Respirando cerca de mí - Jorge Gómez Soto - E-Book

Respirando cerca de mí E-Book

Jorge Gómez Soto

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Beschreibung

Henry es un adolescente colombiano sin papeles, sin amigos y sin mucha familia; con pocos escrúpulos y bastante sangre fría. Perfecto como pistolero a sueldo.Alberto es un chico español como tantos otros: le gusta salir con los amigos, los videojuegos, los chats y las chicas, aunque no tenga mucha suerte con ellas.Dos personajes de dos mundos distintos cuyas vidas se cruzan como en una mala broma del destino. Aunque en este caso la broma tiene nombre, se llama Erika, y su vida está en peligro.

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Seitenzahl: 221

Veröffentlichungsjahr: 2013

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RESPIRANDO CERCA DE MÍ

JORGE GÓMEZ SOTO

A todos los que se sienten desplazados:

tanto en su propia casa o en su entorno,

B

1

La oficina sur era una vivienda realquilada a un ciudadano español, que no tenía antecedentes ni ganas de hacer averiguaciones sobre sus inquilinos mientras le pagasen religiosamente la renta. Se encontraba en el primer piso de un edificio corriente, idéntico a los de su entorno, en una calle poco transitada y mal iluminada de un barrio de Madrid. Estaba casi diáfana: todo su mobiliario se reducía a una amplia mesa redonda, rodeada de sillas, en lo que debería haber sido el salón, un armario con candado en cada una de las habitaciones y los enseres meramente imprescindibles para la cocina y el baño. El polvo que descansaba en cada rincón le concedía una errónea impresión de desuso. Las ventanas carecían de cortinas: no habrían servido para mucho, pues las persianas estaban bajadas siempre que había reunión dentro. Se hacía necesaria la luz eléctrica aunque fuera hubiese claridad suficiente. No obstante, nunca había mucha gente en la oficina durante mucho tiempo. En el recibidor, imperturbables e inexpresivos como figuras realizadas por un mal escultor, vigilaban ahora tres guardaespaldas.

El hombre al que todos llamaban K estaba sentado en una tangente de la mesa, aguardando a que Jaramillo volviese de una de las habitaciones con el informe que le había pedido. K era muy grande: ocupaba bastante espacio en la ciudad; su anatomía y su organización. A pesar de eso, y precisamente por eso, K trataba de ser invisible. Había tenido tantas identidades que a veces le costaba recordar su verdadero nombre. El día de su gran salto fue aquel en que los emisarios de una mafia internacional lo escogieron para abrir una sucursal en España. Él ya andaba metido en ajustes de cuentas, robos y delitos varios y, aunque lo hacía a mediana escala, su implacabilidad le había servido para granjearse un nombre en el submundo criminal. La organización internacional, que no se andaba con pequeñeces, fue infiltrando pistoleros en la mayoría de bandas importantes de Madrid para observar desde dentro a sus respectivos cabecillas. Tras varios meses de análisis meticulosos y exhaustivos, decidieron que K era el hombre que buscaban y, prácticamente de la noche a la mañana, pasó de ser un delincuente con algunas personas a su cargo y escasa infraestructura a controlar una parte importantísima del negocio de los pistoleros en Madrid. La operación fue de jaque mate, una jugada maestra de la mafia. Mientras le otorgaban la confianza casi plena a K, los topos infiltrados en el resto de bandas se ocuparon de boicotearlas, bien promoviendo sublevaciones internas, bien mediante soplos a la policía. Les faltó tiempo a los políticos para sacar pecho y titulares en prensa alabando la eficacia y contundencia de los cuerpos de seguridad. Pero el volumen de delitos nunca llegó a decrecer: el negocio solo había cambiado de manos.

Jaramillo apareció por la puerta justo cuando K empezaba a impacientarse.

–Acá se lo tengo.

Se sentó al lado de K. Llevaba en la mano unos papeles escritos unidos con un clip a varias fotos en las que aparecía un hombre de mediana edad tomado desde distintos ángulos, en distintos lugares y con distinto traje.

