucho un zumbido que se hace más y más fuerte, y me veo irme de la consulta con una sonrisa forzada. No sé en qué momento dejé de disfrutar mis decisiones. Salgo a la calle, me subo al coche en el asiento del acompañante. Volvemos a casa. El show debe continuar.

¿A dónde voy a ir?

 

Subo las escaleras corriendo, llorando, ahogándome. Cierro la puerta de la habitación y apoyo mi espalda sobre ella. No quiero que nadie entre. Miro hacia el armario. Siento el impulso de meter la ropa en una maleta. Miro hacia afuera. ¿Adónde voy a ir? Si todavía no consigo que el pequeño tome biberón. Lo he intentado de mil formas, pero no hay manera. Solo quiere teta y más teta. En un mes empieza la guardería y no sé qué voy a hacer. No puede estar las tres horas sin tomar nada, sin comer. Tengo que empezar la alimentación complementaria. Pero hoy no, hoy no puedo. Estoy cansada de intentar darle el biberón, de su llanto descontrolado, de los manotazos que me da a la teta. Tal vez no sea una buena madre. ¿Qué madre saldría corriendo así escaleras arriba? ¿Qué madre pensaría aunque sea por unos segundos en hacer la maleta y subirse al primer tren que pase? Escucho unos golpecitos en la puerta. Es mi marido. «¿Puedo pasar?». Abro. Me siento tan avergonzada que no sé qué decir. «¿En serio te querés ir?». Lo miro con los ojos hinchados de tanto llorar. Lo abrazo. «¿Cómo me voy a ir? Solo estoy cansada». Nos quedamos así unos segundos. «No me gusta estallar así, no me reconozco». Me mira preocupado. «¿Por qué no volvés a terapia?». Bajo la cabeza. «¿Y con qué le pago?». Me mira serio. «Por eso no te preocupes ahora, dale, escribile, te va a hacer bien». Suspiro. Voy a escribirle. Le aprieto las manos con firmeza. «Voy a estar bien». Me sonríe. «¿Preparo unos mates?». Asiento con la cabeza. Yo también le sonrío.

Zapatos rotos

 

El televisor está encendido. Suena la canción «Zapatos rotos» de Los Náufragos. El mayor y yo bailamos agarrados de la mano, exagerando el movimiento de nuestros brazos, despegando nuestros pies del suelo para saltar juntos hacia adelante y hacia atrás, coordinados, sonriéndonos. El pequeño nos mira desde su sillita y ríe a carcajada suelta, achicando sus ojitos, aspirando de vez en cuando aire para volver a soltar una risa rítmica que contagia. Acaba de comer sandía y está tan feliz que aplaude. Sigue sin tomar leche en biberón, pero ya eso no me estresa. Solo queda una semana para que empiece la guardería. Ya no hay mucho que podamos hacer. Su hermano está emocionado. Va a ir al cole de mayores y le hemos comprado una mochila nueva. «Zapatos rotos, zapatos rotos. Con esa facha ¿a dónde vas? Voy con rumbo a un nuevo mundo. Mi fiel amigo me sigue atrás». El volumen de la canción disminuye hasta desaparecer. «Otra vez, mamá, ponla otra vez».

Orígenes

 

Estoy en el edificio del Archivo Municipal de Sa Pobla. Ahora que los nenes empezaron el colegio y tengo algo de tiempo para mí, quiero investigar nuestros orígenes mallorquines. Mi bisabuela siempre decía que había nacido en este pueblo. El mismo en el que hoy vivimos por pura casualidad. O tal vez fue un pálpito que tuve cuando nos ofrecieron alquilar esta casa a las afueras. Algo me decía que tenía que ser acá. Estamos lejos de todo, pero hay mucha paz. Todavía no tenemos amistades, ni vamos al gimnasio, ni salimos de bares, ni hacemos nada de lo que hacíamos en Madrid.Pero tampoco es que se pueda hacer mucho. Estamos en pandemia. Hay que usar la mascarilla para todo. Y así, ese todo se vuelve pesado, incómodo, imposible. Así que ahora mismo, lo mejor de vivir acá es la tranquilidad. Justo lo que necesito.

Soy rara. Me entusiasman cosas que a otros no. Me gusta conocer la historia cuando la mayoría lo ve como una pérdida de tiempo. Siempre fui rara. Por eso, conecto enseguida con los raros, como Pere, una de las tres personas del pueblo con las que hoy tengo una relación. A simple vista se diría que es un pagés más, un campesino mallorquín, pero las gafas lo delatan: es un hombre de letras.

Pere trabaja en el Archivo. Contacté con él a través de las redes sociales. Anunciaba la presentación de un libro sobre las migraciones mallorquinas. Le conté lo poco que sabía de mi bisabuela: que nació en Sa Pobla en 1913 y que migró a Argentina junto a sus padres y hermanas cuando tenía nueve meses de vida. Quedamos en vernos en la presentación del libro.

Fuimos al encuentro los cuatro: mi marido, los nenes y yo. Pere tomó la palabra: «Había una vez una niña llamada Isabel que emigró a la Argentina, pasaron los años y su rastro se perdió». Y aunque lo dijo en mallorquín, yo entendí todo lo que había que entender. Esa niña, a la que el pueblo le había perdido el rastro, era mi abuelita. «Hoy su bisnieta está aquí con su pareja y sus hijos». Hizo una pausa. «Eso es la migración». Se me humedecieron los ojos.