Raptada por un millonario - Aventura en Singapur - Jennifer Greene - E-Book

Raptada por un millonario - Aventura en Singapur E-Book

Jennifer Greene

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Beschreibung

Raptada por un millonarioDomando el corazón de un millonarioUna herencia de diez millones de dólares debía haber satisfecho todos los sueños de Carolina Daniels, pero sólo sirvió para atraer a oportunistas que pretendían que compartiera con ellos su recién adquirida riqueza.Afortunadamente, junto con la generosa donación llegó su salvador: el sexy millonario Maguire Cochran.Maguire sabía que la generosa herencia que su padre había dejado a Carolina por haber salvado a su hijo le causaría más problemas que alegrías. Por eso decidió convertirse en su caballero andante y enseñarle a ser más dura.Raptarla y llevarla a un lujoso retiro formaba parte del tratamiento. Pero no así que la amable y apasionada profesora le diera una lección sobre el amor y que transformara su corazón…Aventura en Singapur¿Podría ella mantener alejadas las manos de un marido tan sexy?Jianne Xang-Bennett necesitaba protección desesperadamente, por lo que, de mala gana, pidió ayuda a su esposo, el experto en artes marciales Jacob Bennett, del que había estado alejada mucho tiempo. Sin embargo, el hecho de que hubieran estado separados doce años no implicaba que pudieran estar en la misma habitación sin discutir o arrancarse la ropa el uno al otro. Sin embargo, Jacob era capaz de hacer cualquier cosa por las personas a las que amaba y Jianne era la única mujer que podía poner de rodillas a tan noble guerrero. 

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

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© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 467 - abril 2024

© 2010 Alison Hart

Raptada por un millonario

Título original: The Billionaire’s Handler

© 2010 Kelly Hunter

Aventura en Singapur

Título original: Red-Hot Renegade

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1062-815-1

Índice

 

Créditos

Raptada por un millonario

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Aventura en Singapur

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Promoción

Prólogo

MAGUIRE subió a bordo, se quitó los zapatos y se dejó caer sobre el asiento de cuero blanco. Aunque tuviera que soportar una ópera de Puccini aquella noche, tenía la ventaja de viajar en su avión privado y al menos podría descansar durante el largo vuelo a Nueva York.

Desafortunadamente, en lugar de oír que se cerraba la puerta y arrancaba el motor, le llegaron desde la pista los gritos de un chico con el uniforme de una compañía de transporte, que entró en la cabina jadeante.

—¡Señor Cochran, señor Cochran! Traigo un paquete urgente para usted, señor.

—Gracias —Maguire le dio una propina y el chico se fue.

El piloto se asomó para ver si había algún problema y Maguire le pidió que esperara a que viera qué contenía el sobre manila que pudiera ser tan importante.

La dirección del remitente lo puso sobre aviso, pero la fotografía que salió al abrirlo hizo que frunciera el ceño con preocupación.

Ya había visto aquella fotografía con anterioridad. La joven estaba sentada en una alfombra rodeada de media docena de niños que parecían sufrir distintos grados de discapacidad. Daban palmas al unísono, como si jugaran o cantaran. La mujer tenía el cabello rubio y ojos risueños, y transmitía una enorme fragilidad.

La situación se ha deteriorado. Era la primera frase del informe del detective.

Maguire siguió leyendo. Parte de la información ya la conocía. El puesto de trabajo que tanto amaba estaba en peligro; había cambiado de número de teléfono sin resultado alguno; y finalmente había recurrido a una compañía de seguridad personal, pero sus conocimientos al respecto eran nulos.

En otra fotografía se la veía exhausta, con grandes ojeras y muy pálida.

Las últimas noticias explicaban la situación:

La policía está investigando, continuaba el informe, pero puede que ésta sea la gota que colme el vaso. Anoche la visitó su hermano y llamó a una ambulancia. Hasta el momento, no he logrado averiguar cuál fue la causa ni cómo se encuentra.

Maguire dejó el sobre a un lado pensando a toda velocidad. Aunque no tenía por qué sentirse implicado puesto que no era responsable de la crisis por la que pasaba aquella mujer a la que ni siquiera conocía, sentía la responsabilidad de resolver los problemas que había causado su padre al morir.

—¿Señor? —el piloto permaneció en la puerta de la cabina esperando instrucciones.

—Comprueba cuánto tiempo necesitamos para cambiar el plan de vuelo. Cancelamos el viaje a Nueva York para ir a South Bend, en Indiana.

En cuestión de minutos había organizado todo como si hubiera estado preparado por si aquella situación se presentara… que era lo que había hecho. Había intuido que aquello sucedería, que tendría que implicarse finalmente.

Determinadas circunstancias sólo podían ser resueltas por un millonario, aun cuando el dinero no tuviera ninguna relación en ello.

Capítulo 1

CUANDO Caroline Daniels abrió los ojos y no reconoció nada de lo que la rodeaba, pensó que había despertado a una vida ajena.

La manta azul que la cubría hasta la barbilla, la almohada fina sobre la que apoyaba la cabeza y las paredes azules que la rodeaban no tenían nada que ver con su dormitorio. Además, la habitación no estaba sólo ordenada, sino que no había ni un objeto a la vista: ni libros abiertos, ni zapatos, ni jerseys sobre los respaldos de las sillas, ni paquetes de Oreo abiertos en la mesilla.

La ausencia de oreos fue la prueba definitiva. O había recibido un trasplante de personalidad o estaba viviendo una vida que no le pertenecía.

Ese pensamiento le pareció tan divertido que se habría reído de no habérselo impedido el estado de pesadez de su cabeza, que sólo podía justificar por haber recibido algún medicamento fuerte. Aun así, no se inquietó. La habitación estaba tranquila y silenciosa; la cama era muy cómoda y se sentía a gusto envuelta en la cálida manta. Lo único molesto era que sintiera una niebla en la mente que le impedía recordar dónde o por qué estaba en aquel lugar.

Fue en ese momento cuando vio al hombre y el corazón le dio un salto mortal. El extraño sueño sufrió al instante un giro dramático, aunque no estuvo segura de si adquiriría tintes eróticos o si se transformaría en una pesadilla.

Probó a cerrar los ojos y volverlos a abrir.

El desconocido seguía allí, recorriendo la habitación como un tigre enjaulado mientras hablaba por teléfono. Carolina no lo conocía. Llevaba un traje gris oscuro que parecía de corte europeo, y una impecable camisa blanca y corbata de rayas negras, ambas aflojadas.

