Recuerdos ocultos - Andrea Laurence - E-Book

Recuerdos ocultos E-Book

Andrea Laurence

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Beschreibung

¿Por qué no recordaba nada? Decían que era Cynthia Dempsey, prometida del magnate de la prensa Will Taylor. Pero, por más que lo intentaba, no conseguía recordar su vida en la alta sociedad ni al hombre que la visitaba en el hospital. Sin embargo, su cuerpo sí lo recordaba. Aunque percibía que estaban distanciados, cuando se tocaban sentía una innegable atracción. A Will le costaba creer en la transformación de Cynthia. La reina de hielo que lo había traicionado había dado paso a una mujer que parecía cálida y auténtica. ¿Podría volver a arriesgar su corazón sin saber qué ocurriría cuando ella recuperase la memoria?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Andrea Laurence. Todos los derechos reservados.

RECUERDOS OCULTOS, N.º 1887 - diciembre 2012

Título original: What Lies Beneath

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1224-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

No volveré a utilizar esta aerolínea. ¿Sabe cuánto he pagado por el billete? ¡Esto es ridículo!

El chirrido de la voz femenina, hirió los oídos de Adrienne en cuanto subió al avión. La mujer sonaba como ella se sentía, solo que Adrienne estaba furiosa consigo misma, no con una azafata indefensa. Volvía a casa tras haber fracasado, pero no podía culpar a nadie, más que a ella.

Su tía le había dicho que utilizar el dinero del seguro de vida de su padre para montar una empresa de diseño de moda en Manhattan era arriesgado y estúpido. Y que un año después estaría de vuelta en Milwaukee, arruinada.

Al menos, su tía no había acertado en todo. Habían pasado casi tres años. Adrienne había tenido un éxito moderado y algunos clientes fijos, pero el coste de mantenerse a flote en la ciudad de Nueva York era más de lo que podía permitirse sin un gran éxito, que no había llegado.

Adrienne miró su tarjeta de embarque y fue avanzando hacia el asiento 14B. Al llegar, se dio cuenta de que la mujer de voz chillona iba a ser su compañera de vuelo. Aunque más calmada, no parecía feliz. Adrienne agarró su libro, colocó su bolsa en el compartimento superior y ocupó su asiento, evitando el contacto ocular.

–No puedo creer que, por un grupo de hombres de negocios japoneses, me hayan sacado de primera clase y adjudicado un asiento de ventanilla. Apenas puedo mover los brazos.

–¿Le gustaría cambiar de asiento? –ofreció Adrienne.

–Eso sería maravilloso, gracias.

La expresión de la mujer se suavizó. Era muy guapa. Tenía una sonrisa amplia, con perfectos blancos y labios carnosos; el pelo castaño oscuro, largo y liso; y ojos verdes. A Adrienne le recordó a su madre; de hecho podría haber sido su atractiva y elegante hermana mayor. Llevaba un traje caro, de corte impecable, y calzaba los Jimmy Choos de más éxito de la temporada.

Esa mujer tendría que haber sido la hija única de la bella y fabulosa Miriam Lockhart. Adrienne había heredado el gusto de su madre por la moda y su destreza en la máquina de coser, pero tenía el pelo ondulado e indomable y lo dientes torcidos de su padre.

Se puso en pie para cambiar de asiento. No le importaba ir en la ventanilla, y así vería cómo Nueva York quedaba atrás, junto con sus sueños.

–Me llamo Cynthia Dempsey –dijo la mujer.

Adrienne metió el libro en el bolsillo del asiento de delante y le sonrió, esperando que la mujer no se fijara en sus dientes torcidos.

–Adrienne Lockhart –se presentó.

–Es un nombre genial. Quedaría fantástico en un cartel de cine en Times Square.

–No nací para la fama, pero gracias –Adrienne habría querido verlo en la etiqueta de una colección de prendas de diseño exclusivo.

Cynthia jugueteó con el anillo de compromiso que llevaba puesto, que le bailaba en el dedo. El diamante y la montura eran tan grandes que resultaba abrumador en esos dedos tan delgados.

