Rosie y sus brillantes gafas de colores - Brianna Wolfson - E-Book

Rosie y sus brillantes gafas de colores E-Book

Brianna Wolfson

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Beschreibung

Del mismo modo en que los opuestos se atraen, pueden provocar también fricción, y nadie siente esa fricción más que Willow, la hija de Rex y Rosie. Rex es un hombre serio y pragmático que pega listas de tareas en la puerta del dormitorio de Willow. Rosie es una mujer deslumbrante y encantadora que se reúne con Willow en la casa del árbol en mitad de la noche para atiborrarse de dulces. Tras el divorcio de Rex y Rosie, Willow debe aprender a desenvolverse en sus dos mundos diferentes. Se halla bajo el hechizo de su madre, emocionante y divertida. Pero, cuando el comportamiento de Rosie se vuelve más inestable, quedan al descubierto los mecanismos más oscuros de su amor sin límites. Hacía tiempo ya que Rex había dejado de ver el mundo a través de las gafas de Rosie, pero ¿podrá Willow hacer lo mismo? "Brianna Wolfson ha hecho algo generoso y maravilloso al escribir Rosie y sus brillantes gafas de colores He seguido a Willow con el corazón encogido y sin perder la esperanza". Nancy Thayer "Si Rosie y sus brillantes gafas de colores, la primera novela de Brianna Wolf-son, resulta tan realista y conmovedora para los lectores, es porque procede de un lugar muy personal para la autora. "La historia de Rosie la llevo muy dentro", dice Wolfson. "En muchos aspectos, es mi propia historia". Publishers Weekly

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Seitenzahl: 368

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Rosie y sus brillantes gafas de colores

Título original: Rosie Coloured Glasses

© 2018, Brianna Wolfson

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

© De la traducción, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Calderónstudio

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

ISBN: 978-84-9139-331-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Prólogo

1

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Epílogo

Prólogo

 

 

 

 

 

Willow Thorpe sabía lo que era la fricción. El calor que se creaba cuando una cosa se frotaba contra otra. Cuando un mundo se frotaba contra otro.

Willow lo sentía siempre que se montaba en el asiento trasero del coche de su madre, se abrochaba el cinturón, le estrechaba la mano a su hermano y se preparaba para regresar a casa de su padre. Siempre que se quedaba mirando por la ventanilla del coche de su madre y seguía con la mirada los giros de la calle de camino a casa de su padre. Siempre que su padre abría la inmensa puerta delantera y murmuraba: «Llegas tarde otra vez, Rosie». Siempre que su madre respondía con una sonrisa de suficiencia y decía: «Hasta luego, Rex».

Siempre que miraba a su padre y se sentía cohibida porque le chocaban las rodillas. Siempre que pasaba de una casa con paredes llenas de obras de arte a otra con paredes blancas. Siempre que cambiaba las ceras de colores por los lapiceros del número dos.

A Willow le daba la impresión de que los hijos de otros padres divorciados fantaseaban con lo que sería que sus padres volvieran a enamorarse. Que su madre le apretara el nudo de la corbata a su padre por las mañanas antes del trabajo. Que su padre le subiera la cremallera del vestido a su madre por las noches antes de la cena. Que su madre y su padre se dieran un beso en los labios cuando creían que los niños no miraban. Que los marcos de fotos de la casa mostraran la imagen de una familia unida: madre, padre, hermano y hermana.

Pero Willow no pensaba en nada de eso.

Se imaginaba a su padre, duro y serio, en un mundo, y a su madre, cálida y deslumbrante, en otro distinto. Y pensaba en las tres veces por semana en que un mundo colisionaba con el otro.

Pero esa colisión de los mundos, esa fricción y ese calor, merecía la pena cada vez que Willow podía regresar al mundo de su madre.

Porque, en ese mundo, el amor de su madre era mágico e intenso. Ella sentía que ese amor podría cristalizar en su interior y hacerla más fuerte. Que podía llenarla, en el sentido más real de la palabra. Que podía mantenerla a salvo, feliz para siempre.

Pero Willow se equivocaba.

A su vida pronto asomarían la confusión y la tristeza, el dolor y la pérdida. Y el amor protector de su madre no podría protegerla de ninguna de esas cosas. De hecho, tal vez fuera el causante de todas ellas.

1

 

 

 

 

 

Doce años atrás

 

A los veinticuatro años, Rosie Collins creía que el amor era específico y consumía todas las energías. Creía que el amor verdadero entraba por el lóbulo de la oreja igual que entraba por el corazón. Creía que existía una manera única y especial en la que un ser humano podía amar a otro ser humano. Y pensaba en esas fuerzas invisibles del amor siempre que veía a unos novios por el parque, o en el metro, o en un banco. Imaginaba los nombres cariñosos que utilizaban antes de irse a dormir. El lugar donde a él le gustaba poner la mano. La camiseta de él que más le gustaba a ella para irse a la cama. Esa tontería que ella decía y que a él le hacía reír sin parar. El horrible cuadro que él compró para su apartamento y que a ella le encantaba ver colgado en la pared del salón.

