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En Holly Springs se hacen apuestas… Después de beber muchas margaritas, la "princesa de hielo" Lily Madsen decidió que ya no quería ser una belleza virginal y se apostó con sus amigos que podía seducir a una celebridad de televisión. Pero luego se preguntó si no habría ido demasiado lejos, especialmente cuando Fletcher Hart, el atractivo veterinario del lugar, empezó a interponerse en sus planes. Cuando Fletcher descubrió el vergonzoso juego de Lily, se sintió obligado a proteger a aquella inocente belleza… hasta que él mismo se vio atrapado en una apuesta escandalosa. El juego había empezado y tanto Lily como Fletcher estaban decididos a ganar. Pero, ¿hasta dónde estaban dispuestos a llegar en nombre del amor?
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Seitenzahl: 208
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Cathy Gillen Thacker. Todos los derechos reservados.
SEDUCCIÓN SECRETA, N.º 65 - marzo 2012
Título original: The Secret Seduction
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-559-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
MIENTRAS el cowboy bajaba de la camioneta, Lily Madsen pensó que aquel hombre de vaqueros ajustados, camisa de algodón y botas era tan atractivo que cortaba la respiración. O la habría cortado si no hubiera sido Fletcher Hart, el más temerario y rebelde de los cinco hijos de Helen Hart, el joven de treinta años con fama de mujeriego que no se comprometía con nadie ni con nada, a excepción de su clínica veterinaria de Holly Springs, en Carolina del Norte.
Lily lo miró fijamente y retomó la conversación que habían dejado en suspenso poco antes, cuando Fletcher la interrumpió en seco para marcharse a una granja cercana, donde tenían una urgencia.
–No lo entiendo. ¿Por qué te haces tanto de rogar? –preguntó ella–. Sólo te pido que me presentes a Carson McRue. Yo me encargaré de lo demás.
Fletcher sonrió con ironía y siguió andando hacia la puerta trasera de la clínica, tan masculino e indómito como siempre.
–Estoy seguro de que te encargarías, pero la respuesta es la misma. No.
Atrapada entre un sentimiento de rencor, enfado y algo más que no fue capaz de identificar, Lily lo siguió al interior del edificio, perfectamente consciente de que, a diferencia de la clínica, que olía a antiséptico, Fletcher olía como si se hubiera estado revolcando en un corral. Y por las manchas de sudor de su camisa y el barro que tenía por todas partes, era bastante posible.
Ajeno al interés de Lily, Fletcher entró en una habitación de paredes de cristal. Al otro lado de la mampara que dividía la habitación había un montón de perros y gatos metidos en jaulas de metal; se estaban recuperando de enfermedades y operaciones y se dedicaban a dormir o a descansar. En su lado, había otra jaula grande con un perro que no parecía haber pasado por cirugía.
Fletcher se puso en cuclillas junto a la jaula y echó un vistazo al animal. Para frustración de Lily, parecía más interesado en el perro que en lo que ella le estaba diciendo. Pero Lily no se dejó intimidar y habló con toda la autoridad que pudo, teniendo en cuenta que Fletcher le sacaba cinco años de edad.
–¿Se puede saber por qué te opones a que conozca a ese hombre?
Fletcher dio una palmadita al can, un labrador que lo miró con ojos grandes y tristes, y se giró hacia ella.
–Porque es un egoísta, Lily. Una estrella de televisión que sólo se quiere a sí mismo y que no se preocupa por nadie.
Lily resopló y se cruzó de brazos, haciendo un esfuerzo por no admirar su cabello castaño y sus ojos marrones. Fletcher tenía tal seguridad en sí mismo que cualquiera habría pensado que él era la estrella de televisión, y no un simple veterinario local que siempre llevaba el pelo más largo de la cuenta.
Sin embargo, se dijo que por muy besables que resultaran sus labios y por muy bellos que fueran sus pómulos altos, su nariz recta y sus rasgos como esculpidos en piedra, eso no significaba que tuviera que caer rendida a sus pies. Ni eso ni su metro ochenta y cinco de altura, sus hombros anchos, su pecho asombrosamente firme, su cadera estrecha y sus largas y fuertes piernas.