–¿Vas a casarte pronto?

–Sí –suspiró Cynthia. Su rostro no se iluminó como habría debido. Se inclinó hacia ella como si fuera a contarle un cotilleo–. Me caso con William Taylor Tercero en el Plaza, en mayo. Propietario del Daily Observer.

Con eso quedaba dicho todo. Seguramente gastaría más en su vestido de boda que lo que Adrienne había heredado cuando falleció su padre.

–¿Quién diseñará tu vestido? –le preguntó.

–Badgley Mischka.

–Me encantan. Hice prácticas con ellos un verano, en la facultad, pero prefiero la ropa de diario para la mujer moderna y trabajadora. Ropa deportiva. Prendas sueltas para coordinar.

–¿Te dedicas a la industria de la moda?

–Me dedicaba –Adrienne torció el gesto–. Tenía una boutique en SoHo, que acabo de cerrar.

–¿Dónde podría haber visto tu trabajo?

–Me temo que esta es tu última oportunidad de ver un Adrienne Lockhart –señaló la blusa gris y rosa que llevaba puesta. El inusual del cuello y el pespunteado le daban su toque distintivo.

–Es una lástima –Cynthia frunció el ceño–. Me encanta, y a mis amigas también les gustaría.

Adrienne había intentado dar publicidad a sus prendas durante tres años. Había enviado muestras a estilistas y había lucido su ropa siempre que podía, buscando captar la atención de alguien influyente. Y, típico de su suerte, conocía a la persona adecuada en el avión de vuelta a casa.

Adrienne se recostó y cerró los ojos. Odiaba volar. Odiaba las turbulencias. Odiaba la sensación en el estómago en el despegue y el aterrizaje. Los motores rugieron y el avión aceleró. Abrió los ojos un segundo y vio a Cynthia dando vueltas al anillo con nerviosismo. Tampoco parecía gustarle volar.

Las ruedas abandonaron el suelo y el avión se estremeció con una sacudida. El codo de Cynthia resbaló del reposabrazos y el anillo salió disparado y rodó por el suelo hacia las filas de atrás.

–¡Oh!, diablos –protestó Cynthia.

Era el peor momento para que ocurriera algo así. Adrienne iba a tranquilizarla cuando se oyó una explosión. El avión se inclinó hacia delante. Adrienne miró por la ventanilla, aún no estaban demasiado lejos del suelo.

Cerró los ojos, ignorando los crujidos del avión y los gritos de los pasajeros. El piloto anunció un aterrizaje de emergencia. Adrienne apoyó la cabeza en las rodillas y se abrazó las piernas. Sonó otro estallido, las luces se apagaron y el avión cayó en picado.

Solo quedaba rezar.

Capítulo Uno

Cuatro semanas después

¿Cynthia?

La voz atravesó la niebla, arrancándola de la nube de sueño que le pedía el cuerpo. Deseó decirle a la voz que se fuera, que era más feliz dormida y sin dolor, pero la voz insistió.

–Cynthia, Will está aquí.

Algo aguijoneaba su mente, una sensación inquietante que le hacía arrugar la frente cada vez que alguien decía su nombre. Pero duraba un instante y no le daba tiempo a interpretar qué era.

–Quizás debería venir después. Necesita descansar –la voz grave del hombre la acercó más a la consciencia. Tenía ese poder sobre ella desde la primera vez que la había oído. Su cuerpo respondía a él, a su pesar.

–No, está sesteando. Quieren que se despierte, se mueva y participe en conversaciones.

–¿Para qué? No sabe quiénes somos.

–Dicen que puede recuperar la memoria en cualquier momento –la voz de la mujer sonó irritada–. Hablarle es lo mejor que podemos hacer para ayudar. Sé que es difícil, pero debemos intentarlo todos. Cynthia, despierta, por favor.

