Romeo y Julieta - William Shakespeare - E-Book

Romeo y Julieta E-Book

William Shakespeare

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Beschreibung

En la Verona dividida por el odio ancestral de dos familias enemigas, nace un amor imposible. Romeo Montesco y Julieta Capuleto se descubren bajo la luz de un baile, y en un instante, sus destinos quedan entrelazados para siempre. Con la pasión de quien ama por primera vez y la urgencia de quienes no pueden esperar, los jóvenes desobedecen al mundo que los separa y forjan una unión secreta. Pero el amor, cuando desafía al odio, se convierte en chispa y en tragedia. Romeo y Julieta no es solo la historia de dos amantes condenados, sino un canto eterno al amor absoluto, a la juventud que arde, y al precio que se paga por desafiar al destino. Una obra inmortal de William Shakespeare que sigue latiendo en cada generación.

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Seitenzahl: 138

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La Colección Clásicos Libres está destinada a la difusión de traducciones inéditas de grandes títulos de la literatura universal, con libros que han marcado la historia del pensamiento, el arte y la narrativa.

Entre sus publicaciones más recientes destacan: Meditaciones, de Marco Aurelio; La ciudad de las damas, de Christine de Pizan; Fouché: el genio tenebroso, de Stefan Zweig; El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa; El diario de Ana Frank; El arte de amar, de Ovidio; Analectas, de Confucio; El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, entre otras...

William Shakespeare

romeo y julieta

© Del texto: William Shakespeare

© De la traducción: Maritza Izquierdo

© Ed. Perelló, SL, 2025

Calle de la Milagrosa Nº 26, Bajo

46009 - Valencia

Tlf. (+34) 644 79 79 83

[email protected]

http://edperello.es

I.S.B.N.: 979-13-87576-75-2

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Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución,

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con la autorización de sus titulares, salvo disposición legal en contrario.

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Personajes

Scala, príncipe de Verona.

Paris, joven hidalgo deudo del príncipe.

Montagüe, jefe de una de las dos casas rivales.

Capuleto, jefe de una de las dos casas rivales.

Un anciano, tío de Capuleto.

Romeo, hijo de Montagüe.

Mercucio, pariente del príncipe y amigo de Romeo.

Benvolio, sobrino de Montagüe y amigo de Romeo.

Tibaldo, sobrino de Lady Capuleto.

Fray Lorenzo, de la orden de San Francisco.

Fray Juan, perteneciente a la misma.

Baltasar, criado de Romeo.

Sansón, criado de Capuleto.

Gregorio, criado de Capuleto.

Abraham, criado de Montagüe.

Un boticario.

Tres músicos.

El coro.

Paje de Paris.

Un muchacho.

Pedro, servicial de la Nodriza de Julieta.

Un oficial.

Lady Montagüe, esposa de Montagüe.

Lady Capuleto, consorte de Capuleto.

Julieta, hija de Capuleto.

Nodriza de Julieta.

Ciudadanos de Verona, varios parientes de las dos casas, máscaras, guardias, patrullas, sirvientes.

Prólogo

En la hermosa Verona, donde colocamos nuestra escena, dos familias de igual nobleza, arrastradas por antiguos odios, se entregan a nuevas turbulencias, en que la sangre patricia mancha las patricias manos. De la raza fatal de estos dos enemigos vino al mundo, con hado funesto, una pareja amante, cuya infeliz, lastimosa ruina llevara también a la tumba las disensiones de sus parientes. El terrible episodio de su fatídico amor, la persistencia del encono de sus allegados al que sólo es capaz de poner término la extinción de su descendencia, va a ser durante las siguientes dos horas el asunto de nuestra representación. Si nos prestáis atento oído, lo que falte aquí tratará de suplirlo nuestro esfuerzo.

Acto I

(Verona. Una plaza pública. Entran Sansón y Gregorio, armados de espadas y broqueles.)

Sansón:

Bajo mi palabra, Gregorio, no sufriremos que nos carguen.

Gregorio:

No, porque entonces seríamos cargadores.

Sansón:

Quiero decir que si nos molestan echaremos fuera la tizona.

