SECRETOS ITALIANOS - Lynne Graham - E-Book

SECRETOS ITALIANOS E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Cuando el río suena… Al astuto millonario italiano Dante Leonetti no le daba buena espina la nueva ayudante de su madre y estaba empeñado en echar a la intrusa de su castillo. Al fin y al cabo, una joven tan bella e inteligente solo podía querer una cosa de su familia: parte de su fortuna. La búsqueda de su padre biológico había llevado a Topaz Marshall al mundo de Dante, y estaba experimentando de primera mano la feroz reputación de Leonetti. Consciente de que Dante la consideraba una cazafortunas, le asombraba que utilizara sus artes de seducción con ella. Dante estaba decidido a sacarle la verdad, y Topaz debía hacer cuanto estuviera en su mano para resistirse.

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Seitenzahl: 223

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

SECRETOS ITALIANOS, N.º 85 - octubre 2013

Título original: Challenging Dante

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3838-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Dante Leonetti, banquero internacional, renombrado filántropo y conte di Martino para aquellos interesados en títulos arcaicos, frunció el ceño al saber que su amigo de la infancia, Marco Savonelli, esperaba fuera de su despacho para verlo. Algo tenía que ir muy mal para que Marco dejara su consulta médica en el pueblo y se desplazara al ajetreado centro financiero de Milán.

Dante, con los delgados y bellos rasgos tensos, se pasó los largos dedos por el pelo negro, en un gesto de preocupación poco habitual en un hombre de temperamento tan recio y disciplinado. Sin duda la visita de Marco debía de estar relacionada con el fondo benéfico. Entre los dos, estaban intentando recaudar fondos para financiar un tratamiento médico pionero en Estados Unidos, para tratar a una niña del pueblo aquejada de leucemia. Desde el primer momento, Dante se había ofrecido a costear todo el tratamiento, pero Marco lo había persuadido de que sería mucho más diplomático permitir que todo el pueblo asumiera la responsabilidad de ofrecer sus servicios voluntarios para recaudar los miles de euros necesarios. En ese sentido, se habían organizado diversos actos públicos y el siguiente, y culminación del calendario, era un baile de disfraces en la casa familiar de Dante, el castello Leonetti, en la Toscana. Por desgracia, Dante habría preferido hacer una gran donación a verse obligado a disfrazarse con ropa cómica como un niño. No tenía paciencia para esas tonterías.

Su teléfono emitió un pitido y, aunque suspiró, lo miró porque sus años como banquero lo habían condicionado para estar siempre alerta. El mensaje no era de unos asistentes para avisarlo de una crisis en potencia. Era de su amante, la bella Della. Arrugó la frente al ver la foto de sus preciosos pechos y curvó la boca con irritación mientras la borraba. No quería fotos eróticas en su móvil, no era ningún adolescente. Sin duda, había llegado la hora de darle a Della una gratificación adecuada y poner pies en polvorosa. Por desgracia, la idea de explorar nuevos pastos no lo atraía en absoluto, a pesar de que estaba harto de Della y más aún de su colosal vanidad y avaricia.

Sin embargo, sus inusuales ojos verdes destellaban calidez cuando cruzó su enorme despacho para ir a saludar a su amigo Marco Savonelli, un fuerte hombre de treinta y pocos años, completamente opuesto a Dante en temperamento. Era difícil ver a Marco sin una sonrisa en el rostro. Pero Dante notó que, por una vez, su amigo no sonreía. De hecho, el expresivo rostro de Marco estaba tenso y preocupado.

–Siento muchísimo importunarte así –empezó Marco incómodo, sintiéndose como un pez fuera del agua en ese opulento ambiente–. No quería molestarte...

–Tranquilo, Marco. Siéntate y tomaremos un café –le sugirió Dante a su amigo, guiándolo hacia la lujosa zona de asientos.

