Santiago Arabal - Julia de Asensi - E-Book

Santiago Arabal E-Book

Julia De Asensi

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Beschreibung

"Santiago Arabal" de Julia de Asensi es una novela fascinante que nos lleva a explorar las apasionantes aventuras de su protagonista homónimo. En esta cautivadora obra, seguimos los pasos de Santiago Arabal, un joven cuyo espíritu aventurero lo lleva a enfrentarse a las adversidades de la vida en un mundo que cambia rápidamente.

Esta historia nos transporta a un tiempo y lugar donde los desafíos son moneda corriente y la determinación es la clave para sobrevivir. Santiago Arabal, con su coraje y valentía, nos muestra que enfrentar los obstáculos puede llevar a descubrimientos profundos y a un crecimiento personal sin igual.

A través de las páginas de esta novela, los lectores se sumergirán en un viaje emocionante lleno de giros inesperados, amistad, amor y coraje. "Santiago Arabal" es una obra maestra literaria que nos recuerda que la vida está llena de oportunidades para aprender y crecer, sin importar cuán desafiantes sean las circunstancias. Julia de Asensi nos brinda una historia apasionante que cautivará a lectores de todas las edades.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Santiago Arabal: historia de un pobre niño

Julia de Asensi

 

 

Mis recuerdos alcanzan a cuando yo tenía unos cuatro años. Por esa época acababa de perder a mi madre y vivía solo con mi padre, pescador rudo que me amaba tiernamente.

 

Era yo entonces un muchacho fuerte y robusto que, apenas vestido, me pasaba el día en la playa jugando con otros chicos de mi edad. Curtido por el sol y el aire del mar, mi rostro hacía singular contraste con mis cabellos rubios y mis ojos claros. Iba sucio, harapiento, descalzo siempre y no recordaba haberme puesto sombrero jamás.

 

Cuando mi padre volvía de pescar, me encerraba en la pobre casa con él y me hacía acostar en su mismo lecho, después que cenábamos frugalmente.

 

Había detrás de aquellas paredes un huertecillo dividido por una valla en dos; la mitad nos pertenecía y la otra mitad era de la casa de al lado. En ésta vivía una mujer a la que nunca conocí más que por la Roja; no sé cuál sería su nombre. Era también viuda y había perdido un niño de dos años. En su lugar estaba criando, desde hacía próximamente uno, a una niña que le habían traído de la ciudad vecina y por la que le pagaban una pensión.

 

La Roja cosía y planchaba en las casas, dejando casi todo el día sola en el huerto a la criatura a la que a horas fijas iba a dar el pecho o alguna sopa fría y sin sustancia.

 

Como yo no estaba en casa más que por las noches o cuando iba a comer, no es de extrañar que apenas conociese a mis vecinas. Pero a los dos años de muerta mi madre, y cuando contaba ya seis, observé que aquella mujer, en la que antes ni me había fijado, se acercaba a mí con frecuencia, me acariciaba y me daba alguna golosina. Mi carácter salvaje me había hecho huir al principio de ella, pero aquellos bollos con que me obsequiaba, y que yo no había comido nunca, le granjearon al fin mis simpatías. Por la noche le contaba a mi padre lo que la Roja me había dado por la mañana o por la tarde.

 

Un día que me había quedado solo, como de costumbre, en vez de irme a la playa, se me ocurrió bajar al huerto en persecución de un gato que había visto entrar. En el jardinillo de al lado estaba la niña, que contaba unos tres años, llorando con el mayor desconsuelo. Como su llanto me molestase, la mandé callar y, no viéndome obedecido, cogí un pedazo de ladrillo que había en el suelo y lo tiré a la cabeza de mi vecinita. Sus gritos fueron entonces más lastimeros y, llevándose una mano a la frente, la retiró teñida de sangre.

 

No sé lo que pasó por mí; tuve vergüenza de haber maltratado a aquel ser débil e indefenso que me miraba con temor con sus negros ojos bañados de lágrimas, y saltando la valla, lo que no ofreció la menor dificultad para mí, me encontré al lado de la niña. Hasta aquel momento no la había mirado siquiera. Era encantadora; con sus cabellos castaños formando caprichosos bucles, su tez de una blancura deslumbradora que el cierzo no había podido curtir, su boca pequeña adornada de diminutos dientes y sus ojos de pura y bellísima expresión. Llevaba una camisa de tela muy gruesa, que dejaba al descubierto hombros y brazos, y una falda de percal bastante estropeada. Sus pies descalzos tenían algunos rasguños, lo mismo que sus piernas.

 

-Mira -me dijo enseñándome la mano manchada de sangre-, límpiame esto.

