Romance prohibido - Pacto de seducción - Barbara Dunlop - E-Book

Romance prohibido - Pacto de seducción E-Book

Barbara Dunlop

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Beschreibung

Ómnibus Deseo 508 Layla Gillen tenía que poner el máximo esfuerzo para evitar que la futura esposa de su hermano le dejase, pero se entretuvo pasando por la cama del magnate de los hoteles Max Kendrick y descubrió que el hombre que había seducido a la novia de su hermano era el hermano gemelo de Max. Así que Layla tenía que escoger entre traicionar a su hermano o negarse a sí misma una pasión que le estaba prohibida. Y Max podía llegar a ser muy persuasivo… Pacto de seducción James y Natasha eran amigos y tenían algo en común: los habían dejado plantados hacía poco tiempo. Así que los dos se embarcaron en una misión para hacerse irresistibles al sexo opuesto. La tímida bibliotecaria Nat se convirtió en la preciosa y fascinante Tasha, mientras que el conservador y adinerado James se transformó en el magnético y temerario Jamie. Pero cuando su nuevo magnetismo los llevó a seducirse el uno al otro con una incandescente pasión, surgieron nuevas posibilidades…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 508 - enero 2023

 

© 2020 Barbara Dunlop

Romance prohibido

Título original: The Twin Switch

 

© 2020 Barbara Dunlop

Pacto de seducción

Título original: The Dating Dare

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-427-2

Índice

 

Créditos

Romance prohibido

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Pacto de seducción

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Si hubiese podido elegir una hermana, habría sido Brooklyn.

Me hacía reír.

Todavía mejor, me hacía pensar. Y cuando las cosas iban mal, se tumbaba a mi lado y me escuchaba durante horas. Sabía cuándo me hacía falta helado y cuándo necesitaba tequila.

Además, era inteligente. Siempre había sacado las mejores notas, desde el colegio.

Mis notas nunca habían sido tan buenas, pero se me daba bien escuchar. Y sabía hacer muy bien las trenzas de raíz que tanto le gustaban a Brooklyn.

Desde niñas, pasábamos los veranos juntas en la playa de Lake Washington. Primero en los columpios del parque, después, en el flotador que había en la zona de baño, del que saltábamos al agua para después secarnos al sol en las toallas. Y después, en el bar, donde coqueteábamos con los chicos guapos para que nos invitasen a un batido.

No había podido elegir a Brooklyn como hermana, pero iba a serlo de todos modos. Porque iba a casarse con mi hermano mayor, James.

–Estoy viendo el Golden Gate –comentó Sophie Crush desde el asiento delantero del taxi.

Yo estaba en la parte de atrás, entre Brooklyn y Nat Remington.

–¿Tendremos buenas vistas desde la habitación del hotel? –preguntó Nat.

–Yo quiero vistas al spa –le respondió Brooklyn–. Desde dentro del spa.

–Ya habéis oído a la novia –dije yo.

Me encogí de hombros solo de pensar en que me dieran un masaje y pensé también en los tratamientos faciales. Quería estar lo más guapa posible para el gran día.

Brooklyn había elegido unos vestidos preciosos para sus damas de honor, largos, con mucho vuelo, palabra de honor y de color celeste claro.

Mi pelo cobrizo no era fácil de combinar, pero el azul me sentaba bien. Y aquello era importante para mí porque, con veintiséis años, una boda era un muy buen lugar para conocer a chicos.

En esta estaría en desventaja porque la mitad de los invitados eran familiares míos. Además, ya conocía a casi todos los invitados de Brooklyn, aunque siempre podía quedar algún primo segundo, y no había que despreciar ninguna oportunidad.

El taxi se detuvo delante del hotel Archway.

Tres hombres vestidos con chaquetas de manga corta grises nos abrieron las puertas.

–Bienvenidas a The Archway –le dijo uno de ellos a Brooklyn, mirándola a los ojos azules claros antes de fijarse en mí.

Tenía una sonrisa agradable y no estaba mal, pero no me interesaba.

No porque tuviese nada en contra de los aparcacoches, tal vez estuviese estudiando a la vez que trabajaba, o le gustaba vivir cerca de la playa y tener horarios flexibles.

Brooklyn salió del coche y el chico me tendió la mano a mí.

La tomé.

Era una mano fuerte, ligeramente rugosa y bronceada. Tal vez fuese un surfero.

Yo no era elitista con respecto a las profesiones. Mi trabajo, el de profesora de matemáticas de secundaria, no era precisamente el más prestigioso del mundo. Así que estaba dispuesta a conocer a todo tipo de personas.

Tenía unos bonitos ojos marrones, la barbilla fuerte y una sonrisa deslumbrante.

Salí del coche y él me soltó la mano y retrocedió.

–Nos ocuparemos de sus maletas –dijo, sin apartar la mirada de mis ojos.

Yo tardé un momento en darme cuenta de que estaba esperando una propina.