Rosie aceptó el trabajo en la floristería Blooms, situada en la calle 22 con la Octava Avenida, nada más mudarse a Manhattan, en parte por el dinero y en parte porque le gustaba la idea de que alguien llamada Rosie trabajara en una floristería. Pero sobre todo aceptó el trabajo para poder acceder a esas fuerzas del amor. Como en sus otros trabajos insignificantes, tendría que llevar a cabo ciertas tareas mundanas; esta vez tendría que recolocar las flores, encargarse de la caja registradora y transcribir los mensajes en las tarjetas. Pero pensaba que ahora sería capaz de aguantar en el trabajo más de las seis semanas habituales, porque en la floristería Blooms entendía cuál era el significado de su trabajo.

Se veía a sí misma como intermediaria del amor. Fantaseaba con las miles de historias de amor de las que sería testigo, si bien solo en parte, cuando los clientes compartieran con ella un pedacito de sí mismos. Le contarían cuál era la flor favorita de su novia, o el poema que más le gustaba a su prometida. Buscarían el ramo perfecto para presentarse en el trabajo de su esposa el día de su cumpleaños, o la selección de flores perfecta para decir «Feliz aniversario». O simplemente querrían enviar algo porque sí.

Estaba tan emocionada que se pasó el domingo anterior a su primer día de trabajo practicando su caligrafía. Quería asegurarse de que cada carta fuese lo suficientemente única para transmitir la belleza y la originalidad del amor que se escondía detrás del mensaje. Apenas durmió esa primera noche por los nervios, pensando que por fin tendría acceso sin límites a la voz del amor. Era una voz que le encantaba, pese a que todavía no formase parte de su vida.

Pero a Rosie se le rompió el corazón aquella primera semana en Blooms cuando, día tras día, los hombres llamaban y pedían que enviaran una docena de rosas rojas a sus novias, esposas o amantes con una tarjeta en la que simplemente ponía Con cariño. Jim, o De parte de Tom, o solamente Harry.

¿Acaso no había mujeres que preferían hortensias, crisantemos o lirios? ¿Algunas de esas flores no irían destinadas a mujeres que preferirían el rosa o el blanco, o una mezcla de colores? ¿Acaso los hombres enamorados no sabían esa clase de cosas sobre sus parejas? ¿No les apetecía rellenar la tarjetita que acompañaba a las flores con unas palabras sinceras y hermosas?

Cuando uno le enviaba flores a su mujer, ¿no quería transmitir: «Esto es lo que siento todavía cada vez que te miro a los ojos»? Cuando uno amaba a alguien, ¿no tenía ganas de decírselo de la manera más perfecta y única? ¿Cómo era posible que todos aquellos hombres amaran a sus mujeres del mismo modo? Enviándoles la misma docena de rosas rojas y la misma tarjeta de Con cariño. John, o De parte de Rob, o un simple Colin.

A Rosie se le rompía el corazón pensando que el amor pudiera ser tan banal.

Pero Rosie no era de las que se quedaban de brazos cruzados con el corazón roto. Sobre todo si eso amenazaba su visión del mundo. Si los hombres de Manhattan no eran capaces de expresar amor correctamente, ella los ayudaría. Adornaría sus gestos con matices, ya fueran auténticos o no.

De modo que se propuso asegurarse de que no saliera ninguna tarjeta de la tienda con una simple y aburrida firma genérica. Reemplazaba cualquier petición aburrida con mensajes que consideraba más apropiados para un gesto de amor. Anoche estabas preciosa. Te quiero. Alex. Estaba pensando en lo guapa que estabas cuando se te quedó un trozo de comida entre los dientes. Te quiero. Ryan. Soy mejor cuando tú estás cerca. Te quiero. Charlie. Espero que salgamos muchas más veces. Te quiero. Ian. Y sonreía satisfecha cuando ataba cada tarjeta al tallo de una flor y la enviaba.

Esas eran las historias de amor de las que Rosie quería formar parte. Aunque no fueran reales, ella seguía pensando que, en cierto modo, eran auténticas.

Durante semanas nadie mencionó jamás sus empujoncitos al amor. Nadie hasta que Rex Thorpe llamó y pidió que enviaran una docena de rosas rojas a su novia al 934 de Columbus Avenue.

—¿Y qué quiere que ponga en la tarjeta? —preguntó Rosie sin mucho afán.

Ya había hablado en alguna ocasión con ese tipo que tenía una novia en el Upper West Side. Impaciente. Probablemente con un buen trabajo. Seguramente guapo, aunque también muy imbécil. Lo más seguro era que tuviera una novia guapa a la que apenas decía «Te quiero».

—¿La tarjeta? ¿Qué tarjeta? —preguntó Rex secamente.

—La tarjeta que acompañe a las rosas rojas.

Hubo una pausa.

—¿Señor? —dijo ella poniendo los ojos en blanco mientras transmitía su desdén a través del teléfono.

—Y yo qué coño sé.

Silencio. Y entonces le llegó a través del aparato el asqueroso sonido del chicle al mascarlo.

—«Para Anabel. Con cariño. Rex». Supongo.

Y colgó.

Rex y la conversación que habían mantenido le parecieron insultantes para ella y para la palabra «amor». Una vez más.

De modo que rellenó la tarjeta como a ella le pareció oportuno: con su poema favorito de e. e. cummings:

 

amor es mucho más espeso que olvídate

mucho más delgado que recuerda

más rara vez que una ola está mojada

más a menudo que desfallecer

 

mucho más loco es y lunarmente

y menos no será

que todo el mar que solo

es más profundo que el mar

 

amor es menos siempre que vencer

menos nunca que vivo

menos más grande que el menor comienzo

y menos más pequeño que perdona

 

es el más cuerdo y solarmente

y más no puede ya morir

que todo el cielo que solo

es más alto que el cielo

 

Y después firmó en su nombre: Te quiero. Rex.

