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«Los mitos de los pueblos nórdicos están entre los que mayor fuerza tienen de todo el mundo. Cuando leas este libro, te adentrarás en el extraño y duro mundo de los dioses vikingos». Michelle Paver Desde la creación del mundo hasta la visión de la última gran batalla en el día del Ragnarok, encontramos en las leyendas y los mitos nórdicos infinidad de aventuras, magia y hazañas heroicas. Las historias sobre los viajes de Odín, el portentoso martillo de Thor, la muerte de Baldur o los pretendientes de Freya, entre otras, se hilan en un relato emocionante sobre los dioses y gigantes que reinaron en el gélido norte de Europa. El culto a las deidades paganas de estos pueblos, también llamados vikingos, se mantuvo hasta bien entrada la era cristiana en Escandinavia e Islandia, pero sus mitos, a diferencia de los de la antigua Grecia, se registraron por escrito siglos después de que esos territorios se convirtieran al cristianismo. Sin embargo, en la misma medida y aunque menos estudiadas que los dioses del Olimpo, sus figuras mitológicas han tenido una gran influencia en la cultura occidental; podemos afirmar que los nombres de Odín y Thor, Freya y Loki nos resultan familiares gracias a este libro. Lancelyn Green consigue una narración única y fluida a partir de las fuentes originales, que eran textos dispersos y confusos; conecta relatos y fragmentos en una historia coherente y fiel a sus raíces.
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Seitenzahl: 359
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Edición en formato digital: agosto de 2024
Título original: Myths of the Norsemen
En cubierta: ilustración © Irene Pérez
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Roger Lancelyn Green, 1960
Publicado bajo el título Myths of the Norsemen en 2013 por Puffin Classics, un sello de Penguin Random House Chindren’s, una división de Penguin Random House Publishing Group
© De la traducción, Julio Hermoso
© Ediciones Siruela, S. A., 2024
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10183-89-6
Conversión a formato digital: María Belloso
Nota del autor
Introducción, por Michelle Paver
1 Yggdrasill, el árbol del mundo
2 Odín en busca de la sabiduría
3 Las manzanas de Iduna
4 Loki y los gigantes
5 Las maldades de Loki
6 Freya, la novia
7 Thor visita Utgard
8 Odín el andante
9 Geirrodur, el rey trol
10 La maldición del anillo de Andvari
11 El caldero de Ægir
12 La muerte de Baldur
13 Vali el vengador
14 El castigo de Loki
15 El Ragnarok
Quién es quién en la mitología nórdica
Dedicado a los maestros y compañeros de Dane Court, en Pyrford (Surrey): a los de mis tiempos y a los de mis hijos
Surgió de la oscuridad un extraño, un hombre tuerto que vestía una larga capa y sombrero de ala ancha. Avanzó por el salón del rey hasta el tronco del gran roble alrededor del cual lo habían construido, y, al llegar ante el árbol, el forastero desenvainó una espada grande y reluciente y la clavó en la prieta madera para hundirla hasta la empuñadura.
—¡Quien extrajere la espada de este tocón, la recibirá de mí como un obsequio y descubrirá que nunca hubo mejor acero en manos de ningún hombre de entre los mortales en Midgard! —exclamó.
Acto seguido, abandonó el salón y desapareció en la noche, y el rey Volsung y sus guerreros supieron que aquel visitante era Odín.
Leyendas antaño narradas o entonadasen el humo de los rincones junto al hogarde Islandia, en los días de la antigüedadpor escaldos errantes o bardos de las sagas.
LONGFELLOW
«Este es el gran relato del Norte, que debería ser para todos los nuestros lo que Troya fue para los griegos».
WILLIAM MORRIS
Este libro es un intento de reunir los mitos nórdicos que se conservan y presentarlos en la forma de un solo relato, desde la creación del mundo hasta la visión del Ragnarok. Dentro del marco del Völuspá, el mejor y uno de los más antiguos de todos los poemas de la Edda mayor, he acomodado los mitos que figuran en el resto de los poemas nórdicos antiguos y los relatos en prosa que recogió Snorri en los dos libros que solemos conocer como Edda menor. Muchos de los poemas han acabado en mi texto en una traducción prácticamente literal, igual que gran parte de la narrativa de Snorri; los vacíos se han rellenado con fragmentos de la Saga, de manera destacada en el capítulo 10, que sigue la Saga de los volsungos allá donde la sinopsis de Snorri es inadecuada. En los relatos del cortejo de Odín a Rinda y los dos viajes de Thorkill el viajero, las versiones racionalizadas de Saxo Grammaticus se han devuelto a su estado mitológico, ya que no se conserva ninguna fuente autorizada previa. Algunos vacíos más pequeños se han cubierto con la ayuda de fragmentos de romances y de cuentos populares, aunque me he visto en la obligación de tratar de forma muy somera uno o dos de ellos —como la entrada de Loki en Asgard— por la escasez de material fiable.
La mitología nórdica es justo la antítesis de la griega desde el punto de vista de quien pretenda versionarla y adaptarla. La abundancia de literatura y de leyendas disponibles para el estudio de los dioses del Olimpo es aplastante, y el problema que plantea es de pura selección. Los dioses de Asgard, por el contrario, son extrañamente esquivos: aquí, la dificultad consiste en encontrar lo suficiente acerca de ellos y, una vez recopilado el exiguo material, es aún más difícil unir la piezas de este rompecabezas incompleto que forma todo cuanto nos queda.
