Semáforo sin verde - Gian Marco Settembrini - E-Book

Semáforo sin verde E-Book

Gian Marco Settembrini

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Su llamado a la comisaría, sin saberlo, cambiaría su vida para siempre. Roberto se encuentra sumido en el alcohol y la depresión por haber perdido todo lo que había conseguido en su vida. Sin embargo, luego de ver cómo una persecución policial finaliza frente a su casa, se convertiría en el testigo principal de la fuga de uno de los mayores criminales de la ciudad. Estar en el lugar equivocado en el momento equivocado le devolvería la emoción que supo perdida, pero ¿a qué costo? Semáforo sin verde nos llevará por los más profundos deseos y sentimientos de Roberto. En este policial de misterio, rondan las distintas facetas del amor, el odio, las apariencias y la venganza.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 197

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Magdalena Gómez.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Settembrini, Gian Marco

Semáforo sin verde / Gian Marco Settembrini. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2020.

172 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-625-6

1. Novelas. 2. Novelas Policiales. 3. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2020. Settembrini, Gian Marco

© 2020. Tinta Libre Ediciones

Por el ayer

que me llevó a ese mañana

siendo el mejor hoy...

Creo.

Semáforosin verde

GIAN MARCO SETTEMBRINI

I

Murallas de cinco metros de altura, el río que divide en dos los sentidos de una calle que, sin importar si te dirigís al norte o al sur, cautiva hasta a los más distraídos. No sé si será por los ladrillos blancos que hacen juego con los frondosos árboles, guardianes del río, dadores de sombras y cómplices de todo aquel que busque un descanso, o si será por la luminaria que sale a relucir su mejor versión cuando el sol se esconde, pero La Cañada tiene en sí una belleza particular. Al contemplarla, podés abstraerte de todo, hasta del bullicio que habita en el centro de una de las ciudades más grandes del país. Podés sentir paz cuando te bombardean estímulos tan diferentes y contrarios. Esa paz es lo que me enamoró de vivir acá, frente a una de las maravillas de la ciudad.

Me encontraba en el balcón. El reloj marcaba las 00.42 de la madrugada. La ciudad me susurraba secretos, porque las bocinas habían sido silenciadas y la algarabía había sido enmudecida. Mientras, miraba el semáforo de la esquina. Rojo. Un auto oxidado de los ochenta estaba detenido. El ruido del motor era realmente intenso como un toro bramando. Y pese a no haber habido tránsito, esperaba. El auto esperaba a que el semáforo cambiara de color. Amarillo, verde. Pero el auto no avanzaba. Esto me llamó la atención, sobre todo porque el rugido del motor seguía intacto.

Me acerqué lo máximo posible desde mi balcón. No noté nada raro más que un tatuaje en su cuello. El sujeto se encontraba allí detenido mirando cómo el semáforo cambiaba su color. Otra vez rojo. Miré hacia el interior del auto: se encontraba solo. Tampoco usaba el celular. No entendía.

Otra vez, amarillo, verde. Pero nuevamente, el auto no se movía. Entonces, a lo lejos empecé a escuchar una sirena. Esta sonaba cada vez más y más fuerte, podía oírla a dos cuadras. Corrí hacia el otro extremo de mi balcón. Un auto se estaba escapando de una patrulla policial a toda velocidad. El auto oxidado vio cambiar el color del semáforo. Y en cuanto se puso amarillo, avanzó y embistió el móvil policial. Este giró en trompos hasta ser detenido por la columna de un edificio.

Salí corriendo de mi departamento. No entendía qué acababa de ocurrir. El Ford Falcon parecía casi intacto, pero al acercarme ya no había nadie. A lo lejos, vi correr a un sujeto de campera de cuero hasta perderlo de vista.

Volví la mirada hacia el patrullero. Uno de los policías se encontraba desvanecido sobre el volante; el otro, semiconsciente y lleno de sangre, me murmuró: “¿Dónde está? ¿Se escapó?”. Lo miré de tal manera que le hice entender que no era necesario que dijera nada. El delincuente se había escapado.

