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Ómnibus Bianca 453 Rendida al duque Saul Parenti siempre exige lo mejor. Por eso ha contratado a Giselle Freeman para que trabaje para él. Giselle posee una actitud glacial y una belleza fría. Pero para Saul resulta obvio que, bajo esa fachada polar, se esconde una pasión salvaje. Debido al trauma que sufrió en su primera infancia, Giselle construyó unos muros de acero alrededor de su corazón. Ahora está trabajando con el único hombre que puede poner en peligro sus defensas. Su mutua atracción sexual está en su punto de ebullición. El único resultado posible: una rendición total y absoluta que cambiará su vida. La esposa del duque Saul Parenti siempre se ha alegrado de ser el segundo en la línea sucesoria de la monarquía de Arezzio. Así puede concentrarse en su imperio financiero… y en los encantos de su esposa Giselle. Pero cuando su primo es asesinado, debe subir al trono. En lugar de perseguir sus propios sueños, Saul y Giselle deberán ahora vivir rodeados de pompa y protocolo. Pero los traumas secretos del pasado de Giselle la han dejado profundamente marcada, y no quiere ser madre. Eso provoca una crisis en su matrimonio, porque su deber real es concebir un heredero.
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Seitenzahl: 427
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 453 - junio 2023
© 2010 Penny Jordan Rendida al duque Título original: The Reluctant Surrender
© 2010 Penny Jordan La esposa del duque Título original: The Dutiful Wife Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-769-3
Cuando entró en el aparcamiento subterráneo que el estudio de arquitectura en el que trabajaba compartía con otros negocios del mismo bloque, Giselle vio un coche dando marcha atrás para salir de uno de los preciados espacios. Giró rápidamente el volante de su pequeño coche de empresa con el cerebro y el cuerpo concentrados automáticamente en conseguir aquel lugar vacío antes de que alguien más lo viera. Cuando enfiló hacia el espacio fue cuando se dio cuenta de que un carísimo, impresionante e impecable coche deportivo, con un hombre igual de impresionante e impecable al volante, estaba parado justo al lado del lugar. Sin duda estaba esperando a que su ocupante lo dejara vacío.
Giselle vio la salvaje y fría mirada que le dirigió el hombre, y leyó cómo formaba las palabras «¿qué diablos?» con aquella boca sensualmente cincelada cuando pasó por delante de él con el cuerpo tembloroso y las manos húmedas de sudor agarradas al volante.
No estaba haciendo aquello sólo porque su arrogancia la hubiera enfurecido. Aquella mañana había recibido una llamada inesperada pidiéndole que fuera antes a la oficina para estar presente en la reunión de socios. No podía permitirse llegar tarde; la necesidad pasó por encima de la culpabilidad que normalmente habría sentido por su falta de educación al volante. Entonces él dirigió aquella mirada segura de sí misma, arrogante y odiosa a su cuerpo, dejando claro la clase de hombre que era: un depredador centrado exclusivamente en sus propios deseos y necesidades.
Giselle se dijo que ella necesitaba mucho más la plaza de aparcamiento que él. Hacía quince minutos que tenía que estar en la oficina. Por otro lado, él parecía ser la clase de hombre que normalmente utilizaba un chófer para que se ocupara de asuntos tan mundanos como aparcar el coche.
Dentro del suyo, Giselle se cambió los zapatos de conducir por los tacones. El sonido de un motor acelerando furiosamente hizo que suspirara aliviada. Sin duda el hombre se había marchado, eso sí, a toda velocidad.
Saul Parenti había movido unos metros el coche para dejar pasar a otros vehículos, y se quedó mirando con asombrada ira a la ladrona que acababa de quitarle el sitio en el aparcamiento.
El hecho de que la fechoría hubiera sido cometida por una mujer añadía un insulto a la afrenta. Por las venas de Saul corría la sangre de varias generaciones de hombres poderosos, hombres autoritarios, dirigentes absolutistas. Y en aquel momento esa sangre estaba corriendo a toda prisa y hervía. Saul no se habría descrito jamás como un misógino ni mucho menos. Le gustaban las mujeres. Le gustaban mucho. Pero generalmente, donde más le gustaban era en su cama, no en una plaza de aparcamiento por la que había estado esperando con una paciencia que iba contra su naturaleza. No había más plazas disponibles, así que aparcó rápidamente a un lado, obstruyendo la salida de dos vehículos, y apagó el motor del coche. Abrió la puerta y sacó su cuerpo de uno noventa del asiento del conductor.
Giselle no fue consciente de que iban a regañarle por lo que había hecho hasta que salió del coche. El pequeño trayecto que había desde al aparcamiento hasta el ascensor que la llevaba a la oficina era el tiempo que normalmente necesitaba para colocarse firmemente la máscara de la profesionalidad. Esa máscara ocultaba que no le gustaba el interés masculino que normalmente despertaba en el trabajo. Por eso ella también adoptaba una actitud defensiva: la espalda recta, la mirada firme y un alzamiento de barbilla que indicaba que era intocable. Todo para estar alerta del peligro, pero ya era demasiado tarde y se vio obligada a dar un paso atrás a mitad de camino si no quería arriesgarse a toparse de bruces con el hombre que se interponía entre ella y la salida.
–No tan deprisa. Quiero hablar un momento con usted.
Tenía un inglés excelente, algo que en cierto modo no casaba con su aspecto tan moreno.
Bien, pues ella no pensaba hablar con él, desde luego. Giselle trató de sortearle y contuvo el aliento en ultrajado asombro cuando el hombre le bloqueó el paso, acercándose a ella hasta que sintió su aroma profundamente masculino. Era oscuro y erótico, aderezado con algo más afilado, como el roce de un guante de algodón que escondiera un peligro oculto.
–Me está cortando el paso –le dijo Giselle tratando de sonar distante y fría.
–Y usted ha ocupado mi plaza de aparcamiento –respondió el hombre.
Tal vez aquello fuera verdad, pero no estaba dispuesta a ceder.
–Yo la vi primero. Me pertenece –replicó ella.
Al instante deseó no haberlo hecho, porque el hombre se acercó más. Su presencia la paralizó por completo.
–Las cosas pertenecen a aquéllos que son lo suficientemente fuertes como para tomar lo desean y mantenerlo, ya se trate de una plaza de aparcamiento… o de una mujer.
Y sin duda él sería un hombre que poseería a su mujer.