–Hablas por hablar, Fletcher. No sabes cómo es –declaró a la defensiva–. El simple hecho de que sea rico y famoso no quiere decir que…
Fletcher no le hizo caso. Se dirigió a la escalera que llevaba a su apartamento y se empezó a desabrochar la camisa por el camino, con Lily pegada a sus talones.
–Déjate de tonterías, Lily. Sé lo que ocurre.
–Yo…
Él se detuvo en lo alto de la escalera y se quitó finalmente la camisa, dejando a Lily ante una visión mareante de una piel de aspecto suave, unos músculos abdominales magníficamente definidos y un ombligo de lo más sexy. Con gran esfuerzo, apartó la vista de sus constreñidos pantalones y de su cinturón. No quería caer en la tentación de bajar la mirada para atisbar lo que se escondía bajo la bragueta.
–Sé que has hecho una apuesta con tus amigas. Todo el mundo lo sabe.
Lily se ruborizó y se maldijo para sus adentros por haber sido tan charlatana la semana anterior, durante la fiesta de su cumpleaños. Pero no habría hablado en exceso si no se hubiera tomado dos margaritas con las enchiladas que le sirvieron. El alcohol se le subía a la cabeza sistemáticamente porque bebía muy poco; en general, lo único alcohólico que tomaba eran los pastelillos borrachos que su abuela, Rose, preparaba en Nochebuena.
–¿Quién te ha dicho que…?
–¿Que prometiste que cuando Carson McRue se vaya en su avión privado, tú irás con él? –la interrumpió con ironía.
–Sí, eso –admitió, avergonzada.
–Veamos… ¿quién fue…? –dijo con humor–. Ah, sí, me lo contó Janey, mi hermana. Y Emma, la esposa de Joe, mi hermano. Y Hannah Reid, la del taller mecánico. Y Susan Hart, mi prima. Y todos los que te oyeron jurar, para empeorarlo todo, que conseguirías una cita con ese imbécil en menos de una semana.
Lily no lo pudo negar. Era cierto. Pero, afortunadamente, Fletcher no parecía saber que lo había dicho porque estaba borracha.
–Carson McRue no es un imbécil. Ni un egoísta.
Fletcher volvió a sonreír con sarcasmo.
–¿Y tú cómo lo sabes? –la desafió.
Él abrió la puerta de su piso, pasó por delante del salón y del dormitorio y entró en el cuarto de baño, que estaba al fondo.
Lily podía optar entre seguirlo o quedarse donde estaba. Como sabía lo que Fletcher habría preferido, hizo exactamente lo contrario.
Nerviosa, se apoyó en la pared del pasillo, justo enfrente de la puerta abierta del baño, y se puso a hablar con naturalidad absoluta, como si fuera lo más normal del mundo, como si mantuviera una relación íntima con un hombre al que, en realidad, apenas conocía.
–Lo sé porque veo su programa semanal desde hace cinco años –respondió.
El programa de Carson McRue era una serie cómica que le había alegrado la vida muchas veces, tanto en casa como en las salas de espera y en las habitaciones de los hospitales. Era perfecto para olvidar los problemas. Y en ese momento, Lily necesitaba olvidar sus problemas. Porque si ganaba la apuesta que había hecho con sus amigas, éstas le pagarían un día en el balneario; pero si la perdía, lo iba a pasar francamente mal.
Por suerte, Fletcher tampoco parecía saber lo que había apostado. Si lo hubiera sabido, se habría burlado de ella.
–Carson McRue es un actor que interpreta un personaje, Lily. Lo que ves en su programa de televisión no es más que una interpretación más o menos pasable.
–Lo sé –se defendió ella, irritada–, pero nadie podría interpretar un personaje tan maravilloso sin ser una persona maravillosa.
Él arqueó una ceja.
–¿Tú crees? –se burló–. Yo no estaría tan seguro. Aunque por otro lado, eso es lo de menos. Te pongas como te pongas, no te lo voy a presentar.
A continuación, Fletcher se empezó a quitar los pantalones para meterse en la ducha. Lily cerró los ojos e intentó mantener la calma.
–¿Por qué no? Él y el resto de su equipo van a venir mañana… Y tú eres la única persona del pueblo que lo conoce.
Mientras se enjabonaba, Fletcher dijo:
–Ni siquiera se puede decir que lo conozca. McRue necesitaba un caballo para montar y se lo he proporcionado, pero no nos hemos visto en persona. Toda la negociación se llevó a cabo por teléfono y videoconferencia –explicó.