La mayoría de los que han tratado de versionar y adaptar los mitos nórdicos antes que yo se han contentado con ofrecer una selección de relatos aislados, o si no, han tendido a excederse en la invención más allá de la licencia que se debería permitir a una adaptación. Incluso aquella versión clásica de Los héroes de Asgard de Annie y Eliza Keary, escrita hace ahora poco más de un siglo (1857), cubre con un velo de amable glamur romántico las historias que allí se hilan y así abre una ventana mágica que nos ofrece una panorámica muy neblinosa de los Nueve Mundos de la mitología nórdica y las gestas que se obran en ellos.
Por supuesto que cualquier versión de antiguos mitos, leyendas o cuentos de hadas habrá de reflejar el punto de vista de quien los versiona, y no cabe la menor duda de que Relatos de la mitología nórdica es tan «anticuado» como ninguno.
No obstante, yo he hecho todo cuanto estaba en mi mano con tal de preservar el espíritu del original, ese «aire del norte» que tan evidente se hace incluso en las traducciones literales de Vigfússon y Powell en su Corpus Poeticum Boreale de todos los poemas que se conservan. He intentado variar el carácter poético del Völuspá con el aire del cuento popular de la visita de Heimdall a Midgard o de los tratos improvisados de Odín con los gigantes cuando se propone robarles el hidromiel mágico, o ese carácter burlesco de algunas de las aventuras de Thor, con la constante intervención del destino en la saga de Sigfrido y Brunilda y la pura épica del destino de Baldur, uno de los grandes relatos trágicos de la historia del mundo.
Dar forma a todo esto en una sola narración sin apartarme de los originales ha sido un experimento interesante, que ha merecido la pena hacer, ya que las grandes sagas noruegas e islandesas sobre los avatares de hombres y mujeres reales o medio legendarios se tramaron de este mismo modo y a partir de un material tan dispar como este, y a menudo tejido sobre el finísimo hilo de la historia de una sola familia.
Las Sagas de Midgard, ya sea Gunnar o Grettir el héroe, o el propio Sigfrido, todas terminan en tragedia, en la imagen del valiente en su denodada lucha en vano contra el poder del destino. «¿Y qué mejor manera de morir para un hombre que enfrentándose al temible destino?». Esta era la manera de ver la vida que tenían los nórdicos, y las gestas y el destino de los héroes de una saga debían de ser nada menos que el equivalente terrenal de las gestas de los dioses de Asgard en su denodada lucha contra unas titánicas fuerzas de la naturaleza que eran patentes a ojos de los hombres del norte, y el equivalente del fin del mundo, el Ragnarok, que les iba a sobrevenir.
Con esta idea en mente, he tratado de narrar el relato de Asgard y los æsir, La saga de Asgard, aunque en esta nueva edición la he titulado Relatos de la mitología nórdica, ya que mi título original resultó ser un tanto críptico.
Un dios que cabalga a lomos de un caballo de ocho patas y se saca un ojo para obtener el don de la sabiduría. Un arcoíris con un resplandor luminoso que forma un puente entre el mundo de los dioses y el de los hombres. Una criatura cuyo cuerpo tiene una mitad viva y la otra mitad es de una putrefacción apestosa. Una serpiente tan inmensa que al enroscarse rodea el mundo entero. Un collar tan bello que desquicia incluso a una diosa…
Estas son solo algunas de las inolvidables historias que te aguardan en este libro; pero vayamos por partes.
Primero, ¿qué es realmente un mito? Es una historia que cuenta la gente sobre unos tiempos ancestrales con el fin de explicar algún aspecto de su vida. Quizá quieran comprender por qué las tormentas hacen zozobrar los barcos, o qué son las estrellas, o por qué se mueren los seres vivos. El tipo de historia que te cuentan dependerá del lugar donde vivan, de qué clase de pueblo sean. Pues bien, voy a hablarte un poco de los pueblos nórdicos —o los vikingos, que así los llaman a veces— porque eso te ayudará a extraer algo más, si cabe, de sus apasionantes mitos.
Los nórdicos eran los pueblos de la antigua Escandinavia, lo que ahora llamamos Noruega, Suecia, Dinamarca e Islandia. Escribieron sus mitos entre los años 800 y 1200 d. C., aunque se cree que ya los narraban de viva voz o los cantaban mucho tiempo antes de eso.
Su tierra tenía, y tiene aún, una belleza agreste muy característica. Unas costas bañadas por mares embravecidos y unos fiordos centelleantes, montañas inquietantes y bosques interminables. Es un lugar de extremos. En la punta norte de Escandinavia, el sol del verano jamás se pone, pero el invierno trae ventiscas de nieve y meses de oscuridad, de ahí que tampoco sea una sorpresa que los pueblos nórdicos poblaran sus tierras con gigantes de hielo y trols de piedra, enanos que viven bajo tierra y unos enigmáticos elfos. He estado muchas veces en Escandinavia, y, créeme, cuando estás sola en las montañas y ves descender la niebla, es muy fácil imaginarte un trol al acecho detrás de cada pedrusco… ¿O ha sido el propio pedrusco lo que se ha movido?