Estaba tan elegante como para ir a la ópera de París. Pero no fue su indumentaria lo que hizo que el corazón de Carolina se acelerara como un pájaro enjaulado, sino algo en el hombre en sí mismo. O todo.

Sin dejar de hablar, se giró como para mirarla y Carolina cerró los ojos instintivamente, simulando que continuaba durmiendo. Pero aunque sólo lo vio fugazmente, su mente captó sus rasgos faciales.

La tenue luz que se filtraba por la ventana, bastó para que se diera cuenta de que debía tener unos cinco años más que sus veintiocho. Aunque fuera vestido tan formalmente, tenía el cabello rubio despeinado, la barbilla oscurecida por una barba incipiente y sus ojos azules rodeados de unas profundas ojeras que le hacían parecer preocupado.

Era alto, al menos un metro ochenta y cinco comparados con su metro cincuenta y cinco centímetros; y sus hombros eran tan anchos como para bloquear el vano de una puerta.

No tenía nada de corriente, sino que daba la impresión de ser alguien acostumbrado a mandar y a cuyo cargo tenía grandes proyectos; alguien ante quien la gente se inclinaba y que lograba que sucedieran cosas. El aire a su alrededor estaba cargado de energía y fuerza según se movía y tensaba los músculos o apretaba la firme mandíbula mientras hablaba. En definitiva, Carolina pensó que era el tipo de persona con la que era preferible no discutir.

Todo ello le confirmó que no lo conocía, puesto que nadie en su círculo de amigos, ni sus compañeros maestros de educación especial ni sus vecinos de South Bend, se correspondían con ese perfil ni era probable que tuvieran un amigo como aquél.

Aunque aturdida, continuó procesando la información que le proporcionaba su entorno. Los monitores y el equipo que tenía a su derecha indicaban que se encontraba en un hospital, pero ni las paredes azules, ni el sofá, ni la televisión de plasma se correspondían con la decoración habitual de un hospital. Una vez más, hizo el esfuerzo de recordar qué hacía allí, pero su mente parecía atrapada tras una puerta que no podía abrir. A un lado de ésta había un peso tan enorme, desestabilizador y angustioso, que no se sentía con fuerzas para abrirla. En aquel lugar mental se abrazaba a las rodillas, que tenía apretadas contra la barbilla tal y como hacía de pequeña en la oscuridad, cuando intentaba esconderse de los aterradores caimanes invisibles que se escondían bajo su cama.

Pero ya no era una niña, ni creía en caimanes. Con ella sólo estaba aquel desconocido cuya presencia era tan ilógica como podría serlo un sueño.

Súbitamente él se giró, mirando en su dirección como si lanzara un rayo láser, y descubrió que tenía los ojos abiertos. Al instante cerró el teléfono y fue hacia ella, moviendo la boca frenéticamente como si diera órdenes a alguien, aunque ella no pudiera oír ni una palabra de lo que decía.

Fragmentos de la realidad empezaron a filtrarse en su cerebro. Ninguno de los cuales explicaba la presencia de aquel hombre, pero sí la crisis que había precedido a su pérdida auditiva.

Las semanas previas pasaron por su mente de una manera difusa. La sorpresa y alegría al recibir la noticia de su fabulosa herencia. La incredulidad. La emoción. Los saltos y gritos de felicidad en su apartamento, las llamadas a todos sus conocidos. La llamada al abogado para asegurarse de que no era un sueño.

Pero en cuanto llegó el cheque, las consecuencias que no había anticipado y para las que no había estado preparada.

Dos días atrás o quizá tres… Recordó la expresión del rostro de su hermano cuando la encontró. Gregg parecía asustado. Ella se había encerrado en el cuarto de baño, acurrucada en una esquina bajo una manta y tapándose los oídos, escondiéndose, como si creyera que no la encontrarían. Había desconectado el teléfono fijo y había tirado el móvil por el retrete aunque ya ni siquiera podía oírlos.

El médico lo había llamado «sordera histérica». No tenía nada orgánico y aunque había evitado decirle que estaba loca, a Carolina siempre le había gustado llamar a las cosas por su nombre. Y por más que se enfadó consigo misma por ser tan débil, no consiguió recuperar la audición.

Aun así, nada de todo eso explicaba qué hacía en aquel hospital con un desconocido tan… atractivo.

Maguire había dudado entre dos de sus aviones, pero finalmente, se alegró de haber elegido el Gulfstream, un poco más viejo que los demás, pero con un gran sofá que se convirtió en una cómoda cama para Carolina.

Para el final de la tarde, había sobrevolado las lluviosas tierras de las llanuras y el sol se ponía tras las montañas a las que se aproximaban. En cualquier otra circunstancia, Maguire habría disfrutado del vuelo, pero aquel día estaba demasiado intranquilo como para relajarse, y se levantaba constantemente para comprobar qué tal estaba la menuda mujer rubia que ocupaba la parte de atrás. Y no tanto porque Carolina necesitara que la vigilara, puesto que dormía profundamente, sino porque no podía resistir la tentación de ir a verla.

Maguire no quería pensar que la estaba raptando, sino que la salvaba. En cualquier caso, la maniobra no había sido nada sencilla. Como de costumbre, el dinero resolvía muchos problemas. Era raro que actuara impulsivamente. Llevaba dos meses monitorizando la vida de Carolina, pero en ningún momento había pensado que fuera a llegar un día en el que se conocieran personalmente porque se viera obligado a intervenir.

—¿Señor Cochran?

Maguire alzó la mirada hacia el piloto.

—¿Algún problema?

—Vamos a entrar en una zona de turbulencias. Preferiría que se atara el cinturón de seguridad.

Maguire conocía demasiado bien a Henry como para no saber que le preocupaban distintos tipos de «turbulencias», que le inquietaba la pasajera que transportaban y las decisiones que había tomado su jefe.

—Enseguida voy —dijo, aunque permaneció junto a Carolina.

Hacía un rato la había cubierto con una sábana de seda y una manta ligera. En todas las horas que habían transcurrido desde que la subieran en una camilla al avión, ni siquiera se había movido.

Él no sólo no había querido sedarla, sino que se había opuesto rotundamente. Se había peleado con el médico del hospital sobre todos los aspectos de su tratamiento y éste había insistido en que no tenía ningún derecho a llevársela sin permiso del hospital o sin ayuda médica. Bla-bla-bla.

Nada de eso tenía ya la menor importancia. Se aseguró de que el cinturón estaba atado firmemente para que no fuera zarandeada y la tapó bien con la manta para que no se enfriara.