Esa noche no pude dormirme hasta entrado el amanecer. No podía dejar de pensar en la actitud extraña del conductor del Ford. Se pasó varios minutos viendo el semáforo y solo avanzó para embestir el móvil policial, pero ¿por qué? ¿La persecución estaba planeada y era cómplice? Tendría que serlo, si no, no se explicaba por qué había huido a toda velocidad. Aunque había algo que seguía sin entender. Al llegar la ambulancia, mientras los médicos se encargaban de las heridas de los agentes, el de las más leves, Brindisi, me preguntó por el delincuente que tenían en su auto. Yo, contrariado, le dije que no había nadie en su auto.

—¡¿Cómo que no había nadie?! Entonces, el allanamiento y la persecución de esta noche, todo fue en vano. Meses llevábamos investigándolos y justo cuando tenemos la mejor oportunidad de apresarlos, escapan así sin más —se dijo entre angustiado y desilusionado.

—Agente, lo vi todo desde mi balcón. Fui el primero en acudir al accidente. Soy Roberto, vivo acá en la esquina. Y si me lo permite, quizás puedan dar con el conductor —dije, señalando el Falcon e intentando darle un poco de esperanza.

—Mire, señor, sé que quiere ayudar, pero lo mejor va a ser que se vaya a su casa. Gracias por llamar a la ambulancia, de ahora en más nos encargaremos nosotros. Y no, ese auto no está en la base de datos, porque, desde ya le digo, seguro es robado. Así que el conductor podría ser cualquiera.

—Está bien, oficial. Me voy a ir, pero una última pregunta —Me miró con cara de que quería deshacerse de mí—. Si ustedes llevaban un delincuente en la parte de atrás, y cuando revisé el Falcon no había nadie dentro, ¿dónde está la persona que falta?

—Eso es algo que yo tampoco entiendo. Igual, no se preocupe por esto, seguro lo resolveremos. Váyase a su casa y deje esto a los especialistas.

—Hasta luego, oficial, que se mejore. —Si hubiera sido más cortés, le habría mencionado que el conductor tenía un tatuaje en su cuello.

Al despertar, me levanté agitado pensando que todo había sido un sueño. Pero al asomarme por el balcón yacían los restos de vidrio en el suelo. Ese día, intenté despejarme un poco del asunto yendo a la panadería para poder hacerme unas tostadas al regresar. Leí las noticias y en la sección de “Policiales” estaba fotografiada la esquina de mi casa con los restos de los dos automóviles. “Móvil policial se accidenta en una persecución”, decía el titular en letras negritas.

La Policía estaba llevando a cabo un allanamiento en barrio San Martín que se salió de control. Venían hacía meses investigando una banda que en sus inicios se dedicó a vender cocaína en la zona más adinerada de la ciudad, pero con el tiempo se descubrió que se encontraban ante una organización delictiva que combinaba con gran astucia la venta de drogas, armas y el lavado de dinero.

Anoche, 22 de marzo, fue la fecha indicada para el gran golpe. Un informante les había dicho que a las 00.30 iba a llegar un cargamento a los depósitos destinado a ser distribuido por todo el país desde acá, Córdoba. Los oficiales quedaron al descubierto por el grito de un vecino que alertó a los miembros de la banda. La mayoría pudo fugarse. Solo pudieron apresar a uno de los más jóvenes y perseguir al Oso Torres hasta las calles del centro de la ciudad. En Figueroa Alcorta, La Cañada, un Falcon oxidado se cruzó en el camino de los policías y provocó el escape del líder de la banda.

Uno de los agentes, Pratz, se encuentra internado, mientras que Brindisi ya se encuentra en su domicilio recuperándose. Hasta el momento, no hay más noticias de la banda ni del misterioso conductor del Falcon. Cualquier información que puedan tener, comunicarse al 472****.

Al terminar de leer, miré mi reloj: se había detenido. «Otra vez roto», pensé. Pero al observarlo más de cerca, me di cuenta de que marcaba las 00.45. Más o menos la misma hora del accidente. Le cambié la pila y me decidí a llamar al número en cuestión.

—Hola, tengo información acerca del accidente policial de anoche.

—Hola, le habla el sargento Felipe Estanislao Merlo. ¿En qué puedo ayudarle, señor...?

