Refugio y desasosiego - Kike Gómez - E-Book

Refugio y desasosiego E-Book

Kike Gómez

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Beschreibung

La soledad es una palabra que cada día toma más presencia en nuestras vidas. Cada vez más personas viven y mueren solas, pero también cada vez más personas deciden viajar sin compañía o criar en solitario. La soledad es un problema, pero también hay quien la siente como una oportunidad .¿Por qué existen estos tipos de soledad? ¿Por qué buscamos una y huimos de otra? ¿Por qué algunas personas buscan el aislamiento para ser felices, mientras que para otras esto significa ser infeliz? Refugio y desasosiego. Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad es es un viaje a través de las historias de personas muy diversas con las que veremos las distintas caras de la soledad. Experiencias contadas en primera persona que hablan de la sociedad en la que vivimos y que nos empuja al individualismo.

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Primera edición digital: marzo 2024 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Patricia Á. Casal Maquetación: Álvaro López Corrección: Víctor Rojas Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 Kike Gómez © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19999-35-1

Kike Gómez

Refugio y desasosiego

Una crónica sobre cómo y por qué vivimos en soledad

A Leila, un pedacito de mí.

«Cuando el mundo que nos rodea es muy poco humano, resulta muy humano alejarse de él».

Alfredo Bryce Echenique

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Cita

Introducción

SOLEDADES. Toma I

Deseada/No deseada

Deseo de libertad

El pozo de las adicciones

SOLEDADES. Toma II

Coyuntural/Estructural

Adolescencia, vejez y soledad

Vejez, adolescencia y soledad

Saber salir/No saber salir

La soledad en el trabajo

La soledad de los que buscan trabajo

SOLEDADES. Toma III

Momentánea/Duradera

La soledad en el deporte

En un país que no es el mío

Transitoria/Terminal

Maternidad en soledad

El alzhéimer y la soledad

SOLEDADES. Toma IV

Satisfactoria/Insatisfactoria

La soledad y el autismo

La soledad en prisión

Superficial/Profunda

Voto de soledad

La soledad y la depresión

SOLEDADES. Toma V

Gracias

Para saber más

 

Mecenas

Contraportada

Introducción

 

Las palabras flotan en el aire una vez pronunciadas. Ascienden y descienden, jugando con el viento, bailando con la melodía de una frase, mezclándose con otras más grandes o pequeñas hasta que el eco desaparece. Parecido a lo que hacen las pompas de jabón que los niños crean con sus sopladores en medio de un parque en pleno verano. Sin embargo, el peso liviano de algunas de ellas varía dependiendo de los elementos con los que interactúan, dependiendo de las circunstancias en las que se circunscriban. Palabras que se trasforman y que, ya antes de ser pronunciadas, sentimos como una carga pesada en la lengua. Palabras que debemos empujar para que salgan. Palabras que sabes que al dejarlas salir caerán a peso, como si escupiésemos por la boca un lingote de hierro. Palabras que irán a caer a plomo sobre una placa metálica provocando un ruido ensordecedor. Nadie escapa a su reverberación.

Palabras que por sí mismas son muy poderosas, y no por su significado específico. Hay palabras que sirven como llave para abrir puertas infinitas en nuestra memoria y sentimientos. Son palabras que se comportan como la neurona que faltaba para realizar una sinapsis olvidada, como la piedra filosofal, como si fueran ese eslabón perdido que permite que los pensamientos surjan en cadena.

Este tipo de palabras las podríamos escribir con mayúscula —colocarlas en una columna a parte dentro de una tabla periódica—, aunque, en realidad, la palabra no es lo que nos agita el cerebro, ni siquiera su significado, sino lo que asociamos a ella. Cuando ese tipo de palabras aparecen entre los ecos del silencio ya no seremos los mismos, no al menos hasta que su resonancia reverberante y duradera haya desaparecido.

Los neuróticos y los aprensivos que más o menos saben lidiar con sus neurosis están muy acostumbrados a ellas. Suelen tener una alarma implantada en el cerebro y siempre que les llega algo que no encaja con su estado de equilibrio precario se despierta la autodefensa.

Hay idiomas que resuelven esos problemas de significado, o de asociación, y diferencian cada pequeño matiz. En el castellano, o el español, eso no sucede con la palabra cuyo eco es posible que no desaparezca hasta mucho después de haber terminado este libro.

Soledad.

Es más que probable que algo nos haya hecho alzar las cejas, que algo haya cambiado inmediatamente en nuestro cerebro después de leer esa palabra.

Soledad.

Soledad.

Algunos nos hemos puesto a la defensiva, como si de repente hubiera abierto una brecha en nuestra quilla y temiéramos irnos a pique en cuestión de minutos. Otros, quizá, se han sentido reconfortados y cómodos con los recuerdos, pensamientos y sensaciones que les evoca.

Soledad.

Soledad.

Soledad.

