Seducción vengativa - Trish Morey - E-Book
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Seducción vengativa E-Book

Trish Morey

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Beschreibung

Su vengativa seducción… ¡los uniría para siempre! Athena Nikolides tenía miedo a que alguien intentase aprovecharse de su recién heredada fortuna, pero el carismático Alexios Kyriakos ya era multimillonario y la atracción entre ambos era abrumadora. Tras haberse sentido segura con él, Athena se quedó destrozada al descubrir que lo único que había querido Alexios era vengarse por algo que había hecho su padre. No obstante, cuando quedó al descubierto la consecuencia de su innegable pasión, Alexios tuvo otro motivo más para querer que fuera suya.

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Trish Morey

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducción vengativa, n.º 2708 - junio 2019

Título original: Consequence of the Greek’s Revenge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-835-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

STAVROS Nikolides estaba muerto.

Alexios Kyriakos cerró los puños mientras leía la noticia. El hombre al que su padre había admirado y en el que tanto había confiado, el hombre que más tarde lo habría traicionado, dejándolo completamente destrozado, había sufrido un infarto durante una fiesta en su yate y se había apagado entre una magnum de champán y una amante en bikini.

Muerto.

Eso debería de haberle bastado.

Alexios se puso en pie, incapaz de digerir la noticia sentado, necesitando estirar las piernas, y se dirigió a la ventana con vistas a la ciudad de Atenas, donde las ruinas del Partenón se cocían bajo el implacable sol.

Los dioses se habían tomado la revancha.

Y eso debería haberle bastado.

Pero Alexios no se sentía satisfecho, sino engañado. Había perdido la oportunidad de ser él quien, a su manera, arrebatase a Stavros aquella vida llena de lujos cuando había tenido tan cerca la venganza que casi había podido saborearla.

Porque había prometido a su padre, en el lecho de muerte, que se vengaría. Y había pasado los últimos diez años trabajando en ello. Jamás había pedido a los dioses que solucionasen sus problemas. Siempre se había cuidado solo. ¿Por qué habían intervenido en aquel momento y le habían impedido resarcirse?

Miró hacia el monte, lleno de turistas, como si la respuesta estuviese allí, entre las ruinas del Partenón y el templo de Atenea Niké y algo hizo clic en su cabeza.

Volvió al escritorio, buscó el informe y observó dos fotografías. En una de ellas la mujer salía en bikini, en un yate en la costa amalfitana, en la otra llevaba gafas oscuras y su expresión era compungida, salía de la morgue a la que habían llevado el cuerpo de su padre.

Athena Nikolides. Veintisiete años. Producto del breve matrimonio entre Stavros y una modelo y actriz australiana. Heredera de una fortuna, fortuna que su padre había conseguido robando a todo el que había conseguido robar.

Athena Nikolides.

Tan impresionante como su madre y tan rica como su padre.

Aquella sería su venganza.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AQUELLA soleada tarde de septiembre, Athena se sentó aturdida en una cafetería de Thera, casi sin darse cuenta de que ya tenía un café delante, sin poder ver en el mar brillante que rodeaba la isla de Santorini.

Tenía la vista clavada en los tres cruceros que había anclados a la costa o, más bien, en los pasajeros que volvían a ellos después de haber pasado el día montando en burro por las empinadas calles adoquinadas de los pueblos que se extendían sobre el borde del acantilado. Observó ir y venir a las pequeñas barcas y aquello le resultó ligeramente terapéutico.

Respiró hondo el aire salado y limpio, espiró despacio, sintiendo cómo la tensión de sus hombros y cuello se disipaba poco a poco, cómo remitía el dolor de cabeza que había empezado a notar desde que había salido del edificio de acero y cemento en el que estaba el despacho de abogados de su padre, en Atenas.

Sabía que todavía estaba en shock. Había sido eso, la impresión y el tener que seguir una conversación llena de términos legales en griego, lo que había hecho que se le pusiese aquel dolor de cabeza. Su nivel de griego había sido suficiente para estudiar en la universidad, pero había creído entender mal la conversación mantenida con los abogados.

Por ese motivo, había levantado la mano en un momento dado y había admitido que no entendía, que nada tenía sentido, que, por favor, se apiadasen de ella y se lo explicasen bien.

–Es muy sencillo, Athena, tu padre te lo ha dejado todo a ti. Todo. Hasta el último euro.

Y, aun así, había seguido sin comprenderlo.

Sacudió la cabeza como la había sacudido entonces, intentando hallar el sentido de aquella mañana en la que todo desafiaba a la lógica.

