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El ganador se lo llevaba todo Missy Ward era la secretaria eficiente y discreta de Sebastian Case. Pero nada más llegar a Las Vegas, la recatada profesional se transformó por completo. Pasó de ser una chica del montón a una mujer arrebatadora, sensual e irresistible. Y Sebastian, que jamás la había visto como una mujer, quedó bajo el influjo de sus encantos. Sin embargo, Missy quería marcharse y Sebastian estaba dispuesto a hacer lo imposible para retenerla a su lado, incluso aceptar una alocada apuesta. Si salía negro en la ruleta, ella se quedaría, pero si salía rojo, Sebastian le debería una noche de pasión.
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Seitenzahl: 173
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Catherine Schield. Todos los derechos reservados.
¿ROJO O NEGRO?, N.º 1840 - febrero 2012
Título original: A Win-Win Proposition
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-482-8
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Las luces de colores parpadeaban sin cesar, atrayendo a los clientes, seduciéndolos… Pero Sebastian Case hacía caso omiso del tintineo de las tragaperras. El juego nunca le había atraído. Él sólo creía en el trabajo duro y en la perseverancia, no en la fortuna y en el azar.
Una pareja de unos sesenta años se detuvo frente a él, obligándole a aminorar el paso. La mujer insistía en que el bufé estaba a la izquierda, pero el marido le decía que ya lo habían pasado. Ambos estaban equivocados. Justo cuando iba a adelantarlos para pasar de largo, la mujer lo miró de reojo.
–Vamos a preguntar –la mujer esbozó una sonrisa con los labios pintados de rojo intenso y le miró el pecho, buscando la tarjeta identificativa–. Joven… Estamos un poco perdidos. ¿Sabe dónde está el bufé?
Lo había confundido con un empleado del hotel. No era de extrañar. Probablemente era la única persona en todo el casino que llevaba un traje sin trabajar allí.
–Está a la derecha. Lo verán enseguida –les dijo, señalando con el dedo.
–Te lo dije –la mujer le lanzó una mirada de exasperación a su marido–. Gracias.
Sebastian asintió con la cabeza y se dirigió hacia los ascensores que lo llevarían a su suite del piso quince. Más le valía a Missy estar allí. Se había esfumado mientras él hablaba con los abogados por videoconferencia para ultimar los detalles del contrato de compra de Smythe Industries. Y ya hacía seis horas de aquello. La inquietud le hacía vibrar por dentro. Le había dejado tres mensajes en el buzón de voz y le había mandado cuatro o cinco correos electrónicos, pero no había obtenido respuesta alguna. Nunca había tenido una secretaria tan eficiente y de confianza como Missy. ¿Le habría pasado algo?
La caótica y rutilante ciudad de Las Vegas atraía a miles de turistas cada año con el sueño de unas vacaciones salvajes y una aventura inolvidable, para después devolverlos a sus casas con la memoria borrosa y los bolsillos vacíos. ¿Era Missy una presa fácil? ¿Había sucumbido a las delicias del lujo y el derroche? Una chica de pueblo como ella, criada en un remoto rincón del oeste de Tejas, no debía de estar preparada para correr esos peligros. ¿Acaso estaba sentada frente a una máquina tragaperras, dejándose la nómina entera en el casino? Quizá había abandonado el hotel o se había topado con malas compañías… De repente se oyó un revuelo procedente de las mesas de dados. Aminorando la marcha, se sacó el móvil, que había vibrado, del bolsillo del abrigo. Missy le había contestado por fin.
Las dos palabras que leyó le hicieron detenerse en seco: «Mi renuncia…».
Se quedó mirando el mensaje estupefacto. ¿Missy se marchaba? Imposible. Llevaba cuatro años con él. Eran un equipo. Si hubiera estado descontenta con el trabajo, él lo hubiera sabido. Marcó su número rápidamente. Después de dar cuatro timbres, la llamada fue desviada al buzón de voz.
–Llámame –dijo sin más, y colgó.
Sin esperar ni un minuto, le envió un mensaje en el que le preguntaba dónde estaba. Treinta segundos después recibió una respuesta.
«En el bar».
«¿Qué bar?».
Sebastian apretó los dientes y esperó.
«El Zador…», contestó ella.
