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El cirujano Fergus Reynard abandonó la gran ciudad para ejercer la medicina general en Cradle Lake, con la esperanza de poder superar allí un terrible golpe. Desde luego, las risas, la dedicación y el afecto de la doctora Ginny iban a serle de mucha ayuda. Ginny sabía que no podía comenzar una relación con aquel maravilloso hombre si antes no superaba sus propios problemas. Pero Fergus no iba a permitir que huyera de aquella oportunidad única, del amor de su vida… Aunque eso significara entregar su corazón también a la pequeña sobrina que Ginny tenía a su cargo y desempeñar un papel al que creía que no volvería a enfrentarse: el de ser padre.
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Seitenzahl: 138
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Marion Lennox
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Rescatar un corazón, n.º 2181 - octubre 2018
Título original: Rescue at Cradle Lake
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-068-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Tomó la decisión a las dos de la mañana. No había habido ningún accidente de tráfico en las últimas dos horas. Ninguna apendicitis urgente, aneurismas o heridos en una pelea. El turno de noche en el Hospital Central de Sidney parecía muy tranquilo.
Y era lo mejor para él. Porque cuatro enfermeras y al menos un colega le habían preguntado cómo estaba. Otra vez.
–No, de verdad, doctor Reynard, si quiere hablar de ello…
Fergus no quería hablar de ello. Fulminaba con la mirada a cualquiera que se le acercase y escondía la cabeza detrás del boletín médico mensual para que lo dejasen en paz. Estaba leyendo la sección de puestos vacantes.
–¿Dónde está Dimboola?
–Mi tía vive en Dimboola –contestó una de las enfermeras–. Está al norte de Victoria. Mi tía Liz dice que es una ciudad estupenda.
–Ya –murmuró él, tachando el anuncio–. ¿Dónde está Mission Beach?
–Al norte de Queensland –contestó la misma enfermera–. ¿Se acuerda de Joe y Jodie?
–¿Joe y Jodie?
–Joe era el pediatra que estuvo aquí el año pasado. Un chico rubio, alto, casi tan grande como usted. Metro ochenta y cinco y guapísimo… el sueño de cualquier chica –sonrió la joven, para animarlo. Como intentaba hacer todo el mundo. Como si se hubieran puesto de acuerdo. «Tenemos que cuidar de Fergus» parecía ser el lema.
–Joe se casó con Jodie Walters, de la UCI –continuó la enfermera–. Se fueron a Port Douglas el año pasado, cerca de Mission Beach.
Muy bien. Fergus tachó el anuncio. Conocía a gente que vivía cerca de Mission Beach.
–¿Dónde está Cradle Lake?
Silencio.
–¿Nadie sabe dónde está Cradle Lake?
–No tengo ni idea –respondió su anestesista, Graham–. Tasmania está en las montañas Cradle. ¿Eso está cerca?
–Aparentemente, no. Tiene un código de Nueva Gales del Sur.
–Entonces, ni idea.
–¿Nadie lo sabe? –insistió Fergus. Como respuesta, cuatro personas negaron con la cabeza–. Estupendo –dijo entonces, trazando un círculo alrededor del anuncio–. Entonces, allí es adonde pienso ir.
Ginny recibió la llamada a las dos de la mañana. Sabía que iba a llegar tarde o temprano, pero seguía sin estar preparada.
Richard la llamaba desde el hospital. No había querido que fuese a verlo y había esperado hasta aquel momento para llamar.
Pero era comprensible. ¿Dónde iba a encontrar valor para enfrentarse a una noticia como aquélla?
–No pueden hacerme otro transplante –le dijo, con el tono de alguien que se ha rendido–. Los especialistas dicen que no hay ninguna esperanza de que salga bien.
–Sí, ya me lo imaginaba –murmuró ella–. Como no me has llamado hasta ahora, imaginé que habría malas noticias. Richard, lo siento. Voy a verte ahora mismo…
–No, ahora no.
–¿Qué estás haciendo?
–Mirar el techo. Preguntarme qué voy a hacer. Y si tengo derecho a pedir…
–¿Pedir qué?
–Ginny, quiero irme a casa. A Cradle Lake.
Ella contuvo el aliento. Hacía años que no iba allí.
Richard se había referido a Cradle Lake como su casa. Pero no lo era para Ginny.
–En Cradle Lake no hay un hospital decente. Creo que ni siquiera hay médico.