El leve contacto de sus dedos contra su cuello, aunque no fue particularmente íntimo, hizo que lo sacudiera una corriente de deseo. ¡Qué extraña mujer! No tenía nada especial para explicar aquella súbita excitación sexual. Era completamente vulgar. Sus facciones eran más graciosas que atractivas: tenía una diminuta nariz algo respingona, suaves pómulos, una boca casi demasiado menuda como para ser besada. Tenía el cabello rubio claro, casi pajizo, y aunque parecía llegarle a los hombros era difícil saberlo porque era una maraña rizada. Dudaba de que llegara a pesar cincuenta kilos, tal y como había podido calcular al subirla en brazos al avión. Tampoco recordaba haber apreciado que tuviera trasero o pecho dignos de interés. Por otro lado, le había sorprendido ver que tenía las uñas de los pies pintadas de un llamativo morado.

Aparte de esa pequeña señal de rebeldía, parecía extremadamente frágil y vulnerable; como si un soplo de viento pudiera tumbarla.

El padre de Maguire no la había tumbado. En su lecho de muerte, Gerald Cochran le había dejado diez millones de dólares. Lo que debía haber sido un increíble regalo se había transformado en un castigo. Ése era el problema. Los médicos no lo entendían. Y los abogados todavía menos. Sus familiares nunca habían soñado con una oportunidad como ésa y la acosaban. El dinero podía acabar destruyéndola como él sabía muy bien. De hecho, casi lo había hecho en menos de dos meses.

—Señor Cochran.

Era Henry de nuevo. Maguire fue hasta la cabina del piloto y ocupó el asiento del copiloto.

Había contratado a Henry hacía cuatro años. Aunque apenas tenía treinta, aparentaba muchos más. Numerosas arrugas surcaban su frente y tenía bolsas bajo los ojos. Maguire siempre pensaba que Henry había nacido viejo, que no había disfrutado de su infancia, que nunca había hecho una travesura. Pero ésas no eran malas características para un piloto y hombre de confianza. Por eso Henry se había convertido en uno de sus mayores apoyos.

—¿Va todo bien? —preguntó al tiempo que se ajustaba el cinturón de seguridad.

—Aterrizaremos sobre las ocho. Parece que tendremos buenas condiciones climáticas.

Aunque volar era su vida, Henry estaba de un humor sombrío.

—¿Pero? —Maguire sabía que había algún problema.

Henry le lanzó una mirada de reojo.

—Incluso para usted, señor, esto es un tanto extraño.

—Ya lo sé.

—Sabe que no cuestiono lo que hace. Es sólo que lo encuentro…

—Extraño —repitió Maguire por Henry.

—Así es —Henry sacudió la cabeza—. No sé cómo vamos a comunicarnos con la señora si no puede oír.

—Ya encontraremos la manera.

—¿No cree que llevárnosla sin su permiso es… ilegal?

—Henry, ha sufrido un colapso nervioso a consecuencia de lo que hizo mi padre. Nadie en su círculo habitual tiene ni idea de lo que está soportando. ¿De verdad crees que debía haberla abandonado?

—No me atrevería a opinar, señor.

—No me quedaba otra opción. No había nadie más que pudiera ocuparse de ella. Esto ha alterado mis planes tanto como los de ella. Intenta relajarte, Henry. Si me detienen, me aseguraré de que no te veas implicado.

—Eso no es lo que me preocupa, señor.

—Mañana, ya descansado, quiero que vuelvas a South Bend para que me ayudes con unas cuantas cosas. Quiero que establezcamos una base de comunicación con sus amigos y familiares y que le creemos una dirección de correo; así como que tenga un móvil nuevo para posibles llamadas. Yo me ocuparé personalmente de cualquier relación con los abogados. Pero hay que ir a su casa porque va a ausentarse varias semanas.

—¿Varias semanas? —preguntó Henry, tirándose del cuello del uniforme.

—Como mucho. Espero que no más de dos, pero puede que tengan que ser tres. Por eso mismo necesito que vuelvas a su casa por si hay que regarle las plantas, vaciar el frigorífico y ese tipo de cosas. También quiero que me llames con la lista de las medicinas que tenga en el botiquín, cosméticos y demás.

—Muy bien.

—Revisa el correo que haya recibido, y si hay facturas quiero que me las envíes. El correo personal, se lo reenvías a ella. Cualquier otra cosa, lo dejas allí. Ya sé que son muchas cosas para recordar, pero te haré una lista.

—¿No necesita que me quede en el refugio con usted?

—Probablemente sí, pero cuando despierte, lo primero que le va a preocupar son todos los asuntos personales que haya dejado pendientes, por eso quiero ocuparme de ellos en primer lugar. Del resto, que no tengo ni idea de qué pueda ser, nos ocuparemos cuando despierte y empiece a hablar.

—¿Señor?

—Henry, deja de llamarme «señor». Sea lo que sea lo que te preocupa, dilo de una vez.

—Sí, señor. ¿Y si se despierta y quiere volver a su casa? ¿Y si no quiere quedarse con usted?

—Henry.

—¿Sí, señor?

—Por supuesto que no querrá quedarse conmigo puesto que no me conoce de nada. Por eso mismo tengo que ganarme su confianza. Pero eso me corresponde a mí, no a ti.

—Sí, señor.

Maguire suspiró.

—¿Cuál es ahora el «pero»?

—Pues… que es muy joven y, bueno, bonita. Muy bonita.

—Henry.

—¿Sí, señor?

—¿Me consideras capaz de aprovecharme de una mujer debilitada?

—No, señor.

—¿Crees que mi vida se caracteriza por la ausencia de mujeres atractivas?

—No, señor.

—Por último, Henry, puesto que la he raptado y ocupo una posición de poder, no le tocaría un pelo. ¿Comprendes?

—Sí, señor.

—Ni aunque estuviera ardiendo en el infierno y ella me suplicara, Henry; ni en el caso de que fuera la única oportunidad que me quedara en el mundo de tener sexo. Mientras esté bajo muy cuidado, está a salvo de todo eso.

—Entendido, señor.

—¿Hay alguna otra pregunta que quieras hacerme o puedo volver atrás y echar una cabezada?

—Ninguna pregunta más, señor.

Ocasionalmente Henry demostraba tener algo de sentido del humor, pero el resto del tiempo era como tener cerca a una tía anticuada siempre a su disposición y siempre atenta a que llevara un paraguas si llovía, pendiente de que comiera y de que no pasara ni calor ni frío. Un excelente empleado, aunque a veces, agotador.