Se dirigió hacia la izquierda de forma automática. Cinco minutos más tarde estaba en el bar Zador. Paredes pintadas de rojo, detalles en color negro, decoración inspirada en el lejano Oriente… Era como si hubiera entrado en otro mundo de repente. Había enormes peceras a lo largo de las paredes, y de ellas provenía casi toda la luz. Entró en el local, buscando a su secretaria con la mirada. Una pelirroja que estaba sentada frente a la barra llamó poderosamente su atención… hasta el punto de olvidar por qué había acudido al bar. Se detuvo. Ella estaba de frente al camarero, conversando con él. Sebastian no podía oírla reír, pero sabía que tendría una risa sería apagada, insinuante, un canto de sirena… Tenía las largas piernas cruzadas a un lado y su recatada falda dejaba ver lo justo y necesario… Ni siquiera le había visto la cara, pero ya estaba hechizado. Su magnetismo era tan poderoso que echó a andar hacia ella sin siquiera recordar qué lo había llevado allí en primera instancia. Miró a su alrededor. Missy no estaba en ninguna de las mesas. Ya se ocuparía de ella más tarde. Ante todo, tenía que conocer a esa increíble pelirroja.
–No, no. ¿En serio? ¿Hizo algo así?
Sebastian estaba lo bastante cerca como para reconocer la voz de la pelirroja. Un violento temblor lo sacudió de arriba abajo.
–¿Missy?
La secretaria se dio la vuelta y le miró a través de una larga cortina de pestañas negras. Si hubiera sido cualquier otra mujer, hubiera pensado que estaba flirteando con él. Pero era Missy.
–Hola, Sebastian –le dijo.
Su voz le arañó los nervios como cinco uñas sobre la piel. Se giró en el taburete y señaló el que estaba justo a su lado.
–Joe, sírvele a mi jefe un trago.
Sebastian se sentó en el taburete, perplejo. No podía creer lo que veían sus ojos. ¿Dónde estaban aquellas gafas que solía usar? Aquellos ojos color miel que creía conocer tan bien le observaban con curiosidad, esperando a que dijera algo.
–Has escogido el peor momento para marcharte.
–Nunca habrá un buen momento –le dijo ella, empujando el vaso hacia él.
Sebastian se bebió el chupito de tequila de golpe. El efecto del alcohol no era nada comparado con el fuego que lo quemaba por dentro. En algún momento, tras su llegada a Las Vegas seis horas antes, se había soltado esa larga trenza que llevaba y se había cortado el pelo unos centímetros. El cabello, más corto, le caía sobre los hombros como un manto de seda. ¿Siempre lo había tenido así, tan brillante y aterciopelado? Estaba deseando enredar los dedos en aquellos mechones brillantes color canela… Casi podía sentir su tacto… Bajó la vista. Había cambiado aquellos pantalones amorfos por un vestido ceñido que realzaba las curvas peligrosas de sus pechos. ¿Siempre había tenido la piel tan cremosa e inmaculada? ¿O parecía tan blanca por el contraste con el vestido negro? En cualquier caso, nunca la había visto tan destapada como esa vez. La Missy a la que conocía siempre había sido muy discreta y recatada. La mujer que tenía ante sus ojos, en cambio, derrochaba sensualidad por los cuatro costados.
–¿Qué has dicho? –le preguntó, sacudiendo la cabeza.
–He dicho que es tu turno.
¿El turno de qué? Sebastian no entendía nada. Aquel escote generoso le llamaba poderosamente. Se imaginaba abalanzándose sobre ella y metiendo el rostro entre aquellas deliciosas montañas, chupándole los pezones hasta hacerla gemir de placer. La violencia de aquel deseo le hizo estremecerse. Respiró profundamente y trató de volver a la realidad. Aquel aroma embriagador le nublaba el sentido común.
–¿Sebastian?
–¿Qué? –apartó la vista de aquellos increíbles pechos y trató de volver a centrarse.
–¿Ocurre algo? –le preguntó ella, esbozando una sonrisa femenina y misteriosa, como si supiera exactamente lo que él estaba pensando, casi como si le gustara…
¿Qué había sido de aquella chica profesional y comedida que había sido su mano derecha durante más de cuatro años? A lo mejor llevarla a Las Vegas no había sido buena idea.
–No. Estoy bien.
¿Qué le estaba ocurriendo? No era capaz de pensar con claridad. Miró el vaso de chupito vacío. ¿Acaso le habían drogado?
–¿De qué estábamos hablando?
–De mi renuncia.
Aquellas palabras lo sacaron de la ensoñación. La mente se le aclaró de repente. El calor retrocedió.
–¿Qué quieres? ¿Más dinero? ¿O es que quieres encontrar algo mejor?
–Quiero casarme. Tener hijos.