Gregorio:

Sí, mientras viváis echad el pescuezo fuera de la collera.

Sansón:

Yo soy ligero de manos cuando se me provoca.

Gregorio:

Pero no se te provoca fácilmente a sentar la mano.

Sansón:

La vista de uno de esos perros de la casa de Montagüe me transporta.

Gregorio:

Trasportarse es huir, ser valiente es aguardar a pie firme: por eso es que el trasportarte tú es ponerte en salvo.

Sansón:

Un perro de la casa ésa me provocará a mantenerme en el puesto. Yo siempre tomaré la acera a todo individuo de ella, sea hombre o mujer.

Gregorio:

Eso prueba que eres un débil tuno, pues a la acera se arriman los débiles.

Sansón:

Verdad; y por eso, siendo las mujeres las más febles vasijas, se las pega siempre a la acera. Así, pues, cuando en la acera me tropiece con algún Montagüe, le echo fuera, y si es mujer, la pego en ella.

Gregorio:

La contienda es entre nuestros amos, entre nosotros sus servidores.

Sansón:

Es igual, quiero mostrarme tirano. Cuando me haya batido con los criados, seré cruel con las doncellas. Les quitaré la vida.

Gregorio:

¿La vida de las doncellas?

Sansón:

Sí, la vida de las doncellas, o su… Tómalo en el sentido que quieras.

Gregorio:

En conciencia lo tomarán las que sientan el daño.

Sansón:

Se lo haré sentir mientras tenga aliento y sabido es que soy hombre de gran nervio.

Gregorio:

Fortuna es que no seas pez; si lo fueras, serías un pobre arenque. Echa fuera el estoque; allí vienen dos de los Montagües.

(Entran Abraham y Baltasar.)

Sansón:

Desnuda tengo la espada. Busca querella, detrás de ti iré yo.

Gregorio:

¡Cómo! ¿Irte detrás y huir?

Sansón:

No temas nada de mí.

Gregorio:

¡Temerte yo! No, por cierto.

Sansón:

Pongamos la razón de nuestro lado; dejémosles comenzar.

Gregorio:

Al pasar por su lado frunciré el ceño y que lo tomen como quieran.

Sansón:

Di más bien como se atrevan. Voy a morderme el dedo pulgar al enfrentarme con ellos y un baldón les será si lo soportan.

Abraham:

¡Eh! ¿Os mordéis el pulgar para afrentarnos?

Sansón:

Me muerdo el pulgar, señor.

Abraham:

¿Os lo mordéis, señor, para causarnos afrenta?

Sansón:

(Aparte a Gregorio.)¿Estará la justicia de nuestra parte si respondo sí?

Gregorio:

No.

Sansón:

No, señor, no me muerdo el pulgar para afrentaros; me lo muerdo, sí.

Gregorio:

¿Buscáis querella, señor?

Abraham:

¿Querella decís? No, señor.

Sansón:

Pues si la buscáis, igual os soy: Sirvo a tan buen amo como vos.

Abraham:

No, mejor.

Sansón:

En buen hora, señor.

(Aparece a lo lejos Benvolio.)

Gregorio:

(Aparte a Sansón.) Di mejor. Ahí viene uno de los parientes de mi amo.

Sansón:

Sí, mejor.

Abraham:

Mentís.

Sansón:

Desenvainad, si sois hombres. Gregorio, no olvides tu estocada maestra. (Pelean.)

Benvolio:

(Abatiendo sus aceros.) ¡Tened, insensatos! Envainad las espadas; no sabéis lo que hacéis.

(Entra Tibaldo.)

Tibaldo:

¡Cómo! ¿Espada en mano entre esos gallinas? Vuélvete, Benvolio, mira por tu vida.

Benvolio:

Lo que hago es apaciguar; torna tu espada a la vaina, o sírvete de ella para ayudarme a separar a esta gente.

Tibaldo:

¡Qué! ¡Desnudo el acero y hablas de paz! Odio esa palabra como odio al infierno, a todos los Montagües y a ti. Defiéndete, cobarde! (Se baten.

(Entran partidarios de las dos casas, que toman parte en la contienda; enseguida algunos ciudadanos armados de garrotes.)