Por todo ello, no hay un consenso claro sobre el significado de la soledad, tampoco de los tipos de soledad que una persona puede identificar. La soledad aparece, afecta, se busca, se sufre o se disfruta de muy diferentes formas. Su dimensión y el concepto que se tiene de ella varía dependiendo de factores tan diferentes como la satisfacción o la insatisfacción que produce, la profundidad o la superficialidad de su llegada, la temporalidad o la inevitabilidad de pasar el resto de la vida atado a ella…

El propio concepto que la humanidad tiene de la soledad ha variado muchísimo a lo largo de los siglos. Para los antiguos griegos, como Aristóteles, todo aquel que estaba cómodo con la soledad era una bestia salvaje o un dios. Pero es que «incluso los dioses no están solos. Forman una sociedad organizada, en la que cada uno tiene su papel y su lugar y está involucrado en intrigas con los demás»[1].

A partir del siglo XIV, en el Renacimiento, se empieza a ver con mejores ojos la posibilidad de pasar tiempo a solas. El yo empieza a ganar terreno a la idea de comunidad, a la creencia incuestionable del ser humano como ser social. La soledad empieza a ser un lujo, casi un privilegio.

Qué podríamos decir de nuestra época actual y la fuerza demoledora del individualismo. Pero, a pesar de todo…

Soledad.

Soledad.

Soledad.

Esta palabra sigue erizando la piel, por terror o placer, nada más escucharla, nada más leerla, nada más pensar en ella.

Así son estas palabras: fuertes, carismáticas, pesadas, contradictorias, inquietantes, embaucadoras… Como he procurado que sea este libro, repleto de testimonios, recuerdos, charlas y escuchas para intentar recoger cuantas soledades existen y cuantas formas de relacionarnos con ella experimentamos. ¿Cómo y por qué vivimos en soledad?

[1]MINOIS, G. (2013). Histoire de la solitude et des solitaires. París: Éditions Fayard.

SOLEDADES. Toma I

 

—Es estar como en un cubo oscuro y vacío tú solo.

—¿Y estás ahí por voluntad?

—Sí, porque no quieres salir de ese cajón.

—…

—Yo he puesto que hay deseada y no deseada…

—Sí, de acuerdo. Todo eso está bien. Pero, ¿qué es la soledad?

* * *

Comparto el aula con seis adolescentes de entre catorce y dieciocho años. Se parapetan tras dos mesas alargadas colocadas en paralelo de forma que los chicos quedan a un lado y las chicas al otro. Yo, en el medio, me siento en una banqueta alta frente al gran ventanal que queda justo detrás de Carlos e Itziar, los educadores de calle que atienden todas las semanas a estos chicos y chicas procedentes de diferentes partes de España y del mundo. Ninguno de los seis nació en Vitoria, la ciudad en la que ahora residen. Algunos llegaron solos, obligados por unos padres que querían un futuro mejor para sus hijos; otros lo hicieron con la familia al completo, pero, en cualquier caso, unos y otros se vieron obligados a desenraizarse y plantar sus pies en otra tierra nueva y desconocida para ellos.

Cuando les pregunto qué es la soledad, para abrir el debate, todos responden con conceptos sueltos, más o menos manidos, más o menos complejos, pero ninguno posee una respuesta clara acerca de la definición del término que les ofrezco como disparador. Percibo que todos intentan encontrar esas palabras que describan su propia experiencia, que hagan entender a los demás su propio concepto de soledad, transmitir eso que vivieron en algún momento de sus vidas en su propia carne, pero que nunca antes han relacionado con la soledad. Es verdad que hoy es el primer día que nos vemos y que quizá haga falta un poco más de confianza para transitar por sentimientos propios y dejárselos ver a los demás.

Hay mucho tiempo por delante.

—Es que depende, porque… la puedes buscar tú…

—Claro. Pero, ¿qué buscas?

Es la segunda vez que interrumpo a Ainhoa. Lleva su pelo rizado color caoba recogido en una coleta, y se queda callada, pensando con una mano apoyada en la sien y la mirada perdida fija en la libreta, donde ha ido apuntando algunos datos con su bolígrafo desgastado.

—A lo mejor buscas estar bien contigo misma… —dice al fin alzando la cabeza y la voz tímidamente.

—Ajá. De modo que la soledad podría ser… ¿No estar bien con uno mismo? —pregunto.

—Sí… claro…— duda Ainhoa.

—Quizá lo que os está preguntando es… Antes hemos estado hablando de en qué momentos nos sentimos solos, ¿no? Ainhoa decía que soledad es cogerse un libro y meterse ahí.

Ainhoa asiente, aludida después de la intervención de Carlos. Para estos chicos, él e Itziar son una mezcla de hermanos mayores, amigos y una especie de autoridad que les guía en su adolescencia. Los educadores de calle pertenecen a los diferentes equipos de los Servicios Sociales de Base de Álava. Este grupo de trabajadores desarrolla actividades dirigidas a niños y jóvenes que presentan dificultades de integración social, tanto en su contexto social y familiar, como por algún problema que haga pensar que se pueden encontrar en una situación de riesgo.

—Vale. Pero ¿qué buscas cuando lees ese libro? —insisto, dirigiéndome a ella.

—Distraerme de todo lo demás.

—Ok.