Lily insistió de todas formas.
–Pero vas a trabajar en el rodaje, ¿verdad?
Fletcher se secó y salió al pasillo, donde Lily tuvo que hacer un esfuerzo por abrir los ojos. La estaba mirando con expresión impertérrita, pero también con cierto fondo de curiosidad. Se había puesto una toalla alrededor de la cintura y se estaba secando el cabello con otra.
–Sí, eso es cierto.
–Y les vas a asesorar con los animales…
Fletcher se encogió de hombros.
–Lo de ser asesor no es más que una tontería sin importancia, Lily. He aceptado porque pagan bien, pero no tendré que hacer nada. A menos, por supuesto, que tengan algún problema con los animales que utilicen durante el rodaje… y por lo que sé hasta ahora, el único animal que van a usar es el caballo que Carson McRue montará para perseguir a los malos.
–Bueno, qué más da eso –declaró, enfurruñada–. La cuestión es que van a estar una semana, que tú tienes un contacto directo con ellos y que yo he hecho una apuesta.
Fletcher la miró a los ojos con seriedad.
–Una apuesta de la que saldrás mal parada. Te lo garantizo.
Lily se puso tensa y deseó que se vistiera. No veía nada que no hubiera visto si hubieran estado en una piscina, nadando; pero una y otra vez se preguntaba si lo que ocultaba la toalla sería tan majestuoso como lo que no ocultaba.
Sin embargo, se dijo que no habría podido opinar en ningún caso. Como sólo había visto hombres desnudos en las películas, no tenía con quién comparar.
–Eso no lo puedes saber.
–¿Ah, no?
Fletcher apoyó una mano en la pared y se inclinó hacia delante, invadiendo deliberadamente su espacio.
–Te resumiré el asunto por si no lo tienes claro –continuó él–. Eres una joven de campo que no ha salido nunca de Holly Springs, salvo para estudiar medio año en la Universidad de Winston Salem, de donde volviste para terminar la carrera en Carolina del Norte. Y sin embargo, esa jovencita sin experiencia pretende ligar con un mujeriego de Hollywood que ha roto corazones por todo el mundo.
El comentario de Fletcher le molestó. No le agradaba que le recordaran su falta de experiencia amorosa.
–En primer lugar, yo no quería estudiar ni quedarme a vivir en Carolina del Norte, pero no tuve más remedio. Mi abuela estaba enferma… alguien tenía que llevarla al médico y acompañarla tras las operaciones y los tratamientos de quimioterapia –declaró con una tristeza repentina–. Así que me quedé a su lado. Y no me arrepiento.
Fletcher le lanzó una mirada cariñosa y le acarició la mejilla.
–Lo sé, Lily. Lamento mucho que la hayas perdido. Sabes que yo apreciaba a tu abuela Rose y a todos los animales que tuvo a lo largo de los años.
Lily asintió. Fletcher, que había sido amante de los animales desde pequeño, conocía a todos los habitantes del condado y a todas sus mascotas. Su futuro como veterinario siempre pareció tan inevitable como el de ella, condenada a encargarse de la floristería que los Madsen habían tenido durante varias generaciones.
Pero entre ellos había una diferencia importante: Fletcher desempeñaba su trabajo por vocación y, Lily, por obligación. Y a sus veinticinco años, después de sacrificarse desde muy joven, empezaba a estar harta de hacer lo que los demás querían que hiciera.
–Lo sé, Fletcher.
–Entonces, entenderás que a las personas que te apreciamos nos disguste que te metas en un lío con un actor arrogante.
Lily le clavó el índice en el pecho y preguntó:
–¿No te parece que eso es asunto mío?
Los ojos de Fletcher se oscurecieron, pero no dio ni un paso atrás. Permaneció exactamente donde estaba.
–No. Si vas a tomar una decisión equivocada, no lo es.
Una hora después, Fletcher estaba hablando con su hermano Dylan, de veintiocho años de edad. Dylan era comentarista de deportes en la televisión, de modo que nunca se podía resistir a la tentación de observar y comentar todo lo que pasaba a su alrededor, incluso en sus horas libres. Por eso, no se llevó ninguna sorpresa cuando le preguntó:
–¿Qué diablos le has hecho a esa potranca?