Era la primera vez que usaba las palabras de otra persona además de las suyas en las notas. Jamás había recurrido a ninguno de sus poetas favoritos. Pero en esa ocasión, teniendo que compensar la absoluta imbecilidad de Rex Thorpe, le pareció adecuado.

Ni siquiera ella tenía claro si estaba tratando de rescatar a la novia de Rex en cierto modo o si lo que intentaba era decirle a Rex algo sobre cómo debería ser el amor. En cualquier caso, su esfuerzo había quedado plasmado en tinta y aparecería en la puerta de Anabel pasadas treinta y seis horas.

Y Rosie estaba feliz.

 

 

Cuando Rex fue a casa de su novia para que le diera las gracias por las flores que le había enviado, Anabel se apresuró a rodearle con los brazos con energía. Sin que Rosie lo supiera, Anabel estudiaba literatura y admiraba a e. e. cummings.

—Tu nota es perfecta —le dijo a su novio—. La guardaré para siempre. Yo también te quiero.

Rex sabía que Anabel estaba segura de que se casarían y él todavía no había encontrado ninguna razón para que eso no fuese así.

Recibió su inmerecido abrazo sin decir una palabra, pero, cuando vio la tarjeta del ramo, se puso furioso. Porque no le interesaba el lenguaje de las flores y desde luego no le interesaba que nadie hiciera nada sin su consentimiento explícito.

A sus treinta y un años, Rex Thorpe daba mucha importancia a ciertos aspectos de su vida. Daba importancia a sus pantalones Brooks Brothers y a sus camisas de botones. Daba importancia a los muebles Eames de su apartamento. A los restaurantes del Upper West Side que frecuentaba y a los títulos académicos de las personas con las que interactuaba. Al whisky que bebía y a la forma del vaso en el que lo presentaban. A la marca de la tinta de su bolígrafo. A su aspecto de hombre respetado y de éxito. Un hombre auténtico.

Rex centraba toda su atención en esas cosas y no le parecía lógico ni práctico invertir esfuerzos en Anabel DeGette. No le importaba lo suficiente como para desvivirse por ella, pese a que era una chica guapa y agradable. Él era plenamente consciente de que, si tener una mujer guapa y agradable no formase parte de su idea de una vida «de éxito», probablemente no querría saber nada de mujeres. Pero, como no era así, sabía que debía tener alguna muestra de afecto ocasional y al mismo tiempo seguir ignorando a su novia y pasarse la vida en el trabajo. Y había optado por un ramo de rosas con una tarjeta en la que ponía Con cariño. Rex.

—¿Qué coño has hecho? —le gritó a Rosie al día siguiente nada más entrar en la floristería—. Te di unas instrucciones muy precisas para la nota. Y esas instrucciones no incluían un poema del jodido e. e. cummings. ¿Quién coño te crees que eres para interferir y manipular mis palabras?

Estaba preparado para continuar con su diatriba, pero se detuvo en seco al ver a Rosie con aquel vestido estampado que le llegaba a la altura de las rodillas. Al ver su pelo castaño, que se escapaba de una trenza medio deshecha. Con un flequillo que casi le tapaba las cejas, muy pobladas. Con unos guantes manchados de flores que resultaban demasiado grandes para sus manos, que sin duda serían muy pequeñas. Con aquel cuerpo menudo. La nariz ligeramente aguileña. Sus pecas. El bamboleo de sus caderas mientras tarareaba la melodía de Leather and Lace, de Stevie Nicks y Don Henley. Su capacidad para brillar.

Y, sobre todo, su capacidad para ignorar su rabia.

Rex se quedó sin palabras al contemplar todo aquello.

Se quedó parado, con la boca abierta, decepcionado al comprobar que Rosie ni siquiera le había mirado aún. Pensó que podría llamar su atención, solo por un instante. Quería llamar su atención. Quería mirarla a los ojos y descubrir algo nuevo.

 

 

Sin ni siquiera levantar la mirada de las rosas a las que estaba quitándoles las espinas, Rosie supo que era Rex quien había entrado por la puerta hecho una furia. Levantó brevemente la mirada por debajo del flequillo. Guapo e imbécil, efectivamente.

Trató de mantener la mirada fija en las rosas que tenía en las manos mientras Rex le hablaba, pero perdió la batalla cuando sus palabras cesaron. Miró a Rex Thorpe a los ojos solo un instante y se fijó en todo lo demás. Sus cejas rebeldes. Sus hombros fuertes. Su piel suave. Las arrugas de sus mejillas. El pelo negro.

Su presencia.

No soportaba estar en la tienda con aquella tensión abrumadora. Esa sensación de repulsión y atracción simultáneas. De modo que sacudió las manos hasta que los guantes de lona cayeron sobre el mostrador. Acto seguido agarró su bolsa de tela, llena de cuadernos garabateados y caramelos, y pasó frente a Rex sin decir una sola palabra. Se centró tanto en salir por la puerta que no prestó atención a lo que ocurría en la tienda, y ni siquiera se detuvo para ver que se le habían caído una cera de color azul y un par de centavos del bolso con las prisas.