Había llegado al bufete sin saber por qué la habían llamado, y había salido de él una hora después completamente abrumada porque, de repente, se había convertido en una de las mujeres más ricas de Grecia. Su padre, al que casi no había conocido, que la había desheredado de adolescente, había decidido dejárselo todo: su fortuna, una casa en Atenas, un yate, un helicóptero y la joya de la corona, la isla de Argos, situada en el mar Egeo.

Todo.

Y Athena no lo podía entender.

Se bebió el café mientras una fila de burros conducida por un hombre con el rostro curtido pasaba lentamente delante de ella. Los animales parecían agotados después de haber estado paseando a los pasajeros del crucero y era imposible no sentir lástima por ellos. No obstante, si Santorini atraía a tantos visitantes era por un motivo, porque aquel archipiélago de islas volcánicas con forma de anillo era un lugar precioso, con sus casas blancas sobre el acantilado, con sus espectaculares puestas de sol.

Y a ella le encantaba por aquellos motivos y muchos más, por su historia, por su clima, por aquel viento que en ocasiones era tan salvaje, como en aquellos momentos.

Había hecho bien en ir.

Allí se sentía con los pies en la tierra.

Además, ¿adónde más podía ir?

Podía volver a Melbourne, donde había crecido después de que sus padres se divorciasen, donde tenía a los amigos de la infancia, o al pequeño pueblo del que procedía su padre, del que solo tenía algunos recuerdos de la infancia. Podía haber ido a cualquiera de los dos lugares, pero allí la conocían. Tenía amigos en Melbourne y familia lejana en el pueblo. Personas que la abrazarían y se preocuparían por ella, y eso era estupendo, pero lo que necesitaba era poder pensar.

Porque después de todo lo que había descubierto esa mañana, necesitaba pensar.

Y en aquella mágica isla en medio del mar Egeo podía respirar, podía pensar. Y en esos momentos necesitaba desesperadamente pensar y respirar.

–¿Le importa?

Aquella voz le hizo levantar la cabeza en vez de limitarse a asentir. No le importaba compartir la mesa, lo había hecho muchas veces,pero aquella voz sobresalía sobre todas las demás que se oían a su alrededor. Una voz espesa y rica, como los posos de su café, y tan profunda que casi pudo sentir sus vibraciones. Una voz que iba bien con su dueño, tal y como Athena descubrió un segundo después. El primer adjetivo en el que pensó al verlo fue «impecable». Alto y moreno, con mandíbula cincelada y el pelo ligeramente largo.

Aunque fueron sus ojos lo que la hizo mirarlo por segunda vez. Tenía las pestañas oscuras y espesas, y la miraba demasiado como para solo querer sentarse allí a tomar un café. Athena sintió un escalofrío.

Él esbozó una sonrisa y Athena reaccionó por fin.

–Por supuesto, siéntese.

Él tomó la silla que había a su lado y le rozó la pierna con la suya, causándose un repentino calor que hizo que a Athena se le cortase un instante la respiración. Apartó las piernas y respiró hondo.

–Le gusta el café fuerte.

No era una pregunta.

Ella asintió sin levantar la vista, agarrando la taza con fuerza.

–Me ayuda a pensar.

–Pensar es bueno –comentó él, dando un sorbo a su propia taza antes de añadir–: Pero también hay que encontrar cosas que hagan sonreír.

Athena lo miró con curiosidad.

–Perdone, ¿lo conozco?

–¿Necesito conocerla para darme cuenta de que está muy triste y pensativa? Da la sensación de que el peso del mundo recae sobre sus hombros.

Ella no pudo hablar. No pudo creer que alguien le estuviese hablando así, mucho menos un extraño.

–No –continuó él mientras seguía sujetando la taza con aquellos dedos tan largos, que terminaban en unas uñas muy cuidadas–. No nos conocemos. Si nos hubiésemos visto antes, estoy seguro de que me acordaría.

Su mirada y sus palabras la acariciaron con suavidad y Athena pensó que hacía mucho tiempo que no sentía nada tan parecido a atracción, así que casi podía perdonarlo por haber iniciado una conversación que ningún extraño tenía derecho a iniciar.

Ella no tenía ningún motivo para quedarse allí, hablando con él, dado que ya se había terminado el café, pero deseó quedarse un rato más, para seguir sintiendo aquello.

–Me llamo Alexios –se presentó él.

–Yo, Athena –respondió ella.

–Ah, la diosa de la sabiduría y de las artes.

–Y también de la guerra –añadió ella, sonriendo.

Él asintió con una leve inclinación de cabeza.

–Es cierto, pero posee un temperamento tranquilo, que avanza despacio hacia la ira y solo para luchar contra causas injustas.

–Veo que sabes mucho de mitología griega –comentó ella impresionada.

Él se encogió de hombros.

–Soy griego, sería un ignorante si no conociese la historia de mi pueblo.