Maguire volvió a la cabina de pasajeros, se sentó en el asiento más próximo a Carolina y se cubrió con una manta. Podía haber encendido el ordenador o leído unos documentos, pero descubrió que prefería observarla.

Todo en ella resultaba suave. La piel, el cabello, los labios. No trasmitía la mínima señal de dureza. A Maguire no le costaba creer que hubiera sido capaz de arriesgar su vida por salvar a su hermano pequeño, Tommy, aunque apenas lo conociera. De hecho no le costaba imaginar que ni siquiera titubeara antes de lanzarse a salvar a cualquiera. Por eso era inconcebible imaginar que tuviera la capacidad de lidiar con el tipo de presión que había caído sobre ella en los dos últimos meses, cuando ni la vida ni las circunstancias la habían preparado para ello.

Típicamente, su padre le había regalado el dinero en lo que creía una muestra de generosidad. A Gerald jamás se le habría pasado por la cabeza que con ello estaba sumiendo a aquella joven mujer en un mar de dificultades para las que no tenía herramientas de defensa.

Por eso Maguire sentía la responsabilidad de convertirse en su salvador. Y eso significaba lo que le había dicho a Henry. Daba lo mismo que su piel y su cabello fueran delicados, o que sus labios fueran tan menudos y perfectos como para tentar a cualquier hombre a comprobar la pasión de la que eran capaces. Era una mujer dulce y generosa. Eso era lo que sabía de ella por el momento.

Si detrás de esa superficie había algo más, ya lo averiguaría, pero sin tocarla ni hacerle el menor daño. Por más que le costara.

Capítulo 2

CAROLINA abrió los ojos y frunció el ceño al instante. Teniendo en cuenta el número de camas distintas en las que había despertado los últimos días, cualquiera habría pensado que tenía una vida sexual hiperactiva. Y aunque despertar en camas desconocidas tenía cierta gracia, la sensación de estar mareada y drogada empezaba a resultarle molesta.

Fue recordando escenas aisladas de los dos días previos. Por ejemplo, una pelea entre el misterioso desconocido y el médico del hospital. Aunque no podía oírlos, los vio hacer aspavientos y gestos de indignación. Después de eso… No tenía ningún recuerdo de cómo había salido del hospital, pero sí de haber despertado en una avión de lujo sobre un sofá de cuero extremadamente cómodo. También recordaba a su secuestrador asomándose a verla en varias ocasiones. En una de ellas le había acariciado la mejilla y el cabello.

Después, el aterrizaje por la noche en un pequeño aeropuerto privado. En cierto momento había cenado algo: pollo con cilantro y arroz. Un cilantro maravilloso. También una tortilla. ¿O la tortilla había sido antes? ¿Y no había además otro hombre? Un hombre menudo, joven aunque con cara de persona mayor y expresión preocupada.

Todo era tan confuso. Tenía la sensación de haber dormido durante días. Pero si era así, ¿por qué estaba agotada?

Cuando miró a su alrededor el pulso se le ralentizó. La vista que se divisaba por la ventana podía tranquilizar a cualquiera. También le sirvió para confirmar que no estaba en su casa. En South Bend no había montañas, ni mucho menos la preciosa cordillera con las cumbres nevadas que se veía en la distancia. En South Bend los bosques se habían tornado rojos y dorados para aquella época de octubre, pero no tenían la dramática gama de tonalidades de los pinos y los álamos que contemplaba en aquel momento.

Tampoco el dormitorio era el suyo. Una cosa era que su tendencia al desorden siempre le diera cierto aire caótico y otra que aquél en el que se encontrara fuera espectacular desde cualquier punto de vista.

Una pila de carbón crepitaba en la chimenea de mármol blanco que ocupaba una de las esquinas, delante de la cual había una preciosa alfombra persa en tonos negros, cremas y mostaza. Éste era también el color de la sábana de seda que la cubría, de las paredes y del sofá de cuero situado delante del gigantesco ventanal.

Y fue entonces cuando volvió a ver a su secuestrador.

Estaba sentado en el sofá, mirando por la ventana. Cruzaba las manos bajo la nuca.

Carolina observó lo poco que podía atisbar: la mata de cabello rubio despeinado, liso y fuerte; las uñas recortadas. Al contrario que en la primera ocasión, vestía informalmente. Llevaba las mangas de la camisa subidas hasta los codos, dejando expuestos los antebrazos en las que se veía la cantidad exacta de vello como para que resultara extremadamente masculino.

Carolina asumió que se sentiría aterrorizada. Aquel hombre la había sacado del hospital sin consultar con ella; era fuerte y muy masculino, y no tenía ni idea de lo que pretendía hacerle. Lo lógico era que se sintiera atemorizada, que sintiera pánico. Pero en lugar de eso…

El pulso se le aceleró pero no de miedo. Ni siquiera cuando, como si percibiera que estaba despierta, él giró la cabeza súbitamente y la descubrió mirándolo.

Se puso en pie de un salto y fue hacia ella alzando las manos en un gesto de apaciguamiento para que estuviera tranquila. Se inclinó para agarrar un netbook rojo y le mostró la pantalla, en la que había escrito un mensaje:

Me llamo Maguire. Puedes hablar, pero sé que no puedes oír, así que ésta es la forma de poder comunicarnos. ¿Te parece bien?

Al terminar de leer, Carolina alzó la mirada. Tenía que estar bromeando. ¿Cómo podía parecerle bien nada de lo que estaba pasando? Sin esperar respuesta, Maguire se sentó al pie de la cama y escribió algo más antes de pasarle el ordenador:

Pero no puedes castigarme si cometo muchos errores o si soy demasiado lento.

Se quedó mirándola como si esperara respuesta, pero Carolina se limitó a parpadear. Dudaba de que Alicia en el País de las Maravillas se hubiera sentido más desconcertada que ella. Un desconocido estaba sentado en su cama en un lugar al que la había conducido después de raptarla y pensaba que podía bromear.

—Te quedarás sin recreo si cometes faltas de ortografía —dijo ella.

Aunque no pudo oír su propia voz, evidentemente él sí pudo porque fingió estremecerse y volvió a escribir:

Está bien. Sé tan severa como quieras, pero no olvides que yo tengo el chocolate.

Carolina leyó y lo miró.

—¿Crees que puedes comprarme?

Él escribió: ¿Puedo?