Mientras caminaba hacia la puerta, sintió otra punzada. Aunque no compartía los principios de Rex, admiraba su autenticidad. No todos los hombres expresaban su opinión de esa forma. No todos estaban dispuestos a permitir que los demás supieran qué era lo que les hacía daño. Lo que los fastidiaba, los satisfacía o los emocionaba. La confianza en sí mismo tenía algo de sexi. Su masculinidad. Sus convicciones. Pero, incluso pensando todas aquellas cosas sobre el hombre que estaba plantado en mitad de Blooms, Rosie salió de la tienda y decidió tomarse la tarde libre.

Se montó en su bici y, sin preocuparse de nada más, se dirigió hacia su rama favorita del sauce de Central Park. Con la melodía de Leather and Lace en la cabeza y el aroma boscoso de Rex en la nariz.

2

 

 

 

 

 

El caso era que Willow Thorpe odiaba los miércoles. Según lo acordado en el divorcio, tenía que pasar los miércoles con su padre. Y los días con su padre estaban plagados de deberes, clases de piano y listas de tareas.

Pero su madre no tardó en convertir las noches de los miércoles en su noche favorita de la semana. Otra aventura, otra oportunidad para recibir amor.

Willow se puso su camiseta favorita de Keith Haring por encima de la cabeza y dejó que le cayera sobre los hombros. Sonrió cuando se miró al espejo para lavarse los dientes y se vio con ella puesta. Le encantaba esa camiseta enorme con todas sus rayas sencillas y sus colores brillantes. Era una prenda que transmitía alegría. Le gustaba que unas figuras tan simples parecieran tan felices bailando juntas.

Se limpió la pasta de dientes de la comisura de los labios y se metió bajo las sábanas. Y esperó. Cerró los ojos como si estuviera durmiendo, aunque no fuese así en absoluto. Y entonces esperó un poco más. Y, cuando sonó su alarma a medianoche, sintió como si hubiera pasado todo el tiempo del universo y a la vez el tiempo se hubiera detenido.

Con un cosquilleo que recorría su piel, metió los pies en las zapatillas, agarró su linterna de la mesilla de noche, metió la almohada bajo las sábanas por si acaso su padre pasaba a verla y bajó de puntillas las escaleras traseras. Se agarró a la barandilla para no perder el equilibrio, pero bajó los peldaños con naturalidad. Era una pena que fuese así de grácil en una escalera a oscuras en mitad de la noche, cuando nadie más podía verla.

Hundía los dedos con determinación en la moqueta que cubría cada escalón. Después atravesó la cocina, salió por la puerta de atrás y recorrió el jardín hasta el otro extremo. Allí parada, en la linde del césped, frente a aquellos árboles inmensos, sintió que se le aceleraba el corazón. Estaba sola en la oscuridad. Solo oía el canto de los grillos y el leve crujido del bosque. Sus pulmones se llenaban con el aire fresco y limpio del mes de octubre.

Notaba la emoción recorriendo sus venas. Estaba en el límite del mundo de su padre y a punto de entrar en el de su madre. Aquel era el camino a la felicidad.

Echó a correr y se sumergió en las profundidades de los árboles. «Solo treinta y siete pasos y medio», se dijo a sí misma mientras corría sobre las hojas secas y los palitos del suelo hacia la casa del árbol. Su madre y ella contaron los pasos en una ocasión. Rosie incluso se aseguró de hacer el cálculo con las zancadas de Willow y no con las suyas.

Cuando llegó a la base de la escalera que ascendía por el árbol, hizo la señal: tres flashes con la linterna. Después esperó con los ojos muy abiertos y el corazón desbocado. Y, a los pocos segundos, Rosie le devolvió la señal y asomó la cabeza por la base de la casa del árbol.

A Willow siempre le daban ganas de subir corriendo la escalera cuando veía a su madre, pero sabía que sus rodillas enclenques no eran rival para los peldaños de madera desvencijados. Apenas podía mantenerse erguida en el pasillo de quinto curso, mucho menos en una vieja escalera. Así que se tomaba su tiempo para subir, aferrando con cuidado cada escalón con los dedos mientras ascendía despacio, paso a paso.

Cuando por fin llegaba arriba, su madre la levantaba por los brazos y le daba un fuerte beso en la mejilla. Y juntas cantaban, bailaban, hablaban y dibujaban a la luz de la linterna. Pintaban y echaban peleas de pulgares, jugaban al Twister y hacían girar monedas. Se turnaban para decir trabalenguas. Se querían la una a la otra.

Y, cuando las paredes de la casa del árbol estaban cubiertas de nuevos dibujos, cuando ellas tenían la boca pintada de azúcar picapica de colores y la barriga llena de refresco de vainilla, cuando el aire de la casa del árbol quedaba inundando por la voz de Elton John, que sonaba en los diminutos altavoces de su madre, Willow apoyaba la cabeza en el regazo de Rosie y suspiraba.

—Mamá, ¿por qué os divorciasteis papá y tú? —le preguntó a su madre.

—Bueno, ¿a ti te gusta despertarte con el sol o con una alarma? —le preguntó Rosie.

—Con el sol —respondió ella sin perder un segundo.

—A mí también, cariño —dijo Rosie antes de darle un beso en la frente. Entonces Willow volvió a suspirar sobre el regazo de su madre.

Cuando sonó la alarma de Rosie a la una de la madrugada, ambas recogieron los envoltorios y los juguetes, apagaron la linterna y bajaron por la escalera. Rosie con facilidad y Willow muy concentrada.