Ciudadano 1º:

¡Garrotes, picas, partesanas! ¡Arrimad, derribadlos! ¡A tierra con los Capuletos! ¡A tierra con los Montagües!

(Entran Capuleto, en traje de casa, y su esposa.)

Capuleto:

¡Qué ruido es éste! ¡Hola! Dadme mi espada de combate.

Lady Capuleto:

¡Un palo, un palo! ¿Por qué pedís una espada?

Capuleto:

¡Mi espada digo! Ahí llega el viejo Montagüe que esgrime la suya desafiándome.

(Entran Montagüe y LadyMontagüe.)

Montagüe:

¡Tú, miserable Capuleto! No me contengáis, dejadme en libertad.

Lady Montagüe:

No darás un solo paso para buscar un contrario.

(Entran el Príncipe y sus acompañantes.)

Príncipe:

Súbditos rebeldes, enemigos de la paz, profanadores de ese acero que mancháis de sangre conciudadana. ¿No quieren oír? ¡Eh, basta! hombres, bestias feroces que saciáis la sed de vuestra perniciosa rabia en rojos manantiales que brotan de vuestras venas, bajo pena de tortura, arrojad de las ensangrentadas manos esas inadecuadas armas y escuchad la sentencia de vuestro irritado Príncipe. Tres discordias civiles, nacidas de una vana palabra, han, por tu causa, viejo Capuleto, por la tuya, Montagüe, turbado por tres veces el reposo de la ciudad y hecho que los antiguos habitantes de Verona, despojándose de sus graves vestiduras, empuñen en sus vetustas manos las viejas partesanas enmohecidas por la paz, para reprimir vuestro inveterado rencor. Si volvéis en lo sucesivo a perturbar el reposo de la población, vuestras cabezas serán responsables de la violada tranquilidad. Por esta vez que esos otros se retiren. Vos, Capuleto, seguidme; vos, Montagüe, id esta tarde a la antigua residencia de Villafranca, ordinario asiento de nuestro Tribunal, para conocer nuestra ulterior decisión sobre el caso actual. Lo digo de nuevo, bajo pena de muerte, que todos se retiren. (Vanse todos menos Montagüe, LadyMontagüe y Benvolio.)

Montagüe:

¿Quién ha vuelto a despertar esta antigua querella? Habla, sobrino, ¿estabas presente cuando comenzó?

Benvolio:

Los satélites de Capuleto y los vuestros estaban aquí batiéndose encarnizadamente antes de mi llegada: yo desenvainé para apartarlos: en tal momento se presenta el violento Tibaldo, espada en mano, lanzando a mi oído provocaciones al propio tiempo que blandía sobre su cabeza la espada, hendiendo el aire, que sin recibir el menor daño, lo befaba silbando. Mientras nos devolvíamos golpes y estocadas, iban llegando y entraban en contienda partidarios de uno y otro bando, hasta que vino el Príncipe y los separó.

Lady Montagüe:

¡Oh! ¿Dónde está Romeo?¿Le habéis visto hoy? Muy satisfecha estoy de que no se haya encontrado en esta refriega.

Benvolio:

Señora, una hora antes que el bendecido sol comenzara a entrever las doradas puertas del Oriente, la inquietud de mi alma me llevó a discurrir por las cercanías, en las que, bajo la arboleda de sicomoros que se extiende al Oeste de la ciudad, apercibí, ya paseándose, a vuestro hijo. Dirigime hacia él; pero descubriome y se deslizó en la espesura del bosque: yo, juzgando de sus sentimientos por los míos, que nunca me absorben más que cuando más solo me hallo, di rienda a mi inclinación no contrariando la suya y evité gustoso al que gustoso me evitaba a mí.

Montagüe:

Muchas albas se le ha visto en ese lugar aumentando con sus lágrimas el matinal rocío y haciendo las sombras más sombrías con sus ayes profundos. Mas, tan pronto como el sol, que todo lo alegra, comienza a descorrer, a la extremidad del Oriente, las densas cortinas del lecho de la Aurora, huyendo de sus rayos, mi triste hijo entra furtivamente en la casa, se aísla y enjaula en su aposento, cierra las ventanas, intercepta todo acceso al grato resplandor del día y se forma él propio una noche artificial. Esta disposición de ánimo le será luctuosa y fatal si un buen consejo no hace, cesar la causa.