Carolina contuvo la respiración. Estaba bien poder hacer bromas, pero era una locura. Se puso seria.

—Necesito saber ahora mismo qué está pasando.

Él también cambio de expresión. Desapareció el simpático bromista y volvió el tipo duro acostumbrado a tener el mando. Escribió unas líneas y le enseñó la pantalla:

Vas a recuperar la audición. Por eso estás aquí, en un lugar cómodo en el que no padezcas el menor estrés.

Carolina leyó y lo miró a los ojos.

—¿Cómo lo sabes? ¿Eres médico? ¿Qué sabes de mí?

Él volvió a escribir durante unos segundos. Carolina leyó varios improperios en sus labios. Se veía que estaba acostumbrado a usar la tecla de «borrar» a menudo. Finalmente, giró el ordenador hacia ella. Era verdad que su ortografía era deplorable:

Ya nos ocuparemos de los demás asuntos más adelante, pero tenemos que empezar por el principio y con la información que debes saber por el momento. Estás a salvo. Tu familia y tus vecinos lo saben. Tu abogado sabe dónde localizarte. No debes preocuparte de nada, ni de las facturas, ni de las citas que tuvieras programadas. Me he ocupado de todo.

Carolina leyó. Lo miró en silencio, perpleja, sin saber qué decir. Él escribió de nuevo:

No pongas esa cara de angustia. Estás empezando a recordar, ¿verdad? ¿Recuerdas haber perdido la audición y que tu hermano temía que sufrieras un colapso nervioso?

Carolina siguió muda. De pronto su mente se aclaró y los recuerdos se agolparon a una velocidad imparable. Se le hizo un nudo en la garganta imposible de tragar, y aunque había dormido prácticamente dos días seguidos, su impulso fue acurrucarse hecha una bola, cerrar los ojos y olvidar. Pero ya no pudo. La ansiedad la asaltó como un perro rabioso, arrebatándole las ganas de vivir.

Una mano fuerte cubrió la suya.

—No —dijo Maguire, como si pudiera oírla. Y bruscamente escribió de nuevo en el ordenador:

Hagamos un trato, Carolina. En la otomana que hay al pie de la cama tienes una bandeja con todo tipo de cosas para desayunar. El cuarto de baño está en la puerta del fondo, por si no te acuerdas. Contiene todo lo básico y no tienes más que pedir cualquier otra cosa que necesites. Después, puedes volver a la cama o bajar y explorar la casa o el entorno. Abajo hay una biblioteca con un montón de libros, si es que te apetece leer.

Giró el ordenador. Carolina leyó y asintió con la cabeza lentamente. Los mensajes con información concreta le resultaban más asimilables.

Él alzó un dedo y recuperó el ordenador:

A cambio, necesito que me hagas dos listas en algún momento del día.

—¿Qué tipo de listas? —preguntó ella con aprensión.

Una con comida. Necesito saber si eres alérgica o si hay algo que no te guste. También quiero saber cuáles son tus platos favoritos. ¿Podrás hacerla?

Maguire le dejó ver la pantalla, pero antes de esperar a que contestara su pregunta retórica, continuó escribiendo:

Luego quiero que hagas otra más larga, que vamos a llamar la lista de los sueños. Quiero que cierres los ojos y pienses en todas las cosas que has querido hacer o todos los lugares que has querido visitar. Cosas que siempre hayas deseado pero no tuvieras la oportunidad de hacer. Incluso sueños de tu infancia que sabías imposibles o irreales pero con los que aun así, seguías soñando. ¿Entiendes?

Carolina leyó el mensaje y frunció el ceño.

—¿Por qué?

Aunque Maguire escribió un rato, el siguiente mensaje sólo decía:

No puedo seguir escribiendo. Es agotador. Por ahora basta con lo que te he dicho. Desayuna, dúchate y baja cuando quieras. Cuando me des las listas, te proporcionaré más información. ¿De acuerdo?

Tras leerlo, Carolina dijo:

—No, no estoy de acuerdo.

Pero como única respuesta obtuvo una sonrisa, antes de que Maguire desapareciera y cerrara la puerta tras de sí.

Carolina permaneció inmóvil unos segundos, preguntándose si volvería, pero cuando vio que la puerta permanecía cerrada, se levantó. La cabeza le dio vueltas, pero enseguida se le despejó. Las drogas que le habían dado empezaban a abandonar su sistema. Sólo se trataba de debilidad. Miró en la bandeja y vio una jarra con zumo, una cafetera, un plato con fruta y otro con una tortilla, además de cubiertos de plata y una servilleta de lino. La elegancia del conjunto le hizo reflexionar.

Especialmente después de los últimos dos meses, era particularmente sensible a todo lo relacionado con el dinero. Cualquiera en sus circunstancias habría asumido que un secuestrador pediría un rescate, y sin embargo ese temor ni siquiera se le había pasado por la mente respecto a Maguire. Todas las pruebas apuntaban a que era rico. Los criminales normales no solían viajar en aviones privados de lujo, ni servían el desayuno en bandejas de plata, ni escondían a sus secuestrados en una maravillosa casa en la montaña.

Pero si no quería dinero, ¿por qué demonios la habría secuestrado?

El misterio seguía sin aclararse.

El cuarto de baño era tan espectacular como el resto. Todos los detalles eran exquisitos: un lavabo de cobre, una bañera del tamaño de una piscina, baldosas de mármol en tonos tierra, crema y marrón. Una pantalla plana a un lado de la bañera ofrecía una selección de vistas panorámicas o películas. Una puerta daba acceso a un armario lleno de todo tipo de jabones y cremas.

Carolina llenó la bañera y se metió en el agua. Con la ducha se lavó la cabeza y luego abrió los chorros de masaje. Una persona secuestrada no debería sentirse a salvo, se repetía constantemente, pero lo cierto era que ella se sentía limpia, a salvo y cómoda.

Los temores que le inspiraba su vida real eran mucho peores que los que aquel desconocido le provocaban. A pesar de todo lo que había dormido, en ningún momento se había sentido libre de ansiedad o presión.

Sin embargo, estaba segura que aquel instante de paz tampoco duraría. Poco a poco fue consciente de perturbadores detalles en todo lo que la rodeaba. Primero fue reconocer el perfume del champú. Se trataba del que ella usaba. El maravilloso jabón de almendras era también idéntico al que tenía en casa. Miró hacia una cesta que había en la repisa de mármol en la que había los productos típicos de un cuarto de baño, como desodorante, cepillo y pasta de dientes. Cada objeto seguía empaquetado, y todos eran de las mismas marcas que ella consumía.

