Segunda boda - Lynne Graham - E-Book
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Segunda boda E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Obsesionado por ser hijo ilegítimo y por la pobreza con la que había crecido, Valente Lorenzatto no podía perdonar a Caroline Hales por haberlo dejado plantado en el altar.Pero ahora que era millonario y había heredado un título nobiliario, estaba preparado para vengarse. Iba a arruinar a la familia de Caroline comprando su empresa… a no ser que ella accediera a darle la noche de bodas que le había negado cinco años antes…

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Lynne Graham. Todos los derechos reservados. SEGUNDA BODA, N.º 2040 - noviembre 2010 Título original: Virgin on Her Wedding Night Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9247-6 Editor responsable: Luis Pugni E-pup x Publidisa

Capítulo 1

S TODO tuyo, el negocio, la casa y los terrenos –le confirmó el abogado. Cuando Valente Lorenzatto sonreía, sus enemigos se ponían a cubierto. Hasta sus empleados habían aprendido a temerlo. Su sonrisa siempre era premonitoria de alguna amenaza. Mientras contemplaba los documentos que tenía delante, su generosa y sensual boca hizo que su atractivo rostro resultase escalofriante.

–Excelente trabajo, Umberto.

–Ha sido tu propio trabajo –le contestó el otro hombre–. Tu plan ha sido todo un éxito.

No obstante, Umberto habría dado cualquier cosa por saber por qué su jefe, que ya era inmensamente rico, había dedicado tanto tiempo y energía para planear la quiebra y posterior compra de una empresa de transporte inglesa y de una propiedad privada que a él no le parecía que tuvieran el suficiente valor financiero ni estratégico. Corría el rumor de que Va-lente había trabajado allí antes de hacer su primer gran negocio. Había sido después de esto cuando la familia Barbieri había decidido reconocerlo por fin como el nieto ilegítimo del conde Ettore Barbieri.

Aquella revelación, unida a su peculiar forma de vida y a su espectacular éxito gracias a la adquisición de varias empresas, había causado un gran revuelo público. Valente era un hombre muy inteligente, pero se le conocía sobre todo por su crueldad. El clan de los Barbieri había tenido mucha suerte al encontrar a una gallina de los huevos de oro en la familia en un momento en que su fortuna había necesitado un empujón. No obstante, el éxito de Valente en ese ámbito había servido de poco consuelo para aquellos familiares a los que acababa de recuperar, ya que el viejo conde Barbieri había empezado idealizándolo y había terminado por desheredar al resto de sus descendientes para dejárselo todo a él.

Los periódicos habían escrito acerca de aquello durante meses y a Valente le habían exigido que tomase el apellido Barbieri para poder heredarlo todo. No obstante, Valente, siendo Valente, un rebelde que no soportaba que le dijesen lo que tenía que hacer, había ido a juicio argumentando que estaba muy orgulloso del apellido de su madre, Lorenzatto, y que sería una ofensa a su memoria y a todo lo que había hecho por él. Todas las madres de Italia habían alabado su actitud y Valente había ganado el caso y se había convertido en uno de los más famosos multimillonarios del país, al que las personas más influyentes le preguntaban su opinión, y cuyos comentarios aparecían en todos los medios de comunicación. Por supuesto, era un hombre extremadamente fotogénico y tenía gran habilidad para los medios.

Valente despidió a Umberto y a otros miembros de su plantilla y salió a tomar el aire a uno de los espléndidos balcones de piedra que daban al frecuentado Gran Canal de Venecia. La familia Barbieri se había quedado muy asombrada cuando Va-lente había decidido reformar el palazzo Barbieri para instalar en él la sede central de su empresa. Sólo había acondicionado una parte como su domicilio. Valente había nacido y crecido en Venecia y había tenido fe en que su difunto abuelo, Ettore, hiciese lo que tenía que hacer para preservar el palazzo para futuras generaciones y para momentos en los que la situación económica dejase de ser tan buena.

Valente dio un sorbo a su café solo y saboreó aquel momento, para el que había trabajado durante cinco largos años. Hales Transport ya era suya. Se había rendido a sus pies gracias al efecto tóxico de la incompetente y fraudulenta gestión de Matthew Bailey. Valente también se había convertido en el dueño de una vieja casa llamada Winterwood. Aquél era un momento de profunda satisfacción para él. Por regla general, no era un hombre ni paciente ni vengativo. Al fin y al cabo, no había buscado vengarse de su propia familia, que había obligado a su madre a trabajar de criada para poder mantenerlo. De hecho, si le hubiesen preguntado, Valente, al que le gustaba vivir el presente, habría dicho que los actos de venganza eran una pérdida de tiempo, y que era mejor seguir viviendo y olvidar el pasado, ya que el futuro era un reto mucho más emocionante.

