Seducción legal - Lisa Childs - E-Book
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Seducción legal E-Book

LISA CHILDS

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Beschreibung

Abandonar su puesto de trabajo como ayudante ejecutiva dejó a Bette Monroe en una situación comprometida. Le quedaban diez días, y el poderoso abogado Simon Kramer la obligaba a trabajar hasta la noche… ¡para seducirla hasta hacerle perder el sentido! Él tenía la convicción de que Bette estaba vendiendo secretos profesionales de su bufete, pero el secreto explosivo que ella ocultaba iba a sorprenderlo aún más. ¿Desvelaría Bette todo… o mantendría a Simon sumido en la duda?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Lisa Childs

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducción legal, n.º 5 - diciembre 2018

Título original: Legal Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-947-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Cuatro copas en alto entrechocaron para brindar. La espuma de las burbujas del champán rebosó los bordes, deslizándose por el tallo hasta la base.

—Por Street Legal —dijo Simon Kramer, henchido de orgullo por el éxito de su bufete de abogados. Dieciséis años atrás, cuando era un adolescente que se había escapado de casa, jamás imaginó que algún día pasaría de vivir en las calle a adueñarse de ellas.

—Por nosotros —dijo Ronan, uno de los socios de Simon, con una sonrisa de oreja a oreja a la vez que volvía a entrechocar las copas.

—Por ti, Trev —dijo Stone a Trevor, que acababa de ganar el caso más importante de sus carreras aun cuando los cuatro habían ganado numerosos casos relevantes desde que se habían graduado y habían abierto el bufete, ocho años antes.

Tras aquella victoria, habrían podido cerrar las puertas de Street Legal y vivir de los beneficios obtenidos por el acuerdo alcanzado. Pero Simon sabía que los demás eran como él: demasiado jóvenes y ambiciosos como para que aquel éxito los detuviera. Y sin embargo, Simon quería asegurarse de que se tomaran unas vacaciones para disfrutar de la victoria. Por eso había convencido a sus socios para ir de celebración al bar que acababan de abrir a la vuelta de la esquina, el ¿Quedamos?

Aquella era una victoria particularmente dulce porque Trev había ganado el caso a pesar de que el abogado de la parte contraria se había hecho con información privilegiada del expediente del caso. Simon, como socio director, había diseñado un plan para que eso no volviera a suceder. Si el topo estaba en su despacho, lo descubriría y lo aplastaría.

Trevor murmuró:

—Sigo teniendo curiosidad por saber cómo demonios Anderson se hizo con el informe científico.

—No te preocupes —dijo Simon. También había organizado la celebración porque todos necesitaban relajarse un poco. O desfogarse con alguien.

Ronan apartó la mirada de la mujer a la que había estado devorando con los ojos, y asintió.

—Olvídate de eso. No es posible que el origen de la filtración esté en nuestro despacho con el tercer grado al que Simon somete a los candidatos antes de contratarlos. No hay nadie mejor que un timador para identificar a otro timador. Y nuestro director es el rey de los timadores.

En lugar de sentirse ofendido, Simon sonrió. De no haberse inventado estrategias para ganar dinero para sus colegas y para sí mismo, no habría logrado sobrevivir. Sus amigos habían sido también fugitivos, y él se había dedicado a las estafas mucho antes de conocerlos.

—No, lo más probable es que Trev volviera a casa con una tía buena que aprovechó el momento en el que él se quedó dormido para copiar los documentos que Trev se había llevado a casa —añadió Ronan.

Simon rio.

—¿Es que vosotros os quedáis dormidos?

Él no conseguía dormir si tenía a alguien cerca. Si hubiera confiado en cualquiera que se le aproximara, no habría logrado sobrevivir en la calle. Solo aquellos hombres habían pasado su escrutinio. Juntos habían conseguido sobrevivir. De hecho, hasta habían prosperado espectacularmente. Tenían más dinero, casas más lujosas, coches más veloces y mujeres más explosivas de lo que jamás hubieran podido soñar.

—Ojalá fuera eso lo que pasó —dijo Trev—. Pero este maldito caso ha arruinado mi vida amorosa.

—Por eso mismo he pensado que debíamos venir a ver qué tal es este bar —comentó Simon. Su obsesión por averiguar quién era el topo también había arruinado su vida sexual.

