Rendidos a la pasión en Venecia - Rosie Maxwell - E-Book

Rendidos a la pasión en Venecia E-Book

Rosie Maxwell

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Beschreibung

La esposa de Ricci volvió… para bien o para mal   Cuando la esposa que lo había abandonado volvió para el funeral de un familiar, Domenico se indignó… especialmente consigo mismo. Después de la tortura que había supuesto su rechazo ¿cómo era posible que la encontrara irresistible? Aún más indignante fue la cláusula que su tía incluyó en el testamento, por la que, si quería conservar el palacete veneciano, debía seguir casado con Rae. Rae había tenido que huir para evitar que la adoración que sentía por su marido acabara por eclipsar su identidad. Pero había cambiado, era mucho más fuerte, y se quedaría en Venecia para demostrarlo. Lo único que temía era no poder resistirse a la peligrosa química que había entre ellos…

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Seitenzahl: 197

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Rosie Maxwell

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rendidos a la pasión en Venecia, n.º 3137 - enero 2025

Título original: Billionaire’s Runaway Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410744509

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A Domenico Ricci le dolía el cuerpo como si tuviera los huesos de plomo. Cada respiración suponía un esfuerzo que le provocaba una presión en el pecho.

Siempre había pensado que aquellos que hablaban del efecto físico causado por la pérdida de un ser querido era débiles, incapaces de enfrentarse a la realidad. Después de todo, la muerte era inevitable y tenía más sentido celebrar la vida que dejarse arrastrar por el dolor de la pérdida.

Pero la persona que había abandonado el mundo era su adorada tía Elena, y Domenico ni siquiera encontraba consuelo en la contemplación bajo la luz malva del atardecer de su adorada Venecia, su hogar desde su desafortunado nacimiento

A pesar de la avanzada edad de Elena, Domenico no estaba preparado para su fallecimiento, para la pérdida de la única mujer que no lo había rechazado y que había dedicado su vida a guiarlo y apoyarlo. La mujer que le había dado un hogar y había sido su familia cuando aquellos que debían haberlo amado y cuidado lo abandonaron a un cruel destino.

Pero, finalmente, también Elena lo dejaba solo.

En el reflejo de la ventana, Domenico vio sus labios formar un rictus mientras hacía un recorrido mental por las ocasiones que había sido abandonado, empezando por su familia y concluyendo en su esposa, Rae.

Rae.

Pensar en ella le contraía las entrañas. Rae, con su rostro ovalado, el largo cabello castaño y los ojos de un espectacular color azul, capaces de penetrar el alma más turbia… Domenico bebió el líquido ámbar del vaso que sostenía con fuerza entre los dedos para anestesiar su amargura. Ninguna otra mujer había dejado en él una huella tan profunda, porque era la única a la que había dado cabida en su vida, convirtiéndola en su esposa. Y ella lo había abandonado, provocándole un dolor mucho más profundo del que le había causado su familia.

Por eso era aún más incomprensible que fuera precisamente a ella a quien echara de menos en aquel momento de tristeza. Que, de todos los que habían acudido a despedir a Elena, fuera su rostro el que habría querido ver, si es que ella se hubiera dignado a acudir a presentar sus respetos….

Domenico volvió a beber, irritándose consigo mismo por pensar como un idiota sentimental. ¡Por supuesto que Rae no había acudido! Lo había abandonado, lo había rechazado. Ni siquiera se había molestado en decirle por qué su matrimonio la hacía infeliz ni le había ofrecido la oportunidad de arreglar cualquiera que fuera el motivo de su infelicidad. Se había limitado a irse de un día para otro, dejando tan solo una triste nota con una frase.

No tenía sentido que pensara en ella; menos aún que la deseara. Tenía a su alcance a un sinnúmero de mujeres dispuestas a compartir su cama. Porque eso era lo único que estaba dispuesto a ofrecer; una noche, un encuentro. Jamás volvería a compartir su vida con otra mujer.

Oyó crujir el sueldo a su espalda y dedujo que había alguien fuera de su despacho. A modo de confirmación, oyó el ruido de la puerta abriéndose lentamente. Domenico permaneció inmóvil. Puesto que todo el mundo sabía que no convenía importunarlo, tenía que tratarse de un desconocido o de alguien muy osado. Quizá un reportero en busca de una frase personal sobre la muerte de Elena, o algún cotilla…

Pero al sentir que se le erizaba el cabello de la nuca y captar una suave fragancia, el corazón se le detuvo.

Solo podía ser ella.

 

 

–¿Domenico?