Benvolio:

Mi noble tío, ¿conocéis vos esa causa?

Montagüe:

Ni la conozco ni he alcanzado que me la diga.

Benvolio:

¿Habéis insistido de algún modo con él?

Montagüe:

Personalmente y por otros muchos amigos; pero él, solo confidente de sus pasiones, en su contra –no diré cuán veraz– es tan reservado, tan recogido en sí mismo, tan insondable y difícil de escudriñar como el capullo roído por un destructor gusano antes de poder desplegar al aire sus tiernos pétalos y ofrecer sus encantos al sol. Si nos fuera posible penetrar la causa de su melancolía, lo mismo que por conocerla nos afanaríamos por remediarla.

(Aparece Romeo, a cierta distancia.)

Benvolio:

Mirad, allí viene: tened a bien alejaros. Conoceré su pesar o a mucho desaire me expondré.

Montagüe:

Ojalá que tu permanencia aquí te proporcione la gran dicha de oírle una confesión sincera. Vamos, señora, retirémonos.

(Montagüe y su esposa se retiran.)

Benvolio:

Buenos días, primo.

Romeo:

¿Tan poco adelantado está el día?

Benvolio:

Acaban de dar las nueve.

Romeo:

¡Infeliz de mí! Largas parecen las horas tristes. ¿No era mi padre el que tan deprisa se alejó de aquí?

Benvolio:

Sí. ¿Qué pesar es el que alarga las horas de Romeo?

Romeo:

El de carecer de aquello cuya posesión las abreviaría.

Benvolio:

¿Carencia de amor?

Romeo:

Sobra.

Benvolio:

¿De amor?

Romeo:

De desdenes de la que amo.

Benvolio:

¡Ay! ¡Que el amor, al parecer tan dulce, sea en la prueba tan tirano y tan cruel!

Romeo:

¡Ay! ¡Que el amor, cuyos ojos están siempre vendados, halle sin ver la dirección de su blanco! ¿Dónde comeremos? ¡Oh, Dios! ¿Qué refriega era ésta? Mas no me lo digáis, pues todo lo he oído. Mucho hay que luchar aquí con el odio, pero más con el amor. ¡Sí, amante odio! ¡Amor quimerista! ¡Todo, emanación de una nada preexistente! ¡Futileza importante! ¡Grave fruslería! ¡Informe caos de ilusiones resplandecientes! ¡Leve abrumamiento, diáfana intransparencia, fría lava, extenuante sanidad! ¡Sueño siempre guardián, asunto en la esencia! Tal cual eres yo te siento; yo, que en cuanto siento no hallo amor! ¿No te ríes?

Benvolio:

No, primo, lloro más bien.

Romeo:

¿Por qué, buen corazón?

Benvolio:

De ver la pena que oprime tu alma.

Romeo:

¡Bah! El yerro de amor trae eso consigo. Mis propios dolores ya eran carga excesiva en mi pecho; para oprimirlo más, quieres aumentar mis pesares con los tuyos. La afección que me has mostrado añade nueva pena al exceso de mis penas. El amor es un humo formado por el vapor de los suspiros; alentado, un fuego que brilla en los ojos de los amantes; comprimido, un mar que alimentan sus lágrimas. ¿Qué más es? Una locura razonable al extremo, una hiel que sofoca, una dulzura que conserva. Adiós, primo.

Benvolio:

Aguardad, quiero acompañaros; me ofendéis si me dejáis así.

Romeo:

¡Bah! Yo no doy razón de mí propio, no estoy aquí; éste no es Romeo; él está en otra parte.

Benvolio:

Decidme seriamente, ¿quién es la persona a quien amáis?

Romeo:

¡Qué! ¿Habré de llorar para decírtelo?

Benvolio:

¿Llorar? ¡Oh! no; pero decidme en seriedad quién es.

Romeo:

Pide a un enfermo que haga gravemente su testamento. ¡Ah! ¡Tan cruel decir a uno que se halla en tan cruel estado! Seriamente, primo, amo a una mujer.