Aquella certeza se había colado de alguna manera bajo su armadura de protección, y Giselle comenzó a sentirse mareada, débil, poseída por la febril excitación que había provocado su enfrentamiento verbal. Experimentó el peligroso deseo de seguir presionándole, de poner a prueba su autocontrol.
Un escalofrío la atravesó. Aquello era una locura. Porque era un hombre. Y qué hombre, se vio obligada a reconocer. Para empezar estaba su altura, mediría más de uno ochenta, así que a pesar de los tacones se vio obligada a inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo. A pesar de que durante años había trabajado para no permitirse jamás sentirse físicamente atraída por ningún hombre, aquél estaba rodeado de tal poderosa y salvaje aura de sexualidad, que Giselle sospechaba que ninguna mujer podría sustraerse a ella. Su propia e inesperada vulnerabilidad desató una reacción en cadena de pánico y furia en su interior que se intensificaron al ver que ni así lograba bloquear el efecto que su virilidad estaba ejerciendo sobre ella.
Unos pensamientos desconocidos y desde luego no deseados atravesaron su mente con tanto vigor que fue incapaz de atajarlos. Pensamientos peligrosos unidos al hecho de que él fuera un hombre. Y no un hombre cualquiera, sino el equivalente arquitectónico a la perfección. Giselle sospechó que mirarle podría convertirse en una compulsión femenina. La camisa de aspecto caro que llevaba habría sido sin duda confeccionada a medida para él. No le sobraba ni un gramo de grasa. Parecía como si su cuerpo fuera todo de duro músculo y piel de seda. ¿Qué se sentiría al tocar a un hombre así? ¿Qué se sentiría al disfrutar de un festín de semejante sensualidad masculina desplegada para satisfacción de sus sentidos? Una ráfaga de dardos le atravesó el cuerpo, infectándolo letalmente con la punzada del deseo.
Giselle se llevó una mano al corazón en gesto protector para tratar de calmar su acelerado latido. No debía sentirse así. Ni ahora ni nunca. Ni con aquel hombre ni con ninguno. Trató de apartar la vista de él, de romper el hechizo que su sexualidad estaba proyectando sobre ella, pero su mirada se deslizó por su rostro y se quedó allí clavada.
Sus genes no procedían de ningún ancestro anglosajón, estaba segura de ello. Tenía unas facciones arrogantes, con una pizca de crueldad grabada en ellas. Su rostro de piel aceitunada era intensamente masculino, inteligente, educado, arrogante y elegante. En él, destacaban los altos pómulos, la fuerte barbilla y la romana rectitud de la nariz. Si no hubiera sido por los inesperados ojos plateados, Giselle habría asegurado que el linaje de aquel hombre procedía de las oscuras neblinas del tiempo, de una raza de hombres destinados por nacimiento y por su propia fuerza a apartar a un lado a todo lo que se opusiera a su voluntad.
Una mirada de aquellos ojos grises era como el disparo de una pistola de rayo láser contra su escudo de hielo. Aquél era un hombre con mayúsculas, masculino y poderoso, un hombre que creía que su voluntad, sus deseos y sus necesidades debían ser libres para tomar posesión de todo lo que quisiera.
El impacto de enfrentarse a él estaba provocando un efecto peligroso en Giselle. Sus sentidos se las habían arreglado de alguna manera para romper el cinturón de castidad mental que normalmente los tenía controlados, y se estaban comportando como un grupo de adolescentes cargados de hormonas, demasiado dispuestos a saciarse en el banquete que tenían delante.
Pero, por supuesto, ella no tenía ninguna intención de permitirles hacer algo semejante. Y contaba con años de práctica para asegurarse de que le obedecían, se recordó mientras luchaba por retener su aire de frío desinterés.
No le gustaba aquel hombre, decidió. No le gustaba ni lo más mínimo. Era demasiado arrogante. Y demasiado masculino. ¿Sería eso por lo que no le gustaba? ¿Porque sabía instintivamente que aquel tipo de sexualidad masculina era demasiado peligroso para ella y que no estaba tan protegida como sabía que debía estar?
Por supuesto que no, afirmó con decisión para sus adentros.
Saul observó a la mujer que tenía delante con experimentada mirada masculina. De tamaño medio, esbelta. Aunque la combinación de la sobriedad de su traje de chaqueta negro, que parecía un uniforme, con la sencilla camisa blanca, y el hecho de que su ropa fuera barata y no se le ajustara al ser demasiado grande para ella hacían imposible juzgar adecuadamente cómo sería la forma de su cuerpo. Tenía el rubio cabello recogido con un moño tirante que revelaba la delicada estructura ósea de su rostro, con sus pómulos femeninamente pronunciados y la piel luminosa. Las rubias pestañas, que brillaban bajo la luz, sugerían que no se había pintado la raya ni se había puesto rímel.
Algunos hombres sin duda encontrarían en su frialdad a lo Grace Kelly un reto sexual, y sentirían curiosidad por saber cuánto interés masculino tendrían que aplicar para romper aquel hielo, pero él no era uno de ellos. Le gustaba que sus mujeres fueran sutilmente seductoras y dispuestas, que no jugaran a ser doncellas de hielo.
En cualquier caso, aunque hubiera sido su tipo, en aquel momento tenía la atención centrada en la retribución, no en la seducción.
–Déjeme pasar –exigió Giselle con rotundidad en un intento de recordar cuál era la realidad de la situación.
Su cortante exigencia alimentó la impaciencia de Saul. Le había robado la plaza de aparcamiento y seguía peleona, obstinada y negándose a admitir que no tenía razón. Toda su actitud le llevaba a desear ponerla en su sitio.
Él no iba a moverse, y ella iba a llegar tarde. Decidida a escapar, Giselle se echó rápidamente a un lado, pero entonces el hombre le agarró los antebrazos con hostilidad. Ella sintió su presión sobre la piel, masculina y extraña, quemándole la ropa y atravesándola como si le estuviera tocando la piel desnuda. Una sensación de asombro y pánico se apoderó de su cuerpo, y apretó los puños sintiendo el deseo de golpearles con ellos el pecho.
–Suélteme –le exigió furiosa.
