San Francsisco de Asís - G. K. Chesterton - E-Book

San Francsisco de Asís E-Book

G.K. Chesterton

0,0
2,14 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

San Francisco de Asís, de G.K. Chesterton, es una obra que trasciende la biografía tradicional para convertirse en una meditación profunda sobre la santidad, la humildad y la revolución espiritual. Chesterton retrata a Francisco no solo como una figura religiosa, sino como un hombre que desafió las normas sociales de su tiempo con una entrega radical a la pobreza, la alegría y el amor por la creación. A través de una prosa vibrante y llena de paradojas, el autor explora el impacto que tuvo este santo en la transformación de los valores medievales, subrayando su papel como renovador del espíritu cristiano. Desde su publicación, San Francisco de Asís ha sido valorada por su enfoque filosófico y su estilo accesible, que logra combinar la reflexión teológica con la narrativa envolvente. Chesterton examina la figura del santo no solo desde un punto de vista histórico, sino como símbolo de una ruptura con las estructuras del poder, un modelo de fe vivida con coherencia radical. La obra invita a reconsiderar la noción de libertad, no como independencia egoísta, sino como renuncia voluntaria y amorosa. La relevancia perdurable de este libro radica en su capacidad para iluminar la fuerza transformadora de la humildad y la compasión. Al presentar a Francisco como alguien profundamente humano y, a la vez, extraordinariamente libre, Chesterton ofrece una visión que desafía al lector contemporáneo a repensar sus propias aspiraciones, en un mundo todavía dividido entre el deseo de posesión y la necesidad de sentido.  

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 219

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



G.K. Chesterton

SAN FRANCISCO DE ASÍS

Título original:

“Saint Francis of Assisi ”

Sumario

PRESENTACIÓN

SAN FRANCISCO DE ASÍS

Capítulo I – EL PROBLEMA DE SAN FRANCISCO

Capítulo II – EL MUNDO DE SAN FRANCISCO

Capítulo III – FRANCISCO, BATALLADOR

Capítulo IV – FRANCISCO, CONSTRUCTOR

Capítulo V – EL JUGLAR DE DIOS

Capítulo VI – EL POBRECILLO

Capítulo VII – LAS TRES ÓRDENES

Capítulo VIII – EL ESPEJO DE CRISTO

Capítulo IX – MILAGROS Y MUERTE

Capítulo X – EL TESTAMENTO DE SAN FRANCISCO

PRESENTACIÓN

Gilbert Keith Chesterton

1874–1936

Gilbert Keith Chesterton fue un escritor, ensayista y periodista inglés, ampliamente reconocido por su aguda inteligencia, estilo literario distintivo y su profunda influencia en el pensamiento cristiano del siglo XX. Nacido en Londres, Chesterton es recordado tanto por sus ensayos como por su ficción, en particular por la serie de relatos del Padre Brown, un sacerdote católico detective. Su obra combina paradoja, humor y crítica social, con una defensa apasionada de la ortodoxia cristiana y del sentido común frente al materialismo moderno.

Vida temprana y educación

Chesterton nació en una familia de clase media alta en el barrio de Kensington. Mostró interés por la literatura y el arte desde temprana edad, y estudió en la Slade School of Fine Art y en el University College de Londres, aunque nunca terminó sus estudios. Durante su juventud, atravesó una etapa de escepticismo, pero más tarde se convirtió al cristianismo y, finalmente, al catolicismo en 1922, lo cual marcó profundamente su obra posterior.

Carrera y contribuciones

A lo largo de su carrera, Chesterton escribió más de ochenta libros, cientos de poemas y ensayos, y miles de artículos periodísticos. Fue un polemista brillante, conocido por debatir con figuras como George Bernard Shaw, H.G. Wells y Bertrand Russell. Su estilo se caracteriza por el uso de paradojas, juegos de palabras y un profundo sentido de lo trascendente.

Entre sus obras más reconocidas se encuentra Ortodoxia (1908), donde defiende la fe cristiana como respuesta coherente a las inquietudes modernas. En El hombre que fue Jueves (1908), novela con tintes metafísicos y de suspenso, narra la infiltración de un poeta en un misterioso consejo anarquista, explorando el caos, el orden y el papel de Dios en el universo. También es ampliamente conocido por los relatos del Padre Brown, publicados entre 1910 y 1936, en los que el protagonista resuelve crímenes mediante la comprensión del alma humana y el pecado, más que por pruebas materiales.