Creo que es el momento de abrir la mesa y tentar a los demás que no han intervenido todavía. Cambio de objetivo y dirijo una nueva pregunta a la otra esquina de la mesa de las chicas.

—Y a ti, cuando digo soledad, ¿qué es lo primero que se te viene a la mente?

Sara, una chica tímida, apenas expresiva, se yergue en el taburete y responde tras pensar brevemente la respuesta, como lo haría quien no ha estudiado mucho para el examen.

—Estar sola, tranquila… —encoge los hombros—. Intentar relacionarme conmigo misma.

—¿De una forma positiva?

—Sí.

—Claro, porque tiene su lado bueno y su lado malo… —vuelve a la carga Ainhoa, quien no se ha quedado conforme con su intervención anterior—. Cuando no te sientes incluido en lo que los demás hacen. Cuando no te sientes incluida en un grupo. Digamos que es eso…

—¿Estáis de acuerdo? —pregunto mirando hacia el lado de los chicos.

—Sí —responden escalonadamente.

—Es que hay veces que están todos hablando y tú te sientes como callado y solo… —toma la palabra ahora Obehi, un muchacho alto y desgarbado de ascendencia Nigeriana, pero que habla un castellano perfecto, aunque con las mismas prisas y atropellos con las que seguro sus padres tienen con el yoruba.

—Sí, en plan que no te sientes pertenecer a ese grupo de personas, no sé… —le intenta echar un cable Ainhoa.

—Es como que eres el nuevo —continúa Obehi—. Como cuando llegas nuevo a clase y no sabes cómo va ese grupo. Tú no sabes… Es como que todo el mundo te observa y es muy incómodo cuando te dicen: este es el nuevo, y te preguntan: ¿tienes algo que contarnos?

—O, por ejemplo —dice Ainhoa—, tienes un mal momento y necesitas estar solo y no quieres que nadie te llame o estas de mala hostia y no quieres que te hable nadie porque si no le mandas a la mierda…

—¡Eso es! —exclama Obehi que activa las risas de todos los demás.

—Claro —trata de concluir Ainhoa—. Es que en vez de pagarla con los demás es mejor decirles: Eh… dejadme en paz y ya está. Así no haces nada de lo que luego te puedas arrepentir.

—Es una sensación de agobio…

—Ya estáis tocando el sentimiento de soledad —interviene Itziar, intentando centrar el tema.

—Esa palabra es importante, ¿no? —les pregunto yo—. Sentimiento.

Tras un breve silencio, Trinity, un chico de diecisiete años mitad nigeriano mitad sevillano con unas gotas de aire vasco, el más callado de todos, al que más le cuesta expresarse, pero el más retador al tiempo, rompe el silencio.

—Me cuesta explicarlo… —duda—. No sé…

—¡Claro que lo sabes! Tú mismo me has dicho que conoces esos momentos de soledad por el motivo que sea… —le anima Carlos.

—Bufff… —resopla Trinity, y articula sus recuerdos en un susurro—. Muchas aventuras… Cuando llegué a Sevilla... Sufrimiento. Estuve allí diez años. Y luego llego aquí, dejo mis amigos... El cambio… con el euskera… —lo cuenta todo atropellado, como si quisiera sacarlo rápido, intervenir, pero quedarse al margen—. ¡Me sentía estúpido!

Ríen todos. Trinity, con expresión severa, esconde tímido la mirada.

—Es que la soledad te mete para adentro aunque quieras salir —apunta Obehi—. Es como estar en una escalera que no puedes subir. Has de ser consciente para poder hacerlo.

—Para mí la soledad es como… —ahora le toca el turno de intervención a María, una colombiana recién llegada a España que se ha mostrado callada durante toda la sesión hasta ese momento—. Como cuando no hay nadie en casa y… pues no es lo mismo contar algo con la emoción del momento que contarlo solo cuando la otra persona puede —hace un silencio y ríe tímida, dubitativa—. No sé si se entiende…

—Sí, claro que se entiende —respondo al gesto humilde de María—. Y, en esos momentos, ¿qué te sale hacer?

—Pues a mí… dormir —se ríe más liberada.

Los demás vuelven a reír también.

—Bueno, creo que en este rato hemos identificado un montón de conceptos y tipos de soledad —recojo como mensaje—. A ver, ¿quién se anima a traer el próximo día una pequeña entrevista a alguien, a quien queráis, preguntándole sobre una de esas soledades que vamos conociendo?

Se hace un breve silencio de sorpresa, pero Ainhoa no tarda en alzar la mano con una sonrisa en la cara. Tras unos segundos de indecisión, el resto no tarda en hacer lo mismo.

Deseada/No deseada

Deseo de libertad

 

No sé si es una virtud o una condena ser consciente, desde muy pequeño, de que hemos llegado solos al mundo, que caminamos solos por él y que nos iremos del mismo modo: solos. No sé si es sano, pero es muy ventajoso para transitar entre los vivos y muy útil para saber decir adiós a los muertos. En muchos casos esa sensación acentuada de soledad viene muy marcada por una pérdida importante, temprana y repentina. Al menos así fue en mi caso.