–De pronto pensé que lo había perdido –añadió Jaramillo con un marcado acento colombiano.

En el informe se detallaban nombres, direcciones, teléfonos y descripciones físicas, tanto del hombre como de algunos de sus familiares; movimientos habituales, itinerarios alternativos que tomaba, lugares en los que resultaría más fácil acabar con él... y al final, fecha a fecha, los pasos seguidos para intentar cobrar su deuda: reuniones, amenazas y un ultimátum, del que ya habían pasado tres días.

K terminó de leerlo y no mudó el gesto mientras decía:

–A este no se le puede dejar escapar de rositas.

–Así es, señor: lo conoce demasiada gente del gremio y por ahí no debemos mostrar ni un indicio de debilidad –afirmó Jaramillo.

–¿A quién podíamos encargárselo? –le preguntó K.

–Yo enviaría a Henry –apuntó Jaramillo.

–¿Henry? –K se pellizcó la frente, pero la memoria no se extrae como un grano.

–Sí, el muchachito colombiano del que le hablé.

–Ah... ya caigo. Cómo te tira la patria, eh, Jaramillo –bromeó, pero enseguida deshizo la sonrisa–. ¿Pero tú lo ves ya preparado? ¿No será demasiado joven para empezar tan fuerte?

–Tiene dieciocho años, sí es joven –respondió Jaramillo–. Pero se sorprendería de lo rápido que aprende. Lo tiene todo para llegar a ser bueno: indiferencia ante lo que le rodea (u odio, no sé calibrarlo), desocupación, poca familia y amistades acá, gran inteligencia e intuición; es de escasas palabras, discreto y frío como pocos, ah, y sin papeles... Creo que debemos darle chance.

–No suena mal. Llámale, quiero conocerlo.

Pese a que estaban avisados de la llegada de Henry, los vigilantes de la puerta se sobresaltaron al oír el timbre. Incluso uno de ellos se llevó instintivamente la mano dentro de la cazadora, hasta llegar a rozar la culata de su pistola. Abrieron la puerta y un chico delgado la franqueó. Vestía pantalones vaqueros gastados y algo caídos, la parte de arriba de un chándal y una gorra de una marca de whisky calada hasta las cejas que ensombrecía su rostro hasta tal punto que los vigilantes no sabían si los estaba mirando o no. Bajo su mentón, unos cuantos pelos intentaban, con limitado éxito, juntarse para formar una perilla. Uno de los matones lo cacheó desde los calcetines hasta la visera y le quitó una pequeña navaja.

–Cuando salgas te la devuelvo –le dijo con una voz tan cavernosa y siniestra que solo le faltó añadir: «... si es que sales».

Jaramillo lo recibió en el salón con un abrazo de cortesía y K lo examinó de arriba abajo mientras eran presentados.

–Mucho gusto –dijo Henry.

–Sentaos –los tres tomaron asiento en la mesa redonda; K se encajó casi en la silla y señaló con un dedo hacia la entrada–. Supongo que eres consciente del paso que has dado al cruzar esa puerta y haberme visto la cara.

Henry se subió un poco la visera para que K le pudiera ver los ojos al responder. Eran unos ojos de color gris oscuro, semejante al del cielo cuando amenaza tormenta.

–Totalmente, señor; entre Jaramillo y Roque se ocuparon de...

–¡No! –interrumpió K, y Henry se abstuvo de preguntar «¿no, qué cosa?», por miedo a meter la pata–. No eres plenamente consciente. Jaramillo me ha hablado mucho y muy bien de ti, de tu potencial, de tus cualidades... Llegaste a conocernos a través de Roque, ¿verdad?

–Cierto. Tenía algunos asuntillos con él.

–Y te gustan su coche y su moto, ¿no es así?, y las juergas que se corre con un taco de billetes que parece no tener fin, las preciosas mujeres con las que se exhibe, sus cadenas de oro...

–Así es, señor –afirmó Henry, no porque lo sintiese del todo, sino porque tenía la convicción de que eso era lo que K esperaba oír.