El ¿Quedamos? era exactamente lo que su nombre indicaba: el sitio al que ir a ligar en el centro de Manhattan. Toda la gente guapa estaba allí: modelos, actores y actrices, diseñadores…

Y ellos. Los abogados más exitosos y conocidos de toda la maldita ciudad.

Simon volvió a entrechocar su copa con la de Trevor.

—Tú has ganado el caso, así que olvídate de lo demás. Diviértete.

Trevor sonrió.

—Eso pienso hacer. Pero Ronan tiene razón. Tenemos que tener cuidado con quién nos acompaña a casa o a quién dejamos que acceda a nuestros informes.

Stone asintió con la cabeza.

—Sí, porque si se corre la voz de que la parte contraria se hizo con una filtración, vamos a tener que contratar a esa maldita empresa de relaciones públicas otra vez para lavar nuestra imagen.

Desde la proliferación de las redes sociales, la mayoría de los casos se juzgaban incluso antes de que llegaran a un tribunal, razón por la que el despacho recurría regularmente a una agencia de relaciones públicas para conseguir influir en la opinión pública. E inclinarla a su favor, por supuesto.

Ronan rio.

—Como si hubiera alguna manera de mejorar nuestra imagen…

Eran conocidos por ser implacables —en la sala del juzgado y en el dormitorio. Todos tenían fama de ganar sin preocuparles los medios a los que tuvieran que recurrir. Pero Simon veía esa característica como un motivo de orgullo y no algo de lo que preocuparse.

—No hay ningún problema, chicos —aseguró a sus socios—. Os he traído para esto —añadió, indicando con la mano las mujeres que había en el local—. Hagámonos con una de ellas…

—¿Solo una? —preguntó Ronan sonriendo, al tiempo que seguía con la mirada a una rubia que pasó a su lado sacudiendo la melena por encima del hombro. Antes de ir tras ella, Ronan dio una palmada a Trevor en la espalda y añadió—: ¿Quieres que me entere de si tiene una amiga para ti? Simon tiene razón. Tienes que liberar de un poco de tensión después de haber ganado el caso.

Trevor dirigió la mirada hacia una pelirroja que había al otro lado del local.

—No necesito tu ayuda —dijo con un resoplido—. Pero sí necesito un poco de acción.

Stone le dio con el hombro en el suyo.

—Yo diría que Simon necesita un poco de ayuda.

Ronan resopló con sorna.

—Él nunca necesita ayuda en lo que respecta a las mujeres. Es el más ligón de los cuatro.

Simon no estuvo seguro de si era un insulto o un halago. Saliendo de la boca del más afamado abogado especialista en divorcios, lo más probable era que se tratara de lo segundo, pero antes de que pudiera preguntárselo, Ronan se fue tras la rubia, quien, al llegar al umbral de la puerta, se había detenido, esperando que la siguiera.

—La verdad es que hace tiempo que no te veo con nadie —le comentó Stone.

Simon se encogió de hombros.

—He estado ocupado —redactando las condiciones de fondos fiduciarios, rematando contratos, diseñando su trampa. Aunque le preocupaba que todo eso fueran excusas y no el motivo real.

Miró alrededor y reconoció a algunas de las modelos que protagonizaban los anuncios de las vallas publicitarias de Times Square; y a algunas actrices que protagonizaban las obras de teatro de la temporada. Pero ninguna le aceleró el pulso. Sabía que podría haberse llevado a su casa a cualquiera de ellas, o como Ronan había sugerido, incluso a dos. Y quizá ese era el problema. Ya nada suponía un reto. No sentía la excitación de la caza…

Solo eran presas fáciles.

Como la pelirroja que en ese momento saludaba con la mano a Trevor desde el otro extremo de la sala.

—Ve —le animó Simon.

—Eso —contribuyó Stone—. Es mil veces más guapa que nosotros para celebrar tu éxito.

—Habla por ti mismo —dijo Simon, fingiéndose ofendido.

Con el cabello denso y rubio y unos brillantes ojos azules, más de una vez le habían dicho que era más guapo que cualquier actor de cine. Por eso sabía que podría conseguir que lo acompañara cualquiera de las mujeres que había en el local, aunque él se siguiera considerando el chico de la calle que había sido en el pasado.