Influencia y legado

Chesterton fue una figura central en los debates culturales y filosóficos de su tiempo. Su conversión al catolicismo influyó profundamente en escritores posteriores como C.S. Lewis, J.R.R. Tolkien y Graham Greene. Sus escritos sirvieron como una defensa vigorosa del cristianismo en una época de creciente secularización, proponiendo que el sentido común y la alegría eran esenciales para una vida plena.

Además de su impacto religioso y filosófico, su obra narrativa ha perdurado en el tiempo, especialmente los relatos del Padre Brown, que han sido adaptados múltiples veces para cine y televisión. Su estilo accesible y su capacidad para abordar temas complejos con claridad y humor continúan atrayendo a lectores de todo el mundo.

Chesterton falleció en 1936, a los 62 años, en Beaconsfield, Inglaterra. Fue enterrado con honores en una ceremonia que reunió a admiradores de todas las creencias. En 2013, se abrió una causa para su posible canonización en la Iglesia Católica.

Hoy, Chesterton es considerado uno de los escritores más influyentes del pensamiento cristiano moderno. Su legado permanece vivo tanto en la apologética religiosa como en la literatura de misterio y en los ensayos culturales. Su visión del mundo — optimista, racional y profundamente humana — sigue ofreciendo una alternativa poderosa frente al nihilismo y la desesperanza contemporánea.

Sobre la obra

San Francisco de Asís, de G.K. Chesterton, es una obra que trasciende la biografía tradicional para convertirse en una meditación profunda sobre la santidad, la humildad y la revolución espiritual. Chesterton retrata a Francisco no solo como una figura religiosa, sino como un hombre que desafió las normas sociales de su tiempo con una entrega radical a la pobreza, la alegría y el amor por la creación. A través de una prosa vibrante y llena de paradojas, el autor explora el impacto que tuvo este santo en la transformación de los valores medievales, subrayando su papel como renovador del espíritu cristiano.

Desde su publicación, San Francisco de Asís ha sido valorada por su enfoque filosófico y su estilo accesible, que logra combinar la reflexión teológica con la narrativa envolvente. Chesterton examina la figura del santo no solo desde un punto de vista histórico, sino como símbolo de una ruptura con las estructuras del poder, un modelo de fe vivida con coherencia radical. La obra invita a reconsiderar la noción de libertad, no como independencia egoísta, sino como renuncia voluntaria y amorosa.

La relevancia perdurable de este libro radica en su capacidad para iluminar la fuerza transformadora de la humildad y la compasión. Al presentar a Francisco como alguien profundamente humano y, a la vez, extraordinariamente libre, Chesterton ofrece una visión que desafía al lector contemporáneo a repensar sus propias aspiraciones, en un mundo todavía dividido entre el deseo de posesión y la necesidad de sentido.

SAN FRANCISCO DE ASÍS

Capítulo I – EL PROBLEMA DE SAN FRANCISCO

Un estudio moderno sobre San Francisco de Asís puede escribirse de tres maneras. El autor debe elegir entre ellas; pero la tercera, que es la adoptada aquí, viene a ser, en algunos aspectos, la más difícil. Por lo menos, sería la más difícil si las demás no resultasen imposibles.