Cuando Willow llegó a la puerta trasera de la casa de su padre, esperó y vio cómo su madre se alejaba de la entrada caminando. Se fijó en su pelo, que se agitaba ingrávido mientras con sus brazos delgados se esforzaba por no dejar caer al suelo la pila de latas de refresco, caramelos y lápices de colores que apretaba precariamente contra su pecho. Willow contempló a su madre en todo su esplendor, en toda su efervescencia, hasta que fue absorbida por la oscuridad.

Inevitablemente, antes de desaparecer, a Rosie siempre se le caía algún lápiz, o cera de colores, o rotulador al suelo y ella no hacía amago de recogerlo. Su madre ni siquiera se detuvo para advertir el ruidito que hizo el objeto cuando se le cayó de los brazos y golpeó el asfalto. Rosie se montó en su coche y las luces del interior volvieron a revelar su silueta. Después bajó la ventanilla, se llevó las manos a los labios y extendió los brazos hacia Willow. Le envió a través de la oscuridad un beso que le llegó al alma.

Después se alejó conduciendo.

Willow regresó al camino de la entrada con la linterna enfocada hacia el suelo para recoger la cera y llevársela a su habitación. Hizo girar el cilindro rosa oscuro entre sus manos y miró la etiqueta de la cera —Mermelada de frambuesa— antes de guardársela en el bolsillo del pijama.

Los miércoles por la noche, mientras Willow se quedaba dormida por segunda vez, revivía en su cabeza la imagen de los labios rojos de su madre al sonreír, las caricias de sus dedos largos en su pelo. Y así, sin más, se dormía feliz.

Y daba igual lo cansada que estuviera en el colegio los jueves por la mañana, porque la noche del miércoles se había convertido en su noche favorita de la semana.

 

 

Willow se despertó a la mañana siguiente en su habitación, en casa de su padre, al oír el despertador. Abrió los ojos despacio y se fijó en las paredes azules y en la cómoda de mimbre. En los cojines tirados por el suelo. Y volvió a oír la alarma.

Rex le había dicho que el truco para no apretar el botón que posponía la alarma unos minutos más residía en colocar el despertador al otro lado de la habitación. «¡Así la única manera de parar la alarma es levantarte!», le dijo una mañana en que se quedó dormida. Se lo dijo mientras trasladaba el despertador desde su mesilla hasta el borde de la cómoda situada en la pared de enfrente.

Willow apagó el despertador y se puso a hacer las tareas de la lista que su padre había elaborado para ella. También se aseguró de que su hermano pequeño estuviera haciendo las suyas. Pero, como de costumbre, no era así.

A los seis años, Asher Thorpe siempre se olvidaba de las cosas. Derramaba cosas. Rompía cosas. Se chocaba con cosas. Pero siempre se lo perdonaban todo. Porque tenía las mejillas rechonchas, los ojos azules y el pelo rubio. Pero, sobre todo, porque le faltaban los dos dientes delanteros y le costaba pronunciar la letra «R» y la «S».

A todo el mundo le sorprendía que dos personas morenas como Rosie y Rex pudieran tener un hijo rubio de ojos azules. Pero para Rex, para Rosie e incluso para Willow era lógico que Asher tuviera unos rasgos tan dulces y tiernos. El niño poseía una ligereza de la que carecían el resto de los Thorpe. Una ligereza que Willow recordaba siempre que llegaba a la habitación de Asher y lo encontraba plácidamente dormido bajo un montón de animales de peluche. Siempre que despertaba a su hermano y él sonreía al ver a su hermana mayor.

—Tu lista de tareas de la mañana, Ash —le dijo Willow antes de darle un beso en la frente.

—¡De acueddo, de acueddo! —respondió Asher con una sonrisa somnolienta.

Willow salió de la habitación de su hermano y completó su lista.

 

Cepillarse los dientes; 30 segundos los de arriba, 30 segundos los de abajo

Lavarse la cara; solo jabón de cara

Hacer la cama

Cepillarse el pelo

Doblar el pijama

Vestirse; ¡ropa limpia!

Hacer la mochila; ¿llevas todos los deberes?

Tomarse las vitaminas

Desayuno en familia

 

Willow tenía memorizada su lista de tareas de la mañana, pero su padre insistía en dejarla pegada en su puerta junto a su lista de tareas de la tarde, que a su vez estaba junto a la lista de la noche. Y ella se mostraba muy diligente para completar todos los puntos de la lista, salvo dos.

Lo primero que le suponía un problema era «Cepillarse el pelo». Porque Willow tenía el pelo demasiado rizado y rebelde, y cepillarlo no hacía más que empeorarlo. Su madre le decía que esa era la clase de cosa que los chicos no entendían y le sugería que ignorase ese punto de la lista. Pero a ella no le gustaba desobedecer, así que, en vez de saltarse ese punto, cada mañana se pasaba el cepillo por la parte suave.

Y luego estaba lo de «Vestirse». Aunque no le suponía un problema hacer eso, a su padre nunca le gustaba la ropa que escogía para ponerse. Y lo que escogía era todos los días lo mismo: leggings morados brillantes, una camiseta negra con una herradura plateada y las deportivas Converse negras. Lo mismo cada día durante los últimos cuatro años. Tenía varios pares de leggings morados y varias camisetas iguales. Y aquel día, cuando llevaba ya varias semanas en quinto curso, seguía llevando el mismo atuendo.