Abrió los ojos e intentó enfocarlos. Primero vio los fluorescentes, luego el rostro de la mujer mayor. Rebuscó en su mente. Decían que era su madre, Pauline Dempsey. Era descorazonador que ni la mujer que le había dado la vida hubiera dejado rastro en su cerebro.

Estaba muy guapa. Llevaba al cuello un pañuelo de flores que entonaba con el azul del traje pantalón y sus ojos verdes. Quiso alzar el brazo para ajustarlo, pero el cabestrillo se lo impidió. Sin saber por qué, había pensado que un ligero cambio de posición daría un aire más moderno y favorecedor al pañuelo.

–Will está aquí, cariño –Pauline pulsó el botón para alzar la cabecera de la cama de hospital.

Ella se pasó la mano por el pelo y ajustó el cabestrillo para que la escayola le molestara menos. Ya incorporada, vio a Will sentado a los pies de la cama. Decían que era su prometido. Cuando miraba a ese hombre guapo y bien vestido, le costaba creerlo. Pelo corto de color castaño y rasgos aristocráticos y angulosos, exceptuando los labios carnosos. Ojos azules, pero no sabía de qué tono porque mirarlo directamente la incomodaba. No sabía si era por cómo la escrutaba o por la poca emoción que veía en su mirada.

No sabía nada de nada, pero en las últimas semanas se había dado cuenta de que no parecía gustarle a su prometido. Siempre se sentaba lejos y la observaba con el ceño fruncido. O parecía suspicaz y confuso por lo que decía, o indiferente hacia ella y su estado. Eso le provocaba ganas de llorar, pero las ocultaba; en cuanto se inquietaba las enfermeras llegaban corriendo con calmantes que le adormecían todo, hasta el corazón.

Le gustaba ver la ropa de la gente y cómo la coordinaban, así que decidió centrarse en eso. Él llevaba un traje gris carbón, camisa azul y corbata de rombos. Dirigía un periódico y solo podía visitarla durante el almuerzo o después de trabajar, excepto si tenía reuniones. Y tenía muchas.

O eso, o era una excusa para no ir a verla.

–Hola, Will –dijo, aunque no sonó como ella quería. Las múltiples operaciones que habían hecho en su rostro iban bien, pero tardarían en cicatrizar. Había perdido todos los dientes delanteros en el accidente. Le habían implantado nuevos, pero los sentía raros en la boca. Aunque ya le habían quitado los puntos y había bajado la hinchazón, le costaba vocalizar.

–Os dejaré solos –dijo Pauline–. ¿Quieres que te suba un café, Will?

–No, estoy bien, gracias.

Su madre salió, dejándolos solos en la gran habitación privada, reservada para pacientes VIP. Por lo visto, ella lo era porque su familia había hecho una cuantiosa donación unos años antes.

–¿Cómo estás hoy, Cynthia?

–Bastante bien, gracias. ¿Cómo estás tú?

–Estoy bien –Will arrugó la frente un instante–. Ocupado, como siempre.

–Pareces cansado –dijo ella. No sabía qué aspecto tenía normalmente, pero tenía ojeras–. ¿Duermes bien?

–Supongo que no –admitió él tras una breve pausa–. Ha sido un mes muy estresante.

–Necesitas un poco de esto –dijo ella, tocando el tubo de la vía intravenosa–. Dormirás dieciséis horas como un bebé, quieras o no.

La complació que Will sonriera; era la primera vez que veía su sonrisa desde que había despertado en el hospital. Deseó oírlo reír. Él irradiaba seguridad y sexualidad; no dudaba que su risa sería de lo más sexy.

–Apuesto a que sí –dijo él, incómodo.

Ella nunca sabía qué decirle. Recibía visitas constantes de amigos y parientes, a los que habría jurado no haber visto en su vida, pero ninguna era tan incómoda como las de Will. Cuanto más amable era, más distante se volvía él, casi como si no esperase que ella lo tratara bien.

–Tengo algo para ti.

–¿En serio? –ella se incorporó algo más.

Al principio habían inundado su habitación de regalos. Y seguían llegando ramos de la familia e incluso de desconocidos que habían leído su historia en las noticias. Ser una de tres supervivientes de un accidente de avión era digno de muchos titulares.