 

La cogí en mis brazos sin que opusiera la menor resistencia y, acercándome a un barreño casi lleno de agua, lavé la herida de su frente primero y la mano después, secándola con un pañuelo. Al contacto del agua lloró más, pero luego se serenó pronto, como ocurre a los seres que no tienen costumbre de ser consolados. Me miraba con ojos asustados y sin atreverse a huir.

 

-¿Cómo te llamas? -le pregunté.

 

-Rosa -me contestó.

 

-Eres una rosa muy linda.

 

-Rosa linda -repitió.

 

Y éste fue el nombre con que se quedó para siempre. Registré mis bolsillos, y habiendo encontrado una rosquilla de las que me diera la Roja y que guardaba para la merienda, la puse en su mano.

 

-¿Es para mí? -preguntó con timidez.

 

-Sí -le dije-, mañana te traeré otra, y pasado, y al otro y siempre.

 

-¿Como ésta?

 

- O mejor.

 

-¿Mejor?

 

-Sí. ¿No las comes en tu casa? ¡Pues si me las da la Roja!

 

Hizo con la cabeza una señal negativa y después, sentándose en el suelo, partió la rosquilla, me dio un pedazo muy pequeño, que no me atreví a rehusar, y se comió el resto, cuidando mucho de no mancharse.

 

Desde aquel día no pasó uno sin que viese a Rosalinda y la hablase. Perdido el temor que le causé al pronto, fue poco a poco tomándome cariño, y aquella pobre desheredada se consideró dichosa al verse amada y protegida por un amigo. Por mi parte sufrí un cambio total; lo que había en mí de brusco y de salvaje se dulcificaba al lado de aquella infeliz niña que vivía en la soledad y el abandono. Rosalinda tenía instintos elegantes y no tardó en hacer que me avergonzara de los harapos que me cubrían y de mi suciedad. Todas las mañanas me daba un baño en el mar, y antes de ir a ver a la niña, sacaba mi traje de los días de fiesta, que ya me estaba muy corto de pantalón y de mangas, para presentarme delante de ella. De esto resultó que cuando llegó el día del patrón del pueblo mi padre vio mi ropa tan deteriorada que no se atrevió a llevarme con él a la procesión.

 

La Roja solía volver a su morada a las dos, para dar el resto de comida de las casas donde cosía o planchaba a la pobre niña; ésta lo tomaba todo frío y junto en una cazuela, como se acostumbra a hacer con los gatos. Por la noche cenaba poco más o menos lo mismo; lo único agradable para ella era el desayuno, que se componía de una taza de leche y un pedazo de pan muy moreno. No trataba la Roja ni bien ni mal a la criatura, a la que veía poco; le bastaba con que viviese y poder atestiguarlo para cobrar la pensión que mensualmente le entregaba un hombre vestido de negro. Rosalinda había aprendido a andar y a hablar gracias a una vecina que iba todas las noches a visitar a la Roja, y que se había compadecido de la niña enseñándole ambas cosas. Completé sus lecciones, y pronto mi amiga pudo seguir una conversación conmigo.

 

Pasaba yo a su huerto después que su nodriza se marchaba y permanecía allí tres o cuatro horas. Le llevaba conchas y caracoles, con los que jugaba, porque tampoco tenía otra cosa con que hacerlo. A nadie hablaba de mi conocimiento con la niña, y seguramente no se hubiera averiguado si Rosalinda, a la que contaba cuanto hacia en la playa, no hubiese manifestado deseos de ir una mañana conmigo. Fácil me fue, cogiéndola en mis brazos, hacerla pasar al otro lado de la valla y salir al campo una vez que se encontró en mi huerto. Iba ella con el temor natural del que nunca se ha visto ante tanto espacio y entre gente, pero yo la llevaba de la mano y me figuraba que con mi protección tenía bastante defensa.

 

La vista del mar le causó un profundo asombro mezclado al pronto de terror.

 

La marea, que estaba muy baja, dejaba al descubierto unas peñas en las que nos sentamos. Mojaba con delicia sus pies en los charcos de agua salada y cogía las conchas que nos arrojaban las olas al estrellarse cerca de nosotros. Varios muchachos se bañaban, pero yo no me atrevía a hacerlo por no dejar a Rosalinda sola.

 

-¿Quieres tú bañarte? -le pregunté.

 

-Contigo sí, con esos chicos no -me contestó.

Y es que los niños, que no la conocían, la miraban con ese descaro propio de la infancia que no tiene para qué ocultar sus sensaciones cuando hay algo que excita su atención.

 

-¿Quieres que yo me bañe? -proseguí.

 

-No, porque te irás lejos y me quedaré sola.

 

Renuncié por ella a echarme al agua, y comprendiendo que se hacía tarde, traté varias veces de llevarla a su casa.

 

-No, déjame un poquito más -me decía.