¿Soltarla? No había nada que deseara más. Ya le había causado más problemas en cinco minutos de los que había permitido que le causara ninguna mujer. La miró directamente. Tenía el rostro pálido, los ojos brillantes de furia, y la boca…
Sujetándola con una mano, le soltó el brazo con la otra y la alzó para retirarle el lápiz de labios de la boca con el dedo pulgar, como si estuviera preparándose para besarla.
Giselle se quedó petrificada, sorprendida ante la intimidad de aquel gesto, y el momento se alargó mientras sus miradas quedaban entrelazadas. Incapaz de moverse, a Giselle le asombró el escalofrío que la recorrió cuando la mirada del hombre se clavó en su boca, y sintió el deseo de… ¿De qué? ¿De apoyarse contra él?
El repentino ruido de un claxon provocó que Saul la soltara y la apartara de sí. ¿Qué se había apoderado de él? ¿Y qué hubiera sucedido si no les hubieran molestado?, se preguntó mientras Giselle aprovechaba la interrupción para huir de él.
Para su alivio, el hombre no la siguió hasta el ascensor, que por suerte estaba vacío. Una vez en él, camino de la oficina, con el corazón latiéndole a toda prisa y la mente convertida en un torbellino, tuvo que hacer un esfuerzo para no pensar en lo que acababa de suceder y centrarse en el motivo por el que todos habían sido convocados en la oficina.
Durante los dos últimos años, prácticamente desde que Giselle se había unido al prestigioso estudio de arquitectos, el estudio había estado trabajando en un ambicioso y caro proyecto para un multimillonario ruso que consistía en convertir la pequeña isla que había adquirido en la costa de Croacia en un complejo de vacaciones de lujo para ricos. La crisis económica había dejado el proyecto en espera, pero a última hora del día de ayer habían recibido la noticia de que la isla tenía un nuevo propietario, otro multimillonario, un emprendedor de éxito que había visto los planos de la isla y quería hablar de ellos.
Aquella noticia había puesto en marcha a los socios. Todo el mundo que estuviera relacionado con los planes, aunque fuera a un nivel menor, había recibido la orden de estar presente en la reunión de primera hora de la mañana por si el nuevo dueño de la isla deseaba hablar de cualquier aspecto de los planos. Lo ideal sería que diera luz verde al estancado proyecto, pero por supuesto, no existía ninguna garantía al respecto. Los arquitectos más jóvenes, como Giselle, mantenían los dedos cruzados para que así fuera.
El ascensor se detuvo en su planta. Giselle salió y se dirigió al despacho que compartía con otros arquitectos jóvenes, todos ellos hombres excepto ella, y todos decididos cada cual a su modo en demostrar tanto a los socios como a ella que eran mejor inversión para el estudio de lo que Giselle sería nunca.
–No pasa nada –le dijo Emma Lewis, la secretaria que todos compartían, cuando Giselle entró en el despacho–. La reunión se ha retrasado una hora. Al parecer, el nuevo propietario se iba a retrasar.
Giselle dejó escapar un suspiro de alivio y le dijo:
–Creí que iba a llegar tarde. Tuve que venir en mi coche porque esta tarde tengo una reunión en una obra y el tráfico estaba fatal.
Emma tenía treinta y cuatro años frente a los veintiséis de Giselle, y estaba casada con un topógrafo que estaba trabajando en un proyecto en los Emiratos Árabes Unidos. Trataba a los arquitectos jóvenes casi como a sus dos hijos, con cariño maternal y afecto, y hacía todo lo posible por evitar cualquier pelea entre ellos. A Giselle le caía muy bien, y agradecía mucho el apoyo que Emma le daba.
–¿Dónde están los demás? –le preguntó a Emma antes de soltar un gruñido–. No, no me lo digas… déjame adivinar. Están todos en el baño de hombres pensando en cómo evitar cualquier culpa que pueda caer y cómo reclamar todos los méritos.
Emma soltó una carcajada.
–Algo así, supongo. Te traeré un café y luego te contaré lo último que he sabido sobre nuestro posible nuevo cliente.
Giselle asintió con la cabeza y trató de no estremecerse por dentro. Si Emma tenía algún defecto, ése era su devoción a las revistas de cotilleos en las que escudriñaba las vidas de los ricos y famosos. Giselle sospechaba que «lo último» era una información que probablemente habría salido de las páginas de papel cuché.
Cinco minutos más tarde, mientras se tomaba el café y escuchaba a Emma, supo que no se había equivocado.
–Nunca lo habría sabido si no hubiera tenido que llevar a Timmy al dentista, porque la revista tenía varios meses de antigüedad, y no podía creerlo cuando la abrí y justo delante de mí me encontré con un artículo sobre Saul Parenti. Con ese nombre pensarías que es italiano, ¿verdad? Pero no lo es. Al parecer su familia posee su propio país, y su primo es su gran duque. Se encuentra en algún lugar cerca de Croacia y es muy pequeño, pero al parecer él, Saul Parenti quiero decir, es fabulosamente rico por derecho propio, aparte de ser primo del gran duque, porque su padre tenía grandes negocios en Oriente Medio.
–Fascinante –se vio obligada a responder Giselle.
–Me encanta conocer el pasado de la gente y de su familia, ¿a ti no? –dijo la mujer entusiasmada–. Su madre era estadounidense, y era un alto cargo de una de las asociaciones humanitarias más importantes del mundo. Su padre y ella murieron en un terremoto en Sudamérica cuando ella estaba allí trabajando.
Giselle asintió con la cabeza para indicar que estaba siguiendo la historia, pero en el fondo lo que menos le apetecía del mundo era escuchar cotilleos. Su comentario sobre la muerte de los padres de Saul Parenti le había provocado la familiar sensación de pánico y un miedo defensivo se abrió paso en su interior.
La puerta del despacho se abrió para dejar paso a uno de los arquitectos jóvenes, Bill Jeffries. Fuerte y confiado, entró en el despacho con actitud de sentirse muy complacido consigo mismo. Bill se consideraba atractivo para las mujeres. Se le había insinuado a Giselle cuando ella entró a trabajar en el estudio.
Como le había rechazado, la trataba con creciente animadversión y hostilidad. Giselle supo perfectamente qué buscaba cuando fingió que se estremecía y protestó:
–¡Pero qué frío hace aquí! Oh, perdona –dijo fingiendo que acababa de verla–. No te había visto, Giselle.