Estuve a punto de echarme a reír. No estaba coqueteando conmigo. Hacía aquello con todos los clientes que llegaban al hotel. Así era como se compraba las tablas de surf.

Busqué en mi bolso un billete de cinco dólares y se lo di.

Me recordé que era un fin de semana especial.

Dos botones llevaron nuestras maletas al interior del hotel y nosotras les seguimos.

–Podríamos a ver un espectáculo de bailarines exóticos –dijo Nat.

–Paso –le respondió Brooklyn torciendo el gesto.

Yo sonreí. Sabía que Nat no hablaba en serio. Si lo hubiese dicho Sophie, tal vez me la habría tomado en serio.

–No digas que no antes de tiempo –intervino Sophie–. Al fin y al cabo, ¿qué piensas que estará haciendo James con los chicos?

–¿Piensas que pueden estar viendo un espectáculo de bailarines exóticos? –le preguntó Brooklyn.

–Bailarinas –la corrigió Sophie.

–Los chicos se han ido a ver dos partidos de softball seguidos.

–¿Y después? –insistió Sophie.

Yo no me imaginaba a James en un espectáculo de striptease, pero Brooklyn hizo una mueca, como si le pareciese una posibilidad, aunque la idea fuese ridícula.

–¿Acaban de llegar al hotel? –preguntó la mujer que había detrás del mostrador en tono alegre.

–Aquí está la reserva –le respondió Nat, dejando un papel encima del mostrador.

Yo retrocedí y le pregunté a Brooklyn en voz baja:

–No estás preocupada por James, ¿verdad?

Brooklyn frunció el ceño y se encogió de hombros. Después se acercó al mostrador y buscó en su bolso.

–¿Necesita mi tarjeta de crédito?

–Solo necesito una para hacer el check-in –respondió la recepcionista–. El último día pueden pagar por separado si quieren.

Yo me coloqué al lado de Brooklyn.

–No va a ir a ver un striptease –susurré, preguntándome cómo era posible que Brooklyn considerase aquella posibilidad.

James era economista, trabajaba en una de las consultoras más conservadoras de Seattle y gestionaba sus redes sociales como si de bombas nucleares se tratase, así que no iba a ir a un club de striptease.

No me lo imaginaba arriesgándose a que alguien le hiciese una fotografía en un lugar así. Además, ya tenía a Brooklyn, que era la mujer más bella del país.

Brooklyn se dedicaba a comprar moda para una cadena de tiendas de Seattle, pero habría podido ser estrella de cine o modelo.

–¿Qué ocurre? –le pregunté.

Ella giró la cabeza y sonrió.

–Nada, ¿qué podría ocurrir?

Pero había algo extraño en su mirada.

–¿Te ha hecho algo James? –le pregunté.

–No.

–Entonces, ¿qué…?

–Nada –insistió Brooklyn, volviendo a sonreír–. Es perfecto. James es perfecto. Voy a reservar una cita en el spa.

–Yo puedo ayudarla –le dijo la recepcionista, devolviéndole la tarjeta de crédito.

Yo no me quedé completamente convencida de que Brooklyn estuviese bien, pero pensé en un masaje con piedras calientas y decidí que todo lo demás podía esperar.

 

 

Después del masaje, de ducharme y de vestirme, vi a Sophie en el bar del hotel. Había un trío tocando jazz en un rincón y velas encima de las mesas de cristal.

Yo me había puesto tacones y mi vestido de cóctel plateado, así que me senté en un taburete a su lado para descansar los pies.

–¿Qué estás tomando? –le pregunté.

–Un martini con vodka.

El camarero se acercó, también era un chico guapo.

–¿Qué va a tomar?

Su sonrisa era agradable y sensual y tenía una belleza clásica, unos treinta años, y unos inteligentes ojos grises.

Yo tampoco tenía nada en contra de los camareros, salvo cuando los conocía en su lugar de trabajo. Allí coqueteaban con todo el mundo, como los aparcacoches, ya que también se ganaban la vida con las propinas.

–Uno de esos –dije, señalando la copa de Sophie.

Le sonreí, pero solo un instante. No quería pasarme la noche charlando con un camarero. Quería pasar la noche con mis amigas.

Al otro lado del bar vi llegar a un chico muy guapo, lo que me distrajo.

Aquel no era camarero, ni aparcacoches, ni tampoco profesor, eso era seguro.

Llevaba un traje perfecto sobre su cuerpo perfecto, iba perfectamente despeinado y tenía un rostro muy atractivo y los ojos brillantes, azules. Parecía recién salido de la portada de una revista de moda.

Se dio cuenta de que lo miraba, pero no me sonrió. Aun así, yo me ruboricé.

Y, entonces, se acabó. Él continuó andando como si nuestras miradas jamás se hubiesen cruzado, como si no me hubiese visto. Y yo pensé que tal vez ni me había visto, que era posible que yo me lo hubiera imaginado.

Había leído una estadística que decía que sesenta y siete por ciento de las mujeres conocían a sus maridos antes de acabar la universidad, así que yo estaba ya en el treinta y tres por ciento restante.