Jaramillo observaba la escena con indiferencia. No era la primera vez, ni probablemente fuese la última, que asistía a esa especie de rito de iniciación que K imponía a cada nuevo miembro, aunque Jaramillo dudase de su utilidad. Sabía perfectamente que ahora le enumeraría las estrictas reglas de la organización, después le sometería a la prueba del disparo y, por último, le daría el dinero de bienvenida.

–Pues tú podrás tener todo eso: podrás ganar en un mes lo que en tu país se gana en años, Henry, e incluso más, si realmente eres tal y como te pinta Jaramillo. No lo dudes, solo va a depender de ti, solo de ti. Eso sí, recuerda lo que te voy a decir. Incorpóralo a tu cabeza de la misma forma que el andar o el respirar. ¿A que ningún día te has levantado y se te ha olvidado andar o respirar? –Henry negó mecánicamente con la cabeza–. Pues así de metido quiero que lo tengas. Primero: las órdenes son de obligado cumplimiento y las doy yo; y si yo no estoy, que será lo más frecuente, Jaramillo o la persona que yo te designe –cada vez que pronunciaba yo, alzaba la voz, tenía que dejar claro qué era lo más importante de la frase–, y nadie más que yo. Segundo: me importa tres cojones lo que hagas con tu vida, pero cuando vayas a trabajar, sobre todo en los momentos más delicados, imagino que sabrás cuáles, hazlo completamente sereno: ni drogas ni alcohol. Tercero: si te trincan, algo que nadie desea, mejor que no cantes; te puedo asegurar que cualquier condena que dicte un juez es preferible al castigo que te impondríamos nosotros. Y cuarto: aquí no existe la palabra despido, o mejor dicho, sí existe, pero solo la saben pronunciar nuestras pistolas. ¿Te ha quedado claro?

Henry asintió enérgicamente, pero su rotundidad tropezó con el peso de la responsabilidad. Quizá fue justo en ese momento cuando asumió de verdad su nueva condición; no obstante, lo supo digerir por dentro y ni K ni Jaramillo notaron nada. El primero desvió su mirada hacia el segundo.

–¿Con qué modelo habéis entrenado?

–Con la Cougar 8000 –respondió Jaramillo.

–Trae una.

Jaramillo se dirigió a la estancia contigua y se arrodilló junto a la pared del fondo. Apartó con cuidado un trozo de rodapié, levantó una de las baldosas y metió la mano por el hueco. Palpó hasta dar con un pequeño montón de pistolas, extrajo una y sonrió al comprobar que era precisamente del modelo que buscaba. La agitó, sopló y frotó contra su camisa hasta dejarla limpia, y volvió con ella. Henry no perdía detalle de cómo Jaramillo la colocaba en la palma de la mano de K. Si llevaba con los ojos bien abiertos desde que había entrado en la oficina sur, con una pistola por medio, más aún. K la depositó sobre la mesa, justo enfrente de Henry, que de reojo se percató de que el seguro estaba quitado. La voz de K, que no se sabía si retumbaba más dentro o fuera de su voluminoso cuerpo, recorrió el pasillo con el encargo de que se presentase en la sala uno de los matones de la puerta. Entretanto, le pidió a Henry que cogiera la pistola. Él obedeció. Nada más aparecer el vigilante, K gritó:

–¡Dispárale!

Henry, sin inmutarse en apariencia, levantó el arma, apuntó y apretó el gatillo. Clac. La pistola estaba descargada, pero él no se sorprendió. Los que sí lo hicieron fueron Jaramillo y K. Pocas veces alguien, ante esta prueba, había disparado tan rápido y tan seguro de lo que hacía. A Jaramillo incluso se le escapó una palmada.

–¿Vio cómo no me equivoqué con él?

–Parece que no –masculló K.

Henry devolvió la pistola a la mesa y, aunque le sonó un poco forzado, remató la prueba con unas palabras que sabía que gustarían:

–Órdenes son órdenes, señor.

