Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Una versión contemporánea de Romeo y Julieta en la que el peligroso mundo de la mafia se mezcla con la historia de un amor imposible. ¿Qué pasaría si la hija de un juez se cruzara en el camino de un joven mafioso? ¿Y qué pasaría si se enamorasen a pesar de que su relación estuviese condenada desde el principio? Bianca, de 18 años, se desplaza con su padre a vivir a una ciudad del sur de Italia, donde él investigará una red ilegal de tráfico de residuos tóxicos. A cargo de la red está Manuel, que con solo 19 años es un prometedor miembro del clan mafioso de los De Giacomo. Bianca y Manuel se conocen en el instituto, donde los dos estudian bachillerato artístico. Ambos comparten una vida marcada por la soledad, algo que se convertirá en el detonante de su historia de amor. Pero pronto empiezan los problemas y se verán obligados a tomar decisiones difíciles.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 328
Veröffentlichungsjahr: 2013
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Índice
Cubierta
Será hermoso morir juntos
Epílogo
Nota de la autora
Créditos
Querido Daniele:
Si todavía estuvieras aquí conmigo, me dirías que no me fuera.
Me dirías que no me dejase llevar por la tristeza porque la vida es corta y, vayamos donde vayamos, siempre seremos los mismos.
Pero yo no soy como tú.
Pienso cada día en la última noche en que nos vimos. Yo te grité por culpa de esa música absurda que a ti tanto te gustaba y que a mí en cambio me recordaba un concierto de sartenes y chatarra. Yo te grité, tú te marchaste y nunca más nos volvimos a ver. Sin más.
Ahora, lo único que te queda de mí son mis insultos, a los que quizá ya te habías acostumbrado. Por eso necesito decirte las cosas que nunca te dije. Las que no supe decirte porque entonces no tenía más que dieciséis años y pensaba que tendríamos todo el tiempo del mundo. Pensaba que lo nuestro sería un «para siempre».
Cada vez que pienso en ti me acuerdo de esa música. He traducido todas las letras y me pregunto qué será lo que sucede en el lado oscuro de la luna. Es cierto. Detrás de la fachada luminosa y romántica que nosotros vemos, no hay más que tinieblas. Estoy convencida de que es así.
Pero la oscuridad está bien. No te ciega, no te hace creer que el mundo es de colores.
Y lo de marcharse también está bien. He metido poquísimas cosas en la maleta, no quiero que los recuerdos me sigan. Me encantaría llevarme la Vespa conmigo, pero el viaje es demasiado largo. Me gustaría que me acompañases, pero eso también es imposible.
Por eso voy a coger la vida como venga, con la esperanza de que deje de hacerme tanto daño.
Bianca
–Ya sabes de qué va esto. Tú aceptas. Sin rechistar. Nosotros nos ocupamos del transporte y de la excavación, y luego te entregamos el dinero. Tus tierras volverán a estar como antes, no se notará nada.
El hombre, bajo y moreno, de rostro curtido por el sol y por el tiempo, escrutó a Angelo con desconfianza. Luego contempló por un instante la tierra, oscura, salpicada de olivos, y negó despacio con la cabeza.
–¿Qué es lo que no te parece bien, eh? –le urgió Angelo con la voz alterada. Con solo veintidós años tenía el tono grave y ronco de los que acostumbran a fumar y a gritar. Su cuerpo nervioso no soportaba la falta de acción. Incluso cuando tenía que permanecer quieto, a la espera, no podía dejar de balancearse sobre los pies con impaciencia.
El hombre volvió a negar con la cabeza.
–Quiero el dinero cuanto antes.
Angelo se echó a reír y miró por encima del hombro. A poca distancia de ellos dos, a la entrada del camino que llevaba a la finca, estaba estacionado un enorme todoterreno negro, manchado del polvo del campo. Apoyado en una de las puertas estaba un chico de pelo oscuro con las piernas cruzadas, aparentemente más joven que Angelo. Llevaba vaqueros y camiseta, daba la impresión de que estuviera a punto de echar a correr detrás de un balón en mitad de aquellos campos con olor a flores y a tierra recién arada.
En lugar de eso, devolvió la mirada a Angelo y alzó levemente el mentón, en una actitud más adulta de lo que aparentaba.
–Un trato es un trato, viejo estúpido –exclamó Angelo con una sonrisa que en un instante se había convertido en una mueca torcida. Se echó mano al bolsillo trasero del pantalón, donde tenía la pistola. Sentía palpitaciones en los dedos.
–Mi mujer tiene que hacerse la operación cuanto antes –insistió el viejo–. No puedo esperar, no hay tiempo.
Angelo ignoró el tono suplicante y las lágrimas que asomaban a los ojos del agricultor. Siempre la misma historia. Todos tenían algún asunto que resolver, todos querían el dinero de inmediato. Pero ninguno tenía la mínima idea de lo que significaba manejar un negocio como aquel. Angelo no podía fiarse de nadie.
Sacó la pistola y apuntó al viejo en la sien. Éste se irguió al instante.
–Vamos a ver si así te convenzo. Voy a abrirte un agujero en la cabeza y a meterte dentro una idea muy simple: nosotros no pagamos por adelantado.
