Ríe, payaso, llora - Alfonso Alcalde - E-Book

Ríe, payaso, llora E-Book

Alfonso Alcalde

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Ríe, payaso, llora es una antología de cuentos del destacado escritor Alfonso Alcalde. En estos textos encontramos una pequeña muestra de una obra desmesurada en la cual el circo tiene un lugar señalado. Muy pocos antes de Alfonso Alcalde habían mostrado con tanta potencia la risa y el llanto propios de los sectores más marginados de nuestra sociedad. Es, sin embargo, de acuerdo a las propias palabras del autor "un circo fuera del circo", en el cual payasos, trapecistas, domadores, leones, caballos y múltiples otros artistas circenses se mezclan con los humildes habitantes de lluviosos pueblos y caletas del sur de Chile. Sus notables cuentos nos revelan una imagen carnavalesca, entrañable y conmovedora de un mundo que habría permanecido oculto e invisibilizado de no ser por su deslumbrante talento y por el profundo amor que profesó a las masas populares de nuestro país.

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Alcalde, Alfonso

Ríe, payaso, llora. Antología de cuentos / Alfonso Alcalde ; selec. y pról. de Cristian Geisse Navarro. – Santiago de Chile : FCE, 2023

155 p. ; 17 × 11 cm – (Colec. Popular ; 893)

ISBN 978-956-289-300-8

ISBN digital 978-956-289-311-4

1. Cuentos chilenos 2. Literatura chilena – Siglo XX I. Geisse Navarro, Cristián, selec. II. Ser. III. t.

LC PQ8097.A72 Dewey Ch863 A665r

Distribución mundial

© Cristian Geisse

D.R. © 2023, Fondo de Cultura Económica Chile S.A.

Av. Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile

www.fondodeculturaeconomica.cl

Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

www.fondodeculturaeconomica.com

Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A.

Diagramación: Macarena Rojas Líbano

Imagen de portada: Rodrigo Elgueta

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-956-289-300-8

ISBN digital 978-956-289-311-4

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

ÍNDICE

Prólogo

Hoy, hoy, hoy...

La mujer de goma

Almacencito “La Gloria”

Paraíso para uno

Zapatos para Estubigia

Consejo de amigo

El peregrino del golfo

Ríe, payaso, llora

Un caballo como pocos

PRÓLOGO

Pasen todos a ver el circo de Alfonso Alcalde

Alfonso Alcalde no era un ser humano normal. Pero quién lo es, dirán ustedes. Bueno, él no lo era. Era un monstruo, un monstruo en el sentido etimológico de la palabra: un prodigio, algo digno de ser visto y advertido. Por fuera parecía que no mataba una mosca. Sabía pasar desapercibido. Pero un universo de una intensidad difícil de asimilar se agitaba en su interior. Hoy, afortunadamente, todavía podemos ver su extraordinario espectáculo en la pista del circo que montó para deslumbrarnos.

Yo no sé si habría un diagnóstico, pero es más o menos claro que era lo que hoy llamaríamos un bipolar. Tenía periodos de un frenesí lleno de intensidad y energía: dormía poco, trabajaba incansablemente, tenía ideas luminosas a cada rato, se superponían unas a otras de tal forma que no alcanzaba a realizarlas todas. Luego venían los bajones, caía en pozos profundos, depresiones que lo aislaban, lo paralizaban y le impedían disfrutar de la vida. Yo le echo la culpa en parte a que, en 1921, naciera en Magallanes: allá hay inviernos en los que amanece a las nueve de la mañana y la luz ya se ha ido a las cinco de la tarde. En verano el sol sale en la madrugada y se va casi a medianoche. A veces pienso que el niño que fue Alfonso mapeó su cerebro y su biorritmo con tales extremos lumínicos y, ayudado por la genética y sus circunstancias personales, desarrolló esos ciclos de euforia y depresión que lo hacían maniático y desmesurado.