Stone se rio antes de decirle:

—Puede que necesite que te sientes a mi lado en la mesa durante mi próximo juicio, tal y como has hecho en el de Trev, para que influyas en la decisión del jurado.

—Oye, tíos, vais a tener que empezar a ir al gimnasio para ser vosotros mismos los niños bonitos del jurado —dijo Simon, esbozando una sonrisa burlona—. Yo ya tengo bastante trabajo ocupándome de gestionar toda la pasta que hemos ganado.

Ese asunto le importaba probablemente más a él que a los demás. Pero por algo ellos no habían crecido como él, sabiendo que el único dinero que pasaba por sus manos pertenecía en realidad a otra gente.

—Tío, conquistamos a casi todas las mujeres del jurado nosotros mismos —dijo Trevor con orgullo y un poco a la defensiva—. Solo necesitamos un poco de ayuda con aquellas a las que les gustan los chicos monos.

Simon contuvo una carcajada. No quería que Trevor supiera hasta qué punto era gracioso, así que reaccionó como si le hubiera ofendido y contestó:

—Que te jodan.

Trevor sacudió la cabeza.

—Lo siento tío, pero no eres mi tipo. En cambio, esa pelirroja… —se alejó en dirección a la mujer.

Stone echó un vistazo por el local.

—Más me vale buscarme también a alguien o voy a acabar volviendo a casa contigo.

—No tendrás esa suerte —dijo Simon al tiempo que Stone se iba. Entonces también él miró a su alrededor. No era que no quisiera ser el único que volvía solo a casa. O al menos, no se trataba exclusivamente de eso. Necesitaba divertirse, hacer algo que le ayudara a olvidar al topo del despacho.

Estaba seguro de que no había nadie capaz de engañarlo para conseguir que lo contratara y luego traicionarlos. No. Como Ronan había dicho, no era posible timar a un timador. Nadie caería en la trampa que había diseñado para descubrir al topo porque la filtración no podía proceder de su despacho.

Así que no permitiría que ese tema siguiera obsesionándolo. Ya no. Buscaría a alguien en quien concentrar durante un rato toda aquella tensión. Al contrario que a Ronan, a él no le iban la rubias. Y había experimentado personalmente que las pelirrojas solo causaban problemas. Necesitaba encontrar a una morena con clase, alguien que representara un reto para sus habilidades de conquistador.

Antes de que pudiera echar un vistazo, el móvil le vibró en el bolsillo de la chaqueta. No era una llamada, sino el zumbido de una alarma. ¿Necesitaba alguno de los chicos su ayuda? Los localizó con la mirada, pero todos ellos parecían enfrascados en conversación con sus respectivos ligues. Ninguno parecía necesitar un compinche.

Simon sacó el teléfono y maldijo al leer la pantalla: era una notificación del 911. La trampa había saltado. Alguien había entrado en la oficina mientras estaba cerrada, y solo podía haber una razón para ello. Guardó el teléfono en el bolsillo y se dirigió hacia la salida.

Pero antes de que pudiera irse, Trevor le bloqueó el paso.

—¿Qué pasa? ¿Va todo bien?

En absoluto, pero Simon forzó una sonrisa.

—Acabo de recibir un mensaje subidito de tono —del sistema de seguridad—. Tengo que irme.

Trevor rio.

—Se me olvidaba que tú ni siquiera tienes que esforzarte para ligar —dando un suspiro de envidia, se echó a un lado para dejarle pasar.

Simon salió precipitadamente, consciente de que Trev no era el único que lo observaba. Pero era mejor dejar que los chicos creyeran que su prisa se debía a que ansiaba desnudarse y no a una emergencia. Ya les daría las explicaciones oportunas más tarde. En aquel instante, confiaba en atrapar al topo con las manos en la masa, copiando archivos de sus casos. No tardaría en llegar. La ofician estaba a la vuelta de la esquina.

Quienquiera que fuera, conocía el código de seguridad. De otra manera, habría saltado la alarma, y habría llegado una notificación al servicio de seguridad del edificio y a la comisaría más próxima. En apenas unos minutos, Simon salía del ascensor al vestíbulo de su planta, que estaba fantasmagóricamente silencioso y oscuro. La única luz procedía de debajo de la puerta de un despacho. Su despacho.