Los nórdicos eran pueblos valerosos y muy independientes. Podían vivir en unas condiciones durísimas, pero disfrutaban cantando y contándose acertijos además de dándose banquetes de jabalí asado e hidromiel. Les gustaban los barcos veloces, los caballos hermosos y las mujeres tozudas. También se apuntaban a guerrear cada dos por tres, y no les hacían ascos a los trucos y trampas cuando se trataba de conseguir lo que querían.
Por encima de todo, los nórdicos eran un pueblo duro. Eran los mejores marinos de su época: descubrieron Islandia, Groenlandia y Norteamérica, y lo hicieron en unos barcos a cielo abierto. Párate a pensarlo un momento: imagínate en las aguas del Atlántico Norte, con unas olas gélidas que salpican por encima de la borda, ni rastro de tierra a la vista y sin un camarote donde entrar en calor. No es ninguna sorpresa que los nórdicos creyeran que en el fondo del mar vivía un gigante de cabellos verdes con sus nueve bellas hijas, las doncellas de las olas, y una esposa implacable que arrastraba a los náufragos a la perdición…
Dureza, astucia, valentía, determinación y un fiero amor por la belleza: los nórdicos tenían todas estas cualidades, igual que también las tenían sus dioses y diosas. Sus mitos han llegado hasta nosotros en numerosos pasajes: algunos poemas largos y muchos fragmentos. Fue una idea brillante de Roger Lancelyn Green el darles la forma de un todo coherente y sin renunciar a muchas de las expresiones e imágenes originales de tal manera que nosotros podamos también oír el eco de aquellas voces vikingas de la Antigüedad. Tal y como él mismo dice en su «Nota del autor», su objetivo era preservar «ese “aire del norte”». Pues lo consiguió a las mil maravillas.
Leí Relatos de la mitología nórdica por primera vez cuando tenía ocho años, y me han cautivado desde entonces. Acabo de releerlos para escribir esta introducción, y me he quedado asombrada al descubrir la gran influencia que han ejercido sobre mis propias historias. Si no los hubiera leído una y otra vez cuando era pequeña, no creo que hubiese escrito sobre los fantasmas del lejano norte, o sobre Torak y Lobo.
Qué fuerza encierran los mitos, y los mitos de los pueblos nórdicos están entre los que mayor fuerza tienen de todo el mundo. Cuando leas este libro, estarás recorriendo el puente arcoíris y te adentrarás en el extraño y violento mundo de los dioses vikingos.
¿Quién sabe adónde te llevará el camino después?
MICHELLE PAVER
El verano es breve y el invierno es largo y frío en las tierras del norte. La vida es una continua batalla contra las ingratas fuerzas de la naturaleza: contra el frío y la oscuridad, la nieve y el hielo del invierno, los vientos cortantes, las rocas desnudas donde nada crece, y contra los terrores de las oscuras montañas y las quebradas donde acechan los lobos.
Los hombres y mujeres que vivían allí en los primeros días habían de ser fuertes y muy resistentes para sobrevivir siquiera. Eran labradores que trabajaban la tierra, pero también guerreros que batallaban contra los lobos y contra otros hombres aún más salvajes que bajaban de las montañas o ascendían desde las profundas ensenadas o los fiordos del mar para prender fuego a sus hogares y robarles sus tesoros, sus alimentos y, con frecuencia, también a sus esposas e hijas.
Aun cuando no había bestias salvajes y hombres más salvajes aún contra los que combatir, se diría que los mismísimos elementos eran unos gigantes que libraban contra ellos una guerra con el viento, las heladas y la nieve por armas. Era un mundo cruel que daba pie a escasas esperanzas, y, aun así, había amor y honor, valentía y entereza. Había grandes hazañas por lograr y bardos o escaldos para cantar sobre ellas de manera que los nombres de los héroes no cayesen en el olvido.
Y, del mismo modo que recordaban las hazañas de los hombres en sus cantos y relatos, también contaban las historias de los dioses, los æsir, que sin duda debieron de librar batallas aún mayores al comienzo de los tiempos contra aquellos gigantes del hielo, la escarcha, la nieve y el agua a los que aún se contenía a raya únicamente a duras penas.
Al comienzo de los tiempos, así lo creían los nórdicos, no existía la tierra tal y como la conocemos ahora: tan solo existía Ginnungagap, el vacío inmenso, por donde se desplazaban unas extrañas nieblas que finalmente se abrieron para dejar un abismo aún mayor con Muspelheim, la tierra de fuego, al sur de aquel vacío y Nifelheim, la tierra de la niebla, al norte.
Surtur, el demonio de fuego, estaba sentado en el extremo sur del mundo con su espada flamígera, aguardando la llegada del Día del Destino para marchar y destruir a dioses y hombres.
En las profundidades de Ginnungagap se hallaba el pozo de la vida, Hvergelmir, del que nacían unos ríos que la cruel brisa del norte dejó congelados en forma de unos bloques de hielo macizo.
Transcurrieron los siglos, y los bloques de hielo se amontonaron de forma misteriosa sobre el pozo de la vida y se convirtieron en Ymir, el más grande de todos los gigantes, padre de los terribles gigantes de las heladas y de todos en la estirpe de los gigantes.