En un bendito momento decidió que sería poeta. En Chile, por ese tiempo, los poetas eran verdaderos portentos, monstruos colosales, gente que producía fascinación. Vivir como uno de ellos –ya sea en el éxito o la miseria– fue la opción de miles de jóvenes como él. Se sentían capaces de cambiar el mundo, de alterar la percepción de la realidad, de acabar con las injusticias de nuestras sociedades. Alfonso se la jugó del todo en ese sentido. Creo que lo hizo porque sabía que había material de dónde sacar. Rápidamente ha de haber comprendido que tenía talento: su padre le puso un profesor de piano y él, en muy poco tiempo, mostró tales adelantos que lo mandaron a Santiago. Pero era rebelde e impredecible. En vez de eso comenzó a vivir como un poeta –o como la idea que él tenía de uno: huyó de su casa y recorrió parte de Latinoamérica como un linyera, “como un vagabundo libre y total” dice él. Desde más o menos los dieciocho años y hasta los veinticinco, mientras erraba por la tierra, hizo de todo: pirquinero, carpintero, jardinero, vendedor de féretros, contrabandista de caballos, recepcionista de moteles. Después de eso volvió a Chile y, como un barco a la deriva, terminó en Concepción. Recién entonces se puso a escribir como un demente: poemas, sonetos, epopeyas, cuentos, microcuentos, teatro, crónicas, reportajes y guiones. Se casó cinco veces. Tuvo varios hijos. En 1973, por el golpe militar, salió de Chile y recorrió parte del mundo en condiciones muy difíciles: Argentina, Uruguay, México, Rumania, Israel y España. Aunque, como dice el primatólogo Franz de Waal: se puede sacar a un mono de la jungla, pero no a la jungla del mono. En el caso de Alfonso, jamás pudieron sacar a Chile de su cuerpo y de su alma. Porque el amor de ese hombre por este país era de una hondura –me parece– muy difícil de hallar hoy en día. Y su enamoramiento estaba centrado sobre todo en lo que podríamos llamar nuestras culturas populares, el pueblo de Chile, la gente más empobrecida, pero así mismo enriquecida por una forma de vivir llena de una luz invisible para muchos. En Chile hay muchos escritores que han logrado revelar esa luz. Los que más le gustaban a Alfonso era gente como Pablo de Rokha, Violeta Parra, Manuel Rojas y Carlos Droguett. Quizás con la excepción de Violeta, muy pocos habían sido capaces de captar la alegría, epifanías y jolgorios que esas clases sociales también proyectan sobre el mundo. Alcalde la gozaba y fue capaz de transmitirla con un poder que no puede pasar desapercibido para nadie. En este libro esperamos puedan ver algo de eso, porque está centrado en una de sus grandes fascinaciones: el mundo del circo.

La verdad es que, como dice él, su circo está fuera del circo. Los domadores, trapecistas, mujeres de gomas, equilibristas, caballos, culebras, leones y, sobre todo, los payasos, circulan por los lluviosos pueblos del sur de nuestro país, revelando lo que algunos han calificado como un realismo grotesco o un surrealismo popular que me parece único, brillante, digno de este hombre al que yo quiero tanto.

Hay que entender, además, que el que van a ver en estos relatos es en gran medida un Chile que ya desapareció, pero que revela algunos de los aspectos que mejor nos pueden ayudar a comprendernos: es solidario, sufrido, gozador, trágico, gracioso y auténtico. Su forma de vivir al día los vuelve libres y admirables. El uso del lenguaje es una muestra de aquello. Su comportamiento demencial y subversivo también. Visibilizar este mundo popular, lejano o desagradable para muchos, era parte de las intenciones de Alcalde. Deseaba así dar cuenta de lo que él llamaba “el absurdo tesoro de la miseria”.

En gran medida ese pueblo, esa forma de vivir la pobreza, ha desaparecido, pero es un precedente de nuestras actuales culturas populares, de sus atrevimientos, de su desfachatez, de su rebeldía y de sus luchas. Alcalde hubiese deseado que se lo leyera así, estoy seguro.