Fletcher se hizo el loco.
–No sé de qué me estás hablando.
Fletcher adoraba a su familia, pero en ese momento lamentó que su hermana Janey y su novio, Thad Lantz, hubieran organizado una parrillada en el jardín de su madre para celebrar su última semana como solteros. Todavía estaba maldiciendo su suerte cuando Mac, su hermano mayor, se acercó con un plato de carne en la mano y se unió a la conversación.
–Lily Madsen no te ha quitado ojo de encima desde que llegaste.
Fletcher se sirvió unas chuletas, molesto. Sus hermanos habían llegado a la conclusión de que estaba saliendo con Lily.
Y se equivocaban.
–Por si os interesa, ni siquiera la invité –dijo con exasperación–. Se ha invitado sola. No saquéis conclusiones apresuradas. No estamos saliendo.
–No, claro que no –ironizó Dylan.
Cal apareció entonces y dijo:
–Por lo menos, ella ha llegado a tiempo.
Fletcher se encogió de hombros con impotencia. Cal podía ser el primero de ellos que se había casado, pero su esposa, Ashley, se había marchado a Honolulú con una beca de investigación y él había vuelto a la vida de soltero. Aunque Cal insistía en que no se habían separado, nadie le hacía caso. Pero fuera como fuera, ni siquiera miraba a otras mujeres. Ashley era y siempre sería el amor de su vida.
–He llegado tarde porque estaba muy ocupado –se defendió–. Tuve que atender a una vaca enferma.
–Pero eso no ha sido un problema, ¿verdad? Lily Madsen ha estado encantada de ir a buscarte y traerte a la fiesta –se burló Cal.
En ese momento, el busca de Cal empezó a sonar. Debía de ser un mensaje sobre alguno de sus pacientes, porque se alejó del grupo para llamar por teléfono al hospital.
–Bueno, ¿y qué? –dijo Fletcher–. Últimamente, no estoy de humor para fiestas.
Esa vez fue Joe quien se sumó a las burlas. Se encontraba en una forma física excelente, a pesar de que el Carolina Storm, su equipo de hockey, había terminado la temporada y él aprovechaba la circunstancia para comer toneladas de judías, ensalada de pollo con mahonesa y tiras de cerdo.
–¿A quién quieres engañar? –dijo–. Las fiestas no te han gustado nunca. Siempre estás ocupado con algún animal enfermo o herido.
Fletcher reaccionó con rapidez. No estaba dispuesto a disculparse por ejercer su empleo con devoción.
–Es mi trabajo –sentenció.
Thad Lantz, el prometido de Janey, se les sumó.
–Lo entiendo perfectamente, Fletcher; pero no creo que trabajar veinticuatro horas al día, todos los días de la semana, sea bueno para nadie –declaró Thad con la misma autoridad que utilizaba como entrenador del Carolina Storm–. Además, tienes una compañera de trabajo que de vez en cuando te sustituye. O eso me han dicho.
–¿Adónde quieres llegar? –preguntó Fletcher.
Thad se encogió de hombros y respondió:
–A que hay que divertirse con tanta pasión como se trabaja.
Fletcher pensó que, en circunstancias normales, habría estado de acuerdo con él. Pero aquellas no eran circunstancias normales. No quería salir con una mujer que quisiera flores, corazoncitos y, por último, el matrimonio. Aunque fuera una mujer tan interesante como la bella y rubia Lily Madsen.
–Perdonad que os interrumpa –dijo Dylan, que miró a Fletcher con curiosidad–, pero nos hemos desviado del tema. Queremos saber qué has hecho o dicho para que Lily se haya enfadado tanto contigo.
Fletcher se giró y miró a Lily. En ese instante estaba charlando con su hermana, su madre y varias damas de honor. Y estaba realmente preciosa. Como el querubín que había sido de pequeña, salvo por el hecho de que ya no era una niña. Se había convertido en una mujer. En una maravilla de un metro sesenta y cinco de altura. En una maravilla esbelta, pero con las curvas correctas en todas partes.