Por desgracia, después de cinco años, todavía tenía que conocer a la mujer que lo excitase tanto como la que había estado a punto de convertirse en su esposa, la inglesa Caroline Hales. Una artista menuda, de pelo y ojos claros, que lloraba cuando se enteraba de que alguien había sido cruel con un animal, pero que lo había dejado plantado en el altar, sin dudarlo lo más mínimo, por un hombre más rico y con una mejor posición social que él.

Cinco años antes, Valente había sido un hombre trabajador, normal y corriente, que conducía un camión y trabajaba muchas horas para intentar levantar su propio negocio cuando tenía algo de tiempo libre. La vida había sido dura, pero buena, hasta que había cometido el enorme error de enamorarse de la hija del dueño de Hales Transport. Y Caro, como la llamaba su adorable familia, se había reído de él desde el principio. Les había tomado el pelo a los dos, a Matthew Bailey y a él, pero al final se había casado con el primero.

Valente ya no era un hombre pobre, sin poder. De hecho, había sido la rabia y la ira que le había causado imaginarse a la mujer a la que amaba desnuda con otro hombre lo que habían hecho que luchase tanto por tener éxito. Había pensado que así volvería a tener a Caroline desnuda entre sus brazos. Sonrió con ironía. Esperaba que la viuda a la que había visto fotografiada de luto mereciese la pena, después de tantos esfuerzos.

Al menos, se aseguraría de que, cuando le quitase la ropa negra, fuese por fin vestida a su gusto. Sacó su teléfono móvil y llamó a la tienda de lencería más exclusiva de Italia. Encargó un conjunto de la talla de Caroline, en tonos pastel, que realzarían su piel pálida y sus delicadas curvas. Se excitó sólo de imaginársela y tuvo que reconocer que estaba demasiado necesitado de sexo para su gusto.

Tendría que ir a ver a Agnese, su compañera de cama, antes de volar a Inglaterra a tomar posesión de su nueva amante y de todos sus preciados bienes.

Ya era hora.

Había llegado el momento.

Valente marcó los números en su teléfono e hizo la llamada por la que había estado trabajando durante cinco años...

Veinticuatro horas antes de que Valente hiciese aquella llamada, Caroline Bailey, anteriormente apellidada Hales, había tenido una triste conversación con sus padres.

–¡Claro que sabía que la empresa había tenido problemas el año pasado! Pero ¿cuándo hipotecasteis la casa?

–En otoño. La empresa necesitaba capital y el único modo de conseguir un préstamo fue utilizando la casa como garantía –le respondió Joe Hales, apoyándose pesadamente en un sillón–. Ya no se puede hacer nada al respecto, Caro. Lo hemos perdido todo. No podíamos hacer frente a los pagos y la casa ha sido adquirida...

–¿Por qué no me lo contasteis entonces? –inquirió Caroline con incredulidad.

–Acababas de enterrar a tu marido –le recordó su padre–. Ya tenías suficientes problemas.

–¡Sólo nos han dado dos semanas para marcharnos de casa! –exclamó Isabel Hales.

Era una mujer menuda y rubia, de casi setenta años, con el rostro inexpresivo, que delataba varias operaciones de cirugía estética. Su aspecto era el opuesto al de su alto y fornido marido.

–No puedo creerlo –añadió–. Sabía que habíamos perdido el negocio, pero ¿la casa también? ¡Qué pesadilla!

Caroline, que estaba reconfortando a su padre, resistió el impulso de darle un abrazo a su madre. Ella era una persona sensible, pero su madre, no. Mientras que su padre había crecido sintiéndose seguro al ser el hijo de uno de los principales empresarios de la zona, su madre había sido criada por unos padres ambiciosos, pero sin dinero ni posición social, y había heredado de ellos las mismas aspiraciones y la misma veneración por la riqueza.