Ymir cobró vida, y con él apareció la vaca mágica Audumla, de cuya leche él se alimentaba. No a mucho tardar, el hielo de Ymir se desprendió de él en pequeños fragmentos, cada uno de los cuales se convirtió en un gigante de la escarcha, padres de brujas y nigromantes, de ogros y trols.
Audumla también tenía que comer, así que empezó a dar lametazos al hielo que tenía a su alrededor y halló en él la sal de la vida que había surgido del pozo Hvergelmir.
El primer día en que la vaca mágica se puso a lamer el hielo, apareció allí al atardecer el cabello de un hombre; siguió lamiendo el segundo día, y al atardecer ya se veía la cabeza de un hombre. Al caer la tarde del tercer día, ya tenía allí al hombre entero.
Era el primero de los æsir, y se llamaba Buri. Era alto y fuerte, y de aspecto bien parecido. Su hijo se llamaba Borr, que se casó con la giganta Bestla, y ellos dos fueron el padre y la madre de los æsir, plantaron el árbol del mundo —Yggdrasill— e hicieron la Tierra.
Borr tuvo tres hijos llamados Odín, Vili y Ve, de los cuales Odín —conocido como el «Padre de Todos»— fue el más grande y el más noble.
Lucharon contra el gran gigante de hielo Ymir y le dieron muerte, y las gélidas aguas que manaron de sus heridas ahogaron a la mayoría de los gigantes de la escarcha salvo a uno llamado Bergelmir, que era sabio y astuto, de ahí que Odín le perdonara la vida.
Y así fue porque Bergelmir se construyó un barco al que le puso techumbre, y en él se resguardó con su esposa y sus hijos de forma que pudieron escapar de morir ahogados en la riada.
Odín y sus hermanos arrojaron al muerto Ymir al vacío del Ginnungagap e hicieron con su cuerpo el lugar donde nosotros vivimos: su gélida sangre se convirtió en el mar y los ríos, sus carnes se convirtieron en la tierra firme, y sus huesos en las montañas, mientras que las piedras y las rocas eran sus dientes.
Odín y sus hijos colocaron el mar formando un anillo alrededor de la tierra, y el fresno Yggdrasill, el árbol de la vida, creció para fijarla en su lugar, para darle la sombra de sus imponentes ramas y para sostener aquel cielo que no era sino la coronilla celeste de Ymir.
Recogieron las chispas que llegaban volando desde Muspelheim y con ellas hicieron las estrellas. Trajeron oro fundido desde el reino de Surtur, el demonio de fuego, y con él dieron forma al glorioso carro solar, del que tiraban los caballos Madrugador y Forzudo con la hermosa doncella Sol a las riendas, para mantenerlo en su trayectoria. Por delante de ella iba el reluciente muchacho Mani, que llevaba las riendas del carro lunar tirado por el caballo Raudo.
El sol y la luna se movían veloces y no se detenían jamás a descansar. No se atrevían a parar ni por un instante, ya que a cada uno lo perseguía un feroz lobo jadeante para devorarlos, un sino que caería sobre ellos en el día de la última gran batalla. Estos dos lobos son hijos del mal, ya que su madre era una malvada bruja que vivía en el Bosque de Hierro: su marido era un gigante, y sus hijos eran lobisones y trols.
Después de colocar las estrellas en sus trayectorias y haber iluminado la tierra con el sol y la luna, Odín volvió a centrarse en el nuevo mundo que él había hecho. Los gigantes y otras criaturas malignas ya comenzaban a volverse en su contra, de manera que Odín cogió más huesos de Ymir y extendió las montañas para formar una muralla frente a Gigantlandia, o Jotunheim. Entonces volvió a ocuparse de la tierra creada para los hombres, a la que llamó Midgard o Tierra Media, y comenzó a hacerla fructífera y bella ante sus ojos.
Con los rizos del cabello de Ymir formó los árboles, y con sus cejas la hierba y las flores, y dispuso las nubes suspendidas en las alturas del cielo para que regaran la tierra con sus finas lluvias.
Acto seguido, para crear la humanidad, Odín el Padre de Todos tomó un fresno y un saúco a orillas del mar y con ellos dio forma a Ask y a Embla, el primer hombre y la primera mujer. Odín les dio un alma, su hermano Vili los dotó de la capacidad de pensar y de sentir, y Ve, por su parte, les otorgó el habla, el oído y la vista.
Esta pareja tuvo hijos suficientes para poblar Midgard, pero la maldad y el dolor se apoderaron de ellos, porque los gigantes y otras criaturas malignas adoptaron la forma de hombres y mujeres y se casaron con ellos a pesar de todo cuanto pudiera hacer Odín.
Los enanos tuvieron también su responsabilidad en aquello, porque enseñaron a los hombres a amar el oro y, además, les hablaron del poder que acompaña a las riquezas. Eran esos seres pequeños que vivían en Nifelheim, la región de la niebla, y en unas grandes cavernas subterráneas. Habían sido creados a partir de la carne muerta de Ymir, y los æsir los moldearon en forma de hombres, pero con mucho mayor ingenio en la artesanía del hierro, el oro y las piedras preciosas.
Estos enanos, con Durin como su rey, hacían anillos, espadas y tesoros de un valor incalculable, y extraían el oro de las entrañas de la tierra para que lo utilizaran los æsir.