–Tener una hermana médico tiene que valer de algo. Tú puedes hacer lo que sea necesario.
–No sé si podría…
–¿No puedes evitarme el dolor?
Sólo había una respuesta para eso. La cuestión médica no era lo importante y Ginny no dudaba de su habilidad profesional.
–Sí, claro que puedo.
–Entonces…
–Richard, la casa… hace años que no vamos por allí.
–Tú puedes arreglarla un poco. Si me quedo en el hospital unos días más tendrás tiempo de hacerlo. No necesito ningún lujo. Puedo quedarme aquí hasta el fin de semana.
Si se iba con él a Cradle Lake tendría que dejar un trabajo que le encantaba. Tendría que cerrar su apartamento… para adecentar una casa que detestaba y vivir en un sitio que siempre había odiado.
Pero al menos ella estaba sana, pensó.
Ginny cerró los ojos, furiosa con la vida. La ira hacía que olvidase el dolor, pero el dolor al final siempre encontraba el camino de vuelta.
Y no podía dejar que su hermano supiera nada de eso.
–¿Seguro que quieres ir a Cradle Lake? –le preguntó.
–Sí, seguro –contestó él–. Me gustaría sentarme en el porche y…
No pudo terminar la frase. No tenía que hacerlo. Los dos sabían cómo terminaba.
–¿Vas a hacerlo por mí, Ginny?
–Claro que sí –contestó ella–. Tú sabes que sí.
Siempre había estado a su lado y Richard lo sabía tan bien como ella.
El precio de la vida al final siempre era perder la partida.
Había una mujer tirada en medio del camino.
El doctor Fergus Reynard se había perdido. Le habían dado un mapa de carreteras, pero aquello era indescifrable. «Tome el segundo camino después del puente», le habían dicho. Y él miraba las huellas de neumáticos sobre el barro intentando descifrar cuál era un camino y cuál no.
En algún sitio cerca de allí, un hombre llamado Óscar Bentley estaba tumbado en el suelo de la cocina con la cadera rota. Necesitaba un médico. A él. Pero el Land Rover que conducía había perdido la tracción trasera en la última curva. El coche había hecho un extraño en el barro y, al intentar corregirlo, se encontró con una mujer tirada en medio del camino.
La mujer no se movía. Estaba tumbada boca abajo. Podía ver unos vaqueros ajustados… tan ajustados que tenía que ser una chica joven. También podía ver unas botas viejas, un chubasquero aún más viejo y una melena de color caramelo.
¿Por qué estaba tumbada en medio del camino? Fergus bajó del Land Rover de un salto, temiendo lo peor. ¿Habría sufrido un accidente? ¿Habría…?
–Por fin –murmuró ella cuando tocó su hombro–. Sea usted quien sea, ¿puede agarrarlo de la otra oreja?
–¿Eh?
–La oreja –repitió ella–. No me llega el brazo. Puedo agarrar una oreja, pero la otra no. Llevo media hora tirada aquí esperando que terminase el partido para ver si aparecía alguien y si cree que voy a soltarlo ahora, se equivoca.
Fergus miró a la mujer, perplejo. Entonces se dio cuenta de que debajo de ella había una especie de grieta en el barro y dentro de la grieta… ¿un corderito?
Ah, claro. Los ganaderos de la zona hacían esos agujeros en los caminos para evitar que el ganado pasara de una finca a otra. Una oveja o una vaca habrían saltado sin problemas, pero el corderito se había caído dentro.
–Podría haberla atropellado –protestó Fergus–. ¿Está usted loca?
–Nadie conduce a toda velocidad por aquí… a menos que esté mal de la cabeza. Los conductores sensatos pasan muy despacio por esta zona. Hay animales, ¿sabe?
Eso lo ponía en su sitio, sí.
–¿Piensa quedarse ahí mirando?
–¿Qué quiere que haga?
–Que lo agarre de la otra oreja a ver si podemos sacarlo.
–¿Quiere que tire de él?
–Ésa es la idea, Einstein.
–Oiga, no hace falta que…
–Que me ponga antipática, ya lo sé. Pero es que es usted un poquito lento –lo interrumpió la chica.
Fergus intentó meter la mano en el agujero, pero no era tarea fácil. Sus músculos, trabajados en el gimnasio durante años, no valían de nada en ese momento. Al contrario, eran un estorbo. Podía meter el brazo hasta el codo, pero después le resultaba casi imposible. Incluso haciéndose daño, sólo podía rozar la cabeza del animal.