A pesar de no parecer una pareja destinada a ser feliz, la única decepción de su matrimonio había resultado ser la infertilidad de Isabel. Los Hales habían estado ya en la cuarentena cuando habían decidido adoptar a Caroline, que tenía tres años. Dado que había sido hija única, ésta había podido tener una excelente educación y un hogar estable, y jamás se le habría ocurrido decir en voz alta que se sentía mucho más cerca de su bondadoso padre que de su agria y prepotente madre. En realidad, ella nunca había compartido las aspiraciones ni intereses de su madre adoptiva y era consciente de que las decisiones que había tomado en su vida habían decepcionado a sus padres.

–¿Cómo es posible que nos hayan dado sólo dos semanas para marcharnos de casa? –inquirió Caroline con incredulidad.

Joe sacudió la cabeza.

–Tenemos suerte de que nos hayan dado tanto tiempo. Un perito vino la semana pasada y volvió con una oferta de nuestros acreedores. No era mucho, pero los administradores la aceptaron ya que había que pagar las deudas e intentar salvar los puestos de trabajo. Menos mal que han encontrado un comprador para Hales Transport.

–¡Pero ha sido demasiado tarde para nosotros! –replicó Isabel enfadada.

–He perdido el negocio de mi padre –le respondió su marido con pasión–. ¿Tienes idea de lo avergonzado que me siento? He perdido todo por lo que mi padre trabajó tanto.

Caroline sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y se mordió el labio para no volver a decirles a sus padres lo mucho que lamentaba que no hubiesen confiado en ella antes de hipotecar su hogar. Se preguntó si su madre, que tan unida estaba a su imponente casa y a su desahogado nivel de vida, habría presionado a su padre para que salvase el negocio a toda costa. Por desgracia, su padre nunca había destacado por su gran criterio financiero.

Joe Hales había heredado el negocio de su padre y jamás había tenido que preocuparse por el dinero. Alentado por su esposa, había dejado la gestión del negocio en manos de Giles Sweetman, un exceden te administrador, y él se había dedicado a jugar al golf y a pescar. Durante muchos años, la empresa había conseguido excelentes ingresos, pero sólo habían hecho falta dos desgracias para llegar al punto en el que estaban.

En primer lugar, Giles Sweetman había encontrado otro trabajo y se había marchado casi sin preaviso. Matthew, el difunto marido de Caroline, había ocupado su puesto. Aunque a ella no se lo había dicho nadie a la cara, Matthew había sido un desastre como gestor. El segundo golpe había sido la aparición en escena de una empresa de transportes que les había hecho la competencia. Hales había ido perdiendo todos sus contratos uno a uno.

–Dos semanas es un plazo ridículamente corto –protestó Caroline–. ¿Quién es el comprador? Yo le pediré que nos dé algo más de tiempo.

–No estamos en situación de pedir nada. La casa ya no es nuestra –le advirtió su padre con amargu ra–. Sólo espero que no vaya a deshacerse de los empleados de Hayes y a vender los activos de la empresa al mejor postor.

Caroline observó a sus padres, consciente de que los años y la delicada salud de ambos no les permitirían soportar tanto estrés y ajetreo. Su padre adoptivo tenía una angina de pecho y su madre una artrosis que, en los peores días, casi no le permitía ni caminar. ¿Qué iban a hacer sin el colchón económico que los había protegido durante tanto tiempo? ¿Cómo iban a sobrevivir?

Winterwood era una casa vieja, pero con mucho encanto, construida a principios de siglo para una familia numerosa y con servicio doméstico. Siempre había sido demasiado grande para sus padres, pero Isabel había querido impresionar a todo el mundo, dejando claro su estatus como esposa de un hombre rico. El nuevo dueño tal vez quisiera echar abajo la casa y hacer otra cosa con el terreno. Caroline sintió una punzada sólo de pensarlo.

–No tenías que haber dejado la casa de Matthew para venir a vivir aquí –le dijo su madre–. Ahora tendrás que venir con nosotros, ¡y sepa Dios adónde vamos a ir a parar!

–Todavía no puedo creer que Matthew sólo te dejase deudas –admitió Joe sacudiendo la cabeza–. Pensaba que valía más. Un hombre debe asegurarse siempre de que su mujer tendrá de qué vivir cuando él falte.

–Matthew no contaba con morir tan pronto –les dijo Caroline. Era lo que decía siempre que le hacían ese tipo de comentarios.

Se había acostumbrado a guardarse para sí misma los secretos de su desgraciado matrimonio.