Después de tanto tiempo sin pronunciar su nombre y de intentar olvidarlo, Rae Dunbar se estremeció al llamarlo.

Peor aún era posar los ojos en él.

Estaba de espaldas, con la mirada fija en el romántico atardecer de la ciudad. Con unos hombros que amenazaban con estallar las costuras de la chaqueta, resultaba una visión impactante. Tanto, que la garganta se le secó y sintió una bandada de mariposas en el estómago.

No es que hubiera confiado en que hubiera cambiado, que hubiera dejado de ser un Adonis, tal y como era ampliamente considerado. Pero Rae había deseado fervientemente que no la impactara en la misma medida.

–Así que, aunque tarde, te has dignado a aparecer –dijo él en tensión.

Y Rae sintió al instante el impulso de tocarlo, de sentir su ardiente piel bajo los dedos.

–Sé que llego tarde. Lo siento –balbuceó–. En cuanto supe que Elena había fallecido me puse en marcha, pero por causa de una tormenta se cancelaron vuelos y trenes. He tomado el primer avión posible.

Las palabras brotaron a borbotones, pretendiendo excusar el retraso que él le echaba en cara.

–Me extraña que te hayas esforzado tanto.

–Habría querido llegar a tiempo de despedirme de ella. Era una mujer extraordinaria –Rae sintió que la emoción le atenazaba la garganta–. De haber sabido que estaba enferma…

Domenico se volvió, enfurecido.

–¿Cómo ibas a saberlo si abandonaste a esta familia, Rae?

–Por favor, Domenico –dijo ella, sintiendo su rabia como una bofeteada–. No he venido a discutir.

–¿Por qué has venido? –la furia afilaba las facciones de Domenico, haciéndolo aún más atractivo. Rae tragó saliva–. No estabas obligada a hacerlo. Tú misma te aseguraste de ello.

–Ya te lo he dicho –Rae consiguió recuperar la voz tras verse expuesta a la fuerza volcánica de su brutal masculinidad. Sus poderosos hombros, su ancho pecho, el marcado mentón, la nariz aristocrática y los expresivos ojos marrones. Era imposible negar que Domenico había nacido para liderar. En otro tiempo, habría sido un caudillo–: Para despedirme de Elena y decirte hasta qué punto te acompaño en el sentimiento.

La verdad era que su dolor era aún más profundo, que añoraba a Domenico física y emocionalmente. En cuanto supo que Elena había fallecido, había pensado en él y en consolarlo. Pero ni siquiera tenerlo delante le resultaba lo bastante próximo. Los pocos metros que los separaban le parecían kilómetros y el mismo instinto que le había hecho acudir al Palazzo Ricci sin pensárselo dos veces, la impelía a acercarse a él y abrazarlo.

Eso mismo disparó todas sus alarmas, porque dejándolo todo para correr a su lado estaba repitiendo el mismo error del pasado. Y aunque aquella fuera una situación excepcional, le hizo cuestionarse si en los últimos meses había cambiado tanto como creía.

–Ahora que ya me has dado el pésame, puedes marcharte de la casa que te hizo tan desgraciada –dijo él, erizándosele la piel al recorrerla con la mirada–. Te acompañaría hasta la puerta, pero supongo que recuerdas el camino –concluyó despectivamente, antes de volver a mirar por la ventana.

Rae sintió que le ardían las mejillas. Sabía hasta qué punto Domenico podía ser despiadado, y que necesitaba serlo para dirigir un conglomerado internacional con miles de empleados, pero también sabía que no le gustaba actuar así. Y puesto que ella nunca había recibido aquel trato, solo podía deberse a lo decepcionado y furioso que estaba con ella. Al abandonarlo, lo había herido y humillado. Era posible que prefiriera no haber vuelto a verla…. ¿no era ese el motivo de que no hubiera intentado localizarla?

Pero, lo quisiera o no, la tenía ante sí.

El corazón le latía con fuerza. Tal vez lo mejor era hacer lo que le pedía. Después de todo, las esposas separadas de sus maridos no tenían lugar en los acontecimientos familiares. Domenico contaba con el personal del palacete para ocuparse de cualquier asunto práctico y… otro tipo de acompañantes para atender sus necesidades emocionales.

En cierta forma, y visto desde ese punto de vista, no tenía sentido haber hecho el viaje a Venecia. ¡Había sido una estúpida!

Iba ya hacia la puerta cuando se dio cuenta de que, una vez más, estaba dejando que el estado de ánimo de Domenico determinara sus decisiones y anulara su voluntad, tal y como había hecho en el pasado. «Pues esta vez no voy a consentirlo», pensó, recordando que se había prometido no volver a permitir que la silenciara.

