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Tres historias protagonizadas por ángeles. En la primera veremos a Rastro de Dios, un ángel torpón pero con una misión muy importante que cumplir. La segunda nos sitúa en la Edad Media, con un ángel protector de los caminantes. Por último, un ángel moderno que aterriza en la Tierra en Navidad y recuerda el verdadero sentido de esas fechas. Historias de amor, aventura y amistad escritas con una exquisita forma literaria.
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Seitenzahl: 75
Veröffentlichungsjahr: 2013
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Rastro de Dios
y otros cuentos
Montserrat del Amo
Ilustraciones de Noemí Villamuza
SE llamaba Rastro de Dios. Así lo había apuntado San Miguel, capitán de todos los Angeles, al final de su lista. Porque San Miguel tuvo que hacer una lista con los ángeles fieles, y apretar las filas de su ejército, para que no se notase el hueco que habían dejado los ángeles malos.
A todos les puso su nombre, empezando por Gabriel, el ángel que Dios había creado para anunciar al mundo la más importante noticia, y después apuntó a Rafael, que había de acompañar a Tobías en su viaje, y que desde entonces se cuidaría de conducir, sanos y salvos, a todos los viajeros.
Y así fue poniendo a todos su nombre hasta que solo quedaba uno: un ángel chiquitín y torponcillo, que no sabía apenas volar.
San Miguel había encargado a un ángel grande y fuerte, que se llamaba Fortaleza de Dios, que le enseñase; pero todo fue inútil. Él solo sabía volar en el rastro luminoso que dejaba Dios a su paso: como una callecita de luz. Allí sí; allí el ángel chiquitín extendía las alas, y volaba sonriendo feliz; pero en cuanto se descuidaba un poquito y se salía de las huellas de Dios, o se retrasaba demasiado y perdía la luz, sentía un peso de plomo en las alas y empezaba a caer, a caer, hasta que algún ángel lo recogía, y volvía a colocarlo en la callecita, donde el ángel chiquitín volaba feliz, sintiéndose seguro como un niño en su cuna.
Por eso, cuando San Miguel-Capitán hizo su larga lista con el nombre de todos los ángeles, escribió el último: Rastro de Dios, para que así se llamase en adelante el ángel chiquitín.
Y dijo San Miguel:
—Ten cuidado, Rastro de Dios, y no te apartes de sus huellas, porque Dios va a crear el mundo y los hombres nos darán mucho trabajo, y, si te caes, tal vez no podré mandar un ángel para que te recoja.
Y San Miguel miraba compasivo a Rastro de Dios, pensando qué sería del ángel chiquitín, perdido en el espacio. ¡Un ángel tan torpe que ni siquiera sabía volar!
Rastro de Dios dijo que sí, que tendría cuidado, y desde entonces seguía a Dios a todas partes muy de cerca, sin distraerse un momento para no perder la calle de luz que dejaba al marchar.
Por eso vio muy bien cómo creó Dios, el primer día, el cielo y la tierra, que solo eran, al principio, un montón de barro oscuro; y Dios dijo:
—Sea la luz.
Y dividió después la luz de las tinieblas, y a la luz la llamó día y a las tinieblas, noche.
Rastro de Dios miraba todo, muy asombrado, y repetía por lo bajo las nuevas palabras que pronunciaba Dios, y decía bajito:
—Día... día... día... día...
Y después:
—Noche... noche... noche... noche...
Para que no se le olvidasen, porque eran muy bonitas palabras.
Tan ocupado estaba en estas cosas que se quedó un poco retrasado y ya no le alcanzaba del todo la luz de las huellas divinas. Tropezó en el aire, porque se le enredaban las alas torponas. Tuvo miedo de caer; y hubiera sido terrible, porque todos los ángeles estaban mirando la creación y nadie se hubiera ocupado de recogerlo. Hizo un esfuerzo y movió las alas. Cuando llego junto a Dios, comenzó el día segundo. La voz divina decía:
—Hágase el firmamento en medio del agua.
Al firmamento lo llamó cielo.
Rastro de Dios empezó a decir:
—Cielo... cielo... cielo...
Pero era esta una palabra más difícil que las otras. Por eso tuvo que repetirla muchas veces, y sin darse cuenta empezó a decirla en voz alta:
—Cielo... cielo...
Sabiduría de Dios, un ángel muy listo que estaba a su lado, le dijo muy enfadado que se callase, porque estaba molestando a todos, y que no hacía falta repetir tantas veces la palabra cielo porque era muy fácil de aprender.
San Miguel preguntó qué pasaba y, aunque hizo callar a Rastro de Dios, no le regañó porque al fin y al cabo era el más pequeño de todos los ángeles. Había que tener paciencia con él.
Se fue, moviendo las alas lentamente, y pensando lo poco que iba a servir un angelito tan torpón.
En esto, empezó el día tercero, porque en el cielo los días pasan tan deprisa como una tarde de vacaciones.
Dios dijo:
—Que se junten en un sitio las aguas reunidas que están debajo del cielo y aparezca lo seco.