–Me llamó la aerolínea. Siguen clasificando los restos y encontraron esto. La inscripción láser del número de serie del diamante, los condujo a mí –sacó una cajita de terciopelo del bolsillo. La abrió y reveló un enorme anillo de diamantes.

–Es una belleza.

Por la cara de Will, no era la respuesta correcta.

–Es tu anillo de compromiso.

Ella estuvo a punto de reírse, pero al ver su expresión seria, se contuvo.

–¿Mío? –le parecía desorbitado ser dueña de un anillo como ese. Contempló a Will ponérselo en el anular de la mano izquierda. Le quedaba algo justo, pero tenía los dedos hinchados por la rotura del brazo.

Miró el anillo y sintió una vaga familiaridad–. Sí que me parece haberlo visto antes –los médicos le habían dicho que comentara cualquier cosa que resonara como recuerdo.

–Eso es bueno. Es único, si te resulta familiar es porque lo has visto antes. Lo llevé a que lo limpiaran y revisaran, pero quería traértelo. No me extraña que lo perdieras en el accidente. Con tanto hacer dieta para la boda te quedaba suelto.

–Y ahora me está demasiado justo y parezco la perdedora de una pelea de boxeo –dijo ella con una mueca que le provocó un pinchazo de dolor en la mejilla.

–No te preocupes, hay tiempo de sobra. Estamos en octubre. En mayo estarás recuperada.

–En mayo en el Plaza –dijo ella, sin saber por qué recordaba eso en concreto.

–Poco a poco irá volviendo todo –dijo él con una sonrisa que no reflejaron sus ojos. Se puso en pie y guardó la caja en el bolsillo–. Esta noche ceno con Alex, así que será mejor que me vaya.

Ella recordaba la visita de Alex la semana anterior. Era amigo de Will desde el colegio, y un conquistador. Incluso con su aspecto, le había dicho que era una belleza y que se la robaría a Will si no estuvieran prometidos. Aunque fuera mentira, ella había agradecido el esfuerzo.

–Pasadlo bien. Creo que aquí cenaremos pollo de goma con arroz.

Will soltó una risita y le acarició la mano.

–Te veré mañana –dijo.

En cuanto la tocó, ella sintió un escalofrío familiar en la espalda. Cada terminación nerviosa de su cuerpo se encendió con interés, en vez de dolor. Involuntariamente, le apretó la mano para alargar la conexión que anhelaba.

El contacto con él era mejor que la morfina. El mero roce de sus dedos en la piel hacía que se sintiera viva y excitada. Había sido así desde la primera vez que él le había besado el dorso de la mano. Aunque su cerebro no reconociera la imagen, su cuerpo sí reconocía a su amante.

Will miró su mano y luego a ella con una curiosidad que le hizo preguntarse si él sentía la misma conexión. Entonces se dio cuenta de que su ojos eran azul grisáceo. Durante un momento parecieron suaves y receptivos, como si su indiferencia se disolviera, pero justo entonces un pitido de su teléfono lo distrajo y se apartó.

–Buenas noches, Cynthia –dijo, yendo hacia la puerta.

En cuanto se fue, la estancia se volvió tan fría y estéril como cualquier otra habitación de hospital, y ella se sintió más sola que nunca.

Alex paladeaba su bebida, al otro lado de la mesa. Había estado en silencio durante los dos primeros platos. Will apreciaba su capacidad de disfrutar del silencio y no forzar la conversación para rellenarlo. Sabía que su amigo entendía que tenía muchas cosas en la cabeza y necesitaba disfrutar de su whisky escocés antes de hablar.

Había invitado a Alex a cenar porque necesitaba hablar con alguien sincero. La mayoría de la gente le decía lo que quería oír. Pero Alex era una de las pocas personas que conocía que tenía más dinero que él, y no tenía pelos en la lengua. Era un notorio playboy y Will no solía pedirle consejos de tipo romántico, pero sabía que Alex le daría claramente su opinión respecto a Cynthia.