Su padre nunca decía nada sobre su manera de vestir. Al menos no con la boca. Pero no le hacía falta, porque ella se daba cuenta de que no le gustaba nada verla con aquellas prendas. Cada mañana, cuando le daba los buenos días, sabía que había vuelto a decepcionarlo. Lo decía con la mirada, con la caída de la barbilla y aquel leve movimiento de cabeza. Quizá fuese su ropa o quizá sus rodillas enclenques. Quizá fuese otra cosa. Fuera lo que fuera, su padre nunca miraba a su hija como lo hacía su madre.

Rex siempre ocupaba la enorme silla de madera situada a la cabecera de la mesa. Con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda. Con sus gafas de lectura en la punta de la nariz y una taza de café humeante en la mano derecha. Tenía varias notas garabateadas sobre la mesa e iba vestido con un traje que parecía nuevo.

Tenía un aspecto serio y poderoso. El mismo aspecto de siempre.

Rex Thorpe era alto, fornido y tenía los hombros echados hacia delante. Si se le miraba de cerca, se veía que sus ojos negros siempre se movían imperceptiblemente de un lado a otro. Siempre estaba analizando la habitación y a las personas que la ocupaban. Y siempre tenía los labios apretados, como si estuviera a punto de decir algo. Pero no hacía falta más que ver su ceño fruncido y su mandíbula apretada para saber que no querías oír lo que tuviera que decir. Pero estuviese hablando o en silencio, mirándote o ignorándote por completo, Rex Thorpe siempre llamaba tu atención cuando compartías una estancia con él.

Willow se sentó a la mesa, sirvió un tazón de cereales Lucky Charms para su hermano y después otro para ella, mientras Rex subía y bajaba su brazo derecho como si fuera una máquina para dar sorbos esporádicos al café. Willow y Asher utilizaron sus pesadas cucharas de plata para llevarse a la boca primero los trocitos que no fueran malvaviscos. Les gustaba ver de qué color teñía la leche la mezcla específica de malvaviscos en forma de herradura, de corazón y de marmita de oro. Cuando la leche adquiría un color concreto, ambos rebuscaban en la caja de ceras que había sobre la mesa hasta encontrar la cera cuyo color más se acercaba al color de la leche de su tazón. El que anunciara el color más parecido se ganaba un beso de Rosie.

Cuando jugaban a eso en casa de su padre, Willow y Asher se limitaban a remover la leche en silencio, pero al menos ambos se lo pasaban bien.

Asher rompió el silencio y preguntó:

—¿Podemos ir a jugar a los bolos este fin de semana?

—Quizá cuando terminéis todas vuestras tareas —respondió Rex sin apartar la mirada del cuaderno situado junto al posavasos sobre el que dejaba el café.

Willow ya sabía que diría algo así. Porque las cosas a las que su padre decía «sí» eran muy concretas y casi siempre condicionales. Podías ver la tele durante quince minutos si ya habías doblado la colada. Podías tomar helado, con dos coberturas como máximo, si te terminabas todos los guisantes del plato. Podías salir a jugar, con el abrigo bien abrochado, solo después de haber practicado piano durante treinta minutos. Podías abrir una nueva caja de cereales cuando la antigua se hubiese terminado, y después debías doblar la antigua caja para que quedara plana y meterla en el cubo del reciclaje. A su padre le daba igual que en la antigua caja no quedaran ya malvaviscos en forma de herradura.

Asher siguió comiendo sus cereales con un «¡Jopé!» y después se metió bajo la mesa de la cocina para jugar con sus figuritas de acción. Lo que significó que todo volviera a quedar en silencio, y Willow se sintió desilusionada. A ella le gustaban el ruido, la música y los juegos.

Le gustaba la casa de su madre.

Levantó la mirada del tazón y pensó en preguntarle a su padre de qué color creía que era su leche. Pero se le hinchaban las sienes con cada pompa de chicle rosa que explotaba. Tenía un aspecto muy serio, tan intenso, inmerso en sus notas.

Así que Willow sacó su libro de sopas de letras de la mochila y buscó en la lista la siguiente palabra: ZIGZAG. Comenzó a buscar en la rejilla la letra «Z». Iba recorriendo el papel con su cera de color mermelada de frambuesa y sonreía al pensar en su secreto. El secreto de cómo había llegado a su poder esa cera. Y, aunque nadie se fijara en que sonreía o en que tenía una cera, ella estaba orgullosa de aquel cilindro rosa oscuro que tenía en la mano. Orgullosa de que su madre la quisiera tanto como para verse con ella en la casa del árbol en mitad de la noche. Orgullosa de tener una madre que jugara con ella los miércoles por la noche. Orgullosa de tener una madre que siempre la dejaba ganar en una guerra de pulgares.

Willow encontró la palabra justo antes de que sonara la «alarma del autobús» de Rex. Ahí estaba, escrita en mitad de la página. Z-I-G-Z-A-G. Rodeó la palabra con la cera, cerró el cuaderno y se lo guardó en la mochila. Lo necesitaba para no aburrirse en el autobús. Y en la mesa durante la comida. Y bajo el tobogán durante el recreo. Y en su imaginación.

Llevó los tazones vacíos al fregadero, se abrochó el abrigo, después a su hermano, y dijo «Adiós, papá» en voz alta para que él oyera que se marchaban a clase.

—¡Adiós, chicos! —gritó Rex desde la mesa de la cocina.