Ella no dijo nada. Estaba acostumbrada a la malicia de Bill y a sus comentarios. Sabía que provenían del hecho de que hubiera rechazado absolutamente todos los intentos de coqueteo tanto de él como del resto de los hombres del trabajo. Bill había decidido tomarse su actitud fría como algo personal, y ella no tenía ninguna intención de decirle que, lejos de ser algo personal, su reserva de hielo era un mecanismo defensivo que utilizaba contra cualquier hombre que mostrara el más mínimo interés sexual en ella. Si Bill y los que eran como él querían sentirse ofendidos porque no recibía de buena gana sus atenciones, entonces adelante. Lo cierto era que ella se había jurado hacía mucho tiempo que nunca saldría con ningún hombre, porque eso la llevaría a enamorase, enamorarse llevaba al compromiso, el compromiso llevaba a convertirse en pareja, y de ahí a tener hijos…
–Bill, le estaba contando a Giselle lo que he leído sobre Saul Parenti –Emma rompió el hostil silencio–. Giselle, todavía no te lo he contado todo. Al parecer es fabulosamente rico, y tiene fama de ser un negociador duro en lo que se refiere a los negocios y a los intereses románticos. Se dice que es un amante maravilloso, pero ha asegurado públicamente que no piensa casarse jamás.
–Escucha eso, princesa de hielo –se mofó Bill mirando a Giselle–. Parece que nuestro nuevo cliente es el hombre que te hará entrar en calor para que te quites las bragas –soltó una risita desagradable–. La verdad, no le tendría ninguna envidia. Tanto hielo enfriaría las pelotas de cualquier hombre.
–¡Bill! –protestó Emma.
–Bueno, es la verdad –insistió él.
–No pasa nada, Emma –le aseguró Giselle a la ayudante–. Me dedico profesionalmente a la arquitectura, Bill –afirmó con calma–. No a la prostitución.
–Eso si logras conservar tu puesto de trabajo. Y seamos sinceros, no vas a conseguir ninguna comisión con tus encantos femeninos –le respetó.
–No necesito utilizar ningún encanto, ni femenino ni de otro tipo, para conservar mi puesto –le soltó Giselle sin poder contenerse, provocando que Bill se sonrojara furioso.
Bill era uno de esos empleados a los que les gustaba hacerse el trabajador en equipo delante de aquéllos a los que creía que podría impresionar, pero en realidad era una persona que siempre anteponía sus intereses. Le gustaba aprovecharse de que todos eran hombres en la oficina para excluir a Giselle, pero ella no había visto nunca ninguna evidencia de que fuera el trabajador en equipo que se jactaba de ser.
En el despacho de los socios, la atmósfera estaba cargada de una mezcla de tensión y determinación. La tensión provenía del señor Shepherd, uno de los socios más antiguos, y la decisión de Saul Parenti, el hombre al que necesitaba convencer de que su estudio estaba preparado para el reto que se le planteaba.
–Sí, por supuesto que acepto su deseo de conocer al equipo que trabajará en los cambios que ha solicitado. Tal vez desee comer con los socios que están relacionados con el proyecto.
–Quiero conocer a todos los que están relacionados con el proyecto, socios y no socios –le espetó Saul con brusquedad.
No tenía tiempo que perder. Ya iba retrasado gracias a la mujer que le había robado la plaza de aparcamiento y a una llamada de su primo. Aldo, que tenía cinco años menos que él y se había casado recientemente. Era el gran duque de Arezzio porque su padre había sido el hijo mayor de su abuelo, pero seguía buscando a Saul cuando necesitaba consejo financiero. Había hecho todo lo posible para ayudar a su primo pequeño a acrecentar las reservas de los cofres reales de Arezzio, el pequeño país que una vez fue frontera entre el antiguo imperio austríaco y Croacia, pero Aldo no era un hombre de negocios, sino más bien un académico. No le gustaba la agresividad de los negocios modernos, y prefería pasar el tiempo catalogando los libros únicos de la biblioteca de su castillo de Arezzio.
Saul agradecía que su padre no hubiera sido el hijo mayor y se hubiera librado del fatigoso deber de convertirse en el gran duque de Arezzio, obligado a casarse y a tener un heredero. Tal vez no aprobara que Aldo se casara con Natasha, porque no creía que ella amara a su primo, pero estaría muy contento cuando tuvieran un hijo, porque eso significaría que estaría no ya un paso, sino dos apartado del ducado. Saul pensaba que era como su madre. Como ella, amaba la emoción y la aventura de los nuevos retos. Su vida había sido su trabajo en la agencia de cooperación humanitaria. Amaba a su padre, y sin duda él la amaba también, pero tener un hijo no había sido el centro de la vida de su madre.
Saul pensaba ahora que traer un niño al mundo sería un error, porque sabía que tendría poco tiempo para ocuparse de él. Estaba completamente sumido en el trabajo, en su deseo de explorar los límites de la creación de los más lujosos y excitantes destinos vacacionales que al mismo tiempo fueran respetuosos con el medio ambiente y con la población local. Todo su tiempo, tanto el emocional como el físico, estaba entregado a aquel propósito. No tendría un hijo para que lo criaran otras personas, y no necesitaba ni quería un heredero. Cuando llegara el momento, encontraría las manos adecuadas a las que traspasar sus negocios.
Teniendo en cuenta todo aquello, financiar a su primo, y por lo tanto también al país, era un pequeño precio a pagar por su libertad personal.
Una libertad personal a la que nunca había querido renunciar a favor de compromisos de ningún tipo.
Saul se dio cuenta de que el socio del estudio de arquitectura a quien el dueño anterior había encargado el diseño del complejo de la isla no aprobaba sus exigencias. Siempre le irritaba que la gente no entendiera por qué tomaba las decisiones que tomaba y retrasaban la ejecución de las órdenes relacionadas con esas decisiones. Aquello demostraba falta de perspicacia y de visión para los negocios. Por eso seguramente el estudio estaba al borde de la bancarrota… o lo habría estado si él no les hubiera confirmado que pretendía seguir contando con ellos para el desarrollo del proyecto en la isla.
En el fondo pensaba que aumentar su interés financiero en proyectos de ese tipo y añadir un estudio de arquitectura a su cartera de negocios sería beneficioso económicamente. Sin embargo, por el momento pretendía dejar claro que no iba a pagar los honorarios que habían anticipado, y que mantendría un férreo control sobre los presupuestos del proyecto. Era multimillonario porque tomaba el control y lo mantenía, y por eso crecía día a día su fortuna mientras otros hombres ricos perdían dinero.