Más revelaciones… Sebastian la miró sorprendido. Jamás la hubiera creído de ese tipo de mujer. Todo lo que sabía de ella era que era una empleada dedicada y profesional, entregada a Case Consolidated Holdings. Era lógico que tuviera una vida más allá de la oficina, pero a Sebastian nunca se le había ocurrido pensarlo.
–No tienes que dejar tu trabajo para hacerlo.
–Oh, claro que sí.
–¿Me estás diciendo que soy yo quien te impide casarte y tener hijos?
–Sí –le dijo ella, bajando la mirada.
Sus largas pestañas le impidieron ver nada más en aquellos ojos color miel.
–¿Qué?
Sebastian le hizo señas al camarero para que le sirviera otro tequila. El empleado miró el vaso de Missy, casi vacío, pero Sebastian sacudió la cabeza. ¿Cuántas copas se había tomado? No parecía borracha, pero solo el alcohol podía explicar una decisión tan repentina y drástica.
–Me haces trabajar hasta tarde casi todas las noches –empezó a decir ella–. Me llamas a horas intempestivas para que te consiga un vuelo o para que te haga una llamada. ¿Cuántas veces he tenido que pasar el fin de semana trabajando, haciéndole cambios de última hora a una presentación?
¿Acaso intentaba decirle que esperaba demasiado de ella? A lo mejor se apoyaba cada vez más en ella, pero siempre le había gustado saber que podía llamarla cuando necesitara su ayuda.
–Nunca te tomas un descanso –dijo ella, prosiguiendo–. Y nunca me lo das a mí –añadió, terminándose la copa.
–Te prometo que no volveré a darte trabajo los fines de semana.
–No se trata solo de los fines de semana. Te saco las citas para el médico y te llevo el coche al mecánico, atiendo a los contratistas que van a reformar tu casa, escojo los azulejos del baño, los apliques… Es tu casa. Deberías ser tú quien lo hiciera.
Ya habían tenido esa discusión en alguna ocasión.
–Tienes buen gusto.
–Lo sé. Pero decorarte la casa es algo que debería hacer tu mujer.
–No tengo.
–Todavía no –le dijo ella, mirándolo con ojos de impotencia–. Tu madre me dijo que las cosas se ponían interesantes con Kaitlyn Murray.
–Yo no diría tanto.
Aunque no le hiciera mucha gracia que su secretaria y su madre hablaran de su vida privada, tampoco podía quejarse. Él había sido el primero en cruzar la línea al pedirle favores que nada tenían que ver con sus obligaciones como secretaria. Era más sencillo dejar que ella se ocupara de todo, tanto en el ámbito profesional, como en su vida privada.
–Llevas seis meses con ella –dijo Missy–. Tu madre me ha dicho que nunca has durado tanto con nadie… –sus palabras se perdieron.
Nunca había durado tanto con nadie desde que se había divorciado, seis años antes. Sebastian no se oponía a las segundas nupcias. En realidad hubiera vuelto a pasar por el altar años antes si su exmujer no le hubiera arrebatado la capacidad de confiar. Las excentricidades de Chandra no sólo le habían arruinado la vida doméstica. Ella lo había convertido en un ser insensible y cruel que huía de cualquier compromiso. Llevaba seis años entregado a aquello que sí podía controlar muy bien: el dinero. Y así, Case Consolidated Holdings se había convertido en una empresa floreciente.
–Muy bien. No te pediré que vuelvas a hacer nada personal –su estrategia era eliminar todas las excusas que ella pudiera plantearle, una por una, hasta dejarla sin razones para marcharse–. ¿Satisfecha?
–No puedes decir o hacer nada para hacerme cambiar de opinión, Sebastian. Me voy al final de esta semana –los ojos de Missy se endurecieron.
–Deberías avisarme con dos semanas de antelación.
–Cuatro, si quieres. Tengo vacaciones suficientes acumuladas –miró al camarero y señaló su vaso vacío.
–¿No crees que ya has bebido bastante? –Sebastian le agarró la mano y la hizo bajarla.
El contacto con su piel fue como una descarga eléctrica, una repentina revelación. La deseaba de la manera más primitiva e inesperada, la deseaba contra todo pronóstico, de forma irracional… ¿Qué le pasaba? La mujer que tenía delante era Missy. Llevaban cuatro años trabajando codo con codo. Ella era su empleada, sin embargo, en ese momento no estaba pensando de forma coherente. En realidad no estaba pensando en absoluto. Solo sentía… Algo poderoso, intenso, sensual…
–No eres mi padre –le dijo ella, soltándose–. No me digas lo que tengo que hacer.