–Aunque habría estado bien que comprase una casa –admitió–, así al menos ahora tendríamos adonde ir.

–Los Bailey deberían haberte ayudado más de lo que lo hicieron –arremetió su madre en tono amargo–. Y tú tampoco tuviste el sentido común de pedirles ayuda.

–No fue culpa suya que Matthew no se hiciese un seguro, ni que tuviese deudas... Y no olvidemos que ellos también tenían participación en Hales, y también han perdido mucho dinero –le recordó Caroline a su madre.

–¿Qué importa eso ahora? Nosotros lo hemos perdido todo –replicó Isabel–. Ellos todavía tienen su casa y su servicio. ¡Nosotros no tenemos nada! Mis amigas han dejado de llamarme. Está corriéndose la voz. Nadie quiere saber nada de ti cuando estás arruinado.

Caroline apretó los labios y guardó silencio. Era triste que a las amigas de su madre sólo les importase su estatus y su dinero. Los días de lujosos entretenimientos, ropa de diseño y vacaciones elegantes se habían terminado para siempre.

Esa misma noche, Caroline volvió a su estudio a trabajar. Lo tenía instalado en un edificio anexo a la casa de sus padres. Allí modelaba y soldaba plata y piedras preciosas, con las que realizaba joyas que vendía por Internet. Era un trabajo delicado, meticuloso, que requería buen ojo y toda la concentración. Mientras trabajaba, su elegante gata siamesa, Koko, estaba sentada como un centinela a su lado. Caroline notó que se le fruncía el ceño y supo que la acechaba una de sus frecuentes migrañas, así que recogió las herramientas de trabajo y se fue a la cama.

A pesar de haber tomado la medicación para suavizar el dolor de cabeza, estaba demasiado estresada para dormir. Al día siguiente tendría que empezar a buscar una casa nueva. No sería fácil hacerlo, ya que necesitaba espacio para trabajar también. Su negocio era en esos momentos el único modo de vida de su familia, además de las pequeñas pensiones que recibían sus padres del Estado.

–¿Caro? –le preguntó su madre a la mañana siguiente, abordándola en la cocina a la hora del desayuno–. ¿Crees que los padres de Matthew querrían darnos un préstamo en tu nombre?

Caroline se puso pálida y tensa.

–No lo creo. Pagaron las deudas de Matthew por orgullo, pero no son de los que se gastan el dinero si no van a sacar nada a cambio.

–Si al menos les hubieses dado un nieto, todo habría sido diferente –replicó su madre en tono de reproche.

–Lo sé –admitió ella, con lágrimas en los ojos.

Los Bailey le habían dicho lo mismo. Era evidente que la incapacidad de darles un nieto había sido su mayor defecto como nuera, aunque sus suegros también habían llegado a insinuar que Matthew habría pasado más tiempo en casa si ella hubiese sido una mejor esposa. Ella había deseado contarles la verdad, pero se había contenido. No soportaba siquiera pensar en los años que había perdido con su infeliz matrimonio, pero no le haría ningún bien a nadie hablando de algo que durante tanto tiempo había ocultado. Sólo serviría para destrozar a los padres de Matthew y para sorprender y disgustar a los suyos propios.

–Supongo que no pensaste en el futuro –le dijo su madre suspirando–. Nunca has sido demasiado práctica.

Caroline estudió a su madre, que le resultó horriblemente pequeña y vulnerable. Sus padres ya estaban durmiendo en una habitación de la planta baja debido a sus problemas de salud. Joe estaba en lista de espera para un bypass coronario. Lo cierto era que la casa ya no era cómoda para ellos. Aunque no era lo mismo que los obligasen a marcharse después de cuarenta años, que tomar la decisión de hacerlo por motivos de salud y de sentido común.

Koko se enrolló a sus tobillos, pidiéndole atención, y ella habló de manera cariñosa a su mascota mientras se servía el desayuno. En vez de comer, se puso a escribir una lista de cosas urgentes que tenía en la cabeza, pero esa primera lista sólo le llevó a hacer una segunda. Tiempo, coste y situación eran los factores cruciales. Sus padres no querrían cambiar de zona de residencia. Y tardarían siglos en encontrar el lugar adecuado y en ahorrar el dinero necesario para poder dar una señal.

Era una suerte que Caroline adorase a sus padres adoptivos. A pesar de haberla aconsejado mal con respecto a algo muy importante, siempre habían creído que era lo mejor para ella. Y, en esos momentos, dependían de su ayuda económica y a ella le alegraba poder saldar la deuda que sentía que les debía.