Cruzó sigilosamente el vestíbulo de paredes interiores de cristal y suelo de madera. Las paredes exteriores eran las de ladrillo visto del edificio original. Los techos dejaban a la vista las tuberías y conducciones, y las vigas, pintadas de negro. El cobre de las tuberías y el aluminio de las conducciones brillaba en la oscuridad.

¿Qué demonios hacía el topo en su despacho? ¿Había pasado de vender secretos a robar dinero? La puerta estaba lo bastante entornada como para que pudiera ver el interior por la ranura.

Alguien se inclinaba sobre su escritorio, unas curvas pronunciadas enfundadas en la tela negra de una falda ajustada. El pulso se le aceleró al reconocer aquel magnífico trasero. Llevaba dos años admirándolo discretamente. No se había podido permitir hacerlo abiertamente por temor a lo que podría costarle al bufete una denuncia por acoso sexual. Y ella jamás había manifestado el menor interés por él. Simon por fin comprendía por qué. No quería sexo. Quería dinero.

Le dominó una rabia intensa que le aceleró aún más el pulso. Además de ser extraordinariamente sexy, Bette Monroe era astuta. Había timado al rey de los timadores.

 

 

—¿Qué demonios estás haciendo?

Bette se sobresaltó y el bolígrafo que tenía en la mano se le escapó, rodó por la superficie de roble del escritorio y cayó al suelo. Ella se llevó la mano al pecho y se volvió hacia la puerta. Cuando vio a su jefe, se le aceleró el corazón, y no solo porque Simon la hubiera asustado.

Ver a Simon Kramer siempre representaba un golpe para el sistema nervioso de una mujer. Con su cabello rubio dorado y sus escrutadores ojos azules, unas facciones marcadas y un cuerpo musculoso, resultaba tan espectacularmente guapo —tanto para las mujeres como para los hombres— que no había palabras para describirlo. Los otros abogados del despacho eran guapos, pero ninguno estaba a su altura. Y ninguno llevaba un traje como él, por mucho que todos usaran trajes hecho a medida. El que vestía en aquel momento era gris plateado, con un leve lustre azulado que enfatizaba el increíble azul de sus ojos.

Simon preguntó con voz grave y pausada:

—¿Qué estás haciendo?

Al darse cuenta de que era la segunda vez que le hacía esa pregunta, aunque algo más amablemente en aquella ocasión, Bette se ruborizó. Debía de haber estado mirándolo como una tonta. Esa era precisamente la razón de que siempre evitara mirarlo directamente. Su belleza era como un eclipse solar: mirarlo con demasiada atención podía causar ceguera.

Por eso su vista había empeorado durante los dos años que había trabajado en Street Legal como ayudante ejecutiva de Simon Kramer. Había estado demasiado cerca del sol. Con dedos temblorosos, se subió las gafas de gruesa pasta en el puente de la nariz. Puesto que solo las necesitaba para leer, no eran apropiadas para la media distancia, y así veía a Simon desenfocado.

Al menos hasta que se movió de la puerta y cruzó el despacho hacia ella. Simon se inclinó para aproximar su rostro al de ella. Sus ojos habitualmente brillaban con picardía porque siempre estaba tomando el pelo a sus socios, a sus clientes, a los demás empleados. A ella, jamás. A ella solo se dirigía para darle órdenes; pero hasta ese momento nunca había visto en sus ojos aquella expresión fría y afilada, como de esquirlas de vidrio azul.

Bette se estremeció.

—Esta es la última vez que te lo pregunto —dijo él—. ¿Qué demonios estás haciendo en mi despacho?

Ella sintió que le ardían las mejillas al tiempo que balbuceaba:

—Yo-yo… Estaba…

—¿Buscándome? —concluyó él, enarcando una ceja con escepticismo.

—No —contestó ella. No había querido verlo de nuevo. Ya lo había visto de refilón en el nuevo bar de la esquina. Al encontrarlo allí, en aquel mercado de carne, había confirmado que había tomado la decisión correcta.

Tal como le habían insistido sus amigos, debía dejar Street Legal.

Trabajar allí resultaba demasiado duro. Sobre todo, trabajar para él. Afortunadamente, ya no necesitaba el trabajo.