—Roberto Bronzo. Sargento, anoche vi el accidente. Vi al conductor del Falcon. Antes de producirse el choque, estuvo detenido unos minutos hasta que se estrelló contra sus hombres. Y mientras lo observaba ahí detenido, noté que tenía un tatuaje en el cuello. Una vez ocurrido el siniestro, vi a lo lejos a un hombre correr. Al principio, pensé que era el conductor, pero cuando Brindisi me dijo que llevaban a un detenido, comencé a dudar sobre a quién vi correr.

—Roberto, podría acercarse a la comisaría. Creo que podría ser de ayuda que le muestre unas fotografías. Lo espero.

Y antes de que pudiera contestar, colgó.

Sinceramente, no tenía ganas de involucrarme en una investigación como esa, pero el sentirme parte de algo quizás me haría bien. Con suerte, esto podría alejarme un poco del alcohol y la depresión.

II

Eran las cinco de la tarde cuando llegué a la comisaría.

—Buenas tardes, busco al sargento...

—Merlo —interrumpió un hombre castaño de 1,8 metros, con bigote en forma de candado y un poco desaliñado—. Usted debe ser el señor Bronzo, ¿no? Pase por aquí a mi oficina.

La mancha de humedad de la esquina llamó mi atención al instante. Era de esas oficinas que, aunque las adornaras con cuadros o retratos familiares, uno jamás podría sentirse cómodo allí. Nadie, excepto Felipe. Al sargento le sentaba bien. Coincidía con su aspecto. Sillas negras de cuerina un poco rasgadas por el uso y el paso del tiempo hacían juego con un escritorio antiguo de madera. Denotaba que tenía más años allí que cualquier oficial. Pero yo no podía dejar de mirar aquella mancha de humedad.

Me llevó al pasado. A uno de mis primeros recuerdos de la infancia. Una casa con una entrada de pasillo largo en la cual convivía con mis padres y mi hermano menor. Era pequeña, modesta. Nos alcanzaba para los cuatro. En la habitación que compartía con Agustín, la humedad amenazaba con adueñarse cada vez más y más de las paredes, después de haber tomado como rehén una esquina. Al otro lado de la pared, yacía en el patio el techo del asador. Siempre mamá le decía a papá que arreglara eso, que un día se iba a caer un ladrillo o algo. Al principio, mientras almorzábamos en el patio en los días de verano, se fue resquebrajando la pintura y, cuando caían retazos, los nervios de mamá se alteraban por completo. Yo pensaba que era una exagerada, todos lo hacíamos, pero no decíamos nada.

Pasaban los días de lluvia, caían más pedazos y mi padre no hacía más que decirle: “Sí, querida, ya la voy a arreglar”, cambiando rápidamente de tema. Al escuchar los suspiros de mamá después de tantos meses pidiéndole una única cosa, me empecé a apenar por ella. ¿Qué le costaba a papá encargarse de la humedad? A veces, cuando estábamos solos porque él se había ido de viaje, caían algunos de esos pedazos y mamá se levantaba en silencio hacia su habitación. Siempre podía ver cómo se le humedecían los ojos al levantarse.

Ese fue el punto de quiebre para que nos uniéramos con mi hermano al reclamo de mamá. Pero también fuimos ignorados, ¿sabés? Hay pocas cosas que duelen más que la indiferencia, el sentirse realmente indiferente, que nada de lo que digas va a ser tomado en serio. Ahora sabíamos lo que sentía mamá. A las lágrimas las entendíamos un poco más. Ya no importaba la humedad del techo, era ese sentimiento horrible que nos carcomía por dentro lo que nos molestaba, lo que realmente dolía. Hasta que una noche de enero, dos años después de los avisos, ya no fue un pedazo de pintura lo que se cayó del techo, sino el techo por completo. Al final, papá se encargó del techo o, mejor dicho, el techo lo hizo por él. Ese 23 de enero me quedé sin padre.

El golpe seco de una carpeta sobre la mesa me trajo de vuelta a la oficina.

—Entonces, Roberto, usted me dijo que había visto todo.

—Sí.

—Que había visto al conductor del Falcon con un tatuaje en el cuello y después a un hombre correr. ¿Puede ser?

—Así es, oficial.

—¿Podría describirnos algo más sobre ellos?