A lo seco llamó tierra y al agua reunida, mar. Hizo nacer la hierba y las plantas y los árboles. Puso Dios en todos los frutos las simientes, para que más tarde se pudiera sembrar, y así, cuando se secasen las que había creado, nacieran otras nuevas.
Rastro de Dios estaba maravillado, y pensaba qué más cosas podría crear Dios los otros días, cuando las que había hecho eran tan bonitas. Y volaba impaciente, esperando a que empezase el día cuarto.
Dijo Dios después:
—Haya luceros en el firmamento del cielo, que distingan el día y la noche, y sirvan de señal a los tiempos y los días y los años. Brillen en el cielo e iluminen la tierra.
Rastro de Dios lo entendía todo muy bien, gracias a que los días anteriores se había aprendido las palabras, y por eso sabía lo que eran la tierra y el cielo, el día y la noche.
Vio cómo creó Dios el sol, tan grande y luminoso que solo Dios podía mirarlo sin deslumbrarse y tocarlo sin quemarse.
Y después la luna, más chiquita, blanca y juguetona como una pelota, que parece divertirse escondiéndose a veces en la noche. También hizo Dios las estrellas, ¡miles!, que iban saliendo bellísimas de sus manos, llenas de luz. Unas eran blancas, muy blancas y pequeñas. Otras, de colores. Todos los ángeles tuvieron trabajo colocando estrellas donde Dios les decía. Todos volaban de un sitio para otro, y se podía seguir su vuelo por la raya luminosa que trazaban en la noche las estrellas, que llenaban todo el firmamento, y el cielo parecía la Plaza Mayor en una noche de fuegos artificiales.
Todos los ángeles volaban colocando estrellas, menos Rastro de Dios. Y es que San Miguel le había dicho que no se moviera, no se fuera a perder entre tanto jaleo, porque ahora sería muy difícil buscarlo entre tantas cosas como había creado Dios.
Allí estaba San Rafael, ocupándose de colocar, de modo bien visible, la Estrella Polar, esa que siempre señala el Norte, para que guiase a los navegantes.
Allí iba Fortaleza de Dios, con una estrella tan grande que ningún ángel había podido moverla, mientras que él la llevaba sin ningún esfuerzo.
Sabiduría de Dios, como un guardia celestial, dirigía el tráfico para que ninguno chocase.
Miles de ángeles iban y venían, y cuando veían a Rastro de Dios con las alas plegadas, sonreían con un poco de compasión, pensando: «Nunca valdrá para gran cosa. ¡Un ángel que ni siquiera sabe volar bien!».
Rastro de Dios no se daba cuenta de sus burlas, porque solo le daba tiempo para mirar, con los ojos muy abiertos, tan fantástica fiesta de luz.
En un momento estuvieron colocadas todas las estrellas. El cielo había quedado precioso.
Todos los ángeles se volvieron a Dios para alabarlo.
Y entonces se dieron cuenta de que no habían terminado todavía, porque aún faltaba una estrella por colocar.
Era una estrella blanca, no muy grande, y Dios la tenía en su mano derecha.
Los ángeles empezaron a preguntarse dónde habría que colocar aquella estrella, porque el cielo estaba lleno, y todas tan bien colocadas y dispuestas que parecía imposible poder meter ninguna otra.
Y un ángel dijo:
—Esa estrella sobra. Habrá que tirarla.
Y otro:
—Seguramente es que ha salido una estrella de más.
Dios, en silencio, bajó la mano derecha. A su lado estaba Rastro de Dios, mirándole embobado. Dios se agachó más aún y le entregó la estrella. Rastro de Dios la cogió con muchísimo cuidado, no se le fuera a caer. Creyó que solo la tendría un momento, mientras Dios decía a algún ángel mucho más listo, más bello y más forzudo que él, dónde debía colocarla; pero Dios no dijo nada, vio que todo estaba bien, y así terminó el cuarto día.
La estrella no era muy grande, pero Rastro de Dios era tan pequeño que, así, de pie como estaba, casi no la podía sostener.
Era preciso tenerla más segura. ¿Qué diría San Miguel si la dejaba caer? Se fue agachando, agachando, hasta quedarse sentado, con las piernas estiradas y la estrella sobre las rodillas. ¡Así! ¡Muy bien! Sentía un calorcito muy agradable y una gran luz. Apenas podía ver nada porque se lo tapaba la estrella, pero no le importaba, porque estaba cumpliendo un encargo de Dios.
El día quinto, Dios se fue a crear los peces y Rastro de Dios no pudo seguirlo porque la estrella pesaba mucho y le fue imposible levantarse.
A la noche, los ángeles vinieron a contarle cómo eran los peces y las aves, y al otro día, los animales.
Por último, le dijeron cómo era el hombre, imagen y semejanza de Dios, pero por más que se lo explicaron, Rastro de Dios no pudo imaginárselo.
El día séptimo del mundo fue de descanso para todos, y Rastro de Dios durmió la siesta, con la cabeza apoyada en la estrella.