Jaramillo y K sonrieron abiertamente. Henry los acompañó, pero por motivos distintos. Mientras que los primeros creían haber reclutado a uno de esos pistoleros autómatas que ejecutan lo que se les ordena sin cuestionarse nada, el segundo sonreía de pura satisfacción porque su instinto deductivo no le hubiese fallado. En el breve intervalo de tiempo transcurrido desde que recibiera la orden de disparar hasta que su dedo apretó el gatillo, había sido capaz de conjugar un alto número de factores que apuntaban hacia la misma conclusión: que no había ninguna bala en el cargador ni en la recámara. La cara de susto del matón, pésimamente interpretada; el hecho de que no tratara de esconderse; el seguro quitado, cuando Jaramillo se hartaba de recordarle que siempre lo llevase puesto; lo peligroso que resultaría que se oyese el disparo en una oficina tan discretamente camuflada... En un fogonazo había mezclado todo, y aunque ninguna era una pista concluyente, todas juntas le habían permitido apretar el gatillo con ciertas garantías. Apagadas ya las sonrisas, K llamó al mismo guardaespaldas y, con un leve gesto, le hizo entender lo que tenía que hacer. Sacó de la cazadora un par de billetes grandes, de los que Henry nunca había visto, y se los ofreció. Los tomó como si fuesen una reliquia. Jaramillo giró los ojos hacia K, a la espera de la consabida pésima broma que en este punto solía hacer:

–¿Has visto a alguien tan agradecido que le intentes matar y te suelte pasta? –y se rio como si acabase de inventar el humor, y los demás no tuvieron más remedio que imitarle, para algo era el que mandaba–. Ahora Jaramillo te explicará tu primer trabajo. Yo tengo que irme.

Ambos acompañaron a K hasta la puerta. Al quedarse solos, Jaramillo se mostró un poco más afable, menos encorsetado por la autoridad de K, y le posó una mano en el hombro.

–Qué bueno...

Henry se limitó a asentir con la cabeza.

–Felicitaciones, parce, ya haces parte de la organización. Ahora no se le olviden las normas de K ni todo lo que hemos conversado antes. Desde que lo conozco, me ha demostrado que no es un huevón, así que no me vaya a hacer quedar mal.

–Tranquilo.

Jaramillo alargó la mano hasta donde se encontraba el informe y se lo acercó a Henry, que al leerlo no pudo evitar sorprenderse de su minuciosidad.

–En este caso llegó al desenlace, ya agotamos todas las vías de negociación y no podemos permitirnos el lujo de dejar escapar el muñeco con vida. En eso somos inflexibles, es una cuestión de reputación. ¿Qué pensarían de nosotros si no lo hiciéramos? Nos tomarían por simples aficionados, no más.

–Entiendo –dijo Henry, que no se caracterizaba precisamente por hablar mucho.

Jaramillo le dio órdenes precisas con la misma naturalidad con que se le explicaría su cometido a un repartidor de publicidad: lugar y hora, condiciones que debían darse para ejecutarlo, forma de escapar... El día estaba por confirmar, pero cuanto antes. Henry asentía en todo momento. Era consciente de que todo había cambiado para él, pero trataba de no asustarse. Matar a una persona no debía de ser tan grave: al fin y al cabo, si todos terminaríamos muriendo, qué más daba llegar al final antes que después; una vez muerto, ¿acaso a alguien le iba a importar?

Por último, Jaramillo se ausentó de la sala unos segundos y volvió con un teléfono móvil.

–Este celular es solo para que yo lo contacte a usted. Yo a usted –recalcó–. No haga llamadas ni le dé el número a nadie, y no hable por él de nada que pueda resultar comprometedor, esas cosas siempre cara a cara y en lugares confiables. Yo lo llamaré casi todos los días. ¿Okey?

–Okey.

–¿Quiere que lo lleve a algún sitio? Traje el carro.

–A casa –dijo Henry, sin mucho convencimiento.

En la puerta solo quedaba uno de los vigilantes, el pésimo actor, que era el encargado de la oficina; los otros dos se habían ido con K. Antes de despedirse de él, Henry le mostró la mano para recordarle que tenía algo que le pertenecía. El matón cayó en la cuenta y le devolvió la navaja. Para una cosa que tenía que hacer y ya se había olvidado.