–Quiero verlos a todos porque quiero dejarles claro que a partir de ahora seguirán mis instrucciones y es mi aprobación la que deben ganarse –le informó al socio–.El plan anterior era un coladero de dinero.
–Nuestra consigna original era que no reparáramos en gastos –protestó el señor Shepherd a la defensiva.
Saul le lanzó una mirada fría.
–Sin duda ésa es la razón por la que uno de los miembros jóvenes de su equipo escogió para el suelo de uno de los cenadores abiertos baldosas hechas a mano que no resisten las heladas.
–Un error que por supuesto se habría corregido –le aseguró el socio.
–Por supuesto. Pero prefiero que los que trabajan para mí no cometan esos errores en primera instancia –Saul consultó su reloj y el señor Shepherd se puso de pie.
–Creo que todo el personal está ya en el edificio. Convocaré a una reunión a todos los que trabajan en el proyecto –dijo el socio de mala gana.
–Tengo una idea mejor –aseguró Saul–. ¿Por qué no me enseña el estudio y me los presenta en sus puestos de trabajo?
Normalmente era muy rentable ver cómo trabajaba la gente.
El rumor había corrido por el estudio. Ya se sabía que el proyecto seguía adelante y que se contaba con ellos. Y naturalmente, todo el mundo estaba de un humor exultante. El personal se sentía aliviado tras dos meses de incertidumbre, cuando no sabían si terminarían despedidos. Giselle estaba tan aliviada como los demás. Había trabajado duro para llegar hasta donde estaba, para conseguir un trabajo del que pudiera vivir el resto de su vida. Porque ella se mantendría a sí misma, eso lo sabía. Nunca tendría un hombre, un compañero, un marido que la amara y a quien ella pudiera amar también, con el que compartir el futuro. ¿Cómo iba a tenerlo sí…?
Se abrió la puerta del despacho y todo el mundo guardó silencio cuando el señor Shepherd, uno de los socios más antiguos, entró sin previo aviso. Pero no fue él quien hizo palidecer a Giselle, sino el hombre que le acompañaba.
Era el hombre del aparcamiento. El hombre a quien le había robado la plaza… el hombre que ahora era su cliente más importante, según supo cuando el socio se lo presentó.
–El señor Parenti desea conocer a todos aquellos que han trabajado o van a trabajar en los planos del proyecto de la isla –anunció el socio.
–Saul –le corrigió el nuevo cliente–. No señor Parenti.
En su opinión, el respeto era algo que había que ganarse, y no tenía ninguna duda de su habilidad para conseguirlo.
Mientras hablaba observó a las personas que había en el despacho con mirada fría y crítica, sin expresar nada… hasta que vio a Giselle y la reconoció. En ella mantuvo la mirada unos instantes más para que fuera consciente de que la había reconocido y se viera obligada a reconocer el error que había cometido al robarle la plaza del aparcamiento.
Giselle sintió la ira de su mirada abrasándole la conciencia, pero tantos años obligándose a no aparentar vulnerabilidad la llevaron a alzar la cabeza y mantenerle la mirada.
¿Se estaba atreviendo a retarle? Saul era un hombre al que nadie desafiaba, y menos alguien que no tenía razón, y menos aún que dependiera económicamente de él, como era el caso de aquella mujer. Estaba acostumbrado a que las mujeres trataran de llamar su atención porque le deseaban, a él y a su riqueza, y no para retarle.
Ya le había enfurecido dos veces, lo que significaba que ahora tenía dos deudas que saldar con él, y se encargaría de que así fuera, decidió Saul mientras el socio se disponía a presentarle a su grupo de jóvenes arquitectos.
¿Por qué, por qué de todos los hombres que aparcaban sus coches en Londres había tenido que robarle el sitio a aquel en concreto?, se preguntó Giselle angustiada. No tenía sentido repetirse a sí misma que aquel comportamiento no era propio de ella y que había surgido de la desesperación. Aquello no significaría nada para el hombre que avanzaba lentamente en su dirección.
Saul habló uno por uno con todos los arquitectos jóvenes, preguntándoles en qué parte del proyecto habían participado. Bill, por supuesto, se apresuró a demostrar que él era un trabajador en equipo y al mismo tiempo se las arregló para lanzarle a Giselle una mirada que indicaba que ella no formaba parte de ese equipo. Lo que Bill no sabía era que no necesitaba tratar de sembrar la duda sobre ella. Ya se había encargado ella misma.
Con el estómago tenso por la angustia, esperó y esperó, consciente de que iba a pagar por lo que había hecho, y consciente también de que el cliente estaba disfrutando con su tormento.
Cuando estuvo delante de ella, el poderoso magnetismo de su personalidad la llevó a dar un paso atrás.
–¿Y usted, señorita…?
–Giselle –respondió ella–. Giselle Freeman.
–¿Cuál fue su contribución al proyecto?
–¿No era la refrigeración? –alguien se rió, pero Giselle lo ignoró.
–Trabajé en el aire acondicionado con la idea de incorporar un sistema ecológico –contestó con tirantez.
–Un sistema que creo que ya se ha salido del presupuesto, ¿verdad? –señaló Saul mientras deslizaba lentamente la mirada sobre ella.
Se había dado cuenta de cómo la había mirado Bill y había adivinado que era tan impopular entre sus compañeros como lo era para él. Eso significaba que no era una buena trabajadora en equipo, y eso afectaría el trabajo de cualquier proyecto en el que participara. Le sorprendía que el estudio siguiera manteniéndola en su puesto.
A Giselle le latió el corazón con miedo. Le habían puesto a trabajar en el aire acondicionado porque se había salido del presupuesto y ella era buena para ajustarse al dinero que había, pero no podía decirlo si ni siquiera el señor Shepherd había salido en su defensa.
Sabía que Saul Parenti estaba jugando con ella. Iba a pedir que la sacaran del proyecto, estaba segura, y probablemente sería despedida. Un sudor frío le perló la piel y sintió una náusea en el estómago. No podía perder su trabajo. No debía. Y por debajo del miedo se adivinaba un furioso desprecio por aquel hombre que estaba utilizando su poder para atormentarla.