—La verdad es que todo estaba muy oscuro, así que al tatuaje no lo vi muy bien, pero creo que eran unas letras. Y con respecto al que salió corriendo, solo logré verlo de espaldas, medía alrededor de 1,75 metros, pelo oscuro.

—Fíjese bien en estas fotografías —Me las mostró lentamente, una por una. Ninguno tenía un tatuaje, era absolutamente en vano todo lo que estaba haciendo—. Ellos son miembros de la banda. No terminamos de reconocer qué función cumplen. Como puede ver en esta hoja, todos tienen una función atribuida, pero estos ocho sujetos hasta el momento no han sido identificados. Sabemos que se reúnen todos los jueves por la noche en una casa y al salir de allí, cada uno realiza un recorrido normal hasta sus hogares. No tenemos ningún motivo para poder allanar sus domicilios. Sin embargo, tantos años a cargo de este lugar me enseñaron a desconfiar de todos y sobretodo de los que se muestran como santos.

—La verdad es que no reconozco a ninguno. Me encantaría poder ayudarlo más. Aunque debo decirle que este de aquí —Indiqué en la fotografía— coincide con la altura y la contextura física de la espalda del sujeto que vi salir corriendo.

—¿Está seguro?

—Sí, seguro

—Le comento. A este de aquí lo llamamos Camaleón, porque hasta el momento nunca pudimos encontrarlo con los integrantes de la banda haciendo la misma tarea. Es como si hiciera todo, pero no es el líder. El líder es el Oso Torres y, que nosotros sepamos, él no tiene hermanos.

—Quizás es un reclutador.

—Tal vez, tal vez...

La conversación no se extendió mucho más que eso. El sargento se quedó muy pensativo. Y, a decir verdad, yo también. Justo cuando estaba por retirarme de la comisaría, llegó un detenido por consumo de estupefacientes en la vía pública. Estaba fuera de sí, gritaba sin sentido y se rehusaba a toda costa a ser encerrado. “Me escondo para sobrevivir”, repetía constantemente. Uno de los oficiales que lo trasladaba me comentó al pasar: “Viene diciendo eso desde que lo detuvimos. Que si lo encerramos, va a morir aquí. Que prefiere seguir viviendo en la calle”.

—Cualquier cosa que recuerde, no dude en llamarme —dijo, mientras me tendió su tarjeta personal.

—Muchas gracias por su tiempo, sargento. Que ande muy bien.

Al salir de ahí, fui a hacer las compras. Era sábado, pero no tenía ganas de ver a nadie. De hecho, hacía tiempo que no veía a ningún amigo. Todos estaban ocupados con sus esposas o novias. En cambio, yo me había vuelto mejor amigo del alcohol y pasaba mis noches conversando con él.

Cada tanto, venía Clara a hacerme compañía las noches que necesitábamos un poco de calor. Ambos estábamos rotos. Ella se había enamorado de un empresario, quien fue su amante por cinco años. Era su secretaria y él le había prometido que un día iba a dejar a su esposa. De ese modo, Clara y él podrían irse a vivir a Montevideo, como lo habían planeado tantas veces. Ella lo esperó y lo esperó. Días de espera que se convirtieron en meses, y meses en años. Hasta que un día se cansó. Renunció y se fue a trabajar a una cafetería. La paga era bastante menor que la del trabajo anterior, pero ya no tenía ni tiempo para pensar en él, al menos no durante el trabajo. Quería olvidar que alguna vez había amado. Aunque ya estaba condenada. Lo veía en sus ojos cuando hacíamos el amor. Ella pensaba en él, no en mí. Eso no me molestaba, pues yo tampoco pensaba en Clara. Era triste estar roto, pero más triste era saberlo y no tener con quién compartir una copa.

III

Domingo. Único día en el que uno es realmente libre. Libre de tener que levantarse temprano, libre de vestirse como guste, libre de cualquier obligación. Si uno quiere pasarse toda la tarde acostado viendo una serie, está bien, porque es domingo. Si quiere pintar esa pared que había quedado pendiente o cortar el pasto, también está bien. Lo que sea que haga está bien, siempre y cuando uno visite a sus abuelos para almorzar.