Me familiaricé muy pronto con la soledad, con el paso del tiempo, con la decadencia y con el abandono. Cuando no encuentras explicación a un hecho, cuando nadie es capaz de explicártelo en el momento, más cuando se supone que los adultos tienen todas las respuestas, hace que te veas de pronto en medio del universo infinito, desnudo y desamparado. Hace ver lo pequeño, lo solo, lo insignificante y diminuto que eres en un mundo desconocido al que has llegado por accidente. Todas esas sensaciones, a mí en particular, me provocaron un aislamiento aun mayor por la simple necesidad de autoprotección. Crearon un cascaron, una armadura a mi alrededor que hacía difícil el acceso a los demás. Es verdad que también hizo que viviese cada momento como si fuera el último, que tomase todas las despedidas como si fueran la última; porque nunca se sabe. Siempre alerta.

Empecé a oír a hablar de Henry David Thoreau muy joven. Enseguida me fascinó su historia: cómo había dejado todo a un lado para irse a vivir la vida verdadera, solo, completamente solo, a un bosque. Aislado, alejado de todo cuanto creía que corrompía la vida real, la auténtica y pura vida. Lo que yo quería. Lo que necesitaba.

Cuando leí Walden caí fascinado nuevamente. Había adquirido el libro uno años antes, pero lo había reservado para leerlo aislado, lo más solo posible, como lo había estado él. Elegí la casa que mi familia tiene en un pequeñito pueblo de la provincia de Salamanca para evadirme y leer. Leer a solas. Devoré las páginas con atención, lapicero y bloc de notas al lado para ir captando todo lo necesario, aquello que algún día pudiera llegar a ser o hacer algo parecido a lo que había llegado a ser y a hacer Thoreau. Hoy, más de veinte años después, Thoreau se ha convertido en una estrella más o menos pop que sigue deslumbrando a mucha gente, pero que algunos miran ya por encima del hombro. A estos últimos se les hace bola cuando el americano sale en alguna conversación. Thoreau ya es mainstream. Ha dejado de ser un recurso snob. Su planteamiento de vida ya no es ninguna excentricidad, sino que se ha trasformado en algo cotidiano para una parte de la sociedad. Ha pasado a ser el creador de uno de esos puntos de la lista de experiencias que vivir antes de los treinta.

Lo que hizo Thoreau —irse, marcharse, alejarse de la civilización para vivir una vida auténtica— ahora lo hacen muchas personas; cada vez más. Ya no tiene esa aura mística, novedosa, incluso romántica. Ya hay muy poco de aventurero. Una gran parte de su mensaje se ha diluido en lo comercial. Se ha mercantilizado como lo hizo en su momento, por ejemplo, el Camino de Santiago.

Esa necesidad de aislarnos del mundo y de los demás, de estar solos, de valernos por nosotros mismos y no necesitar de nadie más, está cada vez más integrada en los objetivos vitales de cada uno. Las nuevas tecnologías nos lo facilitan; lo ponen en bandeja. Aplicaciones de toda clase para nuestros teléfonos móviles particulares: GPS para adentrarte tú solo en el monte o en la selva, tiendas de háztelo tú mismo, tutoriales en YouTube de háztelo tú mismo, impresoras 3D para hacer lo que necesites tú mismo, incluso una mano o un pie biónica si es necesario. El pensamiento de Thoreau no ha trascendido tanto como lo ha hecho la que fue su forma de vida por unos meses. Una tendencia que nos atrapa en nuestro modelo de sociedad, en el espectáculo individual y narcisista que nos brindamos: la atención y el interés por el continente, pero no por el contenido.

Pero ¿qué nos fascina del modo de vida de Thoreau? Supongo que es la aventura, el reto, la autosuficiencia, el aislamiento, la no necesidad de aparentar, el no tener que encajar obligatoriamente con los demás, ser uno mismo, la libertad, la soledad.

Pero ¿por qué cada vez más vemos la soledad como algo a lo que aspirar? ¿Por qué nos gusta tanto? ¿Nos gusta? ¿Qué tiene el ser humano, un ser social por naturaleza, para que a algunos nos fascine y queramos imitar las vidas de esos que se apartan de los demás para vivir solos?

* * *

Desde lo más alto de un monte un lobo otea atento lo que queda abajo. Observa su territorio y aprende todo lo que necesita para vivir y todo lo que ha de temer. Desde su posición observa, tantea las posibilidades de vida y de muerte, de supervivencia y de peligro.

El lobo es el villano protagonista de muchos cuentos clásicos, pero con el tiempo se ha ido transformando en un icono que representa la independencia, la autosuficiencia, la libertad y la soledad bien entendida. Es la figura que cualquiera que quiere escapar de su rutina urbanita se tatúa en el hombro queriendo parecerse a él.

Hace tiempo, el encargado de una empresa de avistamiento de lobos en la sierra de la Culebra de Zamora me dijo que los cánidos provocan sensaciones que otros animales son incapaces de despertar. El lobo impone. Da sensación de respeto. El lobo evoca libertad, sentimiento salvaje.