Ya en el coche, Henry no paraba de moverse y de meterse la mano por dentro del pantalón.

–¿Qué pasó?

–Que me pillé un huevo entre el celular y la pistola.

2

Que como amigo soy genial...

Para, soooo, quieta, no sigas hablando, que ya sé lo que viene después. Si estás intentando ligar y con lo primero que te saltan es con lo buen amigo que eres, estás perdido, no le des más vueltas ni te agarres a aquellos pequeños detalles que han alimentado tu esperanza. Es un tópico, pero es que es así, no hay vuelta de hoja. Como cuando le preguntas a alguien si está buena una tía y te dice que es muy simpática. Topicazo, pero real.

A Marta se la veía aún más incómoda que a mí. Estaba dando mil rodeos para no terminar de decir lo que ya sabía que me iba a decir, así que preferí facilitarle el trabajo y no perderíamos más tiempo ni ella ni yo.

–Vamos, que nada de nada.

–Hombre, Alberulo, verás... yo... –titubeó.

–Que no pasa ni media, tú tranquila, no eres la primera ni serás la última.

–Pero no quiero perderte como amigo por esto.

–Que nooo, tranquiiila.

–Te considero un muy buen amigo y no desearía que esto lo estropease.

Qué pesada, hay que ver de lo que es capaz la mala conciencia. Marta se debía de imaginar que si no suavizaba el rechazo, yo sufriría hasta límites indescriptibles, que iría dándome cabezazos por las esquinas... A veces nos damos más importancia de la que tenemos. ¿Tan difícil era que me dijese: «No me gustas», o incluso suavizándolo un poco: «No eres mi tipo»? Casi prefería que me llamase feo, borde, asqueroso o cualquier otra cosa, antes de que siguiese llamándome amigo, amigo, amigo. Al final iba a cogerle asco a la palabra.

Sin que se diese cuenta, introduje mi mano en el bolsillo del pantalón y apreté el botón del móvil que detenía la grabación.

–¿Volvemos al banco? –me preguntó al fin.

–No sé. Si se te ocurre algo mejor, nos quedamos –le dije, de coña.

Regresamos al lugar donde estaban el resto de amigos (con perdón), y poco a poco, como quien no quería la cosa, fuimos distanciándonos, buscando distintas conversaciones, evitando cruzar miradas.

A las diez y media decidí marcharme a casa. Me despedí de todos en general y de ninguno en particular. No me habían afectado las calabazas que me acababa de endosar Marta, solo estaba cansado de llevar cuatro horas y pico en el mismo banco en el exterior del centro comercial. Pasábamos tantos días allí que la gente debía de pensar que habíamos sido instalados con él. Éramos simple mobiliario urbano: paradas de autobús, farolas, papeleras, bancos... y pandilla de jóvenes. Además, y creo que este era el principal motivo de mi marcha, tenía curiosidad por ver si Aarónica se conectaba también esa noche. La había conocido una semana antes en un foro y me había mandado un mensaje privado en el que me pedía mi dirección de messenger. Me pareció raro. Hacía tanto tiempo que no usaba ese programa que creía que ya ni existía. Me conecté con cierta prevención, pero enseguida me relajé. Y desde entonces hablábamos a diario. Lo más increíble era que ningún día nos habíamos citado para el siguiente, pero siempre habíamos estado allí. Aarónica era fascinante y demasiado madura para su edad. Tenía dieciséis años, igual que yo, y no solo era de Madrid, sino también de mi barrio. Casualidades de la vida. Había intentado repetidas veces sonsacarle su dirección, o al menos su calle, pero había sido en vano. Mucha gente ligaba por internet, algo que yo, hacía apenas una semana, no acababa de ver posible. Sin embargo, eran las diez y media de una noche de sábado y, aunque no estaban mis padres para controlar la hora, ya estaba volviendo a casa para encontrarme con ella. Había conocido bastantes chicas por internet (normalmente me calaban las intenciones y se escaqueaban), pero nunca había llegado a ese grado de acercamiento, a esa magia que transformaba las frías letras de un ordenador en cálidas palabras susurradas al oído. También es verdad, hay que reconocerlo, que si Marta no hubiese pasado de mí, quizá solo me habría acordado de Aarónica de refilón, pues más valía chica de carne y hueso en mano que chica de líneas e iconos volando en una pantalla.