Un escalofrío le recorrió la espalda sin saber muy bien si sentirse mimada… o controlada. No podía tratarse de una coincidencia. Alguien se había tomado la molestia de conocer cada detalle de su vida personal. Y sólo podía ser Maguire.

Pero, ¿por qué?

De reojo vio una bata colgada en la puerta. Era de seda roja y negra, larga, con un cinturón estrecho. No tenía nada que ver con la suya, que era vieja, rosa y todo menos sexy, pero cualquier cosa era mejor que el camisón del hospital que llevaba.

Se secó el cabello, se cepilló los dientes y se envolvió cuidadosamente en la bata antes de abrir la puerta. Al otro lado del pasillo, que estaba vacío, había dos puertas tras las que asumió que habría otros tantos dormitorios.

Al fondo había una escalera que descendía hasta una enorme planta baja, imposible de apreciar de una sola mirada. Una gran chimenea redonda dominaba el centro, con los muebles distribuidos a su alrededor: sofás, sillones, una mesa de roble tan encerada que brillaba como cristal. Unos ventanales del techo al suelo dejaban ver las montañas que la rodeaban, como si la casa hubiera caído del cielo en medio de un paisaje salvaje.

Era absolutamente espectacular. Pero también extraño. Carolina bajó las escaleras lentamente, rodeándose la cintura con los brazos.

Por más contenta que estuviera de haber escapado de la jaula de grillos en la que se había convertido su vida, tampoco contribuía a que se tranquilizara lo que le estaba sucediendo. Había descansado y la habían cuidado, pero necesitaba que le dieran respuestas para explicar qué hacía allí.

No vio a Maguire. Pero al llegar al pie de la escalera se dio cuenta de que hacia el este se abría otra ala con habitaciones. Maguire había mencionado una biblioteca, pero la buscaría más tarde. Por el momento, permanecería donde estaba. Sus pies se hundieron en la mullida moqueta de un pálido verde. El sol inundaba la habitación de una cálida luz. Una ardilla recorría el alféizar de una ventana. La cría de una codorniz picoteaba la hierba en el exterior. Carolina sonrió al darse cuenta de que desde que su vida se había transformado en una locura, había olvidado lo maravillosos que eran los pequeños detalles, como disfrutar del sol o de la visión de una simple ardilla.

Pero en ese momento una fotografía reclamó su atención. Había dos sobre una mesa, pero fue una de ellas la que le hizo inclinarse para verla más detalladamente.

El niño que aparecía en ella apenas había aprendido a caminar. Estaba en el exterior, en aquel mismo lugar donde ella se encontraba; corría riendo en pijama, con el rostro radiante de felicidad. Alguien lo perseguía, provocando su diversión. La cámara había capturado a la perfección ese instante de alegría extrema.

Ella conocía a aquel niño. No podía ser otro que Tommy. Los ojos se le llenaron de lágrimas. No pudo evitar que se le escapara un gemido agudo… y entonces se dio cuenta de que por primera vez en mucho tiempo, no sólo había brotado ese sonido de tristeza y afecto de su garganta, sino que lo había oído. Se había oído a sí misma. Había recuperado la capacidad de oír.

Aunque Maguire no la oyó, un sexto sentido le dijo que Carolina había bajado. Apagó el teléfono y fue hasta la puerta del despacho.

Allí estaba, en la sala de estar, con el cabello lavado y tan enmarañado como de costumbre y la larga bata pegada a su delgado cuerpo. Estaba descalza y sostenía la fotografía de Tommy en las manos. Vio que lloraba.

—Eh —la llamó alarmado. Pero entonces recordó que no podía oírlo.

Tomó la otra fotografía y se la enseñó. En ella Tommy era algo mayor, pero no tanto como para que no pudiera llevarlo sobre los hombros. Aunque no se parecieran y Maguire fuera mucho mayor, la fotografía era una prueba de que se conocían. Él adoraba a Tommy tanto como éste, su hermanastro, lo adoraba a él. Aunque no tuvieran la misma madre, siempre habían estado muy unidos.

Carolina comprendió.

—¿Por eso sabías de mí, porque eres familiar de Tommy? —preguntó.

Maguire asintió. Llegado el momento, aquella respuesta daría lugar a muchas más preguntas, pero por el momento bastaba.

Carolina relajó parcialmente los hombros y eso fue un indicio suficientemente positivo para Maguire.

En lugar de ponerse a escribir en el ordenador, decidió probar qué tal les iba con lenguaje de señas. ¿Le apetecía salir? ¿Pasear? Le había conseguido unos pantalones y una camisa, así como unas botas que podrían servirle si se ponía calcetines gordos, y una cazadora.

Inicialmente Carolina pareció titubear, pero al ver la nostalgia con la que miraba al exterior, Maguire tuvo la certeza de que accedería. En unos minutos, Carolina entraba en el cuarto de baño y salía con la nueva indumentaria con el aspecto de un raterillo… pero un raterillo decidido a correr una aventura.

Los médicos le habían advertido que necesitaba reposo y no hacer esfuerzos, pero Maguire estaba seguro de que el aire puro y el sol le harían bien.

En cuanto salieron al exterior, Carolina se rió y Maguire descubrió cómo se transformaba su rostro en cuanto sonreía. Hacía tiempo que una colonia de codornices se había instalado en la propiedad y aunque eran graciosas no se distinguían por su inteligencia. Seguían al líder aun cuando éste se tropezara en una roca, como acababa de hacer, o los condujera por todos los charcos.

El aire fresco coloreó las mejillas de Carolina y le revolvió el cabello. Él le tomó la mano al trepar una gran roca en medio de un pinar. Ella lo miró al sentir el contacto, pero no protestó. Después de un paseo de menos de un kilómetro a través de los pinos, llegaron al borde de un precipicio desde el que se divisaba una bonita vista, aunque no espectacular. En la lejanía se veían las montañas cubiertas de nieve, y abajo, un valle iluminado por el sol y salpicado por ciervos que pastaban.

Súbitamente Maguire se dio cuenta de que seguía sujetando la mano de Carolina y que estaban pegados el uno al otro, y se le aceleró el pulso. Por muy hermosa que fuera la vista, Carolina lo miraba como si acabara de regalarle un baúl lleno de alhajas.

Necesitaba que confiara en él, pero en su mirada había algo que no llegaba a interpretar. Algo… preocupante. Le soltó la mano.