Valorar las reuniones familiares le hacen saber a uno que nunca va a estar solo. Lamentablemente, no todos lo aprenden en su debido momento. Y cuando lo quieren hacer, ya es tarde o no saben cómo acercarse. Eso le sucedió a mi primo Martín. Hacía cuatro años que lo había visto por última vez, y hacía un año desde aquella noticia que nos dio la tía Victoria.

Aquel 17 de mayo era domingo. El cielo con su manto de plata amenazaba con lluvia. Nos reunimos como siempre a las 13.30. La única que faltaba era Victoria, pero no habíamos empezado a preocuparnos hasta que se hicieron las 14 y ella todavía no había llegado. Cuando estábamos llamándola, abrió la puerta. El aspecto de esa mujer era desolador. Los ojos hinchados de tanto llorar, su pelo rizado descontrolado como si no hubiera tenido tiempo para peinarse. Y temblaba como si el hielo se hubiera apoderado de todo su ser. Lo primero que dijo fue: “Lo perdimos. Lo perdí”, y volvió a llorar.

A los minutos después de un abrazo tranquilizador de los abuelos y un poco de vino, se calmó y pudo contarnos lo que había sucedido.

—Estaba por desayunar un café con un bizcochuelo de vainilla que me había sobrado de ayer alrededor de la 11 de la mañana, cuando entró Martín. Hacía tres días que no había vuelto a dormir a casa. Yo no me preocupé, porque él es de irse a la casa de sus novias o hace viajes por trabajo. Ya saben lo demandante que puede ser trabajar entregando repuestos de autos. Viajar por la ruta de noche, por horas y horas. En fin, ese día llegó muy alterado. Se notaba que no se había cambiado de ropa, pues era la misma que usaba cuando se fue, no estaba lavada.

—Martín, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? Sentate a desayunar que seguro no comiste nada.

—No, mamá, no quiero nada. Me tengo que ir —dijo, mientras revolvía su ropa y guardaba en una valija lo esencial; aparte, introducía ciertos objetos dentro de una bolsa negra—. Gracias, pero no tengo hambre.

—Martín, estás todo sucio y sudado, al menos date una ducha. Hacelo por tu mamá, por favor.

»Mientras se bañaba, a duras penas revisé esa bolsa en particular. Ya saben cómo somos las madres, nos preocupamos por nuestros hijos. Sabía que tenía pocos minutos. Dentro de ella, solo encontré la foto de un sujeto que no conocía y una nota que decía: “Tenés 24 horas, Martín. Última oportunidad”.

»Después de que se bañó, pude conseguir que se sentara conmigo. Ya un poco más calmado, le pregunté por lo que había encontrado.

—Que no pasa nada, mamá. No es asunto tuyo.

—Martín, decime para qué tenés 24 horas.—Sorprendido, empezó a gritar con los nervios de punta. Lo desconocí por completo.

—Victoria, ¡qué haces revisando mis cosas! ¡Vos estás loca! ¡Vieja maniática, siempre controlándome! ¡Después no te preguntes por qué me voy de acá! —gritó, mientras empezaba a agarrar su valija y a dirigirse a la puerta.

—No, por favor, no te vayas así. Perdón. No me dejes, hijo. No lo hagas.

—Ya es tarde. Tengo que irme. Adiós. —Miró una última vez para atrás, me vio desplomándome en el sillón y salió.

»Salí a buscarlo apenas salió del edificio. No quería que se diera cuenta de que lo estaba siguiendo, pero en cuanto llegó a la esquina y dobló, salió corriendo. Le grité, pero no me escuchó.

—¿Qué le gritaste, tía?

—Lo único que nunca pude decirle, porque no me salían las palabras. Hasta hoy —Mientras hablaba, sus ojos volvían a inundarse—. Le grité que lo quería. Si hubieran visto sus ojos, si tan solo hubieran estado allí, entenderían…

—Ya está, hija, hiciste lo que pudiste. Ya volverá —dijo, mientras la abrazaba.

—No, no volverá.

—Mirá, tan seguro estoy de que va a volver que acá le vamos a dejar su silla disponible. Cada domingo, él tendrá un lugar en esta mesa, hasta que un día se sentará como lo hizo tantas veces. Confiá en mí, hija.