El fotógrafo asturiano José Díaz también se colocó en lo alto del monte para otear desde allí la vida que había dejado abajo en el momento en el que subió a los montes del Parque Natural de Redes, en Asturias, para pasar allí cien días en soledad. Cargó con varias cámaras y drones para grabar un documental sobre su experiencia.

En una de las tomas desde lo alto de un pico escarpado, un dron le sobrevuela y se aleja poco a poco de modo que la silueta del fotógrafo se va empequeñeciendo, fundiéndose con los colores otoñales del monte, hasta que le vemos desaparecer en una imagen espectacular. De pronto deja de existir allí arriba. Solo nosotros, que lo hemos visto llegar, sabemos de su presencia en ese remoto lugar. Nosotros y él, claro. Bueno, nosotros, él y es posible que algún que otro lobo vigilante desde una posición más alejada, camuflado entre la vegetación.

A los lobos no se les ve, solo se les escucha por la noche, cuando la luz de la luna es la única que dibuja la realidad a carboncillo. Es entonces cuando pueden escucharse ecos lejanos de alguno de ellos.

Parecida a una cacofonía fue el aullido que escuchó José Díaz una noche mientras preparaba la cena en la oscuridad de la cabaña en la que se alojó esos tres meses. Cuando fue consciente de la presencia de los lobos, salió de la vivienda y se sentó en el porche iluminado solo por una pequeña linterna. Aguardó a escuchar un nuevo lamento, pero aquel lobo parecía haberse cansado.

José juntó las manos dejando un hueco entre ellas y se las llevó a la boca.

—Auuuuuu… —gritó—. Auuuuuu… —repitió tras una pausa.

Un instante después, un aullido mucho más elegante, refinado y auténtico se alzó en la noche, como un fantasma que navega en la oscuridad vestido de frac, en lugar de una sábana blanca. A ese le siguió otro en el este, y otro al norte y otro más hacia el sur. José Díaz sonrió emocionado e inocente, como un niño que se ha echado un grupo de nuevos amigos con los que disfruta, como un dios que ha encontrado su lugar entre los mortales. Después apaga la luz.

Todo se queda a oscuras cuando repite por última vez su propio aullido. Lo repite emocionado cuando se da cuenta que ha desencadenado una conversación entre lobos en la que él participa como uno más.

Cuando vi su documental, no me di cuenta de la relación profunda que tenía con el lobo. Ni siquiera cuando vi la secuencia de los aullidos. Pensaba que esos minutos de conversación canina habían sido fruto del deseo que a veces tenemos los humanos de sentirnos más dentro de la naturaleza, de sentirnos partícipes de su propio juego. Pero no, José Díaz me confesó después que ya se sentía uno de ellos.

—Si me dijeran ahora mismo a qué animal te gustaría parecerte o a quién te pareces, yo diría que hago una vida muy parecida a la del lobo. Al menos cuando estoy en el monte, porque escapo de la gente —me dijo.

De nuevo esa necesidad de escapar, de soledad. Lo mismo que le pasó a Thoreau. No es casualidad que José Díaz lo cite en el documental. Escogió una de las citas por antonomasia de Walden, su libro favorito. La misma que Chris McCandless dejó subrayada en su propio ejemplar antes de morir aislado en un autobús destartalado en los montes de Alaska:

«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida. Para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido.»

«Para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido». Es que, quién querría llegar a ese momento de la vida para darse cuenta de lo más desastroso que puede pasarle a una vida: no haberse vivido. En cualquier caso, ¿por qué esa necesidad de marchar, de alejarnos de los demás para vivir? ¿Qué tiene el ser humano, ser social por naturaleza, para que a algunos nos parezca atractivo el hecho de rechazar su compañía?

—Yo creo que lo malo no lo tiene el ser humano, sino que lo tiene la sociedad —me explicó José Díaz, dándome su punto de vista—. Porque desde pequeño te enseñan a correr más que el otro para ganar, a meter más goles que el otro para ganar. Al final la vida se convierte en una competición desde el principio hasta el final y eso te impide ser honesto, ser buena persona y cuanto más tiempo pasamos en las ciudades, cuanto más importantes son, más tiendas o más dinero se mueve en ellas, más fría es la vida y cada uno más independiente. Cuando vas a los pueblinos pequeños ves que todavía conservan esa filosofía de ayudar al vecino y no basarlo todo en el dinero. Cuando tienes una empresa es igual. Siempre tienes que decir que tu obra va a ser la mejor, que tú eres el mejor, el más apropiado, que lo que va a hacer el cliente es indispensable, aunque no lo sea.

Pero es que quizá haya que hacerse otra pregunta: ¿qué motivo hay en nosotros mismos para querer alejarnos de los demás? Es posible que la necesidad de estar solos provenga de un problema o una causa previa, no social sino individual.

José vendió su propia empresa no hace mucho, en el momento en el que se dio cuenta de que la vida en el mundo empresarial no podía ser sincera. Algo en él no encajaba con el ritmo de vida que llevaba. Todavía hoy se sorprende cuando, al atardecer, después de haber estado un día entero cortando leña a mano con a su amigo Juanjo, este se enfade con él por el mero hecho de insinuarle cuánto dinero le debe.