–No me gusta el diseño del aparcamiento del edificio –continuó Saul volviéndose de nuevo hacia el socio y rompiendo el tenso silencio de la sala–. Tal vez Giselle debería trabajar en ello, mientras alguien más experimentado se ocupa del aire acondicionado.
Giselle sintió cómo le ardía la cara. Había insultado su capacidad profesional y al mismo tiempo se había apuntado un tanto por su encontronazo matinal. La había humillado en público, admitió derrotada. El socio se apresuró a asegurarle que sí, que eso sería exactamente lo que haría.
Cuando Saul Parenti salió del despacho con el señor Shepherd, Giselle alzó la barbilla. No iba a permitir que nadie, y menos que nadie él, supiera lo herida y asustada que estaba.
Todavía se atrevía a retarle, pensó Saul furioso cuando la vio levantar la barbilla. Bien, pronto sabría que aquél era un error peligroso. Peligroso para ella.
Varias horas más tarde, Saul estaba sentado todavía en el despacho de uno de los socios revisando los detalles de los planos. Irritado, se dio cuenta de que sus pensamientos se dirigían constantemente hacia Giselle.
Era algo nuevo para él que una mujer ocupara su mente cuando debería estar centrado en asuntos mucho más importantes, y salvar aquel proyecto del desastre al que se dirigía para conducirlo hacia el éxito económico era importante para él desde el punto de vista financiero y también personal. Su éxito como emprendedor le había granjeado una gran cantidad de competidores que estarían encantados de verle fracasar.
Pero no iba a fracasar. Así se lo había dejado claro a los socios condenando los excesos previstos por el anterior dueño de la isla, y lo que Saul consideraba una actitud laxa por parte del estudio en el control y el coste del proyecto que ellos mismos habían diseñado.
–No tengo tiempo para revisar cada detalle del proyecto y su coste para asegurarme de que se haga lo que he pedido –señaló Saul con acidez–. Pero es esencial que se sigan con precisión mis instrucciones si queremos que el proyecto tenga éxito y sea económicamente viable.
–Estoy de acuerdo –el señor Shepherd asintió con la cabeza.
–Bien. Para asegurarme de que se cumplan mis deseos, propongo que me asigne a uno de sus mejores arquitectos jóvenes, alguien que será directamente responsable de se cumpla el plan y que nos alerte tanto a usted como a mí en caso contrario.
–Me parece una idea excelente –aseguró el socio.
–Necesitaré a alguien bien cualificado –le advirtió Saul.
–Por supuesto. Y creo que conozco a la persona adecuada. La ha conocido usted antes. Giselle Freeman.
Saul miró fijamente al socio para asegurarse de que el hombre no estaba tratando de hacer una ridícula broma. La última persona a la que quería en semejante puesto era a Giselle Freeman. Sin embargo, el hombre tenía una expresión completamente seria. Saul se enfrentó a una variedad de sensaciones desconocidas. Le resultaba extraño verse pillado con la guardia baja, y más todavía encontrarse en una situación en la que no quería estar y de la que no podía salir fácilmente. Tal vez Shepherd no estuviera bromeando, pero a Saul se le ocurrió que tal vez estuviera intentando colocarle a un miembro poco efectivo de su equipo. No estaba dispuesto a permitir que sucediera algo así, y por suerte, gracias a sus sospechas, ahora veía el modo de rechazar la recomendación del otro hombre.
–Sí, la recuerdo. Estaba trabajando en el aire acondicionado. Me dio la impresión de que no es muy popular entre sus colegas. La persona que va a estar a mi lado tiene que ser capaz de trabajar bien con los demás.
–Hay algo de hostilidad hacia Giselle en ese despacho –reconoció el socio–. Pero no es culpa suya –suspiró antes de continuar–. Giselle está mucho más cualificada que sus compañeros. Se graduó con honores y ganó un aclamado premio internacional por su proyecto fin de carrera. Es una profesional que trabaja muy duro y le espera una brillante carrera por delante. Lo cierto es que debido a la crisis aquí no contamos con un trabajo en el que pueda desplegar todas sus facultades. Sin embargo, ella es extremadamente leal. Una empleada ejemplar. Me enteré que durante el primer año que estuvo aquí recibió ofertas de dos diferentes cazatalentos que trabajaban para empresas internacionales. Una de las ofertas de trabajo era para el Golfo Pérsico y la otra para Singapur, pero prefirió quedarse con nosotros. Estaba trabajando en los planos del aire acondicionado porque el tipo que estaba al mando antes lo estaba haciendo tan mal, que tuvimos que encargarle algo más sencillo.
La expresión de Saul se había ido haciendo más adusta con cada elogio que el señor Shepherd le dedicaba a Giselle. Después de todo, no quería escuchar alabanzas sobre ella, pero ahora que las había oído, y si era tan buena como el socio aseguraba, resultaría extraño y muy poco profesional que se negara a trabajar con ella. Saul era demasiado bueno para los negocios como para permitir que sus sentimientos personales influyeran en sus decisiones de trabajo. Tal vez Giselle no le llamara la atención como mujer, pero al parecer, como arquitecto era la mejor. Y no tenía tiempo que perder rebuscando entre un puñado de posibles candidatos que en principio contaban con menos habilidades que ella. Lo cierto era que el proyecto necesitaba ponerse en marcha y completarse lo más rápidamente posible si quería sacar de él el beneficio que esperaba.
–De acuerdo –accedió–, pero si encuentro que no está a la altura del trabajo, entonces me proporcionará a otra persona.
Saul decidió que si Giselle iba a ser su segunda de a bordo, entonces tendría que aprender algo, y deprisa. La joven tendría que obedecer las reglas que él pusiera o enfrentarse a las consecuencias.
–Supongo que querrá que esta asignación comience cuanto antes –comentó el socio.
–Sí –le confirmó Saul.
Sospechaba que Giselle Freeman tendría tan pocas ganas de trabajar para él como el propio Saul con ella, y eso le proporcionaría sin duda una cierta satisfacción. Eso y el asegurarse de que era consciente de lo mucho que se había extralimitado al robarle la plaza de aparcamiento por la que había estado esperando tan pacientemente. Ya tenía un plan para asegurarse de que así fuera. Se había enterado de que el Departamento de Recursos Humanos tenía copias de todos los coches de la empresa, y la del coche de Giselle estaba ahora en su bolsillo.
Saul se advirtió a sí mismo que no debería perder el tiempo pensando en Giselle. Tenía cosas más importantes en las que ocupar su mente. Una de las más apremiantes era la situación financiera de su primo.