—Gracias, pa —exclamó en medio de las lágrimas. Sus abrazos siempre le hacían sentir que todo iba a estar bien, aunque no hubiese seguridad de ello, pero entre sus brazos todo era menos doloroso.

Y así, todos los domingos, desde ese 17 de mayo, los protagonistas fuimos casi siempre los mismos, aunque había una ausencia en la mesa que se sentía más que nada. Podíamos ignorar quién faltaba, podíamos no hablar del asunto, pero su lugar no podía ser ocupado por nadie. Martín ya no almorzaba con nosotros.

Nunca se lo dije a la tía Victoria, pero yo sabía en qué trabajaba realmente Martín. Por un amigo, me había enterado que vendía droga; de hecho, era uno de los mejores haciéndolo.

—Rob, tu primo sí que sabe de calidad, eh. Mirá lo que son estas flores, dale una seca a este porrito. No te vas a arrepentir.

—Salí, Nacho, no quiero. ¿Y vos cómo lo conocés?

—Todos lo conocen en el ambiente de la electrónica. No hay fiesta en la que él no haya estado. Y si me preguntás a mí, es el único que me da confianza para comprarle. Siempre tiene lo mejor, no sé cómo hace. Aunque tiene un defecto, me llegó un rumor de que está relacionándose con los peces gordos. Y ya sabés que esos no bromean. Una vez que entrás, no podés salir. Al menos, no vivo.

—No, Martín, ¿dónde te estás metiendo? —dije mientras me agarraba la cabeza.

—Bueno, vamos con esas chicas de allá. A ver si te despejás un poco de lo que te acabo de contar.

Esa noche no pude dejar de pensar en Martín, en cómo se estaba complicando la vida. Todos lo hacemos en mayor o menor medida, pero esto era distinto.

—No digo que vender droga esté bien, pero qué necesidad puede tener uno de crecer tanto que termina codeándose con los peces gordos. Esos no bromean, para ellos no es un pasatiempo. Ellos trafican armas, mujeres, no solo droga. ¿Por qué querría alguien meterse en ese negocio?

—Por la plata, por qué va a ser.

—No, eso no basta. Debe haber algo más, Nacho —dije mientras nos estábamos yendo del bar.

—Para llenar un vacío, Roberto. Por la misma razón que nosotros venimos a emborracharnos, aquellos van a drogarse y otros se la pasan teniendo sexo con desconocidos. Para intentar llenar un vacío.

Había alcohol en sus palabras, pero también había verdad. Mucha verdad.

Era sábado. Llovía afuera, llovía dentro de mí. Recuerdo haber estado cenando y haber abierto la primera botella de vino. En cuanto terminé la última copa, alguien tocó el timbre. Era Clara. No tenía las manos vacías, venía con una botella. Quería hablar. Le comenté del accidente, del misterio del delincuente, de la comisaría y de que nunca había conocido una hastaesa tarde. No se la vio muy interesada, así que, tras unas copas, hablamos de otras maneras.

Al otro día, despertamos y ella ya sabía cómo eran mis domingos. Era una buena chica, pero no podía invitarla a conocer a mi familia. Y menos cuando hacía poco menos de un año que me había divorciado de Natalia. Así estábamos bien.

La resaca fue la invitada de ese domingo. Almorcé tomando gaseosa. Todo era normal, risas, anécdotas. Se sentía bien. Pero ese día me dolió como nunca ver la silla vacía de Martín. Debí haber tenido en las venas algo de alcohol todavía, porque no titubeé ni un poco cuando dije:

—¿Y Martín? ¿Se sabe algo de él? —Todos me miraron con reprobación. La sonrisa de mi tía desapareció en un segundo.

—No, no sabemos nada de él, pero ya un día vendrá —dijo mi abuelo, intentando dar un poco de esperanzas al asunto.

—¿Vieron lo que dijo el presidente esta semana? —interrumpió mi abuela, buscando desviar el foco de la conversación mientras Vicki no dejaba de mirarme.

—¡Cómo podés hacer esa pregunta, Roberto, de verdad! Sos un irrespetuoso —dijo ella, levantándose de la mesa—. Familia, estuvo muy rico todo. Me tengo que ir a llevarle unos papeles a una amiga. Disculpen.