Había vuelto a Venecia porque estaba preocupada por él, por temor a que la muerte de Elena lo sumiera en tal estado de pesar que no supiera cómo reaccionar; por temor a que no fuera capaz de expresar su dolor. Por experiencia personal, ella sabía que conseguir que Domenico compartiera sus sentimientos era prácticamente imposible, y, por las pruebas que estaba dando, nada le hacía pensar que hubiera cambiado. Así que no obedecería su orden; no se marcharía, al menos hasta que consiguiera su objetivo. Con un suspiro, preparándose para enfrentarse a su ira, dio media vuelta y fue hacia él.

–Quieres que me vaya y lo haré. Pero antes quiero asegurarme de que estés bien. Ese es el motivo de que haya venido –admitió–. No solo para darte el pésame, sino para ver cómo estabas.

Domenico dejó escapar una exclamación sarcástica con más significado que cualquier palabra. Con ella cuestionaba por qué, si tanto le importaba, lo había abandonado. Y aunque Rae pudiera entender que se lo preguntara, lo cierto era que sus sentimientos nunca habían estado en cuestión.

–Estoy bien.

Rae tuvo que morderse la lengua para no gritar. ¿Por qué tenía que ser siempre tan testarudo? ¿Por qué no podía bajar la guardia y mostrarse vulnerable?

–¿Seguro, Domenico? ¿Cuántas copas llevas? –preguntó, indicando la copa vacía en sus manos–. ¿Has comido algo? ¿Has dormido?

–Nada de eso es ya te tu incumbencia, Rae –replicó él con amargura.

–Lo sé bien –masculló ella sin poder contener perturbadoras imágenes de él con otras mujeres–. Pero también sé el efecto que puede tener el dolor en el cuerpo, el corazón y la mente de una persona. Sé bien que los días se hacen eternos, cómo se ansía que llegue la noche y poder dormir, para luego pasar la noche en vela. Sé lo difícil que es hacer las cosas más cotidianas, como comer y andar –Domenico la observaba como si fuera una hechicera capaz de leer su mente–. Yo también lo he experimentado. Dos veces. ¿O lo has olvidado?

Perder a sus padres en un breve espacio de tiempo había sido la experiencia más dura por la que Rae había pasado. A menudo se preguntaba cómo había logrado superarlo. No se consideraba particularmente fuerte, y desde luego que no lo era en aquel momento particular, cuando la fuerza magnética de Domenico amenazaba con absorberla.

–No –Domenico apuró el resto de la copa y dejó el vaso en la mesa. Bajo la luz de la lámpara, Rae pudo apreciar la fatiga en su rostro. La presión a la que llevaba días sometido. Nunca lo había visto tan conmovido y, de nuevo, su impulso fue el de consolarlo–. No lo he olvidado. La muerte de un ser querido es espantosa –la mirada de Domenico se suavizó al mirarla de frente–. Había asumido que, precisamente porque conocías el dolor de la separación, habrías apreciado el valor de una relación. ¡Qué equivocado estaba! –su semblante volvió a transformarse, endureciéndose–. No tienes nada que ver con la mujer que creía que eras.

–Está claro que los dos experimentamos la misma decepción –Domenico tampoco había resultado ser como Rae había creído que era.

Domenico la miró enfurecido.

–¿Qué desilusión sufriste tú? Te lo di todo, puse el mundo a tus pies.

Rae no podía negar esas afirmaciones. Domenico había sido extremadamente generoso en lo material; el problema era el precio que ella había tenido que pagar a cambio: permanecer siempre a su lado, convertirlo en su prioridad cada minuto de cada día.

No le había resultado difícil. Hacer lo que fuera para ayudarlo a sobrellevar una vida cargada de responsabilidades había sido sencillo. Hacerlo feliz la hacía feliz a ella, y él solo quería tenerla siempre a su lado. Hasta que, un día, Rae se dio cuenta de que no tenía nada propio: ni trabajo, ni amigos, ni aficiones. Nada en lo que apoyarse si alguna vez volvía a encontrarse sola.

Y esa era su peor pesadilla, porque sabía bien que ese escenario acababa en la desesperanza y la desolación. La posibilidad de volver a caer en ese vacío y destructivo espacio emocional la aterraba, y tener un marido reacio a ayudarla a crear ese lugar propio que tanto ansiaba, había hecho que Rae lo viera como una posibilidad real.

El recuerdo de aquel entonces hizo que se le formara un nudo en el estómago, pero Rae lo ignoró. Estaba allí por Elena, no para remover las cenizas de su matrimonio.