Así, una vez creada Midgard, Odín se dedicó a dar forma a Asgard, su propia tierra, bella e imponente, en las ramas altas del árbol del mundo, Yggdrasill. El primero sería un palacio entero de oro, deslumbrante, y se llamó Gladsheim, el hogar de la dicha: allí se sentaba Odín en su trono con su reina, la bella Frigga, junto a él.
Acto seguido hicieron palacios para sus hijos, los grandes dioses y diosas que muy pronto participarían en la larga lucha contra las fuerzas del mal: uno para Thor, señor del trueno, y su esposa Sif, la de los cabellos de oro; otro para el joven y valeroso Tyr, el primero en la batalla y guardián de los dioses; o para el radiante Baldur, el más bello de todos los æsir, y su esposa Nanna; o para Bragi e Iduna, que se deleitaban con la música y la juventud; y para Uller el arquero, para Vidar el silente y para muchos otros.
Alrededor de Asgard se levantaron unas murallas y torres, se erigieron salones y palacios, y en el centro se hallaba la hermosa llanura de Ida, donde crecían los alegres jardines frente al hogar de Odín, el palacio del Gladsheim.
Todos los días, Odín y los æsir cruzaban a caballo el puente del Bifrost —que a ojos de los hombres que moran la tierra parece un arcoíris— y descendían al pozo de Urd, bajo una de las raíces del fresno Yggdrasill…, aunque, en realidad, bajaban todos salvo el poderoso Thor, que no se atrevía a pisar aquel arco tan delicado por temor a que su peso pudiera quebrarlo: entonces tenía que dar un rodeo por el duro sendero que atravesaba las montañas, y los gigantes huían despavoridos cada vez que lo veían venir. El puente del Bifrost relumbra en los cielos, porque a su pie arde una hoguera luminosa para impedir que los gigantes lo crucen y lleguen a Asgard.
Abajo, en la oscura sombra al pie del Árbol del Mundo, los æsir se reunieron en concilio para decidir cómo podrían ayudar a la humanidad y qué habría de hacerse en la prolongada guerra contra los gigantes. En aquel lugar bajo las ramas del fresno, junto al pozo, se alzaba un hermoso salón donde vivían las nornas —las tres misteriosas hermanas Urd, Verlandi y Skuld—, cuyo saber superaba incluso al del propio Odín, puesto que Urd podía ver todo lo acaecido en el pasado y Verlandi tenía el poder de conocer todo cuanto estaba sucediendo en todos los mundos en el momento presente; pero Skuld era la más sabia de todas, porque era capaz de ver el futuro, algo que ni siquiera estaba al alcance de Odín.
En tiempos venideros, las nornas se presentarían con frecuencia en el nacimiento de un héroe con el fin de tejer la red de su destino y otorgarle los dones del bien y el mal que determinarían su vida en el futuro.
Las tres hermanas misteriosas podían informar a Odín sobre la marcha del mundo, y fue por ellas —además de por su propia sabiduría— que el señor de los æsir tuvo noticia del Ragnarok, la última gran batalla que habrá de llegar al final de los días, cuando los æsir y sus enemigos los gigantes libren la gran contienda entre el bien y el mal hasta el final definitivo.
Las nornas también cuidaban del fresno Yggdrasill y a diario regaban sus raíces más gruesas con el agua del pozo de Urd, pues las fuerzas del mal se esforzaban sin cesar por destruir el Árbol del Mundo. En las profundidades de Nifelheim, allá donde crecía una de las raíces, el malvado Nid Hog no dejaba de roerla, y unas serpientes se enroscaban en ella y la mordían. Más arriba, cuatro venados corrían por sus ramas y mordisqueaban las hojas mientras en la copa se posaba un águila que observaba cuanto sucedía; y Ratatosk, la traviesa ardilla roja, correteaba arriba y abajo entre Nid Hog y el águila para contarles sus cotilleos y novedades.
En medio de todo este mundo tan extraño y complicado se encontraba Odín, el Padre de Todos, sentado como una araña bondadosa en el centro de su red. Su trono, en las alturas de Asgard, se llamaba Lidskialf, el risco celestial, y allí se sentaba a observar el mundo con sus dos cuervos amaestrados, Hugin y Munin, posados uno en cada hombro. A ellos les debía Odín gran parte de sus conocimientos, porque los cuervos echaban a volar día tras día para recorrer el mundo y regresar al atardecer para contarle lo que habían visto: Hugin era veloz como el pensamiento y Munin tenía una memoria sin igual.
Odín se puso a observar y vio que los gigantes se ocultaban tras las altas montañas de Jotunheim y allí tramaban sus maldades. Miró hacia Midgard, vio que la raza de los hombres labraba los campos con tremendos esfuerzos y ajena al menor pensamiento sobre la guerra o la gloria del combate. Entonces tuvo la sensación de que tenía que hacer algo más, y rápido, si quería contar guerreros que lucharan de su parte en el día de la última gran batalla contra los gigantes.
Por eso mandó llamar a su lado a su hijo Heimdall, el dios blanco, que había nacido de manera misteriosa en el albor de los tiempos y que tenía nueve madres, doncellas de las olas del fin del mundo. Tenía los dientes de oro puro, y era capaz de ver en la noche como a plena luz del día. A buen seguro, tan aguda era su vista que alcanzaba a cientos de kilómetros de distancia, y tenía un oído tan fino que llegaba a oír cómo crecía la hierba en la tierra y la lana en el lomo de una oveja. Odín había convertido a Heimdall en el vigía de los dioses y le había dado un hogar en los límites de Asgard, junto al Bifrost, con el gran cuerno Giallar a su lado para hacerlo sonar en caso de que los gigantes atacaran Asgard: un cuerno que se oía en todos los mundos.