«Pero ¿qué me estás diciendo?», le reprocha.

—Él entiende que cuando necesite algo de mí, yo le ayudaré. Esa es la gran diferencia con la ciudad.

En el momento en el que José Díaz se despide de su familia para iniciar su proyecto, con las riendas de su caballo Atila en la mano, da la impresión de que es el protagonista de una película de aventuras a punto de emprender un proceso de transformación: el camino del héroe. Sus hijos le abrazan y su mujer le besa con cariño, como si temiese que la persona que se va y la que vuelve puede que no sean la misma.

A lo largo del documental se ve cómo a José le crece el pelo, oscuro y ondulado, y la barba, que le blanquea en el mentón; cómo pasa momentos de frío, a pesar de poseer una constitución fuerte; de frustración cuando pierde un dron en un lugar poco accesible, a pesar de su carácter calmado y apacible; de temor cuando sufre la presencia de una comadreja en el gallinero, a pesar de su experiencia en la naturaleza; siente la soledad en la noche cuando el viento parece que se va a llevar volando su refugio, a pesar de las cartas de su familia que lee y relee a la luz de una linterna dentro del saco de dormir.

—¿Ha sido un reto pasar cien días en soledad? —le pregunto.

José se ríe, como si fuera un mago al que alguien le hubiera pillado el truco.

—Al principio del documental, cuando digo que llevo noventa días, creo que yo mismo lo menciono. Pero si es así, sinceramente me equivoco. Para mí, un reto mucho más complicado y más difícil es pasar cien días en la ciudad. Nos distanciamos tanto de la naturaleza que pasar unos días en el monte puede ser un reto, pero no para mí. No lo es, sin duda.

La monotonía y la rutina de nuestras vidas facilitan la sensación y el convencimiento de que esa es la manera de lograr lo que creemos más valioso y necesario, ya sea material o metafísico: el dinero por encima de todo. Por eso trabajamos y trabajamos, y producimos y producimos. La juventud y la salud, por eso vamos al gimnasio agotados después del trabajo y nos torturamos con dietas intragables. O el tiempo, por eso pretendemos agarrarlo y guardarlo en botellas de cristal, sin pararnos a pensar en qué es eso de no perder el tiempo.

En soledad, cuando nos alejamos de todo, parece que nuestra mente se despeja de alguna manera. Los ojos enfocan con más nitidez y nuestros oídos se prestan a extraer matices perdidos entre la masa uniforme de ruidos que se generan en cualquier urbe.

El mundo está en constante transformación, pero desde dentro es muy difícil percibir los cambios. Por eso, cuando José Díaz se transformó en lobo y subió al monte a otear desde los picos más altos de Asturias, se dio cuenta de una cosa: «el silencio, el frío y la soledad serán más preciados que el oro en el futuro».

—Eso se me quedó clavado leyendo algún libro. Y en realidad es así. Con el cambio climático, aun con su doble efecto, el frío será un tesoro en muchos lugares. La soledad, ahora mismo, es cada vez más difícil. Si seguimos a este paso, no va a haber lugar en el que poder estar solos. Hoy en día está todo masificado. Es tan accesible el viajar, la gente tan ávida de conocer sitios lejanos sin conocer lo que tiene al lado… Y sobre el silencio… nada que decir.

Según un informe[2] de la OMS (Organización Mundial de la Salud), la exposición al ruido ocasiona 12 000 muertes prematuras y contribuye a 48 000 casos nuevos de cardiopatía isquémica anuales en Europa, donde uno de cada cinco europeos estamos expuestos a niveles de ruido que se consideran nocivos para la salud.

—¿Cuánto tienen en común la soledad y el silencio?

—Para mí son muy parecidos y los dos me dan muy buenas sensaciones. Estoy en una edad en la que se supone que merman tus sentidos, pero a mí creo que se me ha agudizado la vista, cada día huelo mejor, tengo un oído muy fino, de tanto tiempo en el monte. Pero vamos, el silencio absoluto no lo percibo nunca. En el monte se escucha cualquier mínimo movimiento, el viento, los árboles… Claro que, para una persona que está en una ciudad con sonidos todo el tiempo, se va a mi cabaña y pensará: ¡Joder, qué silencio más absoluto! Pero no lo hay. No lo hay. Nunca jamás me había dado cuenta de lo difícil que resulta encontrar silencio hasta que estuve en la cabaña. Allí siempre hay algún sonido ajeno. Pasa un avión y otro avión… No hay momentos de silencio absoluto.

Cuando en Zamora charlé sobre la figura del lobo, también me dijeron que esa libertad que evocaba el animal mítico, en lugar de convertirlo en un animal individual, lo convertía en un animal social, porque del lobo también hay que destacar la camaradería y su comportamiento dentro de las manadas. Que un lobo cautiva, pero que una manada lo hace mucho más. Ver a un macho adulto de 55 kilos es impresionante, pero que no hay nada como ver una manada.