–No tenía ni idea de lo elegante que era tu lugar de trabajo –admitió Marco–. ¡Y pensar que creía haber alcanzado el nivel mayor de sofisticación cuando me instalaron el ordenador!

El café llegó a la velocidad del rayo.

–No es habitual que les robes tiempo a tus pacientes –comentó Dante, ansioso por que Marco le explicara qué iba mal–. ¿Alguien ha malversado dinero del fondo, o algo así?

Marco, mucho más inocente de lo que Dante había sido en su vida, lo miró horrorizado.

–¡Claro que no! No tiene nada que ver con el fondo... De hecho, tenía que venir a Milán a visitar a mi tía Serafina, por encargo de mi madre, así que, como estaba en la zona, decidí pasar por aquí a ver cómo te encontrabas.

Dante, un lince a la hora de interpretar a las personas, comprendió que iba a oír una historia plagada de excusas y lo maravilló que Marco se creyera capaz de engañar a alguien tan astuto como él.

–No me digas.

–Como he dicho, ya que estaba aquí –continuó Marco, acelerando como un hombre que estuviera obligándose a hacer algo que preferiría evitar–, no me pareció mala idea venir a charlar un rato.

–¿Y por qué no? –murmuró Dante, intentando no reírse de la transparencia de su viejo amigo.

–¿Has hablado con tu madre últimamente?

Dante se quedó paralizado y su inteligencia hizo que sus pensamientos tomaran otra dirección.

–Me telefonea para charlar casi todos los días –respondió con estudiada indiferencia. Sus largas pestañas negras descendieron para ocultar su mirada y, por primera vez, su fuerte cuerpo se tensó con auténtica aprensión.

–¿Ah, sí? Bueno, excelente –replicó Marco, que obviamente no había esperado una respuesta tan segura–. Pero...¿cuándo fue la última vez que la visitaste?

–Suponía que los recién casados preferirían que los dejasen en paz –contestó Dante rígido, pensando que tal vez la pregunta de su amigo fuera una crítica velada.

–Claro, claro –se apresuró a tranquilizarlo Marco–. Es una suposición natural, incluso teniendo en cuenta su edad. Eh... perdona si te ofende lo que voy a decir, pero nunca has dicho nada sobre que tu madre se volviera a casar; debió de ser una sorpresa para ti.

Comprendiendo que su diplomático amigo podría tardar una hora en llegar al meollo del asunto, Dante contuvo su deseo innato de ocultar sus sentimientos y fue muy directo.

–Más que una sorpresa –admitió–. Me desconcertó y preocupó. No solo su decisión de volver a casarse fue muy súbita, también me disgustó el hombre que eligió como marido.

–Sin embargo, no dijiste nada en su momento –gruñó Marco–. Ojalá hubieras sido más claro conmigo, Dante.

–Mi madre llevó una vida horrible con mi difunto padre durante más años de los que quiero recordar. Era un bastardo. Eso es algo que solo reconocería ante ti. Teniendo eso en cuenta, soy el último hombre del mundo que podría criticar a su esposo o interferir en su intento de, por fin, encontrar algo de felicidad.

–Eso puedo entenderlo –el rostro de Marco se relajó y sus cálidos ojos marrones demostraron su empatía.

Dante, con expresión meditabunda, recordó el repentino matrimonio de su madre viuda con Vittore Ravallo. La boda había tenido lugar solo dos meses antes. Ravallo era un hombre de negocios fracasado y supuesto mujeriego, tan pobre como las ratas. Sofia, contessa di Martino, era rica. El matrimonio había sido impulsivo e imprevisto, pero Dante, un hijo cariñoso y leal, se había guardado sus reservas al respecto. Intervendría para proteger a su madre si el matrimonio demostraba ser el error que él asumía que era, pero hasta ese momento se ocuparía de sus asuntos. Aun así, le había supuesto un reto controlarse, sobre todo teniendo en cuenta que la feliz pareja seguía ocupando el castillo de Dante en la Toscana, mientras esperaban a que terminaran las reformas de su nueva casa, a varios kilómetros del castillo. Por esa razón, Dante no había vuelto al castello Leonettidesde la celebración de la íntima boda que había sellado el destino de su madre.