Si Willow elaborase una lista de tareas para su padre y la pegara a la pared, no pondría Revisa tus notas o Anuda la corbata. Solamente diría una cosa:

 

Dales un beso de despedida a Willow y a Asher.

3

 

 

 

 

 

Doce años atrás

 

Cuando Rosie llegó a su sauce favorito junto al estanque de Jacqueline Kennedy Onassis por decimocuarta vez en catorce días, se quitó el casco y apoyó su bici contra la corteza arrugada del tronco. Entonces comenzó a trepar. La cuarta rama por la izquierda era su favorita para sentarse. Desde allí se oía el murmullo del agua y de las conversaciones, pero nadie la veía a ella. Se sentaba en el árbol y hacía dibujos y escribía notas a amigos en ciudades lejanas.

Dos semanas atrás, abandonó la floristería Blooms después de que Rex entrara gritando y decidió que no iba a volver. Y, si se hubiera molestado en escuchar sus mensajes, probablemente sabría que la habían despedido de todos modos.

Sacó de su bolsa unas cuantas pajitas de azúcar de picapica y las abrió. Se metió en la boca parte del azúcar y dejó el resto sobre su cuaderno. Los cristales morados se dispersaron sobre la página. Después añadió un poco de naranja y un poco de rojo y lo mezcló con las yemas de los dedos.

«Arte», pensó. «Ja». Acercó la lengua al montoncito de azúcar para probarlo y después sopló el resto para limpiar la página. Vio cómo los cristales de colores se esparcían por el aire y caían hacia el suelo.

—¿Pero qué coño? —exclamó una voz que le resultaba familiar. No podía olvidar esa voz. La manera incisiva en que Rex Thorpe decía «coño».

En circunstancias normales, Rosie se habría disculpado, pero no pensaba decirle «Lo siento» a aquel imbécil tan guapo. No después de haberla tratado así. No después de tratar así al amor.

Se bajó del árbol dispuesta a ignorarlo por segunda vez en dos semanas. Y, al hacerlo, se le enganchó el vestido por encima de la cabeza y dejó al descubierto su ropa interior de lunares. En cuanto la tela se recolocó, Rosie y Rex se miraron a los ojos.

Se produjo una pausa.

—Eh, yo te conozco. Tú trabajas en la floristería. Escribiste la nota para mi novia. La del maldito poema de amor de e. e. cummings.

Otra pausa.

—Menuda mierda.

Rosie se ajustó el vestido, entornó los ojos y decidió pelear, aunque fuera por un segundo.

—Tu nota sí que era una mierda.

—¿Sí? ¿Por qué? —respondió él, dispuesto a aceptar el desafío.

Rosie estuvo a punto de irse, contrariada, pero algo se rebeló en su interior.

—Hasta Maléfica le dijo algo original a la Bella Durmiente.

En vez de contraatacar, Rex se quedó allí mirándola. Y después se rio. La respuesta de Rosie le parecía rara, inmadura y adorable.

Rosie intentó escapar de él por segunda vez, bolsa en mano. Su cuerpo se agitaba de manera encantadora, como hacía dos semanas en la floristería, pero ahora a eso se sumaban las respuestas extrañas y la ropa interior de lunares.

Rex pensó en Anabel. Ella nunca se movía así, ni se vestía así, ni caminaba así. Ella siempre llevaba la espalda recta, el cuello estirado y una camisa recién salida de la tintorería.

A Rex le sorprendió descubrir que todo lo que proyectaba Rosie bajo aquel sauce le parecía encantador. Sobre todo aquella manera torpe de intentar zafarse de él. Caminó decidida en una dirección, pero entonces se dio la vuelta abruptamente y caminó con la misma decisión en dirección contraria.

Pero Rex se colocó frente a ella y la miró.

Y ella levantó la cabeza muy lentamente y le devolvió la mirada.

Rex se fijó en sus enormes ojos marrones y alcanzó a ver su alma, sus huesos y su corazón, que se había acelerado.

Él sintió que a su corazón le pasaba lo mismo y, en aquel preciso instante, comenzó a creer en esa fuerza del amor única e invisible.

Y aquello hizo que Rex deseara a Rosie. De manera plena y visceral. Y cuando Rex Thorpe deseaba algo, se encargaba de conseguirlo.

De modo que allí mismo, junto al estanque de Jacqueline Kennedy Onassis, Rex Thorpe apoyó a Rosie Collins contra la corteza de un sauce y la besó con dulzura en los labios.

Fue el mejor beso de su vida.

Aunque tuviera azúcar picapica en la boca y en el pelo.

Rosie todavía tenía los ojos cerrados cuando le preguntó muy despacio:

—¿Crees que volveré a verte alguna vez?

Rex se quedó mirando sus párpados cerrados y respondió con sinceridad.

—Desde luego.

Rex Thorpe se fue a casa, hizo una reserva en el restaurante más impresionante que se le ocurrió y le dijo a Anabel con esa misma sinceridad que lo lamentaba, pero que no la amaba.

Porque Rex Thorpe por fin había experimentado lo que era el amor. Y ese amor sabía a azúcar picapica y llevaba ropa interior de lunares.

4

 

 

 

 

 

Willow se entretuvo con su lista de tareas aquella mañana más que cualquier otro día. Pensó en el autobús 50. Era lo más difícil de ir al colegio de primaria Robert Kansas. Porque el 50 era un lugar cruel para una niña de quinto curso que llevaba coletas apretadas que bailaban en todas direcciones. Era un lugar cruel para una niña que prefería escuchar música a jugar a la rayuela con las amigas. Para una niña que iba sentada inmersa en las sopas de letras. Era cruel para una niña de quinto que se vestía todos los días con la misma ropa y que una vez, solo una vez, se hizo pis encima durante el recreo delante de todos.