A eso había que añadir que el veintidós por ciento de las mujeres no se casaban nunca, así que mi futuro era sombrío. Solo tenía un doce por ciento de posibilidades de conocer al hombre perfecto.

Por no hablar del cincuenta por ciento de divorcios, porque, en ese caso, me quedaba con un seis por ciento. Y un seis por ciento era una cifra desmoralizante.

–Tierra llamando a Layla –dijo Sophie.

Yo intenté volver a la realidad. Iba a pasar un fin de semana con mis amigas.

–¿Ha bajado ya Brooklyn? –pregunté.

Brooklyn y yo compartíamos una habitación y Sophie y Nat, otra, un piso más arriba. Al final, nosotras teníamos vistas al puente y ellas, al edificio de enfrente. Les habíamos ofrecido cambiar, pero a nadie parecía importarle mucho las vistas.

Ambas habitaciones tenían unas bañeras enormes, duchas de vapor y unas camas muy cómodas.

–Todavía no la he visto –me respondió Sophie.

Yo miré a nuestro alrededor, pero tampoco la vi.

–Tengo ocho cojines –le comenté a Sophie.

–¿Los has contado?

–Los he contado.

–¿Y has sacado la raíz cuadrada? –me preguntó ella sonriendo con malicia.

–Si incluyo la almohada, la raíz cuadrada es tres.

–Layla –me susurró Brooklyn al oído, poniendo el brazo alrededor de mis hombros–. Pensé que no ibas a salir nunca de la ducha.

–Es una ducha estupenda –le respondí.

–¿Qué estáis bebiendo? –preguntó Brooklyn, que parecía muy contenta.

–Martini con vodka –le dijo Sophie–. ¿Y tú?

–Me he tomado un sunburst bramble en la otra punta del vestíbulo. No os lo recomiendo.

Llevaba un vestido color malva, corto y con escote halter y tacones altos. Como siempre, estaba muy guapa y estilosa.

El camarero apareció como por arte de magia.

–¿No le ha gustado el sunburst bramble? –le preguntó a Brooklyn–. ¿Quiere que se lo cambie por otra cosa?

–¿Sería tan amable? –le dijo Brooklyn–. Qué detalle.

Él le dio la carta de cócteles.

–¿Por qué no elige por mí? –le pidió Brooklyn, tocándose la larga melena rubia–. ¿Algo que sea más dulce, tal vez con fresas o un poco de irish mist?

Yo puse los ojos en blanco. Aquella era la Brooklyn que había conseguido que nos invitasen a batidos durante todo un verano, salvo que por aquel entonces no había estado a punto de casarse.

–¿Cuántas copas te has tomado? –le pregunté, pensando que tal vez hubiese vaciado el minibar mientras yo estaba en la ducha.

–Solo una, pero me iba a tomar otra.

Yo me dije que no tenía de qué preocuparme. Brooklyn estaba de muy buen humor, y eso era algo estupendo. Al fin y al cabo, aquel era su fin de semana.

El camarero trajo mi copa.

–Voy un momento al baño –nos dijo Brooklyn–. Guardadme la copa si me la traen.

–Hecho –le aseguré yo.

Vi cómo tres hombres la seguían con la mirada. Siempre era así, seguro que Brooklyn ya no se daba ni cuenta.

–Me parece que Nat está empeñada en ver el espectáculo masculino de baile –me dijo Sophie.

–De eso, nada –le contesté yo.

Nat era la más puritana de las cuatro. Era como James, pero en femenino.

–Pues yo tengo la sensación de que quiere liberarse.

El novio de Nat la había dejado un par de meses antes y, desde entonces, no había salido con nadie. Henry le había hecho mucho daño a su autoestima.

Nat llevaba gafas y tenía las mejillas cubiertas por unas bonitas pecas. Su pelo castaño tal vez no fuese muy exótico, y no era tan elegante como Brooklyn, pero tenía una sonrisa preciosa que hacía que se le iluminasen los ojos azules.

–Ahora mismo está charlando con un chico –me dijo Sophie, inclinándose hacia mí.

Yo seguí su mirada con disimulo.

Nat estaba sentada a una mesa, en un rincón, hablando con un chico vestido con chaqueta de traje y camisa blanca. Era atractivo, aunque no mi tipo.

Se oyó un fuerte ruido y yo agaché la cabeza.

La habitación se quedó a oscuras y se oyeron varios gritos.

Después, todo el mundo se quedó en silencio.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó Sophie en la oscuridad.

–Se ha roto algo –dije yo.

–Sí.

Mis ojos se acostumbraron a la luz de las velas y pude ver las luces de la bahía por las ventanas.

–Ha sido solo un corte de electricidad –anunció el camarero en tono alegre–. Ocurre a veces. Por favor, siéntense y disfruten del ambiente. La luz no tardará en volver.

–Al menos tenemos bebidas –comentó Sophie, levantando su copa y dándole otro sorbo.

–Eh, chicas –dijo Nat, acercándose y sentándose al lado de Sophie.