—En realidad confiaba en no verte —dijo. Cuando le había visto entrar en el bar con sus socios, se había escabullido de inmediato para que no la viera con sus amigos. Siempre había sido muy celosa de mantener su vida privada al margen de la profesional. Especialmente, al margen de él.

Simon tomó aire como si le hubiera dado un golpe.

—Me sorprende que lo admitas.

—Lo siento —contestó ella—. No pretendía que sonara como una grosería.

El problema era que no estaba acostumbrada a beber, y una sola copa de vino había bastado para desinhibirla, tal y como comprobó en aquel instante al mirarlo y sentir que la recorría un calor intenso. Tenía unos ojos tan azules… ¿Por qué tenía que ser tan guapo?

—¿Qué quieres decir, Bette? —preguntó él—. ¿Qué haces aquí? Me debes una respuesta.

Ella dio un suspiro tembloroso.

—Precisamente por eso he venido cuando sabía que no coincidiríamos —dijo—. No quería que me encontraras aquí.

—¡Maldita sea! —exclamó él—. Entre todos los empleados de Street Legal eres la última de la que me habría esperado esto.

Bette lo comprendía. Algunas personas de ambición desbordada estarían dispuestas a matar por trabajar en ese bufete. Otras, como ella, preferían no ser asociadas con una firma de abogados sin escrúpulos. Dos años atrás no había tenido otra opción; necesitaba el dinero para poder vivir en la ciudad y devolver su préstamo de estudiante. Pero eso había cambiado. Alcanzó la nota que había dejado, sin firmar, sobre el escritorio. Solo había trazado una raya al final del texto.

—Lo siento —dijo de nuevo. Y se la pasó con mano temblorosa.

Simon miró el papel. A medida que fue leyendo, frunció el ceño. Estaba confuso, porque masculló:

—¿Qué demonios es esto?

El corazón de Bette seguía latiendo aceleradamente.

—Es-es mi carta de dimisión —que había confiado en dejar sobre el escritorio evitando encontrarse con Simon. Durante los dos últimos años no había habido manera de escapar de él. Incluso se presentaba en sus sueños, unos sueños que la dejaban con los pezones endurecidos y el clítoris pulsante. No porque Simon le gustara, ni nada por el estilo.

De hecho, lo único que le gustaba de él era su físico. Pero eso era más una maldición que una bendición para ella y para todas las mujeres de carácter débil a las que había seducido. Aunque nunca intentaría seducirla a ella. Bette había visto el tipo de mujeres con las que salía: modelos y actrices, mujeres hermosas. No tenía el menor interés en ella. En la misma medida que ella nunca lo miraba, Simon jamás posaba sus ojos en ella.

Él sacudió la cabeza.

—No entiendo —seguía frunciendo el ceño en un gesto de desconcierto—. ¿Por qué dimites?

Bette había escrito una nota sucinta y cordial:

 

Esta es la notificación oficial de mi dimisión. Mi último día de empleo será…

 

Dos semanas a partir de aquel día. O con suerte, antes, si es que Simon se enfadaba y la despedía en aquel momento, que era lo que Bette habría preferido. Dudaba de que nadie antes hubiera dejado a Simon Kramer, ni profesional ni sentimentalmente.

Gracias por la oportunidad…

Gracias, pero no. No quería seguir formando parte de Street Legal. Ni de casos famosos. Ni seguir mandado flores a amantes despechadas. Ni tener que dar excusas a esas mismas amantes cuando llamaban desconsoladas intentando dar con él.

Pero no había puesto nada de eso en la nota. No había dado ninguna explicación sobre los motivos de su dimisión, porque no tenía por qué darlas.

Así que era de esperar que Simon preguntara:

—¿Por qué?

Bette, que evitaba los enfrentamientos por naturaleza, se limitó a encogerse de hombros. Era de esas personas que se disculpaban cuando alguien se chocaba con ella en la calle o la empujaba en el metro. Y no solo porque esa fuera la educación que había recibido en el medio oeste.

—Tienes que tener alguna razón —insistió Simon.

Bette tenía varias, pero se limitó a negar con la cabeza. Sentía que el moño en el que sujetaba su denso cabello le tiraba de la nuca. Las horquillas se le clavaban en el cuero cabelludo. De haber estado en casa, se las habría quitado y se habría dejado el cabello suelto.