Sus piernas eran tan bellas que hasta el hombre más hastiado de mujeres se habría dado la vuelta para admirarlas. Su cabello rubio, con una melena corta a la altura de la barbilla, resultaba tan desenfadado y atrevido que le volvía loco. Sus labios eran la quintaesencia de unos labios besables. Y en cuanto al resto de sus rasgos, desde los ojos azules hasta los pómulos altos, pasando por una nariz recta y fina, no habrían podido ser más elegantes.
Era increíblemente femenina.
No importaba si llevaba pantalones de color caqui y camisetas, como tenía por costumbre, o si se ponía vestidos de flores y zapatos de tacón alto como los que había elegido para asistir a la parrillada. Rezumaba un aire de pureza e inocencia asombroso para una mujer de veinticinco años de edad. Era como si nunca se hubiera acostado con nadie.
Precisamente por eso, Fletcher mantenía las distancias con ella. Y precisamente, le acababa de dar un montón de razones para que lo odiara y se alejara de él.
Pero Thad y sus hermanos estaban esperando una respuesta, de manera que dijo:
–Quería que le presentara a Carson McRue. Como ya sabéis, llega mañana para rodar un capítulo de Hollywood P.I.
–¿Y te has negado? –quiso saber Mac.
Fletcher echó un trago de cerveza antes de contestar.
–Lily es demasiado inocente para emparejarse con un narcisista como McRue –declaró con el tono más indiferente que pudo.
–Déjame que lo adivine… –dijo Cal–. Le has recriminado que quiera salir con ese actor.
En ese momento, Lily le lanzó una mirada fulminante que estuvo inmediatamente acompañada por otra igual, pero de su propia madre.
Fletcher empezaba a estar harto de la situación.
–No, yo no le he recriminado nada. Me he limitado a decirle la verdad –declaró en defensa de sus actos–. Y ni siquiera le habría dicho eso si ella hubiera captado mis indirectas y no hubiera insistido en que se lo presente.
Sus hermanos y su futuro cuñado se giraron hacia el grupo de mujeres y miraron con interés a Lily, que aparentemente seguía de mal humor.
–¿Se puede saber qué le has dicho? –preguntó Dylan.
Fletcher no pudo recordar lo que le había dicho. Estaba demasiado concentrado en el perfume de lilas de Lily y en el nudo que se le había hecho en la garganta al pensar en sus labios y en su piel.
–Poca cosa –contestó para salir del paso–. Simplemente, no me he mostrado dispuesto a colaborar.
Joe le dedicó una sonrisita y afirmó:
–Dudo que te dedique miradas tan afiladas como ésa porque te hayas mostrado simplemente reacio.
Fletcher pensó que lo de Joe no tenía nombre. Desde que se había casado con Emma a principios de verano, el atleta profesional de la familia había empezado a creer que era un experto en mujeres.
–Vamos, dinos qué has hecho –insistió Joe. Estuvo a punto de responder que se había duchado delante de ella con la esperanza de asustarla y de que lo dejara en paz. Lamentablemente, la estratagema había fracasado. Y ahora, no dejaba de pensar en su rostro encendido por el rubor y en su respiración acelerada. Incluso se preguntaba qué aspecto tendría ella en la ducha.
–¿Nos estamos perdiendo algo? –intervino Mac, el sheriff, siempre tan perspicaz con todo–. ¿Es que hay algo entre vosotros?
–Nada en absoluto –respondió con sinceridad, mientras miraba nuevamente a Lily–. Pero pensándolo bien, podría haberlo.
Dylan bufó.
–Olvídalo. Ha puesto los ojos en otra presa.
Fletcher terminó la carne que le quedaba en el plato y dijo:
–¿Creéis que no puedo conseguirlo?
–¿Que no puedes conseguir sus atenciones? –preguntó Mac–. Te apuesto lo que quieras a que no lo consigues.
Fletcher dejó la botella de cerveza a un lado.
–Acepto la apuesta.
Cal parpadeó con desconcierto.
–¿Qué?
Fletcher se inclinó sobre él y susurró:
–Apuesto cien dólares a que puedo lograr que Lily Madsen olvide esa estupidez de salir con Carson McRue.
–Nunca renunciará a salir con ese tipo –aseguró Joe, sacudiendo la cabeza–. Aunque sólo sea porque perdería la apuesta que hizo la semana pasada, durante su cumpleaños.
A Fletcher no le importaba la apuesta de Lily. No le importaba en absoluto. Estaba dispuesto a abordarla en todas las ocasiones que se le presentaran.