Según el primer método, el autor puede tratar de aquel hombre insigne y asombroso como simple figura de la Historia y como modelo de virtudes sociales. Puede describir a aquel divino demagogo como si fuera (y probablemente lo fue) el único demócrata del mundo completamente sincero. Puede decir, aunque ello signifique bien poco, que San Francisco se anticipó a su época. Puede decir también, y es cosa absolutamente cierta, que San Francisco anticipó todo lo que hay de más liberal y simpático en el temperamento moderno: el amor a la Naturaleza, el amor a los animales, el sentido de la compasión social y el de los peligros espirituales de la prosperidad y aun de la propiedad misma. Todas estas cosas que nadie comprendió antes de Wordsworth, le eran ya familiares a San Francisco. Todas estas cosas que Tolstoi fue el primero en descubrir, eran ya del todo admitidas por San Francisco. Podría presentársele no ya como un héroe humano, sino humanitario; ciertamente, como el primer héroe del humanitarismo. Se le ha descrito también como una especie de estrella matutina del Renacimiento. Y junto a todo esto, su teología ascética puede ignorarse u omitirse como un accidente de la época, que, por fortuna, no resultó fatal. Su religión puede considerarse como una superstición, pero inevitable, de la que ni el mismo genio podía librarse enteramente; y, considerándolo así, sería injusto condenar a San Francisco por su negación de sí mismo, o criticarle por su castidad. Es evidente que, aun desde este punto de vista, su figura se nos aparecía como heroica. Quedaría aún mucho por decir sobre el hombre que trató de acabar las Cruzadas predicando a los sarracenos, o que intercedió por los pajarillos ante el Emperador. El autor de semejante estudio podría describir, con un espíritu puramente histórico, el conjunto de aqueUa grande inspiración franciscana que se dejó sentir en las pinturas de Giot-to, en la poesía de Dante, en los "milagros" o piezas de teatro religioso que hicieron posible el drama moderno, y en tantas otras cosas que ya sabe apreciar la cultura de nuestro tiempo. Podría tratar así el asunto, como otros lo hicieron, casi sin suscitar ninguna cuestión religiosa. En resumen, podría intentar ¡escribir la historia de un santo sin Dios; lo cual es como si nos dijeran que escribiésemos la biografía de Nansen, pero prohibiéndonos toda mención del Polo Norte.

Eligiendo la segunda manera, el autor podría pasarse al extremo opuesto y decidirse por un método abiertamente piadoso. Podría hacer del entusiasmo teológico su tema central, como lo fue para los primeros franciscanos. Podría tratar la religión como fue en realidad para San Francisco y hallar un austera alegría, por decirlo así, en presentar pomposamente las paradojas del ascetismo y todos los sagrados trastornos de la humildad. Podría sellar la historia completa con los Estigmas, recordar ayunos como batallas reñidas contra un dragón; hasta que en la vaga mentalidad moderna apareciera San Francisco en figura tan sombría como la de Santo Domingo. En resumen: podría crear lo que muchos en nuestro mundo considerarían como una forma de negativo fotográfico, una inversión de luces y sombras; cosa que los necios hallarían tan impenetrable como las mismas tinieblas, y aun muchos de entre los juiciosos, tan invisible casi como la escritura con tinta simpática. Semejante estudio de San Francisco resultaría ininteligible para todos los que no compartiesen su religión, y tal vez sólo inteligible en parte para quien no sintiese su vocación misma. Según los grados de juicio, se consideraría como cosa exageradamente buena o exageradamente mala para el mundo. La única dificultad de desarrollar el tema según esta orientación radica en que es una empresa imposible. Se requeriría un santo para escribir la vida de un santo. Y, en el presente caso, las objeciones a esta orientación son insuperables.