José Díaz es un hombre familiar pero solitario. Sus hijos y su mujer le echan en cara que muchas veces se aparta, que se aísla y se aleja de ellos. Que es un hombre que abraza la soledad en grandes cantidades. Pero José lo hace porque aprendió lo importante de estar solo de vez en cuando, e incluso alejarse de lo que más quiere para aprender a valorarlo cuando carece de ello.

—La soledad es el único momento en el que puedes pensar las cosas sin que nada te distraiga. Es el momento en el que sale lo mejor de ti, el momento en el que mi mente se aclara, el de mayor inspiración. En el que sé quién soy, adonde voy y qué es lo que quiero. Aquí, donde tengo la cabaña, rodeado de la naturaleza, con pocas señales del impacto humano, es una delicia. Es el momento cumbre de mi vida.

—Aun así, la soledad solo de vez en cuando, ¿no?

—Más bien diría al contrario: la compañía solo de vez en cuando.

* * *

Según un informe de La Confederación Española de Agencias de Viajes (CEAV), hay casi ocho millones de personas en España que declaran viajar solas. Los motivos que esgrimen algunas de ellas para hacer este tipo de viaje en solitario varían. Los más comunes son: conectar más con el ambiente, porque viajar de ese modo evita la distracción de una posible compañía; vivir el momento; la dificultad de tener compañero en un momento determinado; estar abierto a conocer más gente o la espontaneidad de la toma de decisiones.

A raíz de estas necesidades y deseos han ido surgiendo empresas que ofertan este tipo de viajes organizados con grupos de personas, desconocidas entre ellas, para dar una respuesta organizada a esa demanda. Yporquénosolo es una de ellas. En su página web, entre las preguntas frecuentes, expone el motivo por el que solo admiten grupos de gente que no se conoce: «Al viajar solos somos libres para comportarnos tal y como somos».

No sé si es casualidad o no, pero la pregunta está duplicada, y la respuesta también, claro: «Al viajar solos somos libres para comportarnos tal y como somos». Se trata de una respuesta en un principio inocente, que no debería decir más que lo que dice, pero que a mí me da la impresión de ser más inquietante de lo que aparenta.

Desde 2003 esta empresa ofrece unos doce destinos a diferentes partes del mundo, unos más lejanos y otros menos, unos más exóticos otros menos, y a cada destino le da una media de entre dos y tres fechas a elegir. Según su página, el tope de los grupos que ofertan está en las doce personas, pero la media está en unas siete personas. Por lo tanto, si existen dos o tres empresas más de este tipo en España, hay alrededor de ochocientas personas al año —únicamente en España— que deciden viajar solas.

Con un método totalmente libre, quizá llevado por una corazonada, traduzco estas cifras de forma que me hacen ver que en España hay cada año alrededor de ochocientas personas que no se comportan tal y como son, o que no viven tal y como ellas desean. O, dándole la vuelta a ese eslogan de Yporquenosolo, en España solo hay ochocientas personas al año —al menos, que sean conscientes— que necesitan ser libres para ser y comportarse tal y como son por unos días.

«Tras trabajar con muchos grupos, nos dimos cuenta de que los que mejor funcionaban eran aquellos en los que las personas no se conocían entre sí. Además, nuestra experiencia personal nos demostraba que la mayoría de los planes con amigos o familia terminaban cancelándose porque siempre había alguien que decía “lo siento mucho, pero no puedo ir” en el último momento».

Ochocientas personas es una cifra estimada, muy a mano alzada, acerca de los viajeros que recurren a este tipo de empresas para viajar solos, pero los datos oficiales dicen que somos ocho millones de viajeros los que nos movemos solos por el mundo de forma voluntaria, por alguna razón, por algún motivo, el que sea.

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—He viajado mucho con amigos, pareja y demás, pero sentía que, al final, cuando viajas con otras personas, que es muy interesante, tienes que buscar un equilibrio. Este era el viaje de mi vida y lo quería experimentar yo solo. Enfrentarme a todo yo solo.

Con 36 años, Joseba planificó un viaje con la idea de dar la vuelta al mundo en unos seis meses, quizá un año. Finalmente acabaron siendo tres. Desde 2014 a 2017 recorrió el sudeste asiático desde Nepal con su bicicleta, parando en los lugares en los que quería, deteniéndose durante el tiempo que quería y haciéndolo en compañía de quién deseaba. Sus compañeros fueron dos, principalmente: la soledad, «la amada soledad», y también la humanidad de las personas anónimas que iba conociendo por el camino, ya fuera al comprar unos plátanos o algún policía echándole una mano en un momento determinado.

Si a las torpes estadísticas sacadas por mí en cuanto al número de personas que utilizan empresas para viajar solas, le sumamos el resto de esos ocho millones de españoles que viajamos solos, podríamos argumentar que Joseba, durante su día a día antes del 2014, no se comportaba ni era como en realidad él quería ser, y que por eso mismo sintió el impulso del viaje, de salir solo al mundo para tratar de sincerarse consigo mismo, de conectar con su interior.

—Nuestra sociedad tiene miedo de parar. Tenemos miedo de estar con nosotros mismos y que empiecen a salir cosas, cuando, en realidad, estar con nosotros mismos es lo más maravilloso que hay. Es como si fueras al cine con tu pareja, por ejemplo, y en la sala te pusieses a hablar, hablar, hablar. Te pierdes la película. O vas al monte, o a donde sea, y pasa lo mismo. Esa parte de la película que te has perdido eres tú.