—Muy bien, Ce. Ya has hecho bastante ejercicio por hoy. Cuanto más aire fresco tomes mejor, pero tendrá que ser escalonadamente.

Había olvidado que no podía oírlo, pero pareció comprender y lo siguió. Cuando faltaba poco para llegar, sus mejillas perdieron el tono saludable y su mirada volvió a adquirir una expresión de agotamiento. Maguire habría querido tomarla en brazos, pero se contuvo.

Al llegar a la puerta dijo, articulando cuidadosamente para que le leyera los labios:

—Hora de tu siesta.

Carolina sacudió la cabeza enérgicamente.

—No, Maguire, esto es una locura. Necesito saber qué está pasando. Sobre todo después de haber visto la foto de Tommy.

Maguire estaba de acuerdo, pero antes de hablar, le hizo quitarse las botas y acomodarse en el sofá con un gran almohadón a la espalda y le dio un cuaderno para que empezara las dos listas que le había pedido. Luego dijo que iba a la cocina a preparar un chocolate caliente. Para cuando volvió, Carolina se había quedado profundamente dormida.

Maguire sintió que se le relajaban los hombros y el estómago. Estaba en el camino correcto. Necesitaba que Carolina lo considerara un mentor o un cuidador al que estuviera dispuesta a ceder las riendas. De hecho, daba lo mismo cómo lo catalogara o lo que pensara de él mientras no se le pasara por la cabeza que podía ser un amante. Y si se quedaba dormida con tanta facilidad, estaba claro que ese no era el caso. Así que las cosas no podían ir mejor.

Capítulo 3

CAROLINA no conseguía descifrar a Maguire y juntar las piezas de un puzzle que no encajaban. Era un hombre acostumbrado a que las cosas se hicieran como él quería, a tener el mando y con criterios poco democráticos.

En la superficie no era alguien que le pudiera caer bien, ni mucho menos que le resultara atractivo.

Pasó una hoja del libro. No le sorprendió encontrar en la biblioteca numerosos libros dedicados a defectos de nacimiento relacionados con la función cerebral. Tommy era uno de esos casos. Y la habitación, como el resto de la casa, era fabulosa. Tres de las cuatro paredes estaban forradas de estantes con libros y pequeñas escaleras para acceder a los estantes más altos; había un escritorio semicircular, un sofá, varias sillas y una chaise-longe. El sofá estaba tapizado en ante y Carolina se había acomodado en él al instante.

No pensaba moverse de allí ni aunque Maguire movilizara al ejército para conseguirlo. Se había enamorado de él a primera vista. Entretanto, había llegado el atardecer. El día había avanzado a una velocidad sorprendente. Maguire había estado trabajando y la había dejado en el piso superior revisando algunas cajas con ropa de su tamaño. Nada especial o pretencioso, sólo vaqueros, camisetas y calcetines. Luego se había quedado dormida. No comprendía por qué estaba tan cansada, pero lo cierto era que el cuerpo le pedía descanso cada pocas horas.

Al final de la tarde Maguire había sacado del congelador un guiso que había puesto a calentar mientras ella elaboraba sus dos listas, pero al acabar de cenar había insistido en fregar los platos, obteniendo de ello el placer de sacar a Maguire de quicio. Aparentemente, no quería que hiciera absolutamente nada por su cuenta.

Después, los dos se habían instalado cada uno en un sofá. Ella con un libro sobre educación especial y él con las dos listas que le había dado. Inicialmente las había revisado en silencio, pero según avanzaba había empezado a mascullar sin preocuparse de que lo oyera pues seguía sin saber qué había recuperado la audición.

—Langosta, cangrejo, vieiras. Ummm. Veo que todo entra en la misma categoría. Salmón de Alaska; arándonos recién recogidos del arbusto… ¿Es que nunca has comido como Dios manda?

Apuntó unas notas en el margen. Carolina había mirado de reojo y había encontrado su escritura indescifrable.

—Hojas de viña rellenas como las preparan los griegos… Pues no tengo ni idea, pero está claro que lo quieres todo muy auténtico. Pero si va a ser tan fácil agradarte, no vamos a pasarlo nada bien. No es ningún reto. Y ya sé que no puedes oírme, pero no está mal tener una conversación con una mujer que no puede responder. De hecho, es la fantasía de todo hombre… Bueno, aparte del sexo, claro.

Carolina podía oír, pero intermitente. Sólo a partir de la cena parecía haberse estabilizado. De hecho, desde que Maguire había empezado a comentar las listas, podía oír a la perfección.

Podía haberlo confesado y en algún momento lo haría. Nunca le habían gustado las mentiras, por muy pequeñas o bien intencionadas que fueran. Pero ya que de los dos era la que estaba en una clara situación de desventaja, decidió que era justo poder averiguar cuanto pudiera de la forma que fuera. Y estaba obteniendo de ello un fantástico beneficio: la voz de Maguire.

Oír su voz era como un poderoso y reconfortante bálsamo sin efectos secundarios… al margen de una leve activación hormonal. Tenía un tono grave, de tenor, con una reverberación que le hacía estremecer. Sexy. Maguire era definitivamente sexy. Con sus letales ojos azules, sus facciones masculinas, la forma en que se movía. Y todo ello se reflejaba en su voz, que parecía decir: «Soy todo un hombre. Escucha mi rugido».

Era ese tipo de voz. Una voz «pequeña-te-vas-a-derretir-cuando-te-bese». Una voz «no-te-imaginas-cuánto-puedo-complicarte-la-vida».

Carolina sabía que era una solemne estupidez dejarse llevar por esos pensamientos. Junto con el oído, empezaba a recuperar la memoria. No plenamente, pero lo bastante como para querer hacerse una bola y encerrarse en un armario para olvidar el momento en el que no podía ni comer, ni dormir, ni escapar.

Así que probablemente era una irresponsabilidad disfrutar del placer de la voz de Maguire… aunque temporalmente quisiera aferrarse a ella como si fuera un salvavidas. Escucharle le permitía ignorar su vida real durante un poco más de tiempo. Y era difícil sentirse culpable por ello cuando ésta sólo le causaba ansiedad.

—Está bien —masculló Maguire—. Pasemos de la comida a los deseos… Seguro que tiene más potencial que la otra —era evidente que seguía hablando consigo mismo—. Quieres cenar en una casa en un árbol; quince pares de zapatos italianos… En algún momento tenía que salir el gen consumista… Quieres dormir en un castillo, ir a un spa. Eso está mejor. También quieres conducir un MG del cincuenta y tres. Además… ¿Carolina, estás oyendo mi monólogo?