La relación entre ellos era un desastre. Hacía unas semanas no había creído que pudiera empeorar, pero había sido como tentar al diablo.

–¿Cómo está Cynthia? –preguntó Alex por fin.

–Mejor. Está recuperándose muy bien, pero sigue sin recordar nada.

–¿Incluida la discusión?

–Sobre todo la discusión –Will suspiró.

Antes de que Cynthia pusiera rumbo a Chicago, Will se había enfrentado a ella con la evidencia de su infidelidad y había roto el compromiso. Ella le había dicho que podían hablarlo y solucionarlo cuando volviera, pero para él habían acabado. El avión de Cynthia se había estrellado y ella se había despertado con amnesia. A Will le había parecido cruel dejarla sola y había decidido esperar a que se recuperara y marcharse después.

Esa había sido la idea original. Pero la situación se estaba complicando. Por eso había llamado a Alex, para que le ayudara a aclararse.

–¿Se lo has dicho ya?

–No. Hablaremos cuando le den el alta. Casi nunca estamos solos en el hospital, y no quiero que sus padre se involucren.

–¿No ha vuelto a ser la arpía frígida que todos conocemos y amamos? –ironizó Alex.

Will negó con la cabeza. Una parte de él deseaba que lo fuera. Entonces podría irse sin sentirse culpable. Pero era una mujer distinta desde el accidente. Le estaba costando adaptarse a los cambios que veía en ella, y seguía esperando que empezara a ladrar órdenes o a criticar al personal del hospital. Pero no lo hacía nunca. A su pesar, Will cada vez disfrutaba más en sus visitas.

–Es como si hubiera sido abducida por los extraterrestres y reemplazada por otra.

–Tengo que admitir que fue muy agradable cuando la visité el otro día.

–Sí, lo sé. Cada vez que voy a verla, observo con incredulidad que pregunta a la gente qué tal está y da gracias a todos por visitarla y llevarle cosas. Es dulce, considerada, graciosa… no se parece nada a la mujer que se fue a Chicago.

–Sonríes cuando hablas de ella –Alex se inclinó hacia delante con el ceño fruncido–. Las cosas han cambiado de verdad. Te gusta –acusó.

–Sí. Es más agradable y me gusta estar con ella. Pero los médicos dicen que su amnesia probablemente sea temporal. Podría volver a la normalidad en cualquier momento. Me niego a invertir en la relación para acabar donde empecé.

–Probablemente temporal puede significar posiblemente permanente. Quizá se quede así.

–No importa –Will movió la cabeza. Típico de Alex animarlo a arriesgarse–. Puede que ella no recuerde lo que hizo, pero yo sí. No podré volver a confiar en ella, y eso significa que hemos acabado.

–O esta podría ser tu segunda oportunidad. Si realmente es una persona distinta, trátala como si lo fuera. No le tengas en cuenta un pasado que no recuerda. Podrías perderte algo fantástico.

Alex había dicho justo lo que Will temía pensar. Estar con Cynthia era como conocer a una mujer nueva. Pensaba en ella cuando tendría que concentrarse en el trabajo y casi corría a verla cuando salía de la oficina. Esa tarde había sentido un innegable cosquilleo cuando se habían tocado. No sabía si era por lo cerca que había estado de la muerte o por su cambio de personalidad, pero parte de él quería seguir el consejo de Alex.

Sin embargo, aunque no lo pareciera, la antigua Cynthia seguía estando dentro de ella. Esa mujer desagradable e infiel que había pisoteado sus sentimientos, resurgiría. Will había roto con ella y no iba a entregar su corazón, su libertad y más años de su vida a esa relación.

Los médicos decían que pronto podría volver a casa. Estaba seguro de que Pauline y George la querrían con ellos en la finca, pero Will iba a insistir en que volviera al ático que compartían para cuidarla, era lo natural. Estaría más cerca del médico y la ayudaría estar rodeada de sus cosas.