–Me temo que en eso no estamos de acuerdo –replicó.

Domenico se limitó a mirarla con una mezcla de exasperación y desprecio, aunque de fondo, Rae apreció algo que le aceleró el pulso, un hormigueo que le recorrió la piel, algo peligroso en lo que no pensaba detenerse.

Retrocediendo, dijo:

–Abajo sigue habiendo muchos invitados. Deberías estar con ellos.

Tras un breve silencio, Domenico suspiró.

–Prefiero estar aquí. Lo único que me dicen es lo maravillosa que era Elena, y ahora mismo estoy demasiado enfadado con ella como para querer ensalzarla.

Rae suspiró compasiva.

Domenico había valorado su relación con Elena por encima de cualquier cosa y, al conocerla, Rae había comprendido porqué. Elena era de una inteligencia excepcional, con un corazón espléndido y un carácter siempre animoso. Había criado a Domenico cuando su madre biológica y pariente más joven de Elena no había podido o querido hacerlo. Rae nunca había sabido los detalles porque Domenico nunca los había querido compartir con ella.

De hecho, cada vez que había intentado hablar sobre sus sentimientos o su vida, Domenico se había mostrado esquivo o arisco. Desde el primer momento, Rae había intuido que su pasado lo atormentaba, pero mientras que Domenico había buscado una intimidad física con ella, incluso utilizando la química sexual que había entre ellos para acallar sus preguntas, nunca le había abierto su corazón.

Durante un tiempo, Rae había creído que precisamente sus traumas del pasado los unirían; pero había resultado todo lo contrario. Porque de todos los aspectos de su vida de los que Domenico la había excluido, la negativa a compartir detalles de su familia había sido lo más doloroso para Rae. Hasta que había llegado el momento en que se había planteado cómo podía vivir con alguien que no quería que lo conociera, o cómo podía renunciar a tantas facetas de su propia vida y entregarse tan completamente a un hombre que no compartía su corazón ella.

Sin embargo, en aquel momento, al verlo sufrir tanto y percibir su dolor, no pudo dominar el impulso de aproximarse a él con la intención de darle un abrazo y consolarlo. Domenico era alguien muy sensual, muy táctil; el contacto físico siempre había sido la mejor forma de reconfortarlo tras un largo día de trabajo y de animarlo a abrirse a ella. Y la idea de abandonarlo a su dolor y dejar que alimentara su rabia, se le hizo insoportable.

Ella recordaba lo furiosa que había estado al morir su padre y podía imaginar que Domenico sintiera algo parecido. Su fortaleza física hacía pensar que era imbatible, pero tenía la capacidad de sentir y padecer profundamente.

Pero cuando alzó los brazos hacia él, la mirada que Domenico le dirigió la dejó paralizada.

–¿Qué estás haciendo?

–Solo…

–¿Confiabas en aprovechar la oportunidad para que volviera a caer en tus brazos? –preguntó él airado. Rae estaba demasiado sorprendida como para responder–. No soy tan estúpido. Dejaste claro lo poco que te importo, y no pienso olvidarlo, así que te aconsejo que des media vuelta y te vayas –concluyó Domenico, indicando la puerta.

Rae había asumido que Domenico se enfurecería con ella. Después de todo, no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria. Pero había confiado en que se diera cuenta de que sus futuros eran irreconciliables, y que si su marcha era lo mejor para ambos. No se había planteado que fuera a permanecer tan enfadado.

No había querido herirlo. Había tenido que evitar entrar en una depresión, y como intentar hablar con él no había servido de nada, se había dado por vencida y se había marchado. Y la actitud de Domenico en aquel instante no daba pie a pensar que algo hubiera cambiado.

Se volvió hacia la puerta con un nudo en la garganta.

–Creo que es mejor que Rae se quede.

Domenico y Rae alzaron la cabeza al oír la voz de Alessandra Donati, vieja amiga de la familia y abogada de Elena, que los observaba desde el umbral de la puerta.

–¿Che cosa?¿Perché? –exigió saber Domenico con gesto airado.

Alessandra no se inmutó.

–Rae debería quedarse hasta la lectura del testamento mañana por la mañana. Después de todo, es parte de la familia y estoy segura de que Elena habría querido que estuviera presente.

Dejando escapar un juramento en italiano, Domenico preguntó con incredulidad:

–¿No querrás decir que Elena la ha incluido en el testamento?

–No te puedo decir nada –replicó Alessandra pausadamente–. Las últimas voluntades de Elena las conoceréis todos al mismo tiempo. Pero mi consejo es que, ya que está aquí, Rae se quede.