–¿Qué ha pasado con tu hombre? –le preguntó esta.

–Cuando se han pagado las luces, ha gritado como una niña asustada.

–Qué decepción –le dije yo.

En ocasiones me preguntaba si quedaban hombres buenos en el mundo. Había hecho una lista de cualidades. No pedía mucho, solo características como integridad y temperamento, pero lo de gritar como una niña asustada no estaba en mi lista.

–Así que jamás te rescataría de un oso –le dijo Sophie a Nat.

–¿Quién necesita que la rescaten de un oso? –le preguntó esta riendo.

–Yo a lo mejor me voy de camping –le respondió Sophie.

–¿Tú?

Sophie era la gerente de un restaurante de cinco estrellas y no era de las que disfrutaban con la naturaleza.

–En cualquier caso, un tipo al que le da miedo la oscuridad no es tu tipo ni el mío –comentó Nat.

Yo pensé que sería estupendo que Nat conociese al hombre de su vida aquel fin de semana, en el que las cuatro estábamos en San Francisco celebrando la despedida de soltera de Brooklyn.

Todas estábamos solteras. Bueno, Brooklyn, por poco tiempo, pero Sophie, Nat y yo no habíamos tenido mucha suerte con los hombres.

Era difícil encontrar buenos candidatos. Habría podido hacer una lista de los defectos de los chicos con los que había salido en los últimos seis meses: demasiado ruidosos, demasiado cerebritos, demasiado intelectuales, demasiado serios.

Sabía cómo sonaba aquello. Y sabía muy bien lo que estaba haciendo con aquella lista. Si me centraba en los defectos de los chicos, no pensaba en que el problema podía ser yo. Aunque en el fondo sabía que el problema era yo.

–¿Dónde está Brooklyn? –preguntó Nat.

–En el baño –le contesté yo.

–Pues ya debería estar de vuelta –comentó Sophie–. Espero que no se haya quedado encerrada en el ascensor –comentó Sophie.

–Voy a buscarla –dije, bajando del taburete.

–Te vas a perder tú también –me advirtió Nat–. O te vas a tropezar y te vas a romper un tobillo.

Pensé que a Nat no le faltaba razón.

Saqué el teléfono y le mandé un mensaje a Brooklyn.

Entonces, volví a subirme al taburete y le di un sorbo a mi copa.

Las cuatro miramos nuestro teléfono, pero pasaron varios minutos y Brooklyn no respondió.

–Se ha quedado encerrada en el ascensor –sentenció Nat.

–O en una ambulancia –intervino Sophie–. Apuesto a que venía corriendo y se ha caído.

–No digas eso ni de broma –la reprendí–. Hay quinientos invitados a la boda.

–Y el pasillo de la iglesia es muy largo –añadió Nat–. ¿Y si se ha roto una pierna?

–No se ha roto una pierna –le dije yo, dándome cuenta de que estaba tentando al destino–. Quiero decir, que espero que no se haya roto una pierna.

Eso habría sido un desastre.

 

 

La luz tardó media hora en volver. Cuando eso ocurrió, todo el mundo aplaudió.

El barman se puso a trabajar de nuevo y las camareras empezaron a circular por el salón. Brooklyn todavía no había vuelto del baño y yo miré hacia el vestíbulo en su busca.

–Ahí está –anunció Sophie.

–¿Dónde? –le pregunté yo.

–A la izquierda, charlando con un tipo.

Yo me incliné para intentar verla, pero no lo conseguí.

–Es muy guapo –añadió Sophie.

Yo me bajé del taburete para ver mejor el vestíbulo.

–Guau –exclamaron Sophie y Nat al unísono.

–¿Qué?

Vi una mano muy grande apoyada en el hombro de Brooklyn y casi pude notarla sobre mi piel. No pude ver al resto del hombre.

Entonces, Brooklyn sonrió y la mano desapareció.

Yo me incliné hacia delante, pero el hombre ya se había marchado.

–¿En serio? –inquirió Sophie–. Nosotras tres estamos solteras y la que acaba con un hombre en la oscuridad es ella.

–El destino es muy cruel –dijo Nat.

–¿Cómo era el tipo? –les pregunté yo.

–Muy guapo –dijo Sophie.

–Alto –me contó Nat.

–Alto y guapo –dijo Sophie.

–Gracias –les contesté yo.

Brooklyn se estaba acercando a nosotras.

–¿Quién era ese? –le preguntó Nat.

–¿Me lo presentas? –inquirió Sophie.

–A mí primero –dijo Nat.

–No, primero yo –añadió Sophie.

Brooklyn sonrió y sacudió la cabeza. Tenía las mejillas coloradas y un extraño brillo en los ojos.

–¿Qué ha ocurrido? –le pregunté yo.

–Que se ha ido la luz –me respondió.

–¿Sabes cómo se llama? –añadió Sophie.

Brooklyn negó con la cabeza.

–Lo siento.

–Te ha tocado el hombro –le dije.