–Tal vez deberías plantearte hacer una visita pronto. Está ocurriendo algo extraño –dijo Marco, con expresión tensa.

–¿Extraño? –Dante estuvo a punto de lanzar una carcajada al oír eso.

–Nunca he sido un hombre que prestara atención a los rumores, pero somos amigos de toda la vida y he creído conveniente darte una idea de lo que está ocurriendo.

–Resumiendo... –dijo Dante con voz seca, rechazando el gusto por lo dramático de su amigo–. ¿Qué ocurre en el castillo, Marco?

–Bueno, ya sabes lo vital que ha sido siempre tu madre –empezó Marco–. Ya no lo es. Ha dejado de involucrarse en sus asociaciones benéficas, nunca sale del castillo y ni siquiera se ocupa de los jardines.

Dante frunció el ceño, incapaz de imaginarse a su activa madre abandonando la ajetreada vida que había llevado como viuda.

–Eso sí que suena extraño...

–Y luego está el tema de su nueva secretaria social...

–Su ¿qué? –lo interrumpió Dante, sorprendido–. ¿Ha contratado a una secretaria?

–Es una joven inglesa, muy atractiva y, aparentemente encantadora –explicó Marco, incómodo–. Pero sustituye a la condesa en todos los actos benéficos y muy a menudo Vittore la lleva y la recoge.

Dante estaba muy quieto, una actitud que sus empleados conocían como la calma antes de la tempestad; el que una chica joven y atractiva hubiera entrado en la escena que Marco estaba describiendo lo había vuelto loco de ira. Muchos hombres mayores eran estúpidos respecto a las jovencitas, y el padrastro de Dante bien podría ser uno de ellos. Se le encogió el corazón de pesar por su madre. Había tenido la esperanza de que si el matrimonio fracasaba, fuera por algo menos hiriente que por otra mujer. La infidelidad de su padre ya había causado tanto dolor a Sofia Leonetti que Dante no podía soportar quedarse quieto mientras volvía a ocurrir.

–¿Hay una aventura de por medio? –exigió saber, cerrando los puños y poniéndose en pie de un salto.

–Sinceramente, no lo sé. No hay ninguna evidencia de que la haya, excepto lo sospechoso que resulta el cambio –admitió Marco con pesar–. Todos sabemos que las apariencias pueden ser muy engañosas. Pero hay algo sobre la chica que no acaba de encajar...

–Sigue –lo urgió Dante en voz baja, intentando controlar su ira ante la imagen de su madre siendo humillantemente traicionada por su nuevo marido y una empleada, en su propia casa.

–Invitaron a mi padre a cenar al castillo el día del cumpleaños de Vittore. La chica llevaba un collar de diamantes que mi padre jura tiene un valor de muchísimos miles de euros.

Ambos hombres sabían que el padre de Marco era un juez infalible en ese sentido, porque era un renombrado diseñador de joyas.

–Por supuesto, podría ser parte de una herencia familiar –concedió Marco con justicia.

–¿Cómo de probable es que una joven secretaria posea algo tan valioso, o, si fuera el caso, que se lo lleve al extranjero? –replicó Dante, poco impresionado por ese argumento–. Desde mi punto de vista, teniendo en cuenta todo lo demás, ¡los diamantes son una prueba fehaciente de mal comportamiento, sea cual sea!

Pero, incluso si lo era, una vez su amigo se marchó, Dante se preguntó qué diablos iba a hacer al respecto. Obviamente, podía ir a casa a echar un vistazo a la situación en persona; y, si estaba ocurriendo algo cuestionable, él se ocuparía de la chica del collar de diamantes.