Sobreponiéndose a su perplejidad, Domenico miró a Alessandra y a Rae alternativamente con expresión contrariada.

–Bene –dijo finalmente–. Que se quede.

–No pensaba… –empezó Rae, pero calló al ver la ira con la que Domenico la miraba y se dirigió a Alessandra–: ¿A qué hora es la lectura del testamento?

–A las diez de la mañana. Aquí en el palacete.

Rae asintió con un nudo en la garganta, sabiéndose una invitada no bienvenida en un acontecimiento tan personal.

–Hasta mañana entonces –se despidió Alessandra antes de marcharse.

Rae fue a seguir su ejemplo. El encuentro con Domenico la había desestabilizado; necesitaba refrescarse y descansar.

–¿A dónde crees que vas? –preguntó Domenico al verla que se dirigía a la puerta.

–Al hotel.

–Lo dudo mucho. Te alojarás aquí.

El corazón de Rae se aceleró ante la idea de pasar la noche en el palacete, donde cada rincón albergaba algún recuerdo, a cada cual más intenso. Apenas hacía un rato, al cruzar la puerta de entrada y recordar que Domenico la había traspasado con ella en brazos, había estado a punto de echarse a llorar. Cuando subía las escaleras, cada escalón invocaba la imagen de Domenico conduciéndola de la mano con una mirada sensual cargada de promesas.

–No es necesario. Tengo una…

El rostro de Domenico se ensombreció.

–No me pongas a prueba, Rae. No confío en ti un ápice. Te vas a quedar aquí para que pueda vigilarte.

–¿Vigilarme? –preguntó ella con incredulidad–. ¿Qué crees que voy a hacer?

–Me resulta imposible saberlo –replicó Domenico, golpeándola con sus palabras en pleno pecho, porque él había sido la primea persona a la que ella se había abierto en su vida adulta. Solo más tarde se había dado cuenta de que él no la conocía, al menos no las partes de su personalidad que ella había anulado para convertirse en la esposa que él quería–. Pero hasta que sepamos con exactitud qué papel juegas en el testamento de Elena, quiero tenerte cerca. Pediré a Portia que te indique dónde dormir esta noche.

Como de costumbre, Domenico se hacía con el control absoluto de la situación, ignorando sus deseos o necesidades. Peor aún, sin tan siquiera consultárselos.

Rae se enfureció y fue a protestar, pero súbitamente fue consciente de que estaba demasiado cansada como para discutir. Se limitó a asentir y seguir a Portia cuando esta acudió, dejando que Domenico se saliera con la suya porque, una vez disfrutara de un sueño reparador, no pensaba consentir que volviera a suceder.

Había cambiado, y los días de resignación silenciosa a las decisiones y deseos de Domenico habían quedado en el pasado.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Domenico recorría arriba y abajo la sala aurea del palacetecomo un animal enjaulado. Las horas que acababa de pasar en su gimnasio privado habían conseguido agotar sus músculos, pero no habían aplacado su cólera.

Maldecía a Rae por haberse ido y por haber vuelto.

Ya tenía suficientes problemas como para tener que pensar en la esposa que lo había abandonado y, aun así, había bastado verla para anhelar su cuerpo entrelazado al de él, para ansiar perderse en su acogedor interior.

Habría querido tenderla sobre el escritorio, separarle las piernas, adentrarse en el cálido espacio entre sus muslos y refugiarse dentro de ella. Anhelaba la aterciopelada bienvenida que siempre le había dado su cuerpo, sus músculos contrayéndose en torno a él, su envolvente calor acuciándolo a adentrase más y más. Domenico había temblado de deseo, y por el esfuerzo de reprimirlo.

Porque estaba decidido a no desear a Rae.

Sin embargo, nunca había podido dominar la intensidad de sus sentimientos hacia ella. La había deseado desde el primer instante que la vio, fuera del aeropuerto, con un conjunto negro y el cabello castaño brillando al sol. Había querido saber quién era y acostarse con ella. Tenerla encima, debajo y de las mil maneras que se le pasaron por la mente. La intensidad de su deseo lo había tomado por sorpresa, obligándolo a detenerse, borrando cualquier otro pensamiento de su mente. Se había sentido como si su cuerpo hubiera sido atravesado por un rayo.

Ese enfebrecido deseo, al contrario que con cualquier otra mujer, no había disminuido al hacerla suya, sino todo lo contrario. Y pronto e inesperadamente, el capricho se había convertido en necesidad: la necesidad de tenerla cerca, de ver cada mañana sus penetrantes ojos azules, de tener junto a él su cuerpo cada día de su vida.