Pero no podía hacerlo delante de Simon. El moño apretado, las gafas, representaban una armadura con la que se protegía de él. No porque fuera a insinuársele. Bette sabía que no era su tipo aun cuando se quitara las gafas y se soltara el cabello, pero se sentía más segura en la oficina con aquel camuflaje, para que Simon no conociera su verdadero yo. Solo aquello amigos en los que más confiaba la conocían de verdad. Y ella jamás confiaría en Simon Kramer.

—Si no tuvieras ningún motivo para dejarnos —dijo él con voz ronca, impacientándose—, no te marcharías.

Arrugó la nota en el puño.

Y el pulso a Bette se le aceleró de terror. Aunque conocía muy bien la crueldad de Simon, hasta aquel momento nunca la había experimentado personalmente. A pesar de que nunca la había tratado con cordialidad ni bromeaba con ella, tampoco había sido desagradable.

—Es-es solo que quiero marcharme —dijo. Y no se refería solo al empleo. Quería irse del despacho. Pero Simon le interceptaba el acceso a la puerta.

Él sacudió la cabeza.

—No.

—Pero… No puedes rechazar mi dimisión.

¿O sí podía? Antes de decidirse a dejar el bufete, Bette había leído el contrato de trabajo que había firmado cuando la había contratado, y no había encontrado nada que indicara que no podía dimitir. Pero Simon era el abogado especialista en contratos y fondos fiduciarios. Habría sido el que redactara las cláusulas y usara jerga legal adecuada con la que conseguir legalmente esclavizar a alguien.

—Puedo hacer que cambies de idea —dijo él. Y aunque sus labios se curvaron en una sonrisa, su mirada permaneció fría y acerada—. ¿Cuánto me costaría?

—¿Crees que es cuestión de dinero?

Street Legal pagaba muy bien a sus empleados. Por eso mismo ella había entrado a trabajar en él aunque lo que quería era trabajar en una casa de modas. Pero tras colaborar como becaría en varias de ellas, sabía que los salarios eran muy bajos y que conseguir un puesto fijo era prácticamente imposible.

Simon ladeó la cabeza y le escrutó el rostro entornando sus ojos azules.

—¿Acaso no tiene que ver todo con el dinero?

Quizá el vino hizo que reaccionara con menos convicción que de costumbre, pero lo cierto fue que Bette admitió:

—Desafortunadamente, sí… Para casi todo el mundo.

—¿Quieres decir que tú eres distinta? —preguntó él, enarcando una de sus doradas cejas con escepticismo. Pero ese no era el único sentimiento que se reflejaba en sus ojos. Estaba mirándola como no lo había hecho nunca antes, de una manera que le contrajo las entrañas a Bette. Parecía estar viéndolo verdaderamente por primera vez, y por el brillo que centelleó en su mirada, daba la impresión de que le gustaba lo que veía.

Maldición. Era una pusilánime. Tenía que estar borracha para creer que Simon Kramer la miraría de aquella manera: como si no le importara poder verla aún más… desnuda.

—No habría aceptado este trabajo de no haberme importado el salario —admitió. Pero tenerlo ante ella como objeto de sus fantasías, le había proporcionado la inspiración necesaria para alcanzar el éxito en su otro trabajo.

—Si es así, un salario más abultado hará que te quedes —dijo él despectivamente, como si el problema quedara zanjado.

Tiró la nota arrugada a la papelera que tenía junto al escritorio.

La frustración, no solo por cómo estaba evolucionando la conversación, dominó a Bette hasta el punto de que fue superior a su tendencia natural a evitar los conflictos y estalló:

—¡No!

Trabajar con él los dos últimos años había incrementado sus niveles de frustración por las fantasías que Simon despertaba en ella.

—Pero si acabas de decir…

—Acepté el trabajo porque necesitaba dinero. Lo necesitaba en ese momento.

Simon estudió su rostro entornando los ojos.

—¿Y ya no lo necesitas?

—Que quiera marcharme no tiene nada que ver con el dinero —dijo Bette. De no haber encontrado otra fuente de ingresos se habría visto forzada a permanecer en el bufete, pero Simon no tenía por qué saber eso.

—Así que tienes una razón…

Aunque no fuera el abogado procesalista de la firma, podría haberlo sido. Bette se sentía como si la estuviera sometiendo a un tercer grado en el estrado de los testigos. Y no le gustaba lo más mínimo. Dejar un trabajo no era un crimen.