Topsy contuvo un gruñido de frustración mientras su hermana Kat seguía lanzándole preguntas preocupadas por teléfono. ¿Cómo era la familia con la que vivía? ¿Estaba recibiendo atenciones de algún hombre? ¿Tenía cerrojo la puerta de su dormitorio?

La culpabilidad que Topsy había sentido respecto a mentir a su familia sobre lo que estaba haciendo y dónde se alojaba en Italia, se evaporó de repente. Se preguntó qué edad creía su hermana mayor que tenía. La trataba como si fuera una adolescente vulnerable. Pero tenía casi veinticuatro años y contaba con un doctorado en matemática avanzada, ¡distaba de ser una cría! Pero Kat, al igual que sus hermanas gemelas, Emmie y Saffy, se negaba a aceptar que Topsy había crecido y tenía su propia vida que vivir.

En defensa de Kat, tenía que admitir que había ejercido el papel de madre, más que de hermana, desde que Topsy tenía seis años. Su madre, Odette, la había entregado, junto con las gemelas, al sistema de acogida estatal, para recuperar su libertad de mujer soltera. Sin duda, Odette Taylor carecía de interés por la maternidad, y Topsy era muy consciente de cuánto le debían a Kat por su cariño y lealtad. Kat había asumido la custodia de sus hermanas menores, las había llevado a su hogar en el Distrito de los Lagos y se había ocupado de ellas hasta que fueron adultas, asumiendo todos los gastos. Topsy reconocía que nunca podría olvidar ni dejar de agradecer el sacrificio de Kat.

Sin embargo, estaba en Italia, tras haber huido de su casa y mentido sobre su paradero, igual que habría hecho la adolescente que había dejado de ser muchos años antes. Su familia pensaba que estaba disfrutando de unas largas vacaciones en casa de su amiga del colegio, Gabrielle, que había aceptado ser su coartada y fingir, si llegaba el caso, que Topsy estaba viviendo con ella y con su familia en Milán.

Topsy suspiró, sintiendo otro pinchazo de remordimiento. Sus hermanas eran tan protectoras que la volvían loca. El que las tres se hubieran casado con hombres ricos y poderosos había exacerbado su deseo y capacidad para interferir y controlar cada movimiento de Topsy. Las quería con locura, eso era innegable, las adoraba; pero no quería un empleo ofrecido por uno de sus cuñados y tampoco quería que le buscaran un novio «adecuado». Había perdido la cuenta de los hombres elegibles, y sin duda investigados y aprobados, que le habían presentado en fiestas y cenas. También había perdido la cuenta de los novios que había perdido porque no habían superado el veto familiar. El que, en una embarazosa etapa de su vida, hubieran insistido en ponerle guardaespaldas no había hecho ningún bien a su vida sentimental.

O bien los hombres la buscaban por las conexiones financieras y de negocios de sus ricos cuñados, o los inconvenientes de salir con ella los asustaban y ponían pies en polvorosa. Peor aún, se había convertido en una joven con un fondo fiduciario, generoso regalo de sus cuñados, que le había proporcionado una considerable suma cuando cumplió los veintiún años, para que siempre contara con seguridad e independencia. «¿Independencia?», Topsy hizo una mueca al pensar en ese objetivo inalcanzable. La idea de independencia le sonaba a broma. El maldito dinero, que ella nunca había querido pero había encantado a sus ansiosas y protectoras hermanas, solo la había atrapado más en un mundo al que no creía pertenecer. ¡Y había dado a sus cuñados una razón aún mejor para cribar a los hombres con los que salía: el miedo a que fueran solo en busca de su fondo fiduciario!