Me pregunté cómo se habría sentido James si hubiese visto aquel gesto. No le habría gustado.

–Se estaba despidiendo –me dijo Brooklyn como respuesta.

–¿A ti qué te pasa? –me preguntó Sophie.

–¿Os parece normal que un hombre al que no conocéis os toque el hombro?

–No ha sido nada, no me ha besado –dijo Brooklyn.

Pero eso no me hizo sentir mejor.

–Que me bese a mí –intervino Sophie.

Entonces, se me ocurrió que tal vez Brooklyn ya lo conociese, y que por eso no le había extrañado que la hubiese tocado.

Pero, si era así, ¿por qué no nos lo contaba? ¿Sería un antiguo novio? Aunque yo conocía a todos sus novios. Eso era imposible.

–Vamos a llegar tarde al restaurante –nos avisó Nat.

–¿Ni siquiera me han servido la copa? –preguntó Brooklyn.

Justo en ese momento volvió a aparecer el barman.

–A ver si esta le gusta.

Era una copa alta, con un líquido azul verdoso, mucho hielo picado y unas fresas de adorno.

–Gracias –le dijo Brooklyn.

El barman esperó a que lo probase.

Y yo esperé con impaciencia a hacerle otra pregunta.

–Está muy bueno –dijo ella.

Y el barman sonrió de oreja a oreja.

Antes de que me diese tiempo a hablar, el tipo del pelo perfectamente despeinado volvió al bar y yo me estremecí al verlo. Tomé aire.

Él se giró, como si lo hubiese sentido, y nuestras miradas se cruzaron. En esa ocasión no quedó la menor duda de que había ocurrido.

Sonrió de medio lado, no supe si era un saludo o si se estaba burlando de mí, del interés que mostraba por él.

–Tenemos una reserva en el Moonside Room –nos recordó Nat, interrumpiendo mis pensamientos.

Yo me obligué a apartar la mirada.

Y me sentí absurdamente orgullosa de haberlo hecho.

–Puedo hacer que lleven su bebida al restaurante –le dijo el barman a Brooklyn.

No hizo mención de la mía ni de la Sophie, pero así funcionaba el mundo.

–Muchas gracias –le respondió ella sonriendo.

–De nada.

El barman pensaba que tenía algo que hacer a pesar del enorme anillo que llevaba Brooklyn. Tenía un don para no hacer nada pero atraer a los hombres igualmente.

Sophie era muy guapa. Nat, la típica vecina mona, pero ninguna estábamos a la altura de Brooklyn. Los hombres tropezaban al pasar por su lado. Brooklyn conseguía siempre la mejor mesa y el mejor servicio.

Y yo me aprovechaba de todo aquello sin molestarme en ponerme celosa.

–¿Está al otro lado del vestíbulo? –le preguntó al barman.

–Tomen el ascensor dorado, que las llevará directamente a la planta cincuenta y ocho. Mandy las puede acompañar –respondió el barman, haciéndole una seña a una de las camareras.

–Por si no somos capaces de leer el cartel –susurró Nat.

–Por si lo que lleva Brooklyn no es un anillo de diamantes –le respondí yo.

–Los hombres no tienen conciencia.

–Por suerte para James, Brooklyn sí que la tiene.

Mi mejor amiga era la única hija de unos padres fríos y muy ocupados, por lo que Brooklyn había pasado innumerables fines de semana y vacaciones con mi familia. Y se había enamorado de James desde que había tenido uso de razón.

A todo el mundo le había parecido la pareja perfecta, incluida a mí. Y estaba deseando que Brooklyn se convirtiera en mi cuñada, por fin.

De camino al ascensor, me giré a ver si volvía a ver al tipo perfectamente despeinado, pero no lo vi.

Bueno, siempre quedaba el día siguiente.

La sauna y el spa eran lugares mixtos, tal vez le gustasen los spas.

También podría buscarlo en el gimnasio. Parecía ser de los que trabajaban su cuerpo y no me costó imaginármelo en la bici elíptica… o remando.

Sí, me lo podía imaginar remando.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

No era una persona madrugadora, por decirlo de alguna manera.

Era muy difícil levantarse con solo un hilo de luz filtrándose por las cortinas opacas, el aire frío de la habitación en el rostro y la comodísima cama. Intenté volver a mi sueño, en el que aparecía un hombre de ojos azules haciendo surf en la playa de una isla tropical mientras un perro jugaba en la arena.

Yo me sentía segura y tranquila dentro de la cabaña, pero no sabía por qué. Intenté recordar los detalles, pero la sensación desapareció y volví a la realidad.

Era por la mañana.

Abrí los ojos y vi que la luz del baño estaba encendida; la puerta, cerrada.

Escuché con la esperanza de que Brooklyn terminase pronto para poder entrar yo.

Miré el reloj que había en la mesita de noche y vi que eran casi las nueve.

Había dormido mucho.

Y tenía hambre.