Él se frotó las yemas de los dedos con el dedo pulgar, pero no fue capaz de borrar el tacto que ella había le había dejado en la piel.
–Esto no es propio de ti.
–No era propio de mí –le dijo ella, recalcando el verbo. Casi se bebió de un trago la copa que acababa de servirle el camarero–. ¿Sabes qué día es hoy?
–Cinco de abril. La cumbre de liderazgo empieza mañana por la tarde.
Aquel evento anual reunía a todos los ejecutivos de las empresas que formaban parte de Case Consolidated Holdings. Era una oportunidad para idear estrategias, hacer planes futuros y dar una visión global del estado del negocio.
–Es mi cumpleaños –dijo ella.
Sebastian hizo una mueca. Lo había vuelto a olvidar. Normalmente en la oficina le pasaban una tarjeta de cumpleaños para firmar, y siempre había globos y serpentinas en su escritorio, recordándole que debía felicitarla. Pero ese año estaba demasiado ocupado con la cumbre, ultimando los detalles de su discurso de bienvenida. Debía de ser un líder penoso… Ni siquiera era capaz de recordar el cumpleaños de la segunda mujer más importante de su vida.
–¿No te regalé algo bonito?
Ella gesticuló con ambos brazos y señaló su propio cuerpo.
–Un día en el spa, y un cambio de imagen.
–Tengo muy buen gusto –le dijo él, esbozando una sonrisa triste–. Eres la mujer más hermosa que hay en el bar.
Probablemente aquella no era una comparación muy acertada, sobre todo porque la mayoría de los clientes eran hombres. Además, las pocas mujeres que había eran mayores y no estaban muy arregladas.
–Vaya, muchas gracias. Me sube mucho la autoestima saber que estoy mucho mejor que un grupo de abuelas.
Sebastian se sintió culpable. Podía haberse esforzado un poco más. Ella se lo merecía. Era su cumpleaños. Pero la única forma de demostrarle lo hermosa que estaba era llevársela a su suite y quitarle aquel vestido tan sexy. De repente sintió otra punzada de deseo en la entrepierna. Aquel placentero dolor le hizo fruncir el ceño. Estaba adentrándose en un terreno muy peligroso. Fuera lo que fuera lo que la había convertido en una seductora infalible capaz de robarle el corazón a cualquier hombre, también le estaba haciendo efecto a él.
–No, de verdad. Estás increíble.
–¿Increíble? ¿Increíble? –exclamó ella, pidiéndole una aclaración, como siempre–. ¿O increíble para tener treinta?
Sebastian lo entendió todo de repente.
–Increíble –se limitó a decir.
Ella le hizo una mueca.
–Seguramente pienses que estoy exagerando –hizo una pausa, pero él guardó silencio–. Pero es que siempre pensé que me casaría a los veintiocho años. Perfecto, ¿no crees? Hubiera tenido tiempo suficiente para realizarme profesionalmente, viajar por el mundo, irme de fiesta, cometer algunos errores…
Sebastian no podía imaginársela haciendo ninguna de esas cosas. A ella le gustaba ir al cine, tejer chales para la Iglesia, rescatar gatitos desamparados y buscarles un hogar… Si había alguien destinado a tener una vida hogareña y tranquila, ésa era Missy. Pero las cosas habían cambiado de repente, y la mujer que tenía delante no tenía nada que ver con aquella chica piadosa… La mujer que estaba ante sus ojos era despampanante, olía a gloria y sabría a… Se inclinó adelante y rozó los labios contra su mejilla.
Sabía a placer.
Ella se tocó la cara allí donde él la había besado y le miró con recelo.
–¿A qué ha venido eso?
–Feliz cumpleaños.
–Espero que sigas así de amable y efusivo cuando sepas lo que me he gastado para mi regalo de cumpleaños –ella arrugó el entrecejo.
–Te lo mereces –él se encogió de hombros.
Missy abrió la boca y sus labios formaron una exclamación perfecta. ¿Cómo era que nunca se había dado cuenta de lo perfecta que era aquella boca? El arco del labio superior formaba un corazón y el inferior era grueso y aterciopelado. Aquella boca pedía un beso a gritos.
Sin previo aviso, ella soltó el puño y le golpeó en el brazo.
–Maldito seas, Sebastian Case. Eres un imbécil –se bajó del taburete y echó a andar.
Sebastian se frotó el brazo dolorido y la miró perplejo. Tenía un buen derechazo para ser tan femenina y delgada. Se incorporó de un salto, arrojó unos billetes sobre la barra y fue tras ella. Por suerte ella no estaba acostumbrada a caminar con tacones de diez centímetros, así que no tuvo problema para alcanzarla. Ella tropezó y él la agarró de la cintura justo a tiempo para no dejarla caer.