Sin embargo, Topsy tenía que admitir que esa no era la única razón de que se hubiera trasladado a la Toscana, y a esa casa en concreto. De hecho, si cualquier miembro de su familia descubriera la auténtica naturaleza de su engaño, sería justificable que se enfurecieran con ella. Pensó con tristeza que no lo entenderían, ninguno de ellos apreciaría la poderosa motivación que había tenido para trasladarse a Italia y fingir ser lo que no era. Pero, al fin y al cabo, ella no era como sus hermanas: sus opiniones sobre ciertos temas eran radicalmente opuestas a las suyas. El bien y el mal no eran tan blanco y tan negro como ellas creían, había múltiples tonalidades grises de por medio. Si las cosas iban como ella esperaba, les diría la verdad. Pero en ese momento se encontraba en el inquietante principio de su misión, y la falsa imagen que había proyectado ya la incomodaba. Antes de llegar a Italia, Topsy nunca había mentido. Había sido una chica lógica y sincera que había comprendido a temprana edad las consecuencias inherentes a la mentira. Sin embargo, allí estaba, supuestamente madura e inteligente, mintiendo por doquier. Y, además, a gente encantadora. Se preguntaba por qué solo se había planteado los inconvenientes de su misión después de instalarse y empezar a trabajar. Era un claro indicio de pésima planificación.

Pero no podía renunciar a una causa que significaba tanto para ella. Sus hermanas nunca entenderían su punto de vista: simplemente desaprobarían con fiereza lo que había hecho. Y si estuvieran al tanto de los extremos a los que su madre la había obligado a llegar antes de darle la información que anhelaba, se habrían enfurecido; Topsy no podía negarlo. En su opinión, había merecido la pena enterarse de la verdad, si lo era. Por desgracia, era muy consciente de que no podía confiar plenamente en la palabra de su madre.

Entretanto, estaba viviendo rodeada de lujos en un auténtico castillo medieval, que hacía siglos que pertenecía a la familia Leonetti. El bello entorno emitía unas maravillosas vibraciones de hogar real, cálido y acogedor. Era indudable que no podía quejarse de las condiciones en las que vivía.

A media mañana del día siguiente, con sombras bajo los ojos debidas a una noche de desvelo e inquietud, Topsy estaba en el jardín cortando rosas para la condesa. La fantástica rosaleda destellaba bajo el sol que iluminaba el cielo azul; hacía tanto calor que Topsy se alegró de llevar solo una camiseta y una falda de algodón. Vittore, que solía involucrarse en cualquier cosa que tuviera que ver con su recién adquirida esposa, se acercó para ofrecerle una flor de un rosa especialmente intenso.

–Es La Noblesse, su rosa favorita –explicó el hombre de cuarenta y muchos años, de constitución delgada y benévolos ojos oscuros.

–¿Ahora sabes identificarlas? –se burló Topsy, aunque la emocionó la consideración que demostraba por Sofia–. ¡El tiempo que dedicas a ese libro de rosas está dando sus frutos!

Vittore se rio, enrojeció un poco y le ofreció una cálida sonrisa.

Esa fue la escena que a Dante lo conmocionó contemplar cuando rodeaba la esquina del castillo para acceder a la entrada lateral. Como un viejo verde de pantomima, su sonriente padrastro estaba ofreciéndole una rosa a una risueña jovencita morena. Incluso si Marco no hubiera plantado la sospecha en la mente de Dante, lo habría inquietado ver esa familiaridad entre un hombre mayor y su joven empleada.

–Vittore... –murmuró Dante, anunciando su llegada.

Sorprendido, su padrastro se dio la vuelta tan rápido que estuvo a punto de caer sobre un arbusto. Enderezándose, se puso rígido y se quedó inmóvil sobre el bancal de rosas.

–Dante –dijo, con una sonrisa forzada–. Esta es Topsy. Está aquí para ayudar a tu madre con sus actos benéficos.

Topsy miró al alto hombre de pelo negro que parecía haber surgido de la nada. Ese era Dante, el adorado hijo único de Sofia, el bruto egoísta e insensible que había estropeado la boda de la pareja con su actitud fría y su rápida marcha. Había visto una foto de él en la sala de estar de Sofia, pero ninguna imagen bidimensional podría haber conseguido el devastador efecto de ver a Dante Leonetti en carne y hueso.