–Así que… Alexios –dijo ella, quedándose pensativa–, supongo que eso te convierte en un defensor de la humanidad, ¿no?

Él sonrió y Athena pensó que no podía ser más guapo.

–La diosa de la guerra y el defensor de la humanidad –dijo Alexios–. El mundo sería un lugar mucho más seguro si estuviese en nuestras manos, ¿verdad?

Athena se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente y apartó la vista. Sabía que estaba coqueteando con ella y le estaba gustando, aunque no supiese cómo responder. No estaba acostumbrada a coquetear. Hacía una eternidad que no sentía el suficiente interés por nadie como para hacerlo.

–Eso no lo sé –le respondió.

Una pareja de turistas estadounidenses pasó por su lado charlando animadamente y Athena aprovechó la distracción para cambiar de posición y volver a mirar hacia la caldera volcánica, fingiendo interesarse por los barcos. Sabía que no era más que una diversión para aquel visitante que se marcharía de allí en cuanto se terminase el café.

–Tengo un problema –anunció él–. Tal vez la mujer con nombre de diosa de la sabiduría pueda ayudarme.

Ella lo miró con cautela.

–No sé cómo.

–El sol está a punto de ponerse en la isla más romántica del mundo y yo voy a cenar solo.

–¿Y cómo puedo ayudarte yo?

–Podrías ayudarme, y mucho, cenando conmigo.

Athena suspiró y apartó la mirada del mar azul, se sentía decepcionada. Una cosa era charlar con un desconocido que le resultaba interesante y, otra muy distinta, cenar con él. Había oído muchas historias acerca de hombres que acechaban a mujeres solitarias y les hacían todo tipo de promesas, y la atracción que sentía por él podía hacer que bajase la guardia.

Además, después de la noticia de aquella mañana, tenía más motivos que nunca para tener cuidado. Nadie podía saberlo, salvo los abogados y ella, pero prefería ser cauta.

–Lo siento, pero no busco ningún gigoló. Tal vez deberías intentar resolver tu… –le dijo, mirándolo de arriba abajo–… problema en otra parte.

Él se echó hacia atrás y dejó escapar una carcajada. La camisa blanca se le pegó al fuerte pecho y se le marcaron los pezones oscuros, y Athena casi pudo oler su testosterona.

–Es la primera vez que alguien me llama gigoló.

Ella lo miró a los ojos. Era muy atractivo. Muy sexy.

–¿Sí? ¿No te dedicas a buscar a mujeres de aspecto triste y solitario por Santorini?

–Solo me fijo en ellas si son guapas.

Entonces fue Athena la que se echó a reír. No pudo evitarlo. Aquella conversación era ridícula y la actitud de aquel hombre, indignante, pero al mismo tiempo era como un soplo de aire fresco en su desbaratada vida. No se acordaba de la última vez que se había reído.

Él también estaba sonriendo.

–¿Lo ves? Deberías reírte más. Te pones todavía más guapa cuando ríes.

Lo mismo habría podido decir ella de él. Su rostro se suavizaba cuando sonreía.

Y sus ojos, sus ojos la estaban mirando como si la conocieran. Era desconcertante. Athena intentó apartar aquella idea de su mente. Nadie la conocía. Nadie sabía que estaba allí. Había salido del bufete de abogados y había ido directa a su apartamento, había preparado una bolsa de viaje y había reservado el vuelo mientras iba en el taxi de camino al aeropuerto.

–¿Qué me dices? –le preguntó él–. ¿Prefieres cenar conmigo o sola, y después pasar el resto de tu vida arrepintiéndote?

–Te veo muy seguro de ti mismo.

–Estoy muy seguro de que quiero cenar contigo. Quiero conocerte un poco mejor.

–¿Por qué?

–Porque tengo la sensación de que lo que voy a descubrir me va a gustar. Y mucho.

Ella sacudió la cabeza. Sentirse tentada por la invitación era ridículo. Ella no salía con extraños. No permitía que nadie se acercase tanto. Y una vocecilla en su cabeza le preguntaba por qué no volvía a encerrarse en sí misma, sobre todo, teniendo en cuenta las advertencias de los abogados.

Pero aquella vocecilla tenía que enfrentarse a la profunda mirada color chocolate de Alexios. ¿Por qué no podía cenar con aquel hombre? ¿Qué tenía de malo sentirse atraída por él y actuar en consecuencia? Nadie sabía quién era, nadie la conocía allí.

Después de una adolescencia rebelde, Athena había empezado a ser cauta y responsable, había decidido mantenerse alejada de los medios. Lo que significaba que nunca corría riesgos innecesarios, por tentadores que fueran.