–¿Adónde vas?
–Me voy de fiesta –le apartó la mano.
Sebastian siguió andando tras ella. Se frotó las manos.
Su paso decidido la hacía menear las curvas. Su exmujer era un espagueti y carecía de lo que más le gustaba de una mujer; unos pechos llenos y turgentes. A lo mejor era ése el motivo por el que había perdido el interés en ella. O a lo mejor se había cansado de su dependencia constante, de sus mentiras, cada vez que le decía que estaba embarazada para impedirle que se fuera. Missy giró a la derecha mientras Sebastian hacía un repaso de todas las cosas que le habían ido mal en su matrimonio. Un momento después cambió de dirección y la siguió entre las mesas del casino. Ella se movía con decisión, como si supiera exactamente adónde iba. Él la alcanzó al llegar a la ruleta.
–¿Sabes lo que haces? –le preguntó él, seguro de conocer la respuesta.
–Por supuesto –le dijo ella, sacando un fajo de billetes–. He venido para fundirme este dinero y no voy a parar hasta que lo haga.
Missy se había enamorado de Las Vegas nada más entrar en el vestíbulo del hotel. El tintineo de las tragaperras le recordaba a la campana del colegio antes de vacaciones. Las luces centelleantes y la ilusión de ganar habían dejado salir a la niña que se escondía dentro de ella. Casi no había podido aguantar las ganas de entrar en el casino y gastarse veinte dólares en la primera mesa de blackjack con la que se había topado. La sensatez y la mesura podían esfumarse en un abrir y cerrar de ojos. Sebastian le puso la mano en el brazo y se interpuso en su camino.
–No juegues a esto. Es uno de los peores juegos; casi siempre se pierde. Vamos a jugar al blackjack. Hay más posibilidades de ganar.
Al sentir el tacto de su mano en la piel, Missy se estremeció. Él la sujetaba con suavidad, pero ella sabía que esos dedos podían volverse de acero en cualquier momento. Rico, poderoso, acostumbrado a hacer su voluntad, intimidante… Un hombre que controlaba todos los aspectos de su vida. Nunca se relajaba, rara vez sonreía, exigía excelencia. Si hubiera sabido dónde se estaba metiendo antes de aceptar el puesto de secretaria, seguramente hubiera salido corriendo, pero entonces no sabía nada, y se había dejado llevar por el carisma de Sebastian Case, ese millonario enigmático y glamuroso.
–Me da igual –ella se soltó con violencia.
–Te has vuelto completamente loca. ¿Cuánto tienes ahí? –Sebastian le arrebató los billetes de las manos, los contó y entonces silbó suavemente.
Temiendo que fuera a quitarle el dinero, Missy se lo arrebató de las manos con brusquedad.
–Es suficiente para comprarme el traje de novia de mis sueños.
Si aquello le sorprendió, Sebastian no lo demostró.
–¿Y cuánto es eso?
–Cinco mil dólares.
–Eso es mucho dinero para traer a Las Vegas –le dijo preocupado.
Missy esquivó su mirada inquisitiva y reprobadora. No quería entrar en razón.
–Sí, lo es. Me llevó dos años ahorrarlo. Comía sándwiches de atún tres días a la semana y no me compraba ropa nueva excepto en las rebajas. Iba al cine una vez al mes.
–Muchos sacrificios –le dijo él. Su rostro permanecía impasible, pero su tono burlón lo delataba.
Missy levantó la barbilla. ¿Qué sabía él de sacrificios? Había pagado ochocientos mil dólares por una casa simplemente porque le gustaba el vecindario, después la había echado abajo y se había gastado otros dos millones para construir otra a su gusto; una mansión en la que apenas estaba porque se pasaba todo el tiempo en la oficina.
–Desde luego –le dijo ella en un tono de frustración. La estaba pagando con Sebastian porque era más sencillo echarle la culpa a él antes que hacer frente a sus propios errores–. ¿No sientes curiosidad por saber por qué he decidido fundirme el dinero antes que comprarme el traje de novia de mis sueños?
–Me encantaría saberlo –le dijo él en un tono sosegado. Parecía un bombero valiente tratando de convencer a una suicida para que no saltara de una cornisa–. Vamos a algún sitio más tranquilo y me cuentas toda la historia.
–No quiero irme a un sitio tranquilo. Toda mi vida es tranquila. Necesito emociones fuertes.