Era magnífico, desde la cabeza cubierta de espeso cabello negro a las suelas de los zapatos, sin duda de factura artesana. Su traje oscuro se ajustaba a la perfección a su cuerpo fuerte y delgado, y clamaba profesionalidad. Se acercó como un depredador que rondara a su presa y Topsy parpadeó, preguntándose de dónde había salido esa comparación. Se detuvo a un par de metros de ellos. Su altura y envergadura la intimidaron, recordándole las desventajas de medir poco más de un metro y cuarenta y ocho centímetros de altura. La impactaron sus extraordinarios ojos, de un inesperado y exquisito tono verde, luminosos y claros en contraste con su piel bronceada, a la par que inquietantes. Tuvo la extraña sensación de quedarse sin aire.

Le pareció que su cuerpo se separaba de su cerebro, asaltado por extrañas reacciones. De repente, sintió los senos turgentes y un cosquilleo entre las piernas la llevó a apretar los muslos. ¿Atracción sexual? Se negaba a creer que pudiera ser eso. Su mente estaba programada para que ese hombre la desagradara, ¡no podía sentirse atraída por él!

Dante estudió con atención a la diminuta morena. La brillante cascada de oscuro pelo rizado le caía casi hasta la cintura. Tenía unos grandes ojos almendrados, del color de la miel derretida, cremosa piel dorada y boca rosada y carnosa. Su bello rostro tenía forma de corazón y, a pesar de su escasa estatura, tenía curvas dignas de una Venus de bolsillo. Sus generosos senos tensaban el fino algodón de su camiseta, mientras que la falda entallada delineaba a la perfección la opulenta forma de sus caderas, bajo una cintura diminuta. A Dante lo sorprendió la instantánea hinchazón que sintió en la entrepierna, porque no había reaccionado así al ver a una mujer por primera vez desde sus tiempos de adolescente indisciplinado. Lo más irritante era que no era su tipo en absoluto: le iban las rubias altas y elegantes, desde siempre. Pero era evidente que sus traicioneras hormonas opinaban de otra manera, y tuvo que dar gracias por llevar puesta la chaqueta del traje.

–Topsy Marshall –dijo ella, extendiendo una mano fina y delgada.

–Dante Leonetti –replicó él, aceptando la pequeña mano. Apenas era consciente de la presencia de su padrastro, que seguía allí, mientras él escrutaba el sonriente rostro de Topsy.

De repente, su cerebro volvió a funcionar. ¡Por supuesto que le sonreía y su respuesta hacia él rezumaba encanto! ¿De qué otra manera iba a tratar a un hombre adinerado? Al fin y al cabo, era una cazafortunas y él era mucho más rico y mejor partido de lo que Vittore sería nunca. Ese pensamiento hizo que en la mente de Dante germinara una idea excelente. Era rico y soltero, un objetivo mucho más tentador que su padrastro. Era muy posible que Vittore solo estuviera empezando a flirtear con la idea del adulterio; Dante estaba convencido de que Vittore no haría el idiota recogiendo rosas si ya se hubiera metido en la cama de la morenita. Si aún no había habido nada serio entre la pareja, Dante tenía el poder de cortar la relación antes de que floreciera, y así proteger a su madre. Si él demostraba interés por la empleada de su madre, Vittore tendría que controlar su debilidad y retirarse del juego.

–Tu madre estará deseando verte –comentó Topsy.

–¿Hablas nuestro idioma? –preguntó Dante, sorprendido por su fluidez en italiano.

–Hablo varios idiomas –admitió Topsy–. Pero mi mejor amiga del colegio es italiana y compartíamos habitación, así que aprendí más expresiones coloquiales en italiano.

–Tu fluidez es encomiable –comentó Dante, sintiendo curiosidad–. ¿Qué otros idiomas hablas?