Considero a Alfonso un amigo y compañero, aunque esté muerto y nunca lo hubiese conocido en persona. Es mi maestro fantasma. La intensidad con la que vivió le pasó la cuenta, y un lluvioso día de mayo de 1992 decidió acabar con su vida colgándose con un cinturón en una triste y pobre casa de Tomé. A pesar de este terrible y oscuro detalle, se ha vuelto tan cercano a mí que lo veo cada cierto tiempo: en mis sueños se ha aparecido ya en tantas ocasiones. La última vez era un niño mexicano vestido todo de mezclilla. Me decía sonriendo: “mi nombre es Alfonso Alcalde” y yo casi me ponía a llorar de la alegría. Entendía que tenía una nueva oportunidad de ser feliz y entregar lo suyo, qué más quisiera yo y todos quienes lo admiramos. En cierta forma, esta antología es parte de esa oportunidad. Releyendo recientemente sus cuentos para preparar esta antología, no pude evitar lanzar carcajadas y emocionarme hasta las lágrimas: ¡Alfonso está ahí! ¡Está vivo! ¡Qué maravilla! ¡Qué hermosa manera de resucitar a cada rato! La tragedia, la ternura, la amistad, el amor, la comprensión, las risas, los llantos, todo eso que él disfrutaba tanto y que nadie más que él hubiese sido capaz de comunicar de la forma en que lo hizo, están en esta pequeña muestra de su arte.

Los invito a leerlo con la comprensión que a él lo caracterizaba, perdonando sus errores y deslices, pero gozando al máximo sus aciertos, sus prodigios, sus resplandores. Me siento invitándolos a un mundo secreto para el cual Alfonso tenía siempre la puerta abierta de par en par, aunque, por alguna razón, muy poca gente visitaba. Es casi la entrada de un circo mágico del que yo quisiera que ustedes salieran transformados, como salí yo desde los primeros momentos en que entré en contacto con este hombre de carne y hueso, cuyo espíritu fue tocado por el rayo y que hoy es capaz de llegar hasta nosotros gracias a su incomparable talento.

Así que, por favor, pasen, pasen, pasen todos a ver el Circo de Alfonso Alcalde y deslúmbrense con este monstruo luminoso, con sus prodigios y milagros.

Ojalá lo disfruten.

CRISTIAN GEISSE NAVARRO

HOY, HOY, HOY...

PERSONAJES:

Un payaso

Un león

Don Macaya, almacenero

Otros artistas

LUGAR DE LA ACCIÓN: una caleta de pescadores.

Llegó el circo

El león, el elefante, los payasos bajo la lluvia de la tarde cayendo sobre el deteriorado convoy. El conjunto hizo su entrada por la caleta Punta Lavapié en las últimas horas, cuando soplaba el viento sur entre la soledad del caserío: solo los perros ladrando y algunos niños en medio del barro colgándose de los dos viejos camiones.

El empresario prefirió esperar la mañana para desfilar por la única calle, ordenando a los artistas armar sus carpas. Y ahí estaba el temporal, silbando entre las jaulas de los animales, inflando las lonas, enturbiando el mar quebradizo. Se goteaba la jaula del león; el animal parecía estar a la intemperie, zarandeándose como un perro con pulgas.

Todo era trajín en el campamento: los payasos protegiendo los trapecios, las cuerdas, las sillas, el elefante, los baúles, la pequeña caja de las pulgas amaestradas. La mujer de goma reunía sus bártulos, protestando como de costumbre:

–¡Tiempo maldito! Y yo en este pueblito de mala muerte. ¿En qué estuve que me convencieron? Es lo único que faltaba. Muertos de hambre, sin un cinco y ahora... (y miraba la doble suela de barro de sus zapatos, los goterones de mugre que habían ensuciado su vestido en medio del humo de la fogata).