–¡Por el amor de Dios! ¿Quién hace estos agujeros? Son trampas mortales.
–¿Lo tiene agarrado o no?
–Más o menos, creo.
–A la de tres, los dos tiramos a la vez, ¿de acuerdo? Una, dos…
De alguna forma, y arañándose el brazo por todas partes, lograron sacar una diminuta y protestona bolita de lana.
–Ah, menos mal –sonrió la mujer, abrazando al corderillo. Cuando por fin se puso de pie, Fergus pudo verla bien.
Debía de tener veintiocho o veintinueve años. Medía alrededor de metro sesenta y tenía pecas en la nariz y manchas de barro en la cara, pero el barro daba igual. Era una chica muy guapa. Mientras acariciaba al animal, sus ojos castaños lo estudiaban con una candidez que le desconcertó.
–No es usted de aquí.
–No, pero ahora soy el médico del pueblo.
Fergus se percató entonces de que no sólo estaba acariciando al corderito, lo estaba examinando.
–El médico del pueblo ha muerto.
–El doctor Beaverstock murió hace cinco años –asintió él–. Pero la gente de la clínica pareció pensar que necesitaban otro médico y ése soy yo.
–¿Trabaja usted aquí?
–Desde ayer.
Ella cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, Fergus vio un brillo de dolor. Y de algo más… ¿alivio?
–Gracias a Dios.
Seguramente se alegraba de que hubiera un médico a mano. Aquel sitio estaba completamente desierto. Al oeste había fincas ganaderas… para cualquier oveja sensata, aquello sería un paraíso, desde luego. Al otro lado había un denso bosque que llevaba a un lago. Pero apenas se veían casas.
Mientras la joven lo miraba el corderito consiguió soltarse de su abrazo y fue directo de nuevo hacia el agujero.
–¡Cuidado!
Afortunadamente, Fergus había jugado al rugby en la universidad y se lanzó en plancha sobre el animal, al que logró agarrar por las patas traseras.
–Ah, bien hecho –ella, riendo, se arrodilló a su lado para tomar en brazos al corderito y Fergus pensó tontamente: «Qué bien huele». Lo cual era ridículo, claro. En realidad, olía a barro, a cordero y a estiércol. ¿Cómo podía oler bien?
–No lo suelte –le advirtió, limpiándose el barro de la cara.
–No sabe cómo lo siento –sonrió la chica, que no parecía sentirlo en absoluto.
–No se preocupe. Pero llévese esa cosa.
–No tengo coche –dijo ella que, sin soltar al cordero, se levantó y le ofreció su mano. Fergus la aceptó y descubrió que era sorprendentemente fuerte. Pero cuando se puso en pie, de repente estaban… demasiado cerca.
–Estoy muy lejos de casa –estaba diciendo la chica. Pero Fergus no podía oír lo que decía.
–¿Y? –preguntó, desconcertado. El roce de su mano… Sí, estaba desconcertado.
Ella, sin embargo, no parecía darse cuenta.
–Su madre y él tienen que volver al corral. ¿No ha visto a su madre? –le preguntó, señalando a una oveja que pastaba tranquilamente al borde del camino.
–¿Y cómo sabe cuál es su corral?
–No sé si podré llevar a una oveja hasta la casa. Las ovejas no son vacas, ¿sabe? Puede que me siga o no –la chica miró su Land Rover–. ¿Podría llevarme a la granja Bentley?
–¿A la granja de Óscar Bentley?
–Sí –contestó ella, poniendo el cordero en sus brazos–. Muévalo, así… para que la madre lo mire a usted y no a mí.
–Oiga, tengo que irme –empezó a decir Fergus. Un cordero perdido era urgente, pero una cadera rota mucho más.
–No hasta que agarremos a la madre –replicó ella, antes de desaparecer detrás de un árbol.
Fergus se dio cuenta entonces de lo que estaba haciendo: lo estaba usando como distracción. Suspirando, llevó al cordero hacia su madre. La oveja dio un paso adelante y, cuando estaba despistada, la chica se lanzó sobre ella con un salto que nada tenía que envidiar al de Fergus. La oveja era grande, pero ella la sujetaba por la cabeza y las patas delanteras.
Era una maniobra sorprendente. Decir que Fergus estaba impresionado era decir poco.