En tercer lugar, podría tratar de hacer lo que yo he ensayado en este libro; y, según ya antes indiqué, este método encierra también sus problemas peculiares. El autor podría adoptar la posición del acostumbrado investigador moderno; y, en realidad, el autor de este libro se halló antes por completo en semejante posición, y la adopta aún muy a menudo. Podría tomar como base la de quien admira ya a San Francisco, pero sólo por aquellas cosas que le parecen admirables al observador de hoy. Es decir: presumiría que el lector es, por lo menos, tan culto como Renán o Matthew Ar-nold; pero, a la luz de esta cultura, trataría de iluminar lo que Renán y Matthew Amold dejaron a obscuras. Procuraría utilizar las cosas ya comprendidas para explicar las que no lo son. Diría al lector moderno: "He aquí una figura histórica que ya se aparece como atractiva a muchos de nosotros, por su alegría, por su romántica imaginación, por su cortesía y camaradería espirituales, mas en la que también concurren ciertos elementos (evidentemente, tan sinceros como vigorosos) que nos parecen harto anticuados y repulsivos. Pero, en resumidas cuentas, el santo sólo fue un hombre, no media docena de hombres. Lo que os parece contradicción, no se lo pareció a él. Veamos, pues, si es posible comprender, con la ayuda de las cosas ya comprendidas, las que parecen ahora doblemente obscuras, por su propia opacidad y por su contraste irónico." No quiero significar, naturalmente, que pueda yo alcanzar esa totalidad psicológica en el presente esquema, sencillo y rápido. Quiero decir, empero, que es ésta la única condición polémica que aquí voy a admitir; es decir, que me dirijo al observador simpatizante. No aceptaré mayor ni menor compromiso. A un materialista no ha de importarle que las contradicciones se concilien o no. Un católico tal vez no vea contradicción alguna que deba coneiliarse. Pero en este libro me dirijo al hombre moderno en su tipo corriente: simpatizante, pero escéptico; y puedo esperar, aunque sea vagamente, que acercándome a la historia del gran santo a través de lo que hay en ella de claramente pintoresco y popular, podré comunicar al lector una mayor comprensión de la coherencia de aquel carácter en su conjunto; y que, acercándonos a él de este modo, podremos, por lo menos, vislumbrar la razón que asistió al poeta que alabó a su señor el Sol para esconderse a menudo en oscura caverna; por qué el santo que se mostró tan dulce con su hermano el Lobo, fue tan rudo con su hermano el Asno (según motejó a su propio cuerpo); por qué se apartó de las mujeres el trovador que dijo abrasarse en amor; por qué el poeta que se gozaba en la fuerza y la alegría del fuego, revolcó su cuerpo en la nieve; por qué el mismo canto en que grita con toda la pasión de un pagano: "Loado sea Dios por nuestra hermana la Tierra, que nos regala con variadas frutas, con hierba y flores brillantes", casi termina así: "Loado sea Dios por nuestra hermana la Muerte corporal."

Renán y Matthew Arnold fracasaron completamente ante la prueba de estas contradicciones. Se contentaron con seguir alabando a Francisco hasta verse atajados por sus propios prejuicios: los tercos prejuicios del escéptico. En cuanto dieron con algún acto de Francisco que no comprendían o no era de su gusto, no intentaron comprenderlo y menos encontrarlo grato; volvieron, sencillamente, la espalda a la totalidad del problema y "no anduvieron más con él". Con semejante proceder, nadie avanzaría en el camino de la investigación histórica. Tales escépticos se ven, en realidad, impelidos a abandonar con desesperación la totalidad del tema, a dejar el más simple y sincero de los caracteres históricos como un amasijo de contradicciones. Arnold alude al ascetismo del Albernia casi atropelladamente, como si fuera un borrón, feo pero innegable, en la belleza de la historia; o, mejor dicho, como si se tratara de una lamentable caída y de una vulgaridad al final de la historia. Ahora bien: esto es, simplemente, estar ciego ante el punto culminante de una historia. Presentar el monte Albernia como el simple fracaso de Francisco, equivale exactamente a presentar el monte Calvario como el simple fracaso de Cristo. Tales montañas, montañas son, sean como fueren; y es necio decir que son huecos relativos o negativas quebradas abiertas en el suelo. Existieron manifiestamente para significar culminaciones y señalar linderos. Tratar de los Estigmas como de una especie de escándalo, que nos conmueve tiernamente, pero con pena, es cosa idéntica a tratar las cinco llagas de Cristo como cinco manchas en Su persona. Puede repugnaros la idea del ascetismo; puede igualmente repugnaros la idea del martirio; por esta razón podéis sentir una repugnancia sincera y natural ante el concepto total de sacrificio que simboliza la cruz. Pero si es una repugnancia inteligente, conservaréis aún cierta aptitud para daros cuenta del punto culminante de la historia, de la historia de un mártir, o aun de la de un monje. No podréis, racionalmente, leer el Evangelio y considerar la Crucifixión como una adición tardía, o una falta de gradación, o un accidente en la vida de Cristo; es, muy a las claras, el punto culminante de la historia, como la punta de una espada, de aquella espada que traspasó el corazón de María.

Y, racionalmente, no podréis leer la historia de un hombre presentado como Espejo de Cristo sin comprender su fase final como Hombre de Dolor, y sin apreciar — siquiera artísticamente — lo bien que le sienta recibir, en una nube de misterio y soledad, y no infligidas por mano de hombre, las heridas incurables y eternas que sanan al mundo.