Continuaba resquebrajándose el mar: las olas seguían tropezando entre sí, en un diálogo áspero y de tal sonoridad que asustaba a las gaviotas, empujándolas hacia el campamento y, desde la altura tambaleante, miraban las pequeñas carpas del circo opacado por la lluvia, los reducidos fuegos retorciéndose, el león dando diente con diente y con la cola entre las piernas, flaco y esmirriado, oteando el cielo pardo.

El payaso Caluga decidió salir a dar una vuelta al empezar la mañana. Se fue caminando junto a una fila de redes y espineles, canastos con escamas y cabezas secas de pescado aun cuando el viento le entorpecía el andar y la lluvia –al taparle los ojos– deformaba la bahía; apenas un fragmento de las embarcaciones, los botes encabritados alrededor de la espuma turbia; todo sucediendo con gran celeridad hasta que se limpiaba los ojos y un nuevo chapuzón le caía entre las pestañas; finas rejas dejándole ver la arboleda cristalina, las casas transparentes y el Almacén “La Brisa”.

–¿Cómo dice que le vaaa? –alargando la mano huesuda y fraterna. Y luego–: Aquí estamos, Ramos, para hacer reíííííír a la distinguida concurrencia.

El almacenero Marcial Macaya lo miró con extrañeza.

Caluga: –Oiga, amigo, soy del circo.

El almacenero: –Sí, ya me di cuenta (con voz cortante). ¿Qué desea?

–¡Esta lluvia, amigo!

–Eso que está empezando el temporal no más.

–Vamos a quedar mojados como diucas.

–Humm, como sapos, diría yo. Esto es de todos los inviernos.

–¡La suertecita nuestra!

–Aquí tiran el agua con balde. ¿Y a ustedes qué les dio por venir?

–Chih, si llegamos por milagro. Nos fue mal por Lota y Coronel. Los mineros quedaron desplatados con la huelga.

–Salieron del fuego y cayeron a las brasas.

–¿Por qué?

–Si aquí nadie tiene un centavo.

–¿Ni para ver al león?

–Qué león ni qué ocho cuartos. Con la llegada de Huachipato murieron las sardinas y los congrios andan lobos. Yo les aconsejo que regresen.

–¿A dónde?

–Eso es cosa de ustedes. Pero no se queden aquí.

–¡Cómo nos vamos a ir cuando ya nos comimos la leona!

–¿Qué está diciendo?

–Fue por necesidad. La salimos a vender por la calle. Yo mismo con una correa en el cogote. Se la “regalamos” a un curadito de Concepción por cincuenta lucas...

–¡Qué barbaridad!

–La gente se aprovecha; estaba tan desmejorada la pobre que parecía gata. Estos animalitos no tienen aguante, pero cuando salen buenos pobres, casi viven del aire.

–No sabía.

Llegaron los niños con los cucuruchos de papel embutidos en la cabeza y los toscos ponchos cargados al agua.

–Medio de pan, tanto de ají, tres cebollas de las mejores, un pichintún de comino y... se me olvidó...

–Dile a tu mamá que mande el pedido en un papel.

–Es que se me perdió el papelito, don Macaya.

El payaso se acercó al mesón mientras la lluvia pasaba dando vueltas por las dos ventanas:

–¿Nos podría dar algo a cuenta?

–¿A cuenta de qué? –preguntó el almacenero.

–De la función de la noche.

–Hay que ver que es porfiado usted, amigo. La función será un fracaso –insistió el comerciante–. Aquí en la caleta con esta lluvia nos recogemos temprano.

–Pero algo que sea –insistió el artista torciendo la cara.

–No están los tiempos para fiar. Mire el letrerito.

El payaso observó el cartón; estaba impresionado por el ulular de la lluvia enredándose a cada instante.

–Les daremos entrada libre a usted y a toda su familia –argumentó, mirando el rostro imperturbable del almacenero.