Normalmente, a Saul le gustaba resolver problemas. Encontrar soluciones había sido su camino de salida a la desesperación de los largos meses que se sucedieron a la muerte de sus padres, cuando trató de superar su pérdida.
Murieron cuando un edificio se desplomó sobre ellos mientras ayudaban a las víctimas de un terremoto en América del Sur. El dolor que experimentó por la muerte de sus padres le había pillado por sorpresa. No estaba preparado para él, ni tampoco para su pérdida. Al principio experimentó una gran ira. Ira porque habían puesto en riesgo su vida y la habían perdido, ira porque no habían pensando en cómo podría afectarle a él su muerte, ira porque no le habían querido lo suficiente como para asegurarse de estar ahí siempre para él. Fue entonces cuando se dio cuenta del efecto que no tener el amor de unos padres podía provocar en un niño, aunque ese niño tuviera dieciocho años y fuera oficialmente un adulto. Juró entonces que nunca tendría un hijo para no causarle sin querer el mismo dolor que él estaba padeciendo. Fue entonces también cuando se dio cuenta de lo mucho que se alegraba de que fuera su primo el heredero del título familiar y no él. Sobre los hombros de su primo, no sobre los suyos, recaía la responsabilidad de anteponer las necesidades de su pequeño país a sus propios deseos.
Aldo no era como él. Era un hombre académico y tranquilo, muy distinto a la intrigante hija de un oligarca ruso que ahora era su esposa, y de quién estaba desesperadamente enamorado. Pobre idiota. Saul no creía en el amor. En el deseo sexual y en la lujuria sí. Pero confundir aquello con un sentimiento y llamarlo amor… eso nunca. No era para él. Prefería su libertad emocional y la seguridad que le proporcionaba saber que nunca volvería a sufrir el dolor que había experimentado al perder a sus padres.
Aldo se crecía en la tradición y en la continuidad, y Saul en los desafíos. Y el proyecto de la isla de Kovoca se estaba convirtiendo en un auténtico reto. El proyecto original había contribuido a la caída financiera del anterior dueño de la isla. A Saul le daba la impresión de que había querido superar a Dubai en sus planes para la isla. Ya había tachado con lápiz rojo el plan de su predecesor para construir un hotel con un paseo submarino y el de hacer una carretera que conectaba el hotel con tierra firme. Igual que había tachado con lápiz rojo un plan igual de ambicioso para convertir la única montaña de la isla, cuya cima estaba cubierta de nieve, en una estación invernal de esquí. Era una pena que por el momento al menos no pudiera tachar con el mismo lápiz la implicación de Giselle Freeman en el proyecto.
Tal vez todos los demás estuvieran celebrando el hecho de que el nuevo dueño de la isla de Kovoca hubiera dado luz verde al proyecto del dueño anterior y los mantuviera a ellos como arquitectos, y por eso estuvieran dispuestos a demostrar su compromiso trabajando hasta muy tarde, pero Giselle tenía otro cliente con el que tratar. Por eso se dirigía en aquellos momentos al aparcamiento para recoger su coche. Se dirigiría hacia la destartalada oficina de la pequeña agencia de cooperación a la que le habían donado un terreno y quería construir un centro comunitario para gente sin hogar. La asociación había pedido ayuda arquitectónica para el proyecto, y Giselle había asumido el proyecto sin cobrar para hacerlo en su tiempo libre. Contaba con el permiso de sus jefes para utilizar las instalaciones.
Era importante no sólo que el nuevo edificio armonizara con lo que le rodeaba y ofreciera lo que la agencia quería, sino que además debería ser económico en su construcción y mantenimiento. Giselle había pasado mucho tiempo en sus ratos libres buscando la manera de conseguir los tres objetivos.
Además aquella noche, cuando llegara a casa, tendría que mandarle un correo electrónico a la directora de la residencia de ancianos en la que vivía su tía abuela para saber si se había recuperado ya de su resfriado.
Meadowside era un complejo estupendo, y sus ancianos ocupantes estaban muy bien cuidados, pero también resultaba extremadamente caro. El dinero invertido tras la venta de la casa de la tía abuela Maude pagaba la mitad de la factura mensual, y Giselle pagaba la otra mitad. Era lo menos que podía hacer teniendo en cuenta lo que su tía abuela había hecho por ella. La había cuidado y le había dado amor a pesar de todo lo que había sucedido.
Giselle sintió cómo los músculos del estómago se le empezaban a tensar. Siempre le ocurría lo mismo cuando se veía obligada a pensar en el pasado. Sabía que nunca sería capaz de olvidar lo que había sucedido. Incluso ahora, el sonido de las ruedas de un coche derrapando tenía el poder de dejarla paralizada por el pánico si le pillaba desprevenida. Los recuerdos, las imágenes, siempre estaban allí: la carretera mojada, la oscuridad, su madre diciéndole que sujetara el carrito en el que viajaba su hermano, un bebé, cuando giraron para cruzar la carretera. Pero no había sujetado el carrito. Lo dejó ir. Estaba empezando a respirar con demasiada agitación y demasiado rápido. El corazón le latía con demasiada fuerza. Los sonidos: gritos, las ruedas derrapando, los cristales rotos… el girar de las ruedas del carrito sobre la calzada, el olor a gasolina, a lluvia, a sangre…
¡No!
Como siempre, exclamó aquella negación en silencio, y ella también guardó silencio mientras se clavaba las uñas en la palma de la mano. La mano que tendría que haber sujetado el asa del carrito, la mano que ella había retirado, desafiando el grito de su madre exigiéndole que la dejara donde estaba, agarrada al carrito.
Giselle podía ver ahora el rostro de su madre y escuchar su grito; podía sentir su miedo y podía ver el rostro dormido de su hermanito en el carro justo antes de salir de la carretera, arrastrado por la fuerza de un camión que se acercaba.
Había terminado… todo había terminado… no había vuelta atrás para la muerte. Pero nunca terminaría del todo, al menos para ella. Al menos nadie aparte de su tía abuela sabía lo que ella sabía.