Mientras esperaba a que saliese Brooklyn, me pregunté si debía tomarme unos huevos Benedict. Era mi desayuno favorito, pero tal vez no fuese una buena idea, teniendo en cuenta que el vestido de dama de honor me quedaba perfecto.

No obstante, no iba a dejar de quedarme bien por un desayuno.

–¿Brooklyn? –pregunté–. ¿Te falta mucho?

No respondió, así que me levanté de la cama.

Habíamos vuelto a la habitación juntas después de la cena de la noche anterior.

Durante la cena, Brooklyn había estado contenta y habladora, para después quedarse inmersa en sus pensamientos. Era la primera de mis amigas que se iba a casar, así que no sabía si eso era normal. Podía ser normal, pero a mí había algo que me extrañaba.

Había planeado hablar con ella al llegar a la habitación, pero me había quedado dormida cuando ella todavía estaba en el baño.

Empujé la puerta, pero no había nadie.

Me quedé sorprendida y aliviada. Ya no tendría que esperar más, pero me pregunté por qué no me había despertado para desayunar.

Pensé que ojalá que no hubiesen desayunado las tres sin mí. Me costaría menos devorar los huevos Benedict si tenía cómplices.

Me cambié rápidamente, sin molestarme en maquillarme, y me recogí el pelo en una cola de caballo. Vestida con unos vaqueros y una blusa azul, botas y unos pendientes, decidí que estaba lista para bajar a desayunar.

Bajé al comedor que había en la planta baja.

Allí encontré a Sophie y a Nat que, como yo, habían decidido darse un buen desayuno.

–¿Dónde está Brooklyn? –les pregunté mientras me sentaba a la mesa.

–Pensábamos que estaba contigo –me respondió Sophie.

–No estaba en la habitación cuando me he despertado –les conté.

La camarera me ofreció café, que yo acepté agradecida.

–¿Has mirado en el spa? –me preguntó Nat.

–No. ¿No te parece demasiado temprano?

–Debe de estar en el gimnasio –dijo ella–. Su vestido de novia no da margen a ningún error.

Yo volví a preguntarme si debía tomar los huevos Benedict.

Nat le hincó el diente a su gofre, que olía deliciosamente.

–¿Sabe qué va a tomar? –me preguntó la camarera.

–Huevos Benedict –le respondí antes de que me diese tiempo a arrepentirme.

Después me sentí contenta con la decisión. Ya buscaría un rato durante el día para ir al gimnasio.

–Qué fuerza de voluntad tiene esta mujer –comentó Sophie, refiriéndose a Brooklyn.

Yo sonreí mientras le daba un sorbo al café. Era verdad.

Gracias a la insistencia de Brooklyn, siempre que nos tomábamos un batido íbamos nadando hasta las boyas. Y no engordábamos ni un gramo durante las vacaciones. Yo había continuado con la costumbre de nadar para mantenerme en forma.

Y eso se lo tenía que agradecer a ella.

Ya lo haría algún día.

James y Brooklyn estaban buscando casa en Wallingford, que estaba cerca de mi apartamento de Fremont. Después de la boda, podríamos vernos todavía con más frecuencia que antes.

Mientras esperaba el desayuno, le mandé un mensaje de texto.

–Al menos esta vez sabemos que no se ha quedado encerrada en el ascensor –comentó Nat.

–¿Vamos a ir de compras esta mañana? –quiso saber Sophie.

–¿Necesitas algo? –le pregunté yo sin apartar la mirada de la pantalla de mi teléfono.

–Ropa –respondió Sophie–. Fundas de cojín o unas estanterías. Me vendrían bien unas estanterías en la esquina que hay junto a la puerta del patio. Compré dos esculturas de cristal el mes pasado y no tengo dónde ponerlas.

–Yo no necesito nada –intervino Nat.

–En eso no estoy de acuerdo –le dijo Sophie–. Tu apartamento necesita un cambio.

–Es funcional –replicó Nat.

–Es criminal –le dijo Sophie–. Tiene mucho potencial, pero no has hecho nada para aprovecharlo. Deberíamos ir de compras para arreglar el apartamento de Nat.

–¿Por qué no le preguntamos a Brooklyn qué quiere hacer? –sugerí yo, pensando que se suponía que estábamos allí por ella.

Entonces, llegó mi delicioso desayuno.

–A Brooklyn le va a apetecer. Le encanta ir de compras –nos aseguró Sophie.

Yo tomé un primer bocado. Los huevos estaban de muerte.

Me daba igual ir de compras, hacer turismo o tomar el sol en la piscina. Incluso estaba dispuesta a darme otro masaje.

–En ese caso, compraremos cosas para Brooklyn –dijo Nat–. Yo no quiero llenar mi casa de objetos que solo sirven para coger polvo.

–También llamados obras de arte –replicó Sophie mientras sacaba su teléfono–. Si la novia dice que vamos a redecorar tu apartamento, redecoraremos tu apartamento.

–Las cosas no funcionan así –protestó Nat.

Sophie se llevó el teléfono a la oreja.

–Cuento contigo –me dijo a mí–. Hazla entrar en razón.