–¿Y qué es lo que necesita? –preguntó el comerciante con tono indiferente, aunque más cordial.

–¿Se imagina lo que come un circo?

–Claro, pero no crea usted que yo...

–No, por supuesto. Es para salir del apuro no más.

–Les fiaré unos cinco mil pesos de mercadería.

–Muchas gracias, don Macaya. Esta noche, después de la función, le damos la plata.

–¿Qué será?

–Una media docena de tarros de leche condensada, cinco kilos de charqui (dos para el león y el resto para nosotros), un medio kilo de té, medio de pan. Póngale también un chuiquito de tinto de cinco litros.

–¿No será para el elefante?

–No, es para el administrador, que le pone desde temprano.

–Oiga, ¿el león come de todo?

–Sí, señor.

–¿Charqui también?

–¡Charqui! Tal como lo oye.

–¿Y no le hace mal?

–¡Bah, está acostumbrado!

–¿No será broma?

–No. Y viera cuando le damos cáscara de zapallos y las sobras del almuerzo. Con decirle que come hasta porotos. Es muy obediente.

–¿Y es grande el león?

–Auténtico, del África. Así.

Después bajó la mano con rapidez para disminuir la exageración.

–¿Y ruge?

–La preguntita suya; mire que no va a rugir. Escuche.

El almacenero alargó la oreja con la mano, parpadeando, pero solo pudo sentir el chisporroteo de la lluvia.

–No oigo nada.

–¿No le conté que era muy sufrido?

–¡Aaaah!

–Pero, cuando despierta, lo primero que hace es rugir.

–Debe rugir como los pájaros –dijo el almacenero regresando al mostrador.

–¿Quién le ha contado que los leones pían?

–No quise decir eso –aclaró el comerciante.

–Yo escuché clarito...

–Como los pájaros pían, el león ruge.

–Eso sí.

–Ya lo verá usted cuando desfilemos. Y cuidado con acercarse mucho.

–¿Por qué no le lleva más charqui, entonces? –agregó el comerciante con generosa simpatía por el animal.

–En confianza, amigo, el león es bueno para el charqui, pero no tanto.

–¿Y qué es lo que más le gusta, entonces?

–Usted no me va a creer.

–¿No será la compota de frutas?

–Cáigase de espaldas. Fíjese que se vuelve loco por la chancaca.

–¿Chancaca?

–Sí, señor, chancaca.

–No esté embromando, hombre.

–No le digo.

–¿Sola... o con sopaipilla?

–No se ría, don Macaya; es muy regalón el animalito.

–Oiga, amigo, y si andan a palos con el águila y con el león, ¿cómo se las arreglan para dar de comer al elefante?

–Uf, alimentar a ese animal es una tragedia. Pero es mejor que no me haga hablar...

El payaso esperó que el almacenero terminara de separar el pedido para los artistas del circo. Luego escalonó los trozos de charqui (“parece que es del bueno”, dijo), amontonando el resto de la mercadería contra el pecho:

–Será hasta la hora del desfile, don Macaya.

–Caramba que son porfiados. Escuchen mi consejo. Desarmen la carpa y sigan su camino.

–Se lo voy a decir al administrador.

–Todavía tienen tiempo. Suspendan la función. Ganarán plata.

–Eso no lo decido yo...

–Hagan lo que quieran. ¿Cuándo piensan pasar por aquí?

–Apenas “acampe” un poco.

–¡No sea optimista!

***

Los niños no se querían perder un solo detalle del paso de los artistas y, estirando el cuello en medio de la ventolera, trataban de atisbar el comienzo del desfile.

Por fin apareció el león encabezando el grupo detrás de la banda del circo; tres músicos tocaban una marcha y uno de ellos tenía conectado un pie a un platillo. Daba la zancada y de un golpe hacía estallar las chispas de agua en su tambor. Los sonidos eran como gárgaras y los ejecutantes vaciaban el instrumento a cada instante a medida que se les iba llenando.