—Heimdall, hijo mío —dijo Odín—, marcharás a Midgard y adoptarás el aspecto que te parezca más oportuno. Te mezclarás entre los hombres que habitan la Tierra Media: son gentes buenas y sencillas, pero aún no están a la altura de mis propósitos. Elige a los más meritorios de entre su raza y utiliza tus artes mágicas para que de los elegidos surjan los tres órdenes de la humanidad de tal forma que, a partir de ese momento, el hombre nazca siempre con aquellos dones a los que mejor uso pueda dar en su vida, que realice con excelencia aquello para lo que fue creado, y no como ahora, que hace muchas cosas, pero ninguna bien. Que sean trabajadores, creadores o líderes, todo en su debida proporción, y que cada uno nazca para cumplir su papel con el fin de que surja una poderosa raza que me pueda ofrecer los héroes de Midgard que combatirán a nuestro lado en el Ragnarok.
De manera que Heimdall adoptó el aspecto de un caminante fornido, cruzó el puente del Bifrost y descendió a la Tierra Media, donde recorrió alegre y a grandes zancadas los verdes caminos que cruzaban los bosques y los campos, hasta que llegó a una casa al anochecer.
La puerta estaba entreabierta, así que entró. En el hogar ardía un fuego, y sobre él había un puchero: a cada lado se sentaban el señor y la señora de la casa, el campesino Ai y su mujer Edda, cubierta con su capuchón de tejido basto casero.
—Bienvenido, forastero —le dijeron—. Dinos cómo te llamas, y acomódate como en tu propia casa.
—Soy Rig el caminante —respondió Heimdall, que se sentó en el centro, flanqueado por sus anfitriones.
Entonces Edda partió el pan, una hogaza densa y pesada con una mezcla de afrecho, que era su cena habitual, y se lo sirvió a su invitado con un poco de caldo del puchero.
Al caer la noche, Rig el caminante se acomodó en verdad como en su propia casa, porque se acostó en el centro de la cama, el lugar más caliente y más mullido, mientras que Ai y Edda se vieron obligados a tumbarse cada uno en un borde del lecho.
Tres noches pasó allí alojado el huésped desconocido, y después se marchó con una sonrisa para sus adentros.
Nueve meses después, Ai y Edda tuvieron un hijo que se llamó Thrall, que creció rápido y se convirtió en un hombre fuerte y fornido de manos duras y dedos gruesos, anchas espaldas, pies grandes y un rostro feo. Se casó con una joven vagabunda que llegó por las tierras pantanosas con los pies descalzos y los brazos quemados por el sol, y tuvieron hijos que vallaron los campos y los labraron, cuidaron de los cerdos, pastorearon a las cabras y excavaron la turba para alimentar el fuego. Sus hijos tenían nombres como Torpón, Tarugo y Patán, y sus hijas se llamaban Peguntosa, Carbonilla o Patitorpe.
Mientras tanto, Heimdall proseguía con su recorrido por Midgard, y la noche siguiente llegó a otra casa. La puerta estaba cerrada, aunque no apestillada, y se atrevió a entrar: se encontró con el fuego que ardía en el hogar y a la buena gente de la casa allí sentada y dedicada a sus tareas. Se llamaban Gaffer y Gammar, e iban bien vestidos y arreglados: él con su buen corte de pelo y la barba recortada, y ella con un blusón limpio y un pañuelo en el cuello.
—Bienvenido, forastero —le dijeron—. Dinos cómo te llamas, y acomódate como en tu propia casa.
—Soy Rig el caminante —fue su respuesta, y se sentó en el centro, flanqueado por sus anfitriones.
Gaffer sirvió entonces la sabrosa sopa de la cena seguida de un guiso de venado, y después acompañaron a su huésped hasta el único lecho de la casa. Allí, Rig el caminante se acomodó en verdad como en su propia casa, porque se acostó en el centro de la cama, con uno de sus anfitriones a cada lado para no coger frío.
Tres noches se alojó con Gaffer y Gammar, y, entonces, Rig el caminante se marchó con una sonrisa para sus adentros.
Nueve meses después, Gaffer y Gammar tuvieron un hijo al que llamaron Karl el mañoso y que creció fuerte, rubicundo y risueño. Gozaba de una gran habilidad para adiestrar a los bueyes para tirar del arado, para construir casas, para trabajar el hierro y hacer carros y arados. Llegado el momento, le buscaron una esposa a Karl el mañoso, y juntos cuidaron de la casa los dos miembros de la pareja, labraron la tierra, tejieron sus propias telas y guardaron sus ahorros con sumo cuidado. Vivían felices, y sus hijos tenían nombres como Paisano, Granjero, Herrero y Vecino, mientras que sus hijas se llamaban Ama de Casa, Solterona, Zagala o Lechera.