–No pienso que Brooklyn tenga interés en redecorar tu apartamento –le dije a Nat con sinceridad.

En realidad, yo prefería ir a pasear por la ciudad.

–No responde –dijo Sophie.

Tuve la esperanza de que estuviese en la ducha del gimnasio y no tardase en aparecer.

–¿Qué demonios…? –exclamó Sophie sorprendida.

Yo levanté la vista.

Me coloqué el teléfono justo debajo de la nariz, con una aplicación para buscar amigos abierta. Yo entrecerré los ojos, pero tenía la pantalla demasiado cerca para ver el pequeño mapa.

–¿Qué está haciendo Brooklyn en el aeropuerto? –añadió Sophie extrañada.

 

 

Lo primero que pensé yo fue que la habían secuestrado.

Era lo único que tenía sentido.

Brooklyn no tenía ningún motivo para haber abandonado el hotel por voluntad propia. Teníamos cita en el spa y había gofres y chocolate caliente de desayuno. ¿Qué más se podía pedir?

Quise llamar a la policía inmediatamente, pero Nat me convenció de que encontrásemos pruebas antes de denunciar su desaparición.

Y tenía razón.

Así que subimos a la habitación y descubrimos que la maleta de Brooklyn tampoco estaba allí.

Eso significaba que sí se había marchado de manera voluntaria e imaginamos que habría surgido una emergencia en mitad de la noche. Era probable que alguien se hubiese puesto enfermo, tal vez uno de sus padres.

Porque, si le hubiese ocurrido algo a James, me habrían avisado a mí.

En cualquier caso, no tenía sentido que no me hubiese avisado. Yo la habría acompañado.

Entonces, encontré una nota.

Abrí la boca para avisar a Sophie y a Nat, pero la leí y se me cayó el corazón a los pies.

No dije nada y me escondí el papel en el bolsillo de los vaqueros.

–No tiene cobertura –comentó Sophie con el teléfono en la mano.

El icono de Brooklyn había desaparecido de la aplicación.

–¿Se habrá ido de vuelta a Seattle? –preguntó Nat.

–Es posible –le respondí yo.

–¿Deberíamos marcharnos nosotras también? –dijo Sophie.

Deberíamos e íbamos a hacerlo. Al menos, yo.

Pero iba a marcharme sola. Y Brooklyn no había vuelto a Seattle.

–En realidad no sabemos adónde ha ido –les dije–. Será mejor que no nos precipitemos.

Tardé unos minutos, pero convencí a Sophie y a Nat de que se quedaran en el hotel mientras yo me dirigía al aeropuerto con la nota de Brooklyn en el bolsillo:

 

Layla, lo siento muchísimo, pero no puedo casarme con James. He conocido a mi alma gemela. Por favor, perdóname.

 

¿Su alma gemela? James era su alma gemela, el amor de su vida.

Al llegar al aeropuerto estudié la pantalla de salidas y deduje que Brooklyn podía haber ido a Sacramento, Reno y Los Ángeles.

Me dije que tenía que haber hecho aquello empujada por el estrés que le debía de causar una boda de quinientos invitados. O tal vez el hecho de que James quisiese tener hijos pronto.

Yo sabía que Brooklyn prefería esperar un par de años. No obstante, eso no podía haberla llevado a romper la relación.

En cualquier caso, iba a averiguarlo.

Pensé en llamar a James por teléfono, pero enseguida descarté la idea porque me pediría que le pasase a Brooklyn y tendría que contarle que no estaba conmigo.

De repente, el icono del teléfono de Brooklyn apareció en mi pantalla. Me dio un vuelco el corazón. ¡La había encontrado!

Estaba en Las Vegas.

Busqué el siguiente vuelo al aeropuerto McCarran, me subí a un avión y cuando quise darme cuenta estaba en el vestíbulo del hotel Canterbury Sands, donde, según mi teléfono, estaba Brooklyn.

Miré a mi alrededor. Era un hotel muy lujoso, con columnas de mármol, madera labrada, macetas con palmeras, iluminación discreta y sillones de cuero.

Dado que no vi a Brooklyn, intenté preguntar por ella en recepción, pero no había ninguna habitación a su nombre. O tal vez sí, pero la recepcionista no quiso darme aquella información.

Intenté explicar que era su dama de honor y que iba a casarse, pero no funcionó. Así que decidí sentarme y esperar allí. Antes o después, mi amiga tendría que pasar por el vestíbulo.

Intenté llamarla de nuevo, pero no respondió, y no quise dejarle un mensaje avisándola de que estaba en Las Vegas, por si salía corriendo.

Decidí que lo mejor era hablar con ella en persona. Quería ver qué cara ponía cuando le preguntase qué demonios estaba haciendo.

Tenía calor y sed, así que pedí un refresco de cinco dólares. También tenía hambre. No me había dado tiempo a terminar los huevos, pero no me animé a gastarme veinticinco dólares en un tentempié.

Aunque fuese un fin de semana de derroches, tenía mis límites.