El teléfono sonó mientras estaba fregando los platos.

–¿Puedes responder tú? –le gritó a su padre, que estaba leyendo en la habitación de al lado.

Respondieron al teléfono y, un instante después, Caroline oyó a sus padres hablar entre susurros, parecían disgustados, así que se secó las manos y fue a ver qué ocurría.

–Caro... ¿puedes venir un momento? –le preguntó su madre.

Le tendió el teléfono casi como si fuese un arma letal.

–Valente Lorenzatto –le anunció con labios temblorosos.

Caroline se quedó helada, con el rostro inexpresivo. No había oído pronunciar aquel nombre desde que se había quedado viuda, pero todavía tenía el poder de hacerla palidecer y temblar. Valente, al que había amado a más no poder; Valente, al que había engañado de tal manera que jamás podría perdonarla. No sabía para qué querría hablar con ella. Tomó el teléfono y salió con él al pasillo.

–¿Dígame? –dijo, en un susurro.

–Quiero verte –le dijo Valente con su profunda voz, haciendo que se estremeciese–. Como nuevo propietario de Hales Transport y de la casa de tus padres, creo que debemos hablar de nuestros intereses mutuos.

A Caroline le costó asimilar lo que acababa de escuchar. –¿Tú eres el nuevo dueño de Hales... y de la casa? –inquirió con incredulidad.

–Increíble, ¿verdad? Hice fortuna, tal y como te dije –murmuró Valente con frialdad–. Por desgracia, apostaste por el caballo equivocado hace cinco años.

A Caroline le entraron ganas de echarse a reír. Ella misma se había dado cuenta de su error por las malas, pero por motivos que Valente jamás podría comprender. Volvió a la realidad al darse cuenta de que sus padres la miraban desde el otro lado del pasillo, al parecer, habían oído lo que había dicho. Sus rostros reflejaban sorpresa y consternación.

–¡No puede ser cierto! –exclamó Isabel.

Eso pensaba Caroline también, pero hacía tiempo que había leído en un periódico acerca del éxito de Valente. Su descubrimiento le había costado caro, ya que Matthew se había enterado de que había hecho la búsqueda en Internet. Jamás había vuelto a sucumbir a la curiosidad desde entonces, ni siquiera después de convertirse en viuda. Era mejor dejar el pasado como estaba.

–No era más que un camionero... ¡Es imposible que tenga tanto dinero! –añadió su padre en voz alta.

–Debería ser imposible –añadió su esposa.

Caroline mantuvo el teléfono pegado a la oreja para que Valente no escuchase aquellos vergonzosos comentarios. En su casa jamás se hablaba del hecho de que el padre de su padre hubiese sido también camionero y hubiese levantado el negocio con el sudor de su frente. Sus padres no estaban orgullosos de proceder de familias humildes y siempre habían admirado a los padres de Matthew, que habían asistido a colegios privados y tenían familiares lejanos de la nobleza. Joe e Isabel eran unos esnobs, siempre lo habían sido y, probablemente, se morirían siéndolo. Y Valente nunca había estado a su nivel. Había sido juzgado por su trabajo y por su procedencia, no por ser un hombre inteligente y motivado.

Caroline fue a otra habitación en busca de algo de intimidad.

–¿Por qué quieres verme? –le preguntó en voz baja.

–Lo averiguarás cuando nos reunamos –le respondió él con impaciencia–. Mañana a las once de la mañana, en el que era el despacho de tu padre.

–¿Pero por qué...? –empezó a preguntarle ella, pero Valente ya había colgado.

–Déjame el teléfono, por favor –le pidió su padre.

Y Caroline oyó cómo llamaba a su abogado y le preguntaba cómo se llamaba el nuevo dueño de Hales Transport.

–Ese chico italiano... –espetó Isabel con desprecio–. Supongo que se ha enterado de que te has quedado viuda. Típico de él. ¿Por qué no te deja en paz?

–No tengo ni idea –respondió Caroline.

Su padre colgó el teléfono con gesto de sorpresa.

–Todo lo que nos pertenecía ha sido adquirido por un gran grupo de empresas con base en Italia conocido como el Grupo Zatto –anunció con desánimo.

Valente había conseguido volverles las tornas. De los tres, Caroline era la menos sorprendida.