Mientras tanto, Heimdall continuaba con su viaje por Midgard, y la siguiente noche llegó a una gran casona con las puertas orientadas al sur. No estaban atrancadas, de manera que entró, y dentro halló a dos personas apuestas, vestidas con buenas ropas, capaces de mirarle a los ojos cuando le hablaban y que tenían unas bellas manos blancas de largos dedos. Eran el Hacendado y la Dama, y el hombre estaba atareado retorciendo la cuerda para colocarla en su arco largo de madera de olmo.
—Bienvenido, forastero —le dijeron—. Dinos cómo te llamas, y acomódate como en tu propia casa.
—Soy Rig el caminante —fue su respuesta, y se sentó en el centro, flanqueado por sus anfitriones.
La Dama extendió entonces un mantel de paño fino y colocó encima unas barras de pan blanco de trigo, jamón bien curado y aves asadas en bandejas de plata, el vino en una jarra alta y vasijas de cristal con soportes de plata.
Después de cenar, se sentaron y charlaron con un vino hasta que llegó la hora de irse a la cama. Entonces, Rig el caminante se acomodó en verdad como en su propia casa, porque fue el primero que se levantó de la mesa y se acostó en el centro de la cama, de modo que el Hacendado y la Dama no tuvieron más remedio que echarse uno a cada lado del forastero.
Tres noches se alojó Rig el caminante con el Hacendado y la Dama, y entonces se marchó con una sonrisa para sus adentros.
Nueve meses después nació el hijo de aquella casa, con el cabello rubio y las mejillas rosadas, y una vista aguda como la de un águila. Su nombre fue el de Señor Guerrero, y, cuando creció, sus habilidades destacadas fueron las de tensar el arco, lanzar la jabalina, montar a caballo, el combate con la espada y nadar.
Cuando el muchacho estaba a punto de convertirse en un hombre, Rig el caminante volvió a surgir del oscuro bosque para enseñarle más habilidades y mostrarle su lugar en el mundo.
—Eres el Señor de las Tierras de Udal —le dijo—, y pertenecerán para siempre a tus hijos y a los hijos de tus hijos, pues yo soy uno de los æsir que se sientan en Asgard, y te declaro mi ahijado, te entrego este señorío y te hago soberano de los hombres.
Entonces, Rig el caminante —que en Asgard era Heimdall el luminoso— enseñó al Señor Guerrero una gran sabiduría y lo llevó a correr unas magníficas aventuras en el Bosque Tenebroso, aquel lugar oscuro donde acechaban los trols. Le enseñó a blandir la espada, a desplazar el escudo y a entrar en combate al galope.
El Señor Guerrero congregó entonces a su alrededor a un grupo de hombres aguerridos y arrebató las tierras a los malvados que se habían puesto del lado de los gigantes. Se casó con la Princesa, y el hijo de ambos se convirtió en rey de Dinamarca, el primer rey en Midgard, y este rey reunió a sus señores y guerreros, conquistó el territorio y trajo la paz a sus habitantes.
A continuación, ofreció un banquete a los suyos en su gran salón y obsequió con un anillo de oro a los que habían luchado con mayor valor. Después de aquello practicaron mucho con las espadas, cabalgaron a lomos de sus caballos y fueron a la guerra contra todo aquel que hubiera invadido sus tierras o hubiera causado un daño a su pueblo. Eso sí, el rey adquirió una gran sabiduría además de su gran valor, y aprendió lo suyo sobre los misterios de la vida y sobre la voluntad de Odín.
Porque Heimdall habló a su ahijado sobre la gran guerra entre los æsir y los gigantes, y también sobre el Ragnarok, la batalla que habría de llegar. Le habló de cómo Odín había decretado que todo aquel que cayera con valentía en la batalla sería llevado a Asgard tras la muerte para formar el ejército de los æsir que había de combatir en el último día.
Porque había sucedido que, cuando Heimdall regresó a Asgard antes de que naciese el Señor Guerrero, se había encontrado allí con un nuevo palacio junto al Campo de la Luz. Se trataba del gran palacio de Odín, el Valhalla, con sus quinientas cuarenta puertas por las que podían acceder ochocientos guerreros a la vez. Estaba techado con escudos por tejas, y las vigas estaban hechas con astas de lanzas. La columna que lo soportaba en el centro era un imponente árbol vivo cuyas hojas alimentaban a la cabra mágica Heidrun, que a su vez, en lugar de leche, daba un torrente sin fin de hidromiel, la cerveza dulce que beberían los héroes.
Siempre que había héroes dispuestos a caer en combate, Odín enviaba a sus valkirias para que eligiesen a los más valientes, que se sentarían en su banquete que no se acababa nunca. Estas valkirias, las doncellas de Odín que designaban a los caídos, eran unas mujeres inmortales —algunas de ellas hijas del propio Odín— que surgían cabalgando de entre las nubes detrás de él cuando salía con su partida de caza. En otras ocasiones volaban por el mundo con la apariencia de unos cisnes para ver quiénes eran los más aptos para sentarse en el Valhalla. En ocasiones descendían a tierra un rato, dejaban caer sus túnicas de cisne y se daban un baño en alguna poza solitaria o en algún río apartado. Si algún hombre daba con ellas en ese momento y les escondía la túnica, las valkirias no se diferenciaban de una mujer mortal, y podían cortejarlas y casarse con ellas, tal como descubrirían ciertos héroes de Midgard. Ahora bien, cualquier valkiria que se casara con un hombre de Midgard se convertía en una mujer mortal normal y corriente a partir de ese momento.