—¿Y qué estaba pasando en la tuya, en tu película?

—En mí… —Joseba duda, se toma su tiempo—. Estaba… —duda un poco más. Tengo la impresión de que busca una respuesta que encaje con la imagen que pretende dar de él mismo—. Si vuelvo hacia atrás… —duda por tercera vez. Reflexiona con calma, sin prisa—. Estaba desconectado de mí —se lanza por fin y confiesa—. Estaba haciendo un trabajo que me daba dinero, pero que no me hacía sentir pleno. Entonces dije: esto no es lo que quiero, quiero hacer algo bueno para los demás y para mí.

El tiempo que pasó entre que tomó la decisión y el momento de coger el avión que le llevó a Nepal para iniciar su viaje fueron los momentos más difíciles, los de mayor soledad, cuando aparecieron las mayores discusiones sobre su decisión, los momentos en los que sus padres y amigos incitaban las dudas sobre lo acertado de su intención de abandonar un trabajo perfecto —como mejorador de procesos industriales— y una vida de comodidad y seguridad, por el deseo de realizar un viaje hacia no se sabía dónde, ni por qué motivo.

Aun así las mayores dudas acabaron por aparecer más adelante, durante el viaje. Se le presentaban como espejismos bajo el sol, como pesadillas en la noche, como voces en el silencio que le interrogaban. ¿Pero qué estás haciendo? ¿A tu edad? ¿Por qué estás aquí? ¿Has dejado tu trabajo para esto?

El calor, la humedad, el sueño, el pedaleo monótono y la respiración entrecortada del esfuerzo ayudaban a que sus pensamientos se desbocasen, a que su mente entrase en un bucle tormentoso que aprendió a calmar gracias al yoga. Gracias a la filosofía del Yoga.

* * *

En la puerta del centro de meditación Kurma hay tres pares de zapatos abandonados bajo una silla solitaria al final de un pasillo. La puerta está entornada, pero no cerrada del todo. La empujó y el interior de una sala donde todo huele a incienso, a equilibrio y tranquilidad, queda a la vista. Es una sala de espera acogedora de tonos blanquecinos y verdes con dos puertas de madera clara hacia el fondo. En una zona enmoquetada hay algunos sofás y una tetera preparada con una gran variedad de infusiones para elegir.

Esperando a que alguien saliese a recibirme, pego un par de toques en la puerta con timidez, como si yo no fuera más que una nota discordante en el entorno, como si todo lo que fuera a llevar a cabo a partir del momento en que cruce el umbral fuese a molestar o a romper el equilibrio natural.

Llamo una vez más y me introduzco justo en el momento en el que Joseba aparece por una de las puertas del fondo. Aparece descalzo y yo no puedo evitar mirarme las zapatillas sucias y polvorientas. Joseba me hace un gesto tranquilizador, pero me invita a descalzarme en la entrada. Cuando termino de hacerlo, me espera con un vaso de té para cada uno y me dirige a la sala donde imparte clases de yoga.

Loka samastha sukhino bhavanthu.

Nos sentamos con los pies sobre unas esterillas, en un par de banquetas frente a esa inscripción en sánscrito pintada en azul celeste sobre el violeta de la pared. La frase viene a significar algo como: «Que todos los seres sean felices y que todas mis palabras, acciones y pensamientos contribuyan a que eso suceda».

Entre la inscripción y nosotros queda toda una sala vacía revestida de parqué. Al fondo se ven las copas de los árboles de un parque cercano a través de un gran ventanal.

No sé cómo era el Joseba que dejó su trabajo para perderse entre templos budistas y pueblos del continente asiático. El Joseba que me encuentro hoy es un hombre de unos cuarenta años, delgado y desgarbado, pero que no da sensación de fragilidad. Es el junco de la canción. Lleva barba arreglada y el pelo corto donde apenas aparecen algunas canas. Se mueve con firme delicadeza, como si no tuviera prisa, como si el tiempo no fuera más que una alfombra algodonosa por la que su cuerpo transita con soltura. Sus gestos, sus pausas, el tiempo que se toma para cada respuesta, para bajarse la mascarilla y tomar un pequeño sorbo de té, indican que su concepción del tiempo no parece ser la misma que la mía. Intuyo que el Joseba que trabajaba optimizando la productividad de robots y microchips en su empresa no se movía de la misma manera.

—¿Cómo se vive la soledad en otras partes del mundo? —le pregunto—. ¿Es diferente?

—Totalmente —hace una breve pausa para bajarse la mascarilla y sorber el té—. Totalmente —se sube la mascarilla de nuevo con parsimonia—. Creo que el concepto de soledad, la emoción, probablemente sea igual. Pero aquí, en esta sociedad, parece que desconfiamos del resto, y esa desconfianza nos hace estar más hacia dentro. Más cerrados. La desconfianza en el mundo hace que nos sintamos más solos.

—¿Tú te has sentido solo?