–No –respondió por fin, dejándose llevar por su sentido común–. Me temo que no puedo. Gracias por la conversación, ha sido…

–¿Tentadora?

–Interesante –le dijo ella, sabiendo que Alexios tenía razón.

Alguien le rozó la espalda y ella dio por hecho que era un camarero recogiendo otra mesa, así que no pudo levantarse inmediatamente.

–Ha sido muy agradable –añadió–. Que tengas una buena tarde.

Se giró para recoger sus bolsas, pero descubrió sorprendida que solo había una. Buscó en el suelo, debajo de la silla, a su alrededor.

–¿Qué ocurre? –le preguntó Alexios.

–Mi bolso –dijo ella–. No está.

Recorrió la cafetería con la vista y vio a un hombre que sorteaba las mesas en dirección a la calle, con su bolso blanco debajo del brazo, y se dio cuenta de que le acababan de robar.

–¡Deténganlo! –gritó Athena–. ¡Ese hombre me ha robado el bolso! ¡Que alguien lo detenga!

–Espera aquí –le dijo Alexios, apoyando una mano en su hombro antes de echar a correr entre las mesas.

Un camarero se acercó a ella con gesto compungido.

–Permita que le traiga otro café –le ofreció.

–No –respondió ella, que no necesitaba más cafés.

Llevaba el pasaporte y el monedero en el bolso. El ladrón sacaba bastante ventaja a Alexios, si se perdía entre la multitud…

El camarero asintió, pero volvió con una botella de agua con gas y un ouzo.

–Para que se tranquilice –le dijo.

Mientras tanto, la mujer americana que había en la mesa de al lado le tocó el hombro y se quejó de los ladrones que se aprovechaban de los turistas, e intentó reconfortarla diciéndole que seguro que su marido conseguía recuperar el bolso.

Athena no tuvo fuerzas para contestarle que no era su marido. Sobre todo, porque desde que había visto desaparecer a Alexios se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que estuviese compinchado con el ladrón y se hubiese encargado de entretenerla.

Pasaron los segundos y ella siguió pensando que se había dejado engañar por los cumplidos de aquel hombre tan guapo. Y, de repente, sintió que no podía seguir allí sentada. ¿Por qué estaba esperando a que un extraño volviese con su bolso? Lo que tenía que hacer era ir a la policía.

Le dijo al camarero que volvería a pagar la cuenta, pero este respondió que no era necesario. Entonces Athena vio que había alboroto en la puerta del bar, seguido de un aplauso, y vio allí a Alexios, respirando con dificultad y con su bolso en la mano.

Sintió que el alivio la inundaba.

–¿Lo has alcanzado?

–Sí –respondió él, tendiéndole el bolso–. Ese chico no volverá a molestar a nadie por aquí.

Los dueños del local le dieron las gracias y Alexios fue erigido en héroe mientras Athena abría el bolso para comprobar que el pasaporte y el monedero seguían allí.

–Iba a ir a la policía. ¿Piensas que debemos denunciarlo de todos modos, por si lo vuelve a intentar?

–No le ha dado tiempo a abrirlo, mucho menos a robar nada –comentó él–. Y, después de la charla que le he dado, estoy seguro de que no repetirá la hazaña próximamente.

–Gracias –respondió Athena, sacando unos billetes para pagar los cafés–. Desde luego, el pasaporte y las tarjetas de crédito están aquí. No sé cómo compensarte.

Él sonrió.

–No es necesario, pero, si insistes, mi invitación a cenar sigue en pie.

Athena cerró los ojos lentamente. Aquel hombre acababa de recuperar su bolso y ella se sentía culpable por haber pensado que podía estar de acuerdo con el ladrón, ¿cómo podía negarse a cenar con él?

Su sonrisa fue todo lo que Alexios necesitaba para saber que iba a aceptar la invitación.

–Será un placer cenar contigo –respondió ella.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

LA TENÍA.

Había estado seguro de que su plan iba a funcionar. Había imaginado que Athena lo rechazaría de entrada, pero tendría que aceptar si se sentía en deuda con él. Había sido muy sencillo y en esos momentos Alexios se sentía dispuesto a pasar a la siguiente fase de su plan, mientras la guiaba por las callejuelas hacia el lugar en el que iban a cenar, desde donde se veía la mejor puesta de sol de la isla.

–Santorini es mi isla griega favorita –comentó, mientras avanzaban sin prisa porque todavía faltaba un rato para la puesta de sol–. Tal vez mi lugar favorito del mundo.

–El mío también.

–¿De verdad? Ya tenemos algo en común. Eso ya es un buen comienzo, ¿no?

La sonrisa de Athena le dijo que más que impresionada por su comentario, se sentía divertida.

–Estoy segura de que es el lugar favorito de muchísimas personas.