A veces sucedían cosas extrañas cuando Odín salía con su partida de caza. En una noche en que soplaban iracundos los vientos de tormenta y rugían los truenos sobre las montañas, Olaf el herrero estaba agachado sobre el fuego de su forja en Heligoland y rezaba para que no le sucediera ningún mal.
De pronto escuchó el chacoloteo de los cascos de un caballo en las rocas del exterior, y sonó en la puerta la estruendosa llamada de unos nudillos.
Tembloroso, se puso en pie y abrió, y allí vio a un imponente rey con su reluciente armadura negra y un espadón en el costado. Traía de la rienda un gran caballo que resoplaba y relinchaba impaciente, piafaba en el suelo y sacudía las bridas.
—¡Abre enseguida, maese herrero! —exclamó el rey—. ¡Mi caballo ha perdido una herradura, y tengo que cabalgar bien lejos antes del amanecer!
—¿Adónde te diriges, noble señor, con tantas prisas y tan tarde en una noche como esta? —le preguntó Olaf el herrero mientras llevaba al gran caballo al interior de la herrería y le examinaba la pezuña.
—Hace una noche despejada, y no tengo tiempo que perder —respondió el rey—. ¡He de estar en Noruega antes de que despunte el alba!
—¡Ay, si tuvieras alas, entonces me creería quizá esas palabras! —respondió el herrero, que se reía ante lo que había tomado por una chanza.
—Mi caballo es más veloz que el viento —oyó en respuesta—, y ese viento llegará a Noruega más rápido de lo que es capaz de volar un pájaro. Pero las estrellas palidecen ya: apresúrate, maese herrero.
Con las manos temblorosas, Olaf eligió la más grande de las herraduras que tenía y la probó en la pezuña del caballo, que descansaba sobre su rodilla. Aquel hierro curvado era demasiado pequeño, pero comenzó a crecer en el instante en que tocó la pezuña, hasta que encajó bien en su sitio. Lleno de asombro, el herrero fue a colocar los remaches cuadrados y se maravilló al ver que las puntas se remachaban y se fijaban por sí solas sin su ayuda.
—¡Buenas noches, Olaf el herrero! —exclamó el rey al volver a subirse a lomos del caballo—. ¡Has calzado bien el corcel de Odín! Y ahora, ¡a la batalla!
Acto seguido, con Olaf allí arrodillado en el suelo y sin perderlo de vista, Odín se alejó al galope entre las nubes con una aureola de luz en la cabeza, y, una vez más, su partida de caza pasó atronadora detrás de él camino de una gran batalla en la que muchos héroes serían designados por las valkirias.
Así aumentaban los asistentes al Valhalla, hombres valientes y poderosos guerreros que todas las noches se sentaban a la mesa del banquete. El hidromiel corría a raudales, pero, por muy ebrios que estuvieran, nunca había un solo dolor de cabeza entre todos ellos a la mañana siguiente. Cuando amanecía, se armaban y salían al campo de Odín, entre los árboles dorados, y allí luchaban a muerte los unos contra los otros y se levantaban indemnes para regresar al Valhalla al atardecer, en perfecta amistad y armonía.
Y mientras ellos combatían, Andhrimnir el cocinero mataba al gran jabalí Saehrimnir y guisaba su carne en un caldero gigantesco. Y, a pesar de eso, Saehrimnir siempre estaba vivo a la mañana siguiente, listo para que lo matasen y se lo volviesen a comer por la noche.
Los héroes se sentaban entonces a la mesa del banquete para darse un festín de jabalí guisado y ríos de hidromiel mientras el trovador de Asgard cantaba historias conmovedoras sobre el comienzo de los tiempos: sobre la guerra entre los æsir y los gigantes y, tal vez, sobre la batalla que se libraría con el despuntar del alba en el día del Ragnarok.
Había ya muchos héroes en el Valhalla, y aun así Odín, sentado en las alturas del Lidskialf, tenía la impresión de que habrían de pasar aún muchos años antes de que las valkirias pudieran designar a un grupo de guerreros lo bastante numeroso como para ser útil en el Ragnarok. Ahora bien, ¿esperarían los gigantes? No conseguía hallar la respuesta, porque las nornas no se lo querían decir, si es que lo sabían siquiera.
Odín decidió por tanto que tenía que buscar la sabiduría allá donde fuera capaz de encontrarla y así, por puro conocimiento y por pura astucia, lograr contener a sus enemigos hasta que sus héroes estuviesen listos para librar la última batalla.
Muchas y extrañas fueron las formas en que Odín buscó el saber, incluso entre los propios gigantes, cuando fue a Jotunheim disfrazado para aprender del hijo del rey de hielo.
Buscó también la sabiduría de los muertos y estuvo colgado del patíbulo durante nueve noches y nueve días en un sacrificio para sí, pues se hizo colgar de las ramas del árbol del mundo Yggdrasill y dio a los æsir la orden de que ninguno de ellos le ofreciera pan ni vino durante ese tiempo. Así llegaron hasta él los misterios de la muerte, surgidos desde las profundidades bajo el cubil de Nid Hog, antes de que descendiera del árbol.
Después de esto fue a las cavernas de los enanos, bajo la tierra, y aprendió cuanto pudo sobre sus conocimientos especiales de la mano de Dvalin, el más sabio de todos.