Por lo que hace a la conciliación práctica de la alegría con la austeridad, debo dejar que la misma historia la sugiera. Pero, ya que he mencionado a Matthew Arnold, a Renán y a los admiradores racionalistas de San Francisco, insinuaré lo que me parece más aconsejable que recuerden sus lectores. Estos distinguidos escritores toman por obstáculo hechos como los Estigmas, porque para ellos la religión era una filosofía. Era una cosa impersonal; y únicamente, de entre las cosas terrenas, la pasión más personal nos procura, con relación a ella, un paralelismo aproximado. Un hombre no se revuelca en la nieve por una propensión natural que conduce las cosas a cumplir la ley de su existencia. No andará sin alimento en nombre de algo, externo a nosotros, que conduzca a la rectitud. Hará estas cosas, u otras muy parecidas, bajo un impulso muy distinto. Hará estas cosas cuando esté enamorado. El primer hecho que debe notarse, al hablar de San Francisco, se halla envuelto en el hecho inicial de su historia; cuando dijo, en un principio, que era trovador, y proclamó, más tarde, que era trovador de un más noble y nuevo romanticismo, no usaba una simple metáfora: se comprendía mejor a sí mismo que le comprenden los eruditos. Fue un trovador, aun en las peores agonías del ascetismo. Fue un enamorado. Un enamorado de Dios, y también un enamorado de los hombres (cosa que encierra, probablemente, una vocación mística todavía más singular). Un enamorado de los hombres es casi lo contrario de un filántropo; y, por cierto, la pedantería del vocablo griego encierra algo así como una sátira. Un filántropo puede decirse que ama a los an-tropoides. Pero como San Francisco no amó a la humanidad, sino a los hombres, tampoco hubo de amar a la Cristiandad, sino a Cristo. Podréis decir, si os place, que era un lunático, amante de una persona imaginaria ; pero se trataba de una persona imaginaria, no de una idea imaginaria. Y, para el lector moderno, la clave del ascetismo y de otras muchas cosas se halla mejor en las historias de enamorados que nos parecen más bien lunáticos. Referid la historia del santo como la historia de uno de los trovadores; referid las cosas extravagantes que hiciera por su dama, y la perplejidad moderna desaparece del todo. En semejante historia romancesca no existirá contradicción entre el poeta cogiendo flores al sol y soportando el frío de una noche en la nieve; entre alabar toda belleza terrena y corporal, y negarse luego a tomar bocado; entre glorificar el oro y la púrpura, y vestirse deliberadamente unos andrajos; entre mostrar patéticamente una grande hambre de vida feliz, y, a la vez, una gran sed de muerte heroica. Estos enigmas se resolverían fácilmente en la simplicidad de todos los amores nobles; pero el suyo fue un amor tan noble que casi nadie oyó hablar de él. Veremos más adelante cómo este paralelismo del enamorado se ajusta prácticamente a los problemas de su vida, y a las relaciones con su padre y con sus amigos y las familias de ellos. Sucedería casi siempre que si el lector moderno lograse sentir como una realidad este género de amor, podría sentir esta suerte de extravagancia como un bello romanticismo. Pero sólo lo hago notar aquí a manera de punto preliminar, ya que, aun cuando está muy lejos de encerrar la verdad final de esta materia, constituye el mejor modo de aproximarse a ella. El lector no empezará a vislumbrar el sentido de una historia que puede parecerle muy extravagante, mientras no comprenda que, para aquel gran místico, su religión no era una especie de teoría, sino algo así como unos amores. Y el único propósito de este capítulo preliminar consiste en exponer los límites del presente libro, que se dirige solamente a aquel sector del mundo moderno que halla en San Francisco cierta dificultad moderna; que se siente capaz de admirarle y que, no obstante, lo acepta a duras penas; o que puede apreciar al santo prescindiendo casi de la santidad. Y mi único título para intentar siquiera semejante tarea consiste en que, durante largo tiempo, me encontré en diversas fases de un estado semejante. Una infinidad de cosas que ahora comprendo, en parte, las imaginé del todo incomprensibles; muchas cosas que ahora tengo por sagradas, las hubiera desdeñado como totalmente supersticiosas; muchas que, al considerarlas ahora internamente, me parecen lúcidas y resplandecientes, hubiera dicho, con sinceridad, que eran oscuras y bárbaras cuando las contemplé en su apariencia, durante aquellos días lejanos en que, por vez primera, la gloria de San Francisco ardió en mi fantasía. También yo he vivido en la Arcadia; pero en la misma Arcadia encontré a un hombre que vestía hábito pardo y amaba a los bosques más que Pan. La figura con hábito pardo se levanta sobre el llar de la estancia donde escribo, y es la única, entre muchas otras imágenes, que en ninguna etapa de mi peregrinación dejó de serme familiar. Existe cierta armonía entre el llar y la luz de la lumbre, y el primer placer que hallé en sus palabras sobre el hermano Fuego; pues su recuerdo surge bastante remotamente en mi memoria para mezclarse con los ensueños más domésticos de los días juveniles. Las mismas sombras fantásticas que proyecta la lumbre ejecutan una callada pantomima, parecida a la que divierte a los pequeños; y aquellas sombras que yo veía eran ya, entonces, sus sombras favoritas de fieras y pájaros, tal como él las vio, grotescas, pero conuna aureola de amor divino. Su hermano Lobo y su hermana Oveja casi se parecen a la hermana Raposa y al Conejo de un Tío Remo más cristiano. Poco a poco he logrado ver nuevos aspectos maravillosos de aquel hombre, pero nunca olvidé el que ahora me place evocar. Su figura se halla como en un puente que enlaza mi conversión y mi infancia a través de muchas otras cosas; ya que la historia romancesca de su religión penetró hasta el racionalismo de aquella vaga época victo-riana. Porque he realizado esta experiencia, podré guiar a otros en el camino, un poco más allá; pero sólo un poco más allá. Nadie mejor que yo sabrá que en tal camino andarían con temor los mismos ángeles, mas, aunque tengo por seguro mi fracaso, no me abruma el temor, puesto que el santo supo tolerar con alegría a los locos.