Antes de subirme al avión le había enviado un mensaje a Nat, para que supiesen que había ido a buscar a Brooklyn, sin contarle lo de que creía haber encontrado a su alma gemela, pero dando a entender que la boda la había puesto nerviosa.

Iba por la mitad del refresco cuando me llamó la atención un hombre que acababa de levantarse y venía en dirección a donde estaba yo. Se detuvo frente a una mesa y se puso hablar, después hizo lo mismo con otra, y con una tercera.

Yo no era buena fisonomista y el tipo todavía estaba lejos, pero habría jurado que se trataba del tipo perfectamente despeinado de San Francisco.

Entonces, me miró a los ojos y noté un chispazo. O era él o, al parecer, me atraía ese tipo de hombres.

Lo vi venir hacia mí y me dije que no debía emocionarme, pero mi cerebro se bloqueó.

–Hola –me saludó, deteniéndose junto a mi mesa.

–Hola.

Se hizo un breve silencio.

–¿Por casualidad no estaría… en San Francisco ayer? –me lancé por fin.

–¿En el Archway? –me preguntó él.

Y yo me sentí aliviada. No me estaba imaginando cosas raras.

–Sí.

–Me había parecido reconocerla. ¿Ha venido por negocios o por placer?

Ninguna de las dos cosas, pero no iba a darle detalles.

–Por placer –le respondí.

Él miró a su alrededor.

–¿Y ha venido sola?

–Sí.

Todavía no había encontrado a Brooklyn así que, técnicamente, estaba sola.

Él sonrió.

–Soy Max Kendrick –se presentó.

Luego bajó la vista a mi vaso.

–¿Le apetece algo más interesante que un refresco?

Yo estuve a punto de contestarle que no, que no había ido allí a ligar, pero era muy guapo y estábamos en un hotel de lujo, así que decidí relajarme un poco.

–¿Ha visto la lista de precios? –le pregunté, sin saber por qué.

Él sonrió todavía más.

–Una o dos veces, sí.

–Claro –balbucí yo, porque no se me ocurrió nada mejor que decir.

–Estupendo –dijo él, sentándose a la mesa–. ¿Qué le apetece?

Yo consideré imitar a Brooklyn y pedirle que escogiese por mí mientras batía exageradamente las pestañas, pero yo no era así.

–Una copa de vino blanco.

–¿De alguna marca en concreto?

–Me da igual.

Él miró a la camarera, que enseguida se acercó.

–¿Nos puede traer una botella de Crepe Falls reserva?

–Inmediatamente.

–¿Una botella? –repetí yo, preguntándome si aquel tipo iba a ser menos caballero de lo que yo me había imaginado y si pretendía emborracharme a primera hora de la tarde.

–Sale mejor así.

–Entonces, ¿no va a intentar emborracharme?

–¿Tiene algún motivo para emborracharse? ¿Va todo bien?

–Todo bien, sí –le respondí automáticamente.

–Si usted lo dice.

–Sí.

Volví a recorrer el vestíbulo con la mirada por si veía a Brooklyn. No podía permitir que Max Kendrick me distrajese.

–¿Seguro que ha venido sola? –me preguntó él.

–Seguro.

–La veo un poco nerviosa.

–Y yo a usted muy desconfiado.

Él se encogió de hombros sin negarlo.

Yo supuse que era justo. Al fin y al cabo, acabábamos de conocernos.

–Estoy buscando a una amiga.

–Entonces, no está exactamente sola.

–Estoy sola hasta que llegue mi amiga.

–Me ha mentido.

–No he mentido.

–Ha omitido información. Me está ocultando algo.

–¿Y usted? ¿Tiene novia? ¿Me está engañando?

–No, no soy de los que engaña –respondió él sonriendo.

La camarera volvió con el vino y él levantó la copa para brindar.

–Por la honestidad y la integridad.

–Por la fe y la lealtad –dije yo, pensando en Brooklyn.

Di un sorbo. Era un vino excelente.

–Ahora que sabemos que estamos los dos en la misma onda, cuénteme algo. Podría empezar por decirme su nombre.

–Layla. Layla Gillen.

–Encantado de conocerte, Layla Gillen. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Las Vegas?

–Espero que no.

Él arqueó una ceja.

–¿Tienes algo en contra de Las Vegas?

–No, nada. Es la primera vez que vengo –le respondí, volviendo a buscar a Brooklyn con la mirada.

–¿De dónde eres? –me preguntó Max.

Yo volví a mirarlo a él.

–De Seattle. ¿Y tú?

–Tengo casa en Nueva York, pero viajo bastante. ¿A qué te dedicas en Seattle?

–Soy profesora de matemáticas en un instituto.

Él sonrió de manera extraña.

–¿Tienes algo en contra de las matemáticas?

–Es que no te pareces a ninguna de mis profesoras de matemáticas. De haber sido así, me habría interesado por la asignatura mucho más.

A mí me dio un vuelco el corazón. Sentí que me ardían las mejillas y di otro sorbo a mi copa.