El empresario, con su abollado tongo de charol, látigo en mano, se abría paso entre la pequeña multitud, advirtiendo con voz trémula:

–¡Cuidado con el león!

–¡No respondemos por él!

–Señora, señora, a usted le digo.

Y la mujer recogía a sus críos y los niños terminaban abrazándola impresionados por las amenazas.

Detrás del león iba la comparsa de payasos con sus trajes arrugados por la lluvia.

–Aquí viene el hombre –dijo el payaso Caluga, saludando al almacenero Macaya–. ¿Quiubo, qué le parece, ah? Está un poco atrasado, no más, pero todavía se la puede. ¡Ya, pues, pégale una aserruchada, saluda a la concurrencia!

El elefante se movía de un lado para otro, colgándole la piel.

–¡Eh! –le gritaron–. ¡Era más grande el difunto! –como si dentro de su piel existiera otro animal prisionero, porque el hambre había reducido su estatura, su estantería, y por eso el traje. La gruesa piel esmerilada, por la lluvia, quedaba colgando por todos lados. Daba la impresión de estar hueco, como si en realidad fuera de palo y todo el andamiaje de adentro sonara como esas piedrecillas de los juguetes para entretener a las guaguas, y los ojos, profundos, no demorarían en caer, también, de espaldas, perdiéndose en el vacío, en la orfandad, en la tragedia de la falta de mendrugo, pasto, pescado y zanahoria. Pero aun así eran firmes y altivos.

La mujer de goma: ¡solo a un loco se le puede ocurrir hacernos desfilar en este barrial!

El león al caminar lamía los restos de chancaca que le colgaban de los bigotes como estambres dorados.

–Hoy, hoy, hoy...

–Hoy, gran debut, hoy –anunciaba el payaso.

–Del famoso circo.

–Con las temibles fieras.

–Y el tragasables.

–Y el trapecista de la muerte.

–Y el león más fiero de la Tierra.

Fue en ese preciso instante que comenzaron a rodearlo los animales. Pocos ladridos y luego el ataque directo. El león lanzó un rugido débil y luego otro más potente en medio de los gritos del empresario:

–¡Retiren a los quiltros, retiren a los quiltros!

–Los va a hacer papilla –gritó una anciana.

El león seguía midiendo la fuerza de sus atacantes.

Los perros ya estaban mordiéndole la cola.

El rey de la selva se sentía viejo y abatido, pero aún le temblaba en los ojos una severa dignidad. Continuaba el ataque: los gruñidos, aullidos, la saliva bordeando los colmillos, mientras se distribuían para otra embestida.

El león intentó un zarpazo.

Aulló uno de los quiltros, para volver a tironearlo desde la cola con renovada furia.

Esta vez el ataque fue a fondo.

El almacenero Macaya seguía consternado ante la escena.

–Hay que darle más chancaca –gritó desde lejos.

–Es que es modesto el animalito –justificó el payaso–. ¿No ve que los quiltros no le hacen el peso?

Se sentó el león en el barro. Parecía de esos perros muertos de hambre que buscan la tibieza de la ceniza para morir. No quería pelear, no obedeció la orden furiosa del empresario: “¡a ellos, a ellos!”

–¡Permiso! –gritó Macaya, abriéndose paso entre los niños que trataban de animar al león con un palo–. Esto es lo que le hace falta –aseguró–: ya verán.

Se acercó al animal como una samaritana a un herido, con esa misma ternura vulgar, circunstancial, pero acuciosa y honesta:

–Esto te dará más “ñeque”.

Y, en medio de las burlas del vecindario, dejó la lata de chancaca casi en la misma boca del león.

El rey husmeó el trozo de dulce levantando la cabeza para escuchar los silbidos y los gritos burlones de los vecinos:

–¡Hay que sacarle el corsé!

–¡Este león está caro para gato!

–¡Este es un quiltro disfrazado!

–Oye, loca –al león–, sácate una pestaña y castiga a los perros.