Pero las cosas fueron como fueron y no como hubieran podido ser.

A pocos pasos de mi casa, escuché una especie de petardazo, una lejana detonación, y varios metros más adelante, cuando estaba a punto de entrar en el portal, una traca de cinco o seis más. Los escasos peatones dimos un pequeño respingo. Qué raro, si no estábamos en Navidad.

Subí a mi piso. Se oía bastante jaleo desde el descansillo: música, voces... Ana, mi hermana mayor, había aprovechado que mis padres no estaban ese finde en casa para montar una fiesta. Abrí la puerta y el ruido se multiplicó por tres. Dentro había una espesa niebla con olor a tabaco. A la mañana siguiente (ya me conocía el percal), tendríamos que abrir todas las ventanas de la casa para ventilar antes de que volviesen mis padres. Allí estaba Ana con su gente. Hablaban muy alto, con un tono de voz que les permitiese hacerse oír por encima de la música. En la mesita del salón no cabía nada: bolsas de patatas, hielos, botellas, ceniceros, servilletas, vasos... todo apretujado en un extraño equilibrio. Sus amigos me saludaron y yo correspondí con un gesto desde la puerta. Prácticamente los conocía a todos, pero no me entretuve, seguí mi camino hacia el cuarto de estar. Nada más encender el ordenador, oí los pasos acelerados de Culo, mi hermano pequeño, que apareció al momento en el cuarto. Sabía exactamente lo que venía a decirme. Últimamente estaba pesadísimo.

–Álber, vamos a jugar a la consola.

A mí me encantaba jugar, pero se me quitaban las ganas cuando Culo me asaltaba con lo mismo a diario.

–Acabo de encender el ordenador. Además, no podemos, están estos en el salón, no nos vamos a poner ahí en medio.

–Pues la enchufamos a la tele pequeña –insistió.

–Espera un rato, anda. Yo te aviso cuando termine. Y ahora vete a tu cuarto.

–¿Y cuánto vas a tardar?

–No lo sé, Culo, puede que diez minutos o dos horas.

Mi hermano se marchó refunfuñando. Cuando quería algo, lo quería ya. No lo podía culpar por eso: tenía a quién parecerse.

Me conecté al messenger y el único monigote verde entre mis contactos era el de ella: Aarónica. No sé si podría llamarse sorpresa lo que sentí, pues en el fondo algo me decía que iba a ocurrir, aunque fuese sábado. Ahí estaba ella, frente a mí de nuevo.

Aarónica dice: Hola, Gótico, te echaba de menos en mi pantalla.

Nos saludamos como viejos conocidos y a continuación le formulé una pregunta:

Gótico dice: ¿Cómo es que no has salido hoy, sábado sabadete?

Aarónica dice: Tenía una cita...

Gótico dice: ¿Una cita?

Aarónica dice: ... contigo.

Un escalofrío me atravesó la espina dorsal como una flecha de hielo. Charlamos un rato sobre lo que habíamos hecho ese día y, no sé por qué, quizá por la cercanía cada vez más evidente, o por la decepción de Marta, o por pura impaciencia, me decidí a pedirle que nos viésemos:

Gótico dice: El día aún no ha terminado y mis padres no están en casa. ¿Te apetecería quedar conmigo?

Aarónica dice: Tentador, jeje, pero es que es muy tarde, los míos sí que están en casa y a estas horas ya no me dejan salir.

Gótico dice: Es una pena. Además, mi hermana está haciendo una fiesta aquí. Te podrías haber apuntado.

Aarónica dice: Una fiesta en tu casa... Espero que no haya muchas chicas guapas.

Gótico dice: Descuida, hay pocas chicas y ni me he fijado en si son guapas o no. No me importa.