El autobús 50 era una pesadilla para Willow Thorpe.

Willow no podía volver a ese autobús. Jamás. Así que se lo contó a su padre. Le contó que le tiraban del pelo. Le contó que señalaban su camiseta negra favorita con la herradura y se reían diciendo «La lleva puesta otra vez». Le contó que le rompían las páginas de las sopas de letras cuando estaba a punto de rodear una nueva palabra. Tuvo que tragarse el nudo que tenía en la garganta para contarle todo aquello.

Pero se quedó destrozada cuando lo único que su padre le sugirió fue que lo arreglara ella sola.

—Deja de sentarte junto a esos niños, Willow —le dijo restándole importancia—. Siéntate justo detrás del conductor. Él te ayudará.

Willow hizo lo posible por tragarse el nudo de la garganta una vez más para protestar, pero, como de costumbre, su padre se mostró inflexible. Rex la acompañó hasta dentro del autobús, señaló el asiento de vinilo verde con la cinta aislante que tapaba un agujero en el respaldo y le dijo:

—Siéntate ahí, Willow.

Lo dijo delante de todos. Estaba empeorando la situación.

—Siéntate, Willow —se burlaron los de quinto curso, e incluso algunos de cuarto, dándose palmaditas en las piernas como si hablaran con un perro.

A ella tal vez le habría disgustado más si no pensara que aquellos niños tenían algo de razón. Era cierto que su padre le hablaba como si fuera un perro. Un perro al que estuviera adiestrando. Y no solo aquella vez en el autobús. Era a todas horas.

«Cómete el brócoli».

«Lleva tu plato al fregadero».

«Termina los deberes».

«Haz la cama».

«Átate los zapatos».

«Ayuda a tu hermano».

Su padre decía esas cosas sin una sonrisa, sin un «Por favor», sin un mínimo de cariño. Su padre era firme y directo y a ella no le gustaba. Ni en el autobús 50 ni ningún otro día en su casa.

En un esfuerzo por evitar el contacto visual con los demás niños del autobús escolar, Willow centró su atención en la cinta aislante pegada al respaldo del asiento. Deseó que Asher no tuviera que ir en el autobús de los más pequeños. Deseó que fuera sentado junto a ella. Y, mientras lo deseaba, se entretuvo en tirar de los bordes pegados de la cinta, hasta despegarlos y dejar al descubierto el agujero del asiento. Pero, al asomarse al agujero, vio algo extraño allí. Metió la mano para ver qué era.

En el interior descubrió dos pajitas de azúcar picapica con sabor a uva atadas con un cordel y con una nota en la que ponía Para Willow.

Por primera vez en todo el año, Willow sonrió en el autobús 50. Sonrió para sus adentros y se guardó con disimulo los dulces en la mochila.

Pero acto seguido volvió a sacar una de las pajitas, la abrió y se metió el azúcar en la boca. No podía esperar ni un segundo. Le encantaba el azúcar picapica. Le encantaba aquella fuerza amorosa que los había dejado allí. Y pensó en quién sería esa fuerza amorosa. Solo había una persona en aquel pueblo, en aquel planeta, en el universo entero, que la quería tanto como para sorprenderla con su sabor favorito de azúcar picapica.

 

 

Mientras Willow caminaba por el pasillo con la otra pajita de azúcar picapica en la mochila, casi se había olvidado de que los niños del colegio de primaria Robert Kansas eran malos. Casi se había olvidado de que le pondrían pañales en el casillero. Casi se había olvidado de la primera vez que vio unos pañales en su casillero de primer curso después de hacerse pis encima, pocos días después de que sus padres le dijeran que iban a divorciarse. El día de la tormenta. Aquella terrorífica tormenta. Casi se había olvidado de que no tendría a nadie con quien sentarse durante la comida, de que todos evitaban ponerse con ella en clase de gimnasia. De que los profesores nunca le preguntaban, pese a saberse todas las respuestas. De que, en algún momento del día, se caería inevitablemente delante de todos.

La fuerza de la gravedad funcionaba de forma diferente en ella. La tiraba al suelo inesperadamente. Tiraba de ella hacia la tierra cuando le daba la gana. Le daba un golpe en la rodilla, en el codo o en la cadera, y todo su cuerpo se doblaba y acababa tirada en el suelo. Y, aunque aquello solía provocarle pequeños moratones o rasguños, a ella no le importaba caerse así. La hacía sentirse especial, única. La idea de que en alguna parte, a veces, el mundo a su alrededor la escogía a ella. La escogía a ella para acercarla más a él. Le gustaba la idea de que la fuerza de la gravedad pensara en ella de vez en cuando. Y le gustaba pensar que, siempre que eso sucedía, se lo hacía saber con un pequeño tirón.

Cuando sonó el timbre del mediodía, Willow se tomó su tiempo para sacar la bolsa de la comida de su casillero, y se tomó su tiempo mientras caminaba por el pasillo hacia la cafetería. Así pasaría menos rato sentada sola a la mesa en la parte de atrás. Ponía un pie delante del otro muy despacio mientras recorría con los dedos las paredes verdes del colegio.