Maguire había alzado bruscamente la cabeza y la estaba mirando. Puesto que no tenía sentido seguir fingiendo, Carolina asintió.

—Más o menos. Me oigo a mí misma y te oía hablar, pero va y viene. No sé por qué.

—Yo sí. Los médicos dijeron que te sucedería. Habías dejado de oír porque estabas sometida a una presión insoportable. Una vez que ésta ha disminuido, es lógico que recuperes la audición.

—Pero si no ha cambiado nada —Carolina sufrió un brote de ansiedad—. La presión y los problemas siguen ahí. De hecho, tengo que volver a casa. He de…

Al ver que hacía ademán de ponerse en pie, Maguire la interrumpió.

—Quiero que lleguemos a un acuerdo —dijo con extrema calma.

—No hay acuerdo posible, Maguire. Aunque parezca una locura, no me ha importado que me secuestraras, pero ahora empiezo a recordar y no puedo perder el tiempo. Tengo que volver a casa.

—Espera, espera. Te prometo que lo que voy a proponerte te interesa. ¿No quieres saber por qué te he traído aquí? Deja que te lo explique.

Carolina vaciló. Ansiaba saber qué había pasado, pero quería saberlo sin más dilaciones.

Sin embargo, debía haber supuesto que las cosas se harían cómo y cuándo Maguire lo decidiera.

Le dio una cazadora y unos guantes y le hizo salir de la casa. Atardecía y la nieve de las montañas estaba coloreada de morado. No corría ni una brizna de aire. Maguire la ayudó a echarse en una tumbona, la cubrió con mantas y le dio una copa de vino. Luego preparó una fogata en un hornillo de cobre que había junto a las sillas. En cuestión de segundos las llamaradas iluminaban la noche y el olor del humo se mezclaba con el de los pinos.

Maguire, que llevaba puesta una vieja cazadora de cuero se sentó junto a ella, pero cerca del fuego para alimentarlo. Hasta que, finalmente, habló.

—Érase una vez un hombre llamado Gerald, que tenía tres hijos. El padre de Gerald había hecho un invento fantástico con el que había ganado miles de millones, que Gerald heredó. Éste dedicó su vida a comprar todo aquello que deseaba… ¿Está bien el vino?

—Perfectamente —dijo Carolina con impaciencia—. No intentes distraerme, Maguire y sigue hablando.

—Está bien, está bien. El hijo mayor de Gerald se llamaba Jay. Jay nunca trabajó ni trabajará. Desde que cumplió dieciséis años se dedicó a las drogas y a las mujeres, a los coches deportivos y a meterse en líos. Suena espantoso, pero te aseguro que te caería bien. Es encantador.

Maguire se sirvió otra copa de vino.

—Gerald cambió de esposa y tuvo un segundo hijo con el que se llevó fatal. Para cuando este segundo hijo estaba en la universidad, tuvo una enorme pelea con su padre porque éste consiguió que se le retirara a Jay una denuncia por homicidio. Jay atropelló a un hombre mientras conducía borracho. ¿Qué importancia tenía si era un indigente y nadie lo conocía ni lo echaba de menos? Gerald no podía comprender por qué su segundo hijo estaba indignado, pero aquélla fue la última vez que el segundo hijo habló con su padre directamente.

Maguire hizo una pausa, pero Carolina no dijo nada. Había contenido el aliento porque no había que ser un genio para darse cuenta de que Maguire estaba hablando de sí mismo.

—Después de otras dos esposas, Gerald tuvo un tercer hijo. Tommy fue una sorpresa inesperada. Desafortunadamente, cuando la mujer de Gerald estaba embarazada de ocho meses, él pensó que le apetecería hacer un vuelo en ala delta. Por lo visto lo pasaron en grande hasta que se estrellaron. Gerald salió ileso, pero su mujer se puso de parto. Tras dar a luz a Tommy, murió. El niño vivió, pero había nacido demasiado pronto y nunca llegó a ser normal. Gerald resolvió el problema como acostumbraba a resolverlo todo: con dinero. Tommy era atendido las veinticuatro horas del día, tenía todos los juguetes del mundo, acudió a todos los mejores especialistas. Puesto que todas las pruebas indicaban que su condición podía deberse al nacimiento prematuro y a la falta de oxígeno, o incluso a las drogas que Gerald y su mujer habían consumido, nadie esperaba que se produjera un milagro. Pero al menos nadie dudaba que Tommy estaría siempre perfectamente atendido.

Carolina lo observó. Maguire no era capaz de estarse quieto. Atizaba el fuego constantemente a pesar de que las llamaradas despedían chispas que iluminaban la noche.

—El verano pasado, Gerald llevó a Tommy a un lugar especial. Había oído que en South Bend había un proyecto muy peculiar, una escuela de verano con ideas muy innovadoras para los niños con dificultades de aprendizaje por discapacidad mental. Gerald no confiaba en que Tommy mejorara, pero quería ir de vacaciones a Corfú y necesitaba un sitio en el que dejarlo.

—Maguire —dijo Carolina con dulzura. No podía dejar que continuara cuando su voz sonaba tan teñida de tristeza.

Pero Maguire alzó la mano y continuó:

—Sé que es una larga historia, Carolina, y odio contarla, pero estoy a punto de acabar. Deja que siga.

Carolina asintió.

—Así que Tommy fue a este sitio tan increíble y sufrió un ataque, algo que no era extraño en un niño con problemas cerebrales como él. Pero su profesora pensó que no tenía sentido. Así que cuando llegó la ambulancia, fue al hospital con él. Todo el mundo se enfureció con ella, médicos, enfermeras… acusándola de interferir, de ser una engreída sin conocimiento alguno. Pero lo cierto fue que esa profesora, llamada Carolina Daniels, tenía razón. Durante todo aquel tiempo había una causa que explicaba la discapacidad física y psíquica de Tommy: tenía un tumor detrás de un ojo.

»Ahora Tommy no es totalmente normal, y nunca lo será, pero le falta poco. Gerald, siendo como era, ofreció dinero a la profesora, pero Carolina lo rechazó. Aun así, como Gerald sólo sabía hacer cosas con dinero, la incluyó en su testamento y le dejó cerca de quince millones de dólares. No se trataba de que Gerald pensara morirse, pero era la única manera que tenía de devolverle el favor y estaba decidido a hacerlo.

Maguire por fin se acomodó en la silla y estiró las piernas.