–Renunciará –afirmó con rotundidad–. Para salir conmigo.
Al final de la fiesta, Fletcher se dispuso a llevar a Lily a su casa. El Wedding Inn, el palaciego hotel especializado en bodas que dirigía su madre, se alzaba con sus tres pisos de altura entre el césped perfectamente cortado.
–¿De qué has estado hablando con tus hermanos y tu futuro cuñado durante tanto tiempo? –preguntó ella.
–De nada que te interese.
Sus cuatro hermanos y Thad se habían sumado a la apuesta sin dudarlo. Los quinientos dólares que ahora llevaba en el bolsillo, sumados a la promesa secreta que le había hecho a la abuela de Lily en su lecho de muerte, eran un incentivo poderoso para evitar que Carson McRue le hiciera daño.
Lily lo miró de arriba abajo con inquietud y él sintió el deseo de tomarla entre sus brazos y besarla. Por lo menos, para que no dijera lo que fuera a decir a continuación.
–No te creo.
Fletcher se encogió de hombros.
–Está bien, si te empeñas en saberlo… Me estaban interrogando sobre las miradas fulminantes que me has lanzado durante toda la velada.
Lily se enfadó aún más. Alzó la barbilla y lo miró con todo el orgullo y el desafío del que era capaz una mujer del sur de Estados Unidos.
–¿Les has dicho lo canalla que has sido?
Fletcher pensó que no había hecho falta; a fin de cuentas, lo conocían muy bien. Pero había llegado el momento de pasar a la acción. Necesitaba convencerla, de una vez por todas, de que tenía que encontrar a un hombre mejor que Carson McRue y mejor que él mismo. Un hombre capaz de darle la vida que merecía.
Dio un paso hacia ella y la tomó entre sus brazos.
Lily se quedó inmóvil.
–¿Crees que he sido un canalla? –le preguntó–. Muy bien. En tal caso, empezaré a honrar con hechos mi reputación.
LILY no lo podía creer. Fletcher Hart estaba a punto de besarla. Allí mismo, mientras los invitados de la fiesta se marchaban; delante de todas las personas que, en ese momento, se subían a sus coches.
–Fletcher, yo… –empezó a decir, apretando las manos contra su pecho.
No terminó la frase. Fletcher la besó y, en ese mismo momento, dejó de pensar y sólo fue consciente de lo que sentía. Sus suaves labios. Su presión seductora. El increíble sabor de su lengua mientras él profundizaba el beso y tomaba el control.
Lily sabía lo que podía esperar. Había leído al respecto y había oído los comentarios de las amigas que estaban enamoradas, pero no había experimentado nada parecido a esa descarga de emoción y de placer.
Y aunque era consciente de que Fletcher sólo la estaba besando para provocarla, lo disfrutaba tanto que le habría gustado que fuera eterno. A fin de cuentas, no la besaban todos los días de ese modo ni se encontraba en brazos de un hombre como él.
Cuando la abrazó con más fuerza y sintió la dureza de su sexo, Lily gimió y se fundió con más intensidad en el abrazo, sorprendida por la sensualidad de su propia respuesta.
Fue entonces cuando oyó las risas.
Si le hubieran arrojado un cubo de agua fría, no se habría sentido más humillada. Se apartó de él, miró a su alrededor y vio que los hermanos de Fletcher reían y sacudían la cabeza con una mezcla de diversión y recriminación.
–No perdemos el tiempo, ¿eh? –comentó Dylan con ironía.
–Será mejor que te andes con cuidado –dijo Mac mientras subía a su vehículo.
–Sí, será mejor. O acabarás con un anillo de bodas –bromeó Joe, que le había dado la mano a su esposa.
A pesar de su irritación, Lily pensó que Joe sabía de lo que hablaba. Había entablado una relación tórrida con Emma a principios del verano y ya estaba casado con ella. Por las circunstancias iniciales de su relación, nadie habría imaginado que terminaría bien. Pero parecían muy felices.
–Dejad en paz a Fletcher –intervino Cal–. Sólo es un beso. Y los besos no significan nada… ¿verdad, Lily?
Lily intentó responder con naturalidad, como si la hubieran sorprendido en algo que hacía todos los días:
–En este caso es absolutamente cierto –dijo.