–Meta al cordero en el Land Rover y dé marcha atrás –le ordenó.
–Oiga…
–No puedo quedarme aquí para siempre. Vamos, muévase.
Fergus se movió. Estaba a punto de meter a una oveja en la parte trasera de un Land Rover médico, el que usaba para llevar enfermos a la clínica de Cradle Lake. Muy bien. Desde hacía dos días era un médico rural y eso era lo que hacían los médicos rurales, ¿no?
Desde luego, ese médico rural no tenía alternativa.
De modo que apartó como pudo el instrumental médico y lo tapó con una tela. Miriam, su enfermera, había puesto allí una tela gruesa… quizá porque sabía que, tarde o temprano, tendría que trasladar ovejas.
Desde luego, Miriam sabía más que él sobre la vida en el campo.
En realidad, cualquiera sabría más que él sobre la vida en el campo. Fergus colocó al corderito en la parte de atrás, pero el pobre empezó a balar, atemorizado. De modo que volvió a tomarlo en brazos y se colocó tras el volante con el animal sobre las rodillas.
–Y contrólate –le advirtió–. Ya me he manchado suficiente por tu culpa. Orina en el asiento y te convierto en chuletas.
Meter a la oveja en la parte de atrás no fue tarea fácil. Al animal no le gustaba nada la idea, pero la chica parecía acostumbrada a ese tipo de cosas. La empujó y la empujó y, después de muchas protestas, la oveja estaba en el Land Rover.
–Yo puedo llevarla a la granja de Bentley. Iba hacia allí –dijo Fergus.
–¿Va a la granja de Bentley?
–Sí. Pero estoy un poco perdido.
–Vuelva por donde ha venido –dijo ella, poniéndose el cinturón de seguridad–. Yo puedo ir andando a casa desde allí. Gire a la izquierda después de pasar el puente.
–Eso es lo que hice antes y aquí estoy.
–¿Ha venido por el camino de O’Donnell para ir a casa de Óscar?
–Es que no soy de aquí.
–Pero es usted el médico local, ¿no?
–Sólo de forma temporal. Estaré aquí tres meses. Fergus Reynard, para servirle.
–Ginny Viental.
–¿Ginny?
–Guinevere.
–Encantado de conocerte, Ginny. ¿Vives por aquí?
–Solía vivir aquí, sí. He vuelto… durante un tiempo.
–¿Tus padres viven aquí?
–Vivían aquí cuando era pequeña. Y yo también, hasta los diecisiete años.
Ahora no tenía diecisiete años, pensó Fergus, intentando averiguar su edad. Parecía joven, pero tenía arruguitas alrededor de los ojos, como si la vida no le hubiera resultado fácil.
–Óscar Bentley… –murmuró–. ¿Seguro que esta oveja es suya?
–Sí, seguro. Sus animales se meten continuamente en nuestra finca, pero tiene derechos de paso. Óscar era un granjero normal hasta hace quince años, pero ahora…
–Desde luego, el acceso a su granja no es precisamente fácil –murmuró Fergus.
–¿Por qué te ha llamado? A menos que eso sea confidencial, claro.
–No es confidencial. Se ha roto una cadera.
–¿Se ha roto una cadera?
–Eso cree él.
–Sí, seguro. Una cadera rota –repitió ella, irónica–. Seguro que estaba borracho y se ha caído al suelo. Y ahora quiere que alguien lo meta en la cama.
–¿Lo conoces bien?
–Ya te he dicho que soy de aquí. Hace años que no veo a Óscar, pero no creo que haya cambiado.
–Si no vives aquí ahora, ¿dónde vives?
–¿Quieres dejar de interrogarme? –contestó ella, con la cara medio escondida en la cabeza del corderito–. Odio el olor a lana mojada.
–Pues no pongas la nariz en su cabeza.
–Ah, buena receta –sonrió la chica.
Y menuda sonrisa. Cuando las líneas de expresión alrededor de sus ojos se suavizaban era preciosa.
Definitivamente preciosa.
–¿Por qué has pedido que te trasladasen aquí?
–Ya te he dicho que sólo es temporal.
–Nunca hemos tenido un médico por aquí.
–Y no me extraña.
–Bueno, es que has llegado en mal momento. Los caminos están encharcados porque ha habido muchas tormentas últimamente.
–Sí, bueno, no está mal. Muchas ovejas.
–Muchas ovejas, desde luego. Aunque los animales no son lo mío.