Capítulo II – EL MUNDO DE SAN FRANCISCO

La innovación moderna que ha substituido con el periodismo a la Historia, o bien a la tradición, que es como la charla de la Historia, ha tenido, por lo menos, un resultado definido. Ha logrado que todos podamos oír únicamente el final de cada historia. Los periodistas acostumbran imprimir en los últimos capítulos de sus historias por entregas (cuando el protagonista y la protagonista están a punto de besarse, en el último capítulo, ya que sólo una insondable perversidad les privó de hacerlo en el primero) estas palabras harto desconcertantes: "Podéis empezar esta historia aquí." Pero aun éste será un paralelismo incompleto, ya que los periódicos dan una especie de sumario de la historia, de la novela, pero nunca dan nada que se parezca, ni remotamente, a un sumario de la Historia. Los periódicos no sólo hablan de noticias de cosas recientes, sino que lo tratan todo como cosa reciente. Tutankamen, por ejemplo, era cosa reciente. Por idéntica razón leemos que el almirante Bangs cayó muerto, y ésta es la primera indicación que nos llega sobre el hecho de que hubiese nacido. Es especialmente significativo el uso que hace el periodismo de sus reservas biográficas. No piensa nunca en publicar la vida sino cuando publica la muerte. Y aplica este procedimiento así a los individuos como a las instituciones y a las ideas. Después de la Gran Guerra, nuestro público empezó a oír hablar de naciones de toda especie que se estaban emancipando. Pero nadie le había hablado hasta entonces de que hubiesen sido esclavizadas. Se nos llamaba a juzgar sobre la equidad de las soluciones, siendo así que nunca nos fue posible enterarnos de la existencia de los conflictos. Se consideraría cosa pedante comentar la poesía épica de los servios, y se prefiere hablar en el lenguaje llano y moderno de cada día acerca de la nueva diplomacia internacional yugoslava; y excita extraordinariamente algo llamado Checoslovaquia sin que, al parecer, se haya oído hablar de Bohemia. Cosas tan viejas como Europa se consideran más recientes que los últimos derechos proclamados en las praderas de América. Esto resulta muy excitante; tanto como el último acto de una obra para quien llegó al teatro un momento antes de caer el telón. Pero no conduce precisamente a saber de qué se trata. Esta cómoda manera de presenciar el drama puede recomendarse a los que se satisfacen con sólo presenciar el pistoletazo o el beso apasionado. Pero resulta insuficiente para quien se sienta atormentado por una curiosidad intelectual acerca del personaje que da el beso, o de aquel a quien están asesinando.