Al principio, tras la muerte de su madre y de su hermano, Giselle había seguido viviendo con padre, un médico muy ocupado. Una vecina muy amable la llevaba al colegio y la recogía junto con sus hijos. Aquellos tiempos fueron los más oscuros de la vida de Giselle. Su padre, abrumado por su propio dolor, le había cerrado su corazón, excluyéndola. Siempre había sentido que no quería tenerla cerca porque le recordaba lo que había perdido. Aquella distancia emocional había aumentado la culpabilidad y el dolor de Giselle.
Entonces los había visitado su tía abuela y quedaron en que cuando regresara a casa se llevaría a Giselle con ella. Le habría gustado que su padre insistiera en que se quedara, que la abrazara y le dijera que la quería, que no la culpaba. Pero no lo había hecho. Podía ver su cara ahora tal y como la había visto por última vez, asintiendo con la cabeza a las sugerencias de su tía abuela, esquivando a Giselle con la mirada. Murió menos de seis meses después de un ataque al corazón.
De niña, Giselle solía pensar que había escogido morir para estar con su madre y su hermano en lugar de quedarse con ella. Incluso ahora, en los momentos más oscuros y desesperados, seguía pensando lo mismo. Si la hubiera querido, se habría quedado con ella. Pero no lo hizo.
Pero Giselle no fue desgraciada con su tía abuela.
Al contrario. Su tía abuela la quería y cuidaba de ella. Construyeron una nueva vida, para lo que ayudó el hecho de que vivieran a cientos de kilómetros de la casa que Giselle había compartido con sus padres y su hermano pequeño.
Giselle comenzó a caminar más deprisa, como si quisiera escapar de sus dolorosos recuerdos. Incluso ahora, casi veinte años después, no podía soportar pensar en lo que había ocurrido. Su tía abuela había sido maravillosamente amable y generosa al llevarla consigo, y Giselle quería hacer todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que la anciana dama estuviera bien cuidada. Sin su trabajo le resultaría imposible encontrar el dinero necesario para mantener a su tía en una residencia tan estupenda. Y eso significaba que, por mucho que detestara a Saul Parenti y su actitud hacia ella, tenía que estar agradecida por el hecho de que siguiera adelante con el proyecto y contara con el estudio. Eran tiempos difíciles, y perder semejante fuente de ingresos habría significado despidos.
Giselle nunca había imaginado cuando estudiaba y trabajaba tan duro para sacar buenas notas que la economía sufriría una crisis tan aguda que afectaría de tal modo a la construcción. Había escogido la carrera de Arquitectura en parte porque creía que siempre encontraría trabajo. Un trabajo por el que le pagaran era de vital importancia para una mujer que ya había decidido que se mantendría a sí misma durante toda su vida, porque no estaba dispuesta a compartir su vida con un compañero. Y en parte también la había escogido porque se había enamorado de las grandes casas y los edificios de Patrimonio Nacional a los que su tía abuela le había llevado a visitar con frecuencia cuando era niña.
Absorta en sus propios pensamientos, Giselle se dirigió automáticamente hacia su coche aparcado, pero al llegar a la plaza donde lo había aparcado lo único que pudo ver fue un vehículo mucho más grande en el lugar en el que tendría que estar el suyo. Aminoró el paso al instante y luego se detuvo y miró a su alrededor, preguntándose si se habría equivocado de lugar. El sonido de la puerta del coche al abrirse llamó su atención. Se giró en dirección al sonido y el corazón se le cayó a los pies cuando vio a Saul Parenti salir del coche que estaba aparcado donde ella esperaba ver el suyo y dirigirse hacia ella.
Su reacción fue inmediata. Un instinto profundo que iba más allá de toda lógica y que le hizo enfrentarse a él y preguntarle antes de pensar:
–¿Dónde está el coche? ¿Qué has hecho con él?
Saul dudaba de que hubiera alguien tan arrogante como ella, pensó al observar su inmediata hostilidad.
Su respuesta confirmó el juicio que había hecho sobre ella, y reforzó su creciente decisión de colocarla en su sitio.
–Lo he sacado de mi plaza del aparcamiento –contestó él con intención.
–¿Lo has sacado?
Giselle sintió cómo el portafolios que estaba sosteniendo se le resbalaba de entre las manos y se le desparramaban todos los papeles,
–¿Lo has sacado? –repitió–. ¿Cómo? ¿Dónde lo has dejado?
Sabía que le temblaba la voz por el peso de la emoción, pero cuando se puso de cuclillas para recoger el contenido del portafolios fue incapaz de controlarla. Odiaba el efecto que aquel hombre provocaba en ella. Lo había odiado desde su primera confrontación y ahora lo odiaba todavía más. La hacía sentirse vulnerable, comportarse con un antagonismo defensivo que no podía controlar. Le hacía sentir deseos de darse la vuelta y salir corriendo de allí. Pero sobre todo la hacía ser tan consciente de él como hombre que apenas se atrevía siquiera a respirar por temor a que Saul percibiera la reacción de su cuerpo. No era sólo la vergonzosa dureza de sus pezones, ni tampoco el impactante latido del pulso en la parte inferior de su cuerpo. No, era la sensación de que toda una capa de protección le había sido arrancada de la piel, dejándola tan sensible a su presencia física, que parecía que la hubiera tocado íntimamente y su cuerpo lo conociera.
¿Cómo le había llegado a suceder algo así? Giselle no lo sabía. Debía de ser por el propio Saul, por la intensa aura de sexualidad masculina que desprendía. Ningún otro hombre la había afectado nunca así. Le sorprendía saberse tan vulnerable ante a un hombre al que no conocía y que seguramente no le caería bien si le conociera. Había controlado sus emociones y sus deseos durante tanto tiempo, que se creía a salvo. Debió bajar la guardia en algún momento sin ser consciente de ello. Pero podía arreglar las cosas. Podía ponerse a salvo. Lo único que tenía que hacer era mantenerse alejada de Saul Parenti, y eso resultaría fácil. Al menos él no la deseaba. Eso hubiera sido terrible. Debería agradecer el hecho de que estuviera tan claramente furioso con ella.
–¿Preguntas que cómo? –repitió Saul con tirantez–. ¿Cómo se llevan normalmente los coches mal aparcados? En cuanto a dónde está…
Giselle se apartó de él dirigiéndole una mirada altiva, dando a entender que rechazaba su proximidad, pensó Saul. Su orgullo masculino estaba ahora tan encendido por su actitud como su mal humor. Las mujeres no se apartaban de él. Más bien lo contrario, se le pegaban… en ocasiones más de lo que le gustaría.