Si con eso recuperaba la memoria, se ahorraría tener que romper con ella una segunda vez.

«¿Le gustaría cambiar de asiento?».

Las palabras flotaron en su mente. Sus sueños mezclaban realidad y fantasía, y los calmantes para el dolor volvían todo aún más confuso.

«Me llamo Cynthia Dempsey».

Arrugó la frente Cynthia Dempsey. Deseaba que dejaran de llamarla así. Pero no sabía cómo quería que la llamaran. Si no era Cynthia Dempsey, ¿no tendría que saber quién era?

Lo sabía. Tenía el nombre en la punta de la lengua. El estallido de un motor y el fuego lo borraron de su mente. Luego siguió la horrible sensación de caída libre hacia el suelo.

–¡No!

Se incorporó de repente. Tenía el corazón desbocado y jadeaba. El monitor empezó a pitar y no tardó en llegar una enfermera del turno de noche.

–¿Cómo está, señorita Dempsey?

–Deje de llamarme así –espetó ella, demasiado adormilada para tener buenos modales.

–Bueno… Cynthia. ¿Estás bien?

Cuando encendió la luz de noche, vio que era su enfermera favorita, Gwen. Era una diminuta chica sureña con rizado pelo rubio platino y una actitud positiva respecto a la vida.

–Sí –se frotó los ojos con la mano buena. He tenido una pesadilla. Siento haber gruñido así.

–No te preocupes por eso –dijo Gwen con un fuerte acento sureño. Apagó la alarma y comprobó el suero–. Muchos pacientes de trauma tienen pesadillas. ¿Quieres que te dé algo para dormir?

–No. Estoy cansada de… de no sentirme como yo misma. Aunque empiezo a preguntarme si tiene algo que ver con la medicación.

–Sufriste un trauma muy fuerte –Gwen se sentó al borde de la cama y le dio una palmadita en la rodilla–. Es posible que nunca vuelvas a sentirte como antes. O que cuando ocurra, no lo sepas. Intenta disfrutar de cómo te sientes ahora.

Cynthia decidió aprovechar a la única persona con la que podía hablar de ese tema. Will no lo entendería. Y a Pauline le dolería. Su madre pasaba horas en el hospital, enseñándole fotos y contándole historias, buscando la llave que abriera su memoria. Decirle que no se sentía como ella misma sería un insulto a los esfuerzos de Pauline.

–Todo me parece erróneo. La gente. Su forma de tratarme. Es decir, mira esto –sacó la mano del cabestrillo para mostrarle el anillo de compromiso.

–Es precioso –dijo Gwen con educación, aunque sus ojos marrones se habían abierto como platos al ver el enorme diamante.

–Déjalo. Las dos sabemos que esto daría de comer a un país del tercer mundo un año entero.

–Probablemente –concedió la enfermera.

–Esto no cuadra conmigo. No me siento como una chica de barrio alto que fue a una escuela privada y siempre tuvo todo lo que quería. Me siento como un pez fuera del agua. Si esta es mi vida, ¿por qué me parece tan lejana? ¿Cómo puedo ser quien soy cuando no sé quién era?

–Cielo, esta conversación es muy profunda a las tres de la mañana. Pero te daré un consejo de pez de Tennessee en aguas de Manhattan: deja de preocuparte por quién eras y sé tu misma.

–¿Cómo hago eso?

–Para empezar, deja de luchar. Cuando salgas de esta habitación para iniciar tu nueva vida, acepta ser Cynthia Dempsey. Luego, haz lo que quieras. Si la nueva Cynthia prefiere un partido de béisbol a una sinfonía, está bien. Si ya no te gustan el caviar y el vino caro, cómete una hamburguesa y una cerveza. Solo tú sabes quién quieres ser ahora. No dejes que nadie cambie eso.

–Gracias, Gwen –se inclinó hacia ella y le dio un abrazo–. Me dan el alta mañana. Will me lleva de vuelta a nuestro ático. No sé qué me espera allí pero, si me apetece una cerveza y una hamburguesas, ¿puedo llamarte?