–Francés, español y alemán. Unas elecciones bastante anticuadas –dijo Topsy con ironía–. Desearía haber sido más previsora y haber estudiado ruso o chino. Incluso un nivel medio en esos idiomas habría sido más útil.

–Mientras vivas en Europa, tienes mucho ganado sabiendo los que sabes –comentó Dante, yendo hacia la puerta.

–Te llevaré a ver a tu madre –ofreció Vittore, apresurándose a ir hacia la escalera de piedra que había al final del vestíbulo.

–Y yo tengo que subirle las rosas antes de que empiecen a marchitarse –añadió Topsy. Se le aceleró el corazón cuando Dante se paró un instante y le lanzó una mirada acerada que distaba de ser amistosa. Se preguntó qué problema tenía. Por lo visto, le había caído mal a primera vista.

Dante apretó los dientes, blancos y regulares. Estaba en su propia casa y hacía semanas que no veía a su madre. No necesitaba ni que lo guiaran a sus habitaciones, ni acompañantes; eso exacerbó su suspicacia. Cuando llegó al final de la escalera, Vittore volvió la cabeza y le lanzó una mirada casi aprensiva, antes de mirar a Topsy con ansiedad. Ese revelador intercambio de miradas hizo que Dante intuyera una duplicidad que lo llevó a ponerse aún más en guardia.

La condesa sonrió con calidez cuando su marido entró en su acogedora sala de estar.

–Tengo una sorpresa para ti –dijo Vittore con voz tensa.

Un segundo después, cuando Dante cruzó el umbral, una mujer delgada y morena, que había estado reclinada en la tumbona que había junto a la ventana, se levantó de un salto.

–¡Dante! ¿Por qué no me dijiste que venías?

–Temía verme obligado a cancelar la visita en el último momento –Dante besó a su madre en la mejilla. Luego agarró sus manos y dio un paso atrás para observarla–. Pareces pálida, cansada...

–Tu madre aún está recuperándose de la gripe que tuvo hace un par de semanas –intervino Topsy, al ver el destello de preocupación de los ojos de la mujer.

–Sí... me agotó –Sofia confirmó la mentira y dirigió a Topsy una mirada cálida por proporcionarle la excusa–. Ven y siéntate, Topsy.

–Creo que debería seguir con mi trabajo –protestó Topsy cuando Sofia volvió a sentarse y dio un golpecito en el asiento, a su lado. Sofia, a sus cuarenta y muchos años, seguía siendo una mujer bonita, y tenía los mismos ojos verde claro que distinguían a su hijo.

–No, no –arguyó Vittore, agarrando el teléfono de comunicación con el servicio–. Tómate un descanso. Pediré café para todos.

Dante observó en silencio cómo Topsy se sentaba junto a su madre. Apretó los labios con desaprobación al ver que trataba a la chica como a una sobrina, en vez de como a una empleada. Era obvio que no tenía sospechas sobre el carácter de la joven, ni tampoco de su comportamiento con su marido. Vittore, entretanto, estaba junto a la tumbona, al alcance de su esposa, el auténtico epítome de esposo devoto que pretendía fingir ser en presencia de Dante.

Un destello de hostilidad recorrió el cuerpo delgado y poderoso de Dante, y se preguntó si la ira lo estaba volviendo paranoico. Al observar al grupito de tres, estuvo seguro de que estaban representando una escena para engañarlo. Pero no sabía qué podía querer ocultarle su madre. Sofia y su hijo siempre habían estado muy unidos. Cada vez más frustrado, razonó que su convencimiento de que algo iba muy mal tenía que ser una equivocación.

Capítulo 2

Topsy se levantó y fue al cuarto de aseo contiguo para meter las rosas en agua; cuando oyó el golpecito que anunciaba la llegada del ama de llaves, fue a abrir la puerta. Carmela llegaba con una bandeja con café y pasteles. Al ver a Dante, la mujer de pelo cano reaccionó como si fuera el hijo pródigo que llegara cargado de regalos para celebrar su vuelta.