—No tengo por qué darte ninguna razón —o al menos eso era lo que creía.

Quizá debería haberle pedido a un abogado que echara un ojo a su contrato laboral antes de escribir su carta de dimisión. Pero por mucho que pudiera pagar a uno, ningún abogado sería tan bueno como Simon Kramer. Él era el mejor. Y, de acuerdo a sus examantes, no solo en términos legales…

—¿Por qué no quieres decírmelo? —preguntó él, y se acercó a ella tanto que Bette pudo sentir el calor que emanaba de su cuerpo a través de su traje y de la rebeca que ella llevaba.

Una llamarada prendió en su cuerpo, haciendo que su piel hormigueara. Intentó retroceder, pero se lo impidió el escritorio, cuya madera se le clavó en la parte trasera de los muslos mientras Simon prácticamente la tocaba por delante. Sus senos presionaban hacia fuera la rebeca gris al tiempo que su respiración se entrecortaba. Nunca había estado tan cerca de él. Era perturbador. Las rodillas le temblaron y el pulso se le aceleró hasta desbocarse.

—Porque es un asunto personal —murmuró ella. Y la relación entre ellos había sido siempre exclusivamente profesional… excepto en sus sueños.

Simon se inclinó tanto hasta ella como para que Bette sintiera su cálido aliento en los labios cuando él preguntó:

—¿Estás enamorada de mí?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Bette lo miró con la misma perplejidad que Simon había visto en su mirada cuando la había descubierto en el despacho. Así que repitió la pregunta, tal y como la había hecho anteriormente.

—¿Estás enamorada de mí?

Bette volvió a ruborizarse. Pero no estaba avergonzada, sino divertida. Se echó a reír con una risa en la que no había atisbo de coquetería ni el menor tintineo infantil. Tenía una risa profunda y ronca que hizo que a Simon le bullera la sangre en las venas al tiempo que hería su orgullo masculino.

Sin apartar la mirada de él, los ojos de Bette se abrieron desmesuradamente.

—¿Hablas en serio? ¿Crees que estoy enamorada de ti?

—No —dijo él. Y sintió que la cara le ardía de vergüenza. Pero no habría sido la primera vez que alguien se enamorara de él sin que hubiera contribuido a despertar ese sentimiento—. No lo creo.

Al menos después de haber visto la reacción de Bette.

Por lo visto, había hecho bien en el pasado al no dejarse llevar por la atracción que sentía por ella. No le cabía duda de que le habría denunciado por acoso. Pero puesto que ya había presentado su dimisión…

—¿Entonces por qué me lo preguntas? —preguntó Bette en un tono risueño en el que se intuía una carcajada subyacente que se convirtió en hipo.

Simon olió un rastro de vino en su aliento y preguntó:

—¿Has estado bebiendo?

—¿Qué tiene eso que ver eso con nada de esto? —replicó ella—. Estamos fuera del horario laboral y puedo hacer lo que quiera. Si he bebido o no, no es asunto tuyo.

—Lo es si te ha alterado el juicio —dijo él.

¿En qué medida tenía nublado el juicio? Simon no se lo cuestionó respecto a aquella noche o en cuanto a la cantidad que hubiera bebido. Había otros factores que podían haberle hecho perder la cabeza. Como la codicia. O que hubiera sido coaccionada. Tal vez tenía un amante en un bufete de la competencia. ¿Podría algo así haberla afectado lo bastante como para que hubiera vendido información de sus casos?

¿Era esa la razón de que ya no necesitara dinero?

Tendría que descubrirlo Y no se le presentaría mejor momento que aquel, si Bette había bebido suficiente alcohol como para bajar sus defensas. Nunca la había visto así. O quizá nunca se había permitido a sí mismo verla de aquella manera… excepto cuando lanzaba alguna mirada de soslayo a sus atributos físicos.

Simon no había podido evitar admirar la voluptuosa curva de sus caderas y de su trasero en las faldas tubo que acostumbraba a vestir. Y las rebecas pequeñas con las que las acompañaba no contribuían precisamente a disimular sus voluminosos pechos, que tensaban los botones de la prenda y permitían atisbar, entre uno y otro, las camisolas de encaje que llevaba debajo.