Aarónica dice: Tengo ganas de ponerte una cara, no sé si algún día sucederá.

Gótico dice: Claro que sí, yo también estoy deseando conocerte.

Deambulamos por varios temas. A Aarónica le encantaba preguntar. No hacía otra cosa que tratar de averiguar cosas sobre mí, sobre cómo me veía a mí mismo, cómo veía el mundo, qué opinaba de sucesos, actitudes, noticias... A veces me resultaba cansado pensar tanto, pero cuando le mostraba el primer indicio de malestar, ella distendía la situación contándome algo gracioso o curioso de su vida. Debía de ser una chica muy especial y no entendía qué le podía haber enganchado de mí, uno de los chicos más normales y simples al norte del Polo Sur.

De pronto, noté que alguien me tiraba de la manga. Era Culo.

–¿Te queda mucho?

Lo aparté de un manotazo. Si yo tenía que esperar para quedar con Aarónica, que esperase él también para jugar.

–No lo sé.

–«Aarónica dice: en general, ¿eres feliz?» –leyó mi hermano en la pantalla–. ¿Qué es eso, Álber?

–¡Nada! –me interpuse entre las palabras de Aarónica y sus ojos extrañados–. Y vete a tu cuarto, que ya te avisaré.

–Es que me aburro.

–Pues te aguantas.

Gótico dice: Psiiii... Noooo... La verdad es que no sé si soy feliz, creo que sí. ¿Eso qué querrá decir: que lo soy o que no?

Aarónica dice: Te aseguro que si fueses infeliz, te darías cuenta, no estarías dudando. Aunque no es menos cierto que si no estás seguro, es que aún tienes margen para llegar a ser más feliz.

«Sí, contigo», pensé, pero no me atreví a teclearlo.

Aarónica dice: Gótico, ¿qué crees que somos tú y yo?

Buena pregunta. Se me ocurrió responder que novios, cibernovios o una pareja que empieza... Pero al final me corté, me parecía demasiado osado. En realidad, ni siquiera sabía si éramos amigos. Yo me sentía muy próximo a ella y llevábamos una semana intensiva de confidencias, es cierto, pero nunca se sabía...

Gótico dice: Sinceramente, no lo sé. Y tú, ¿qué crees?

Aarónica dice: Quizá dos personas que, arrastradas por el torbellino del azar, se han encontrado en la infinita soledad del mundo.

Algunas frases de Aarónica me dejaban completamente a cuadros, descolocado. Cómo podía una mente, con los mismos años de vida que la mía, escribir eso.

Gótico dice: Es precioso, me encanta que seamos eso (aunque no lo entienda del todo).

Aarónica dice: Jejeje.

Gótico dice: Una cosa aparte, ¿por qué te llamas Aarónica? ¿Qué significa? ¿Es algún personaje de una peli o de un videojuego?

Aarónica dice: Puede que termine siendo el personaje de un libro.

Gótico dice: ¿Que termine siendo...? No lo pillo.

Aarónica dice: No me hagas ni caso. Te explico de dónde viene. Cuando fui a elegir un nombre, abrí el diccionario con la idea de buscar al azar una palabra que me gustase, pero apenas tuve que buscar. «Aarónico» era la primera que venía (después de la «a» a secas, claro), así que no busqué más.

Gótico dice: ¿Y qué significa?

Aarónica dice: Perteneciente o relativo a Aarón, personaje bíblico, hermano de Moisés. Pero a mí eso me da igual, simplemente me sonaba bien. Y Gótico, ¿por qué?

Gótico dice: Nada especial. Estaba viendo una película con mi hermana y me gustaba la estética que tenía: oscura, asombrosa, terrorífica, melancólica, siniestra... Entonces mi hermana dijo que era una película muy gótica, y también me gustó la palabra, así que me la agencié.

Aarónica dice: ¿Eres oscuro, asombroso, terrorífico, melancólico, siniestro...?

Gótico dice: No mucho. O nada, diría yo, pero de alguna forma me atrae.

Aarónica dice: