Se busca padre - Diana Whitney - E-Book

Se busca padre E-Book

Diana Whitney

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Beschreibung

Diez años atrás, Chessa Margolis había creído que una pequeña mentira no le haría daño a nadie. Pero cuando su hijo Bobby empezó a hacer indagaciones para encontrar a su desconocido padre, apareció Nick Purcell reclamando a su hijo. Chessa sabía que Bobby no era hijo de Nick, pero el niño necesitaba un padre y Nick estaba dispuesto a serlo. ¡Lo último que hubiera imaginado era que ella se enamoraría de él! Cuanto más estrecha fuera la relación entre ellos, más tenía Chessa que perder. Tarde o temprano tendría que revelar la verdad… y ese día perdería a Nick…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Diana Hinz

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Se busca padre, n.º 1106 - mayo 2020

Título original: A Dad of His Own

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-090-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GALLETAS de chocolate. Qué bien –sonrió Bobby Margolis, dándole un buen mordisco a una galleta–. Están buenísimas… –dijo, con la boca llena. Entre mordisco y mordisco recordó sus buenas maneras y se limpió las migas de la barbilla–. Gracias.

–De nada, Bobby –sonrió una mujer de pelo tan blanco como la nieve, dejando la bandeja de galletas a su lado–. Toma las que quieras. Un chico de tu edad necesita alimentarse.

–Vale –dijo Bobby, tomando otra galleta y guardándola en el bolsillo. Su madre siempre le decía que era una grosería parecer ansioso, pero no había comido y su estómago hacía más ruidos que el viejo autobús escolar.

Canturreando suavemente, la anciana del pelo blanco se dedicaba a leer unos papeles mientras aparentaba no darse cuenta de la galleta escondida en el bolsillo. Pero Bobby estaba seguro de que lo había visto porque tenía la misma expresión que su madre cuando intentaba disimular la risa.

Una dulce fragancia llegaba a su nariz mientras la anciana se movía, un olor que le recordaba a los paquetitos que su madre ponía en el armario. Lavanda lo llamaba, y decía que hacía que las cosas olieran bien. Pero a Bobby no le gustaba que su ropa interior oliera a chica y su madre le había prometido que no pondría esos paquetitos en su habitación. Y su madre siempre cumplía sus promesas. Bueno, no siempre. Había una promesa que no había cumplido.

Por eso Bobby estaba allí.

El crío tragó saliva y movió los pies, que colgaban de la silla.

–¿Cuándo voy a conocer al abogado? –preguntó, después de tragar saliva.

–Estás frente a él –contestó la mujer con una sonrisa que ampliaba las arrugas de su cara–. Clementine Allister St. Ives a tu servicio, jovencito –añadió, alargando una mano arrugada, con los nudillos gruesos y rojos.

Artritis, pensaba Bobby, recordando las manos de su tía abuela Winthrop, que también sufría esa enfermedad. Tenía las manos hinchadas y decía que le dolían, de modo que Bobby intentó no apretar demasiado al estrechar la mano de Clementine.

–No parece un abogado –dijo el niño, mirando las paredes llenas de diplomas. Había nombres que no reconocía, como Harvard y Berkeley, y términos peculiares que no había visto antes, como doctorado.

–¿Qué es un doctorado? ¿Es usted médico?

–No exactamente. Un doctorado son unos estudios. En este caso, de psicología –contestó ella, sentándose en una mecedora–. De vez en cuando aconsejo a las familias.

–¿Les da consejos? –volvió a preguntar el niño. Aquello le había sonado como cuando el director del colegio los reunía a todos para aconsejarlos no comer chicle y hacer los deberes–. A mí no me gustan los que dan consejos. Siempre están metiéndose con la gente.

–¿No me digas? –sonrió Clementine–. Como mi padre solía decir, si Dios no hubiera querido que la gente escuchara, no nos habría dado dos orejas y una sola boca.

Un gato gris asomó la cabeza en ese momento por detrás de la cortina y se subió al regazo de la anciana. La mujer lo acariciaba con ternura y el animal ronroneaba de contento. El gato distrajo la atención de la anciana el tiempo suficiente para que Bobby robara otra galleta.

–Yo también tengo un gato –dijo el chico entre mordisco y mordisco–. Se llama Mugsy. A mí me gustaría tener un perro, pero mi madre dice que estaría muy solo porque ella está todo el día trabajando y yo estoy en el colegio.

–Claro –dijo la mujer, alargando la mano hacia el escritorio para tomar una carpeta y un par de gafas–. ¿En qué curso estás?

–En cuarto –contestó Bobby. Pero Clementine debía saberlo porque tenía en la mano los papeles que Deirdre, la secretaria, le había pedido que rellenara antes de entrar. Deirdre era muy guapa y tenía unos ojos que lo ponían nervioso. Había pasado mucho tiempo con él, preguntándole su dirección y cosas así. También le había pedido su partida de nacimiento que él, muy previsor, había robado de una caja que su madre guardaba en el fondo de su armario.

Mientras leía el documento, Clementine no prestaba atención al gato, que jugaba con la cadenita que colgaba de sus gafas.

–Tienes nueve años. ¿No es así?

–Nueve y medio –contestó el niño, tomando el vaso de leche y bebiendo la mitad de un trago–. En marzo cumplo diez –añadió. Iba a limpiarse la boca con la manga de la camisa, pero entonces vio las servilletas que Clementine había dejado junto a la bandeja de galletas–. Mi madre dice que soy muy listo para mi edad.

–Y es verdad, hijo, es verdad –sonrió la mujer, mirándolo con sus ojos azules por encima de las gafas–. Debes de ser muy listo para haber venido a San Francisco tú solo.

–No ha sido tan difícil –se encogió el chico de hombros–. Hemos venido con mi profesora en autobús para ir al museo. Cuando han entrado todos, yo he salido corriendo y me he metido en un taxi.

–Ah, muy inteligente. ¿Y no piensas que tu profesora estará preocupada al ver que has desaparecido?

–No. Si pregunta por mí, mi mejor amigo, Danny, le dirá que estoy en el baño –contestó Bobby mirando un antiguo reloj de pared–. Pero tengo que volver antes de las dos porque a esa hora llega el autobús para llevarnos a casa.

–Vives en Marysville, ¿no? –preguntó la mujer, mirando el archivo de nuevo. Eso está lejos. ¿Por qué has venido a verme, en lugar de visitar el museo?

Bobby tragó saliva y se limpió las manos en los vaqueros.

–Hace algún tiempo, usted ayudó a mi amigo Danny para que lo adoptaran. Él me dio su dirección y me dijo que era usted muy buena encontrando a los padres de la gente.

–Ya veo –susurró Clementine, leyendo la partida de nacimiento. Allí estaba su nombre completo: Robert James Margolis. También estaba el nombre de su madre y el de un hombre al que nunca había conocido.

–¿Puede encontrar a mi padre? –preguntó Bobby de repente.

–¿Es eso lo que quieres? –preguntó la mujer. De repente, Bobby sintió que sus ojos se humedecían. Dejando a un lado la galleta, tomó otro sorbo de leche. Su corazón latía con fuerza y le sudaban las manos–. Tu madre no sabe que estás aquí, ¿verdad, hijo?

–No le gusta hablar de mi padre. Creo que la pone triste –contestó el niño. Sólo le había preguntado por él una vez, cuando era pequeño. Su madre se había puesto a llorar y le había dicho que hablarían de ello cuando fuera mayor. Pero era mayor y su madre había roto su promesa–. He traído dinero –afirmó con seriedad, metiendo la mano en el bolsillo y sacando un montón de billetes arrugados: 18,65 dólares. Los ahorros de toda su vida que colocó al lado de la bandeja de galletas–. Tengo algo más –añadió, al ver la expresión sorprendida de Clementine. El niño sacó del bolsillo un diminuto estéreo–. Me lo regaló mi madre en mi cumpleaños. Vale más de cincuenta dólares y se pueden oír cintas y discos compactos. Es muy bueno.

La sonrisa de Clementine era triste.

–¿De verdad?

–¿Quiere probarlo?

–No es necesario. Estoy segura de que es muy bueno.

Bobby sacó un sobre del bolsillo, con el nombre del hombre al que siempre había querido conocer.

–Es una carta para mi padre. Para cuando lo encuentre –dijo el niño.

Clementine tomó el sobre como si fuera un objeto muy delicado.

–¿Por qué quieres encontrarlo después de tantos años?

La pregunta lo pilló por sorpresa y se quedó pensando durante unos segundos.

–Porque el mes que viene hay la merienda del colegio –explicó el niño en su lenguaje infantil–. Todos los niños van con sus padres y yo no quiero ir otra vez con el señor Brisbane.

–¿El señor Brisbane?

–Sí. Es un profesor. Siempre va a la merienda con los niños que no tienen padre para que no se sientan solos.

–Es un detalle por su parte.

–Sí –se encogió el niño de hombros–. Pero yo estoy harto de padres prestados. Quiero uno de verdad.

–Claro –murmuró Clementine–. Todo el mundo se merece un padre de verdad.

Bobby se levantó de la silla de un salto, con el pequeño estéreo en la mano.

–¿Va a ayudarme? ¿Va a encontrar a mi padre?

–Haré lo que pueda, hijo.

El crío suspiró, aliviado. Cuando iba a dejar el estéreo sobre la mesa, Clementine le hizo un gesto con la mano.

–Guárdalo tú, hijo. Ya te avisaré cuando lo necesite.

–¿De verdad? –preguntó Bobby, tragando saliva.

–Claro que sí. ¡Deirdre! –llamó la mujer. Un segundo después, la joven entraba en la habitación–. ¿Te importa llamar un taxi para el joven señor Margolis? Lo están esperando en el museo.

Deirdre sonrió de nuevo con aquella sonrisa que ponía a Bobby tan nervioso.

–Por supuesto.

En la puerta, Bobby se volvió antes de salir.

–Danny tenía razón. Es usted una persona muy buena.

–Gracias –sonrió la anciana.

Bobby miró el montón de billetes y monedas que había dejado sobre la mesa y se mordió los labios.

–¿Tú crees que es suficiente? –susurró al oído de Deirdre.

–Más que suficiente –contestó la joven–. A Clementine no le importa el dinero.

–¿Y entonces por qué trabaja?

–Por los niños. Sólo por los niños.

 

 

La casa era más grande de lo que había imaginado, vieja y con un porche lleno de flores. Dos buhardillas en pico destacaban en el tejado, como un par de ojos que vigilaran el vecindario. El césped era escaso, como si hubiera sido destrozado por los mismos niños que jugaban allí en ese momento. Risas alegres rompían el silencio de la tarde de otoño, un símbolo universal de la alegría.

Un gato gris encaramado a la barandilla del porche movía la cola al ritmo del estéreo cuya música amenazaba con tirar las paredes. Molestar a los adultos era el propósito de esa música, por supuesto.

La imagen era encantadora. Los niños jugando, el ruido de la música, las carreras. Recuerdos, pensaba, dulces imágenes de juventud que algún día serían como un tesoro. La niñez era algo tan pasajero… La suya propia había terminado demasiado pronto.

Desde el coche, observaba a los chicos jugando al fútbol. Uno rubio parecía el líder y gritaba y corría dando órdenes como si fuera un general, aunque nadie lo obedecía. Un chaval gordito corría por el césped como si cada paso fuera un esfuerzo para él. Los demás lo animaban, aunque era obvio que sus habilidades futbolísticas eran escasas.

Entre los jugadores había un chico delgado con un enorme jersey que parecía el payaso del grupo. Bailaba, cantaba y daba saltos para delicia de sus amigos.

También había un chico un poco más bajito que los demás, con una camiseta tan larga que le llegaba a las rodillas. El pelo de color castaño asomaba por debajo de una gorra que llevaba del revés y que dejaba a la vista unos ojos azules grandes y brillantes.

Ese mismo chico tomó al gordito por los hombros cuando éste perdió un pase, le dijo algo con una sonrisa y el gordito se echó a reír. Eso le gustaba.

De hecho, le gustaba todo lo que veía. Los gritos de los niños, las caritas sudorosas y la energía de aquella pandilla un domingo por la tarde. Incluso desde la distancia podía percatarse de las diferencias que había entre ellos, tan únicos y especiales como lo serían de adultos. Pero todos parecían felices. Y cada uno de ellos tenía un talento especial. Eran niños llenos de alegría y eso hizo que sintiera un nudo en la garganta.

Se preguntaba cuál de ellos sería su hijo.

 

 

–¡Bobby, hora de comer!

–¡Cinco minutos más, por favor, mamá!

Escondiendo una sonrisa, Chessa Margolis intentaba aparentar firmeza. Su hijo era lo más importante en su vida. Lo adoraba y prefería darle lo que quería a privarlo de nada.

–Como quieras, hijo, pero la pizza se va a enfriar.

–¿Pizza? –repitió el niño, parándose de repente con la pelota en la mano. Un segundo después se volvía hacia sus amigos–. Tengo que irme –dijo, tirándole la pelota a Danny, su mejor amigo–. Nos veremos luego.

Ignorando las quejas de sus amigos, Bobby tomó su querido estéreo y entró como un torbellino en la casa, oliendo el aroma de la pizza como si fuera un perdiguero.

–Lávate las manos –le dijo su madre, mientras cerraba la puerta–. Y quítate esa gorra tan sucia –añadió. El niño dejó la gorra sobre la encimera y fue a lavarse al fregadero.

Secándose las manos en la sucia camiseta, se sentó en una silla y tomó una porción de la pizza recién horneada.

Chessa apagó el estéreo y cuando el crío iba a protestar con la boca llena, le hizo un gesto.

–Ya conoces las reglas. Ni televisión ni música durante las comidas.

Después de comerse el primer trozo de pizza, Bobby se lanzó hacia el segundo.

–Danny tiene unas zapatillas nuevas –anunció, entre mordisco y mordisco–. Son de esas que se llenan de aire, como las de los deportistas profesionales.

–Me alegro por él –dijo Chessa, mientras esculpía caras en las manzanas que más tarde secaría con un deshidratador y convertiría en sorprendentes muñecos. Una forma de conseguir ingresos para pagar la universidad de su hijo.

–A mí me encantaría tener unas zapatillas así.

–Ya. ¿Tienes dinero ahorrado? –preguntó. El niño apartó la mirada–. ¿Cuánto necesitas?

–Mucho –contestó el crío, sin mirarla.

–Tengo muchas tareas que hacer y necesito ayuda –dijo Chessa, secándose las manos–. Si me dices cuánto dinero tienes ahorrado, haremos las cuentas y veremos si puedes…

–No importa, mamá –la interrumpió el niño, levantándose de la mesa de un salto–. No me apetece ponerme a hacer cuentas.

–Pero es necesario, Bobby. Así pudiste comprar el coche por control remoto que tanto te gustaba.

Bobby se resistía a mirar a su madre.

–¿Puedo irme ya?

–Pero si no has terminado de comer…

–No tengo mucha hambre.

–¿No te gusta la pizza? –preguntó Chessa, sorprendida–. ¿Te encuentras bien?

–Sí. Es que quiero salir… –en ese momento, alguien llamaba a la puerta y Bobby se sintió aliviado–. Es Danny. ¿Puedo irme, mamá?

Suspirando, Chessa asintió y vio a su hijo salir corriendo de la cocina. Bobby llevaba una semana actuando de forma extraña. Parecía incómodo, nervioso, incluso más de lo normal. Pero lo que más la preocupaba era que se negase a hablar de ello.

Chessa conocía a su hijo y sabía que escondía algo. Algo que lo preocupaba y que había decidido por primera vez no contarle a su madre.

Perdida en sus pensamientos, seguía esculpiendo las originales manzanas cuando un sonido peculiar llamó su atención.

Desde el salón, oía la voz de un hombre, no la de un niño. Un hombre que hablaba pausadamente y al que Bobby respondía como si estuviera nervioso, aunque no podía descifrar lo que estaban diciendo.

Alarmada, entró en el salón y casi se desmayó.

Allí estaba, un espectro del pasado, con poder para destrozar todo lo que le era querido.

Desde la puerta del salón, el hombre levantó la mirada y, al verla, pareció tan confuso como ella.

–Ha pasado… –empezó a decir, incómodo– mucho tiempo.

Chessa tenía la boca seca. La habitación parecía dar vueltas y creía estar teniendo una pesadilla.

Pero era real.

 

 

Ella era más que hermosa. La mujer que lo miraba desde la puerta como si fuera un fantasma del pasado lo afectaba como un puñetazo en el estómago. Tenía el pelo castaño y unos ojos azules tan brillantes que lo dejaban sin aliento. Tenía una cara preciosa, exquisita, a pesar de su tremenda palidez. La mujer se sujetaba a la puerta como si estuviera a punto de caerse.

–Sí –susurró ella–. Mucho tiempo.

Él habría deseado tomarla en sus brazos. Habría deseado rogarle que lo perdonara por haberla abandonado y darle las gracias por haberlo bendecido con un hijo. Pero, sobre todo, habría deseado saber por qué no podía recordar a aquella mujer.

Ningún hombre en su sano juicio podría olvidarla.

Pero la juventud de Nick Purcell había sido una juventud salvaje. El chico malo de Weaverton, culpable de todo y responsable de mucho, había sido un adolescente furioso que salió de la pobreza con su propio esfuerzo. Apenas recordaba aquellos años y no quería recordarlos. Pero esa era su cruz, no la de aquella mujer. Estaba claro que la había hecho suficiente daño y Nick se dejaría cortar un brazo antes de confesar que no la reconocía.

–Es maravilloso… volver a verte.

Ella lo miraba con los ojos muy abiertos, temblando.

–Sabía que vendrías. Lo sabía –oyó la voz del niño, que le tiraba de la manga.

Apartando los ojos de la mujer, Nick se inclinó sobre el crío cuyos ojos, tan azules como los de su madre, brillaban de emoción. Nick se sentía tan emocionado que no encontraba palabras. Mirar la cara de su hijo era casi una experiencia religiosa. Su corazón estaba lleno de amor. Ese niño era carne de su carne. Aquél era el momento más feliz de su vida. Y el más doloroso.

–¿De verdad eres mi padre? –preguntó Bobby, con labios temblorosos.

En el bolsillo de su chaqueta, la partida de nacimiento que una firma de abogados le había hecho llegar parecía quemarle el corazón.

–Sí, Bobby. Soy tu padre.

–No vuelvas a marcharte –susurró el niño. Una lágrima caía hasta su boca–. Por favor, no te vayas –añadió, lanzándose a sus brazos.

Nick lo abrazó con fuerza.

–No me iré –susurró, haciendo un esfuerzo para hablar–. Eres mi hijo y no me marcharé nunca. Nunca.

La mujer emitió un sonido estrangulado. Pero Nick apenas lo oía.

 

 

Aquello no podía estar pasando, pensaba Chessa, sintiendo como si unos dedos fríos apretaran su garganta. Estaba aterrorizada y rezaba para que aquello fuera un sueño.

Frente a ella, aquel hombre, aquel horrible fantasma del pasado, estaba arrodillado frente a su hijo como si mirase a un pequeño dios. Y Bobby miraba al hombre que creía su padre con un amor que era como una lanza en su corazón.