Benvolio:

Di exactamente en el punto cuando supuse que amabais.

Romeo:

¡Excelente tirador! Y la que amo es hermosa.

Benvolio:

A un hermoso, excelente blanco, bello primo, se alcanza más fácilmente.

Romeo:

Bien, en este logro te equivocas: ella está fuera del alcance de las flechas de Cupido, tiene el espíritu de Diana y bien armada de una castidad a toda prueba, vive sin lesión del feble, infantil arco del amor. La que adoro no se deja importunar con amorosas propuestas, no consiente el encuentro de provocantes miradas ni abre su regazo al oro, seductor de los santos. ¡Oh! Ella es rica en belleza, pobre únicamente porque al morir mueren con ella sus encantos

Benvolio:

¿Ha jurado, pues, permanecer virgen?

Romeo:

Lo ha jurado y con esa reserva ocasiona un daño inmenso; pues, con sus rigores, matando dé inanición la belleza, priva de ésta a toda la posteridad. Bella y discreta a lo sumo, es a lo sumo discretamente bella para merecer el cielo, haciendo mi desesperación. Ha jurado no amar nunca y este juramento da la muerte, manteniendo la vida, al mortal que te habla ahora.

Benvolio:

Sigue mi consejo, deséchala de tu pensamiento.

Romeo:

¡Oh! Dime de qué modo puedo cesar de pensar.

Benvolio:

Devolviendo la libertad a tus ojos, deteniéndolos en otras beldades.

Romeo:

Ése sería el medio de que encomiara más sus gracias exquisitas. Esas dichosas máscaras que acarician las frentes de las bellas, aunque negras, nos traen a la mente la blancura que ocultan. El que de golpe ha cegado, no puede olvidar el inestimable tesoro de su ver perdido. Pon ante mí una mujer encantadora al extremo, ¿qué será su belleza sino una página en que podré leer el nombre de otra beldad más encantadora aún? Adiós, tú no puedes enseñarme a olvidar.

Benvolio:

Yo adquiriré esa ciencia o moriré sin un ochavo. (Vanse.)

(Una calle. Entran Capuleto, Paris y un Criado.)

Capuleto:

Y Montagüe está sujeto a lo mismo que yo, bajo pena igual; y no será difícil, en mi concepto, a dos personas de nuestros años el vivir en paz.

Paris:

Ambos gozáis de una honrosa reputación y es cosa deplorable que hayáis vivido enemistados tan largo tiempo. Pero tratando de lo presente, señor, ¿qué respondéis a mi demanda?

Capuleto:

Repetiré sólo lo que antes dije. Mi hija es aún extranjera en el mundo, todavía no ha pasado los catorce años; dejemos palidecer el orgullo de otros dos estíos antes de juzgarla a propósito para el matrimonio.

Paris:

Algunas más jóvenes que ella son ya madres felices.

Capuleto:

Y esas madres prematuras se marchitan demasiado pronto La tierra ha engullido todas mis esperanzas, sólo me queda Julieta: ella es la afortunada heredera de mis bienes. Hacedla empero la corte, buen Paris, ganad su corazón, mi voluntad depende de la suya. Si ella asiente, en su asentimiento irán envueltas mi aprobación y sincera conformidad. Esta noche tengo una fiesta, de uso tradicional en mi familia, para la cual he invitado a infinitas personas de mi aprecio; aumentad el número, seréis un amigo más y perfectamente recibido en la reunión. Contad con ver esta noche en mi pobre morada terrestres estrellas que eclipsan la claridad de los cielos. El placer que experimenta el ardoroso joven cuando abril, lleno de galas, avanza en pos del vacilante invierno, lo alcanzaréis esta noche en mi fiesta, al hallaros rodeado de esas frescas y tiernas vírgenes. Examinadlas todas, oídlas y dad la preferencia a la que tenga más mérito. Una de las que entre tantas veréis será mi hija, que aunque puede contarse entre ellas, no puede competir en estima. Vaya, seguidme. Anda, muchacho, échate a andar por la bella Verona, da con las personas cuyos nombres se hallan inscritos en esa lista (Le da un papel)