–¡Angelo! –gritó el chico junto al coche, enderezándose.
–¡Métete en tus asuntos! –chilló Angelo a modo de respuesta–. Estoy hasta las narices de tratar con estos pedigüeños. Carguémonoslos a todos y quedémonos con sus tierras –añadió, mientras apretaba el cañón de la pistola contra la sien del agricultor–. ¿Qué me dices? ¿Te parece bien? Os mando a ti y a tu mujer derechitos al otro barrio, así vosotros resolvéis vuestros problemas y nosotros, los nuestros.
El hombre, que no se atrevía a moverse, escuchó el sonido de unos pasos rápidos sobre la grava. Un segundo después, el chico moreno estaba junto a ellos.
–¿Qué es lo que estás haciendo? –exclamó, mirando la pistola con inquietud–. Tano ya te ha avisado, no hagas ninguna tontería.
Al escuchar el nombre de su padre, Angelo aflojó un poco la presión sobre el arma. Los nudillos recuperaron el color. Y el viejo, instintivamente, aprovechó para escapar. Echó a correr, como si creyera que podía alcanzar la casa antes de que el proyectil de Angelo lo alcanzara a él. Como si los muros del lugar donde había nacido y crecido pudieran bastar para protegerlo.
–Maldito bastardo –dijo Angelo apuntándole. El chico moreno fue más rápido: con un movimiento de la mano desvió el brazo de Angelo, que disparó al aire. La bala silbó y acabó clavándose en el tronco de un olivo cercano.
Angelo volvió a echarse a reír. Ver cómo aquel viejo corría a trompicones, con los pantalones probablemente mojados, lo ponía de buen humor.
–Déjame que al menos me divierta. De todas formas, no vamos a sacarle nada –concluyó con voz firme. Apuntó y comenzó a disparar de modo que las balas pasaron rozando al viejo sin llegar a darle, levantando nubecillas de polvo en torno a sus pies.
Una mujer apareció en la puerta de la casa y se puso a gritar algo en un dialecto incomprensible.
–Fantástico –dijo el chico moreno–. Llamemos la atención de todo el vecindario.
Se encaminó hacia el coche.
–Date prisa, alguien llamará a la policía –añadió, apretando el paso.
–Me encantaría dispararle a algún madero –comentó Angelo, alcanzándolo y abriendo la puerta del lado del copiloto.
–Y a mí a veces me gustaría dispararte a ti –murmuró el chico, mientras se montaba en el asiento del conductor y encendía el motor. Salió del camino haciendo chirriar las ruedas del coche y dejando tras de sí una densa polvareda blanca.
Angelo encendió el equipo de música, subió el volumen al máximo y se puso a cantar con el brazo fuera de la ventanilla.
–Todavía no estás satisfecho, ¿a que no? –preguntó el chico moreno, con la mirada, dura y severa, puesta en la carretera.
El otro no se tomó la molestia de contestarle. Se limitó a cantar más alto todavía.
El coche desembocó en la carretera principal, alejándose de los olivares en dirección a la ciudad. Por las ventanillas abiertas se colaba la brisa del mar, siempre tan cortante en septiembre, siempre tan intensa después del calor veraniego.
–¿Qué es lo que piensas hacer ahora? –volvió a preguntar el chico, alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido–. Has fastidiado cinco contactos de los cinco que teníamos. Tano no estará contento.
Angelo se calló. Después apagó el equipo de un manotazo violento.
–Tano, Tano, no haces más que nombrarlo. Es mi padre, no te olvides de eso. Y este negocio lo llevo yo –gritó, revolviéndose en su asiento–. De todas formas, sus métodos ya no funcionan. ¿No ves cómo apestan a rancio? ¡Hasta el olor se me mete en la garganta! Si sigue así, lo acabarán quitando de en medio.
El chico apretó los labios.
–Él sabe lo que se hace. Al contrario que tú.
Angelo exhaló un profundo suspiro.
–Escucha, este sitio da asco. La gente está tan apegada a sus tierras que parece que te estén vendiendo su propia sangre.
–Puede que sea así.
Angelo se rió.
–Me gusta la idea. Pero en serio, deberíamos volver a nuestro territorio. Allí es todo más fácil, a la gente no le importa en absoluto tener un poco de mierda debajo del culo. Están acostumbrados –estaba cada vez más acalorado–. Podríamos encontrar un agujero en cualquier sitio.
–No. Tenemos a los otros clanes encima y Tano lo sabe –replicó el chico–. Debemos encontrar algún sitio donde deshacernos de los residuos y mantener el asunto en secreto.
–No lo será por mucho tiempo. Incluso los olivos tienen ojos y oídos.
–Lo sé, pero hasta que lo consigamos, llevamos ventaja a los demás.
Angelo se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos.
–La cabeza me está matando.
Abrió la guantera del coche y empezó a revolver entre los documentos y demás trastos. Con una mano temblorosa, sacó una cajita de metal satinado.
–¿Qué estás haciendo? –inquirió el chico moreno mientras reanudaba la marcha. Vio que el otro había cogido un espejito sobre el que esparcía unos polvos blancos–. Joder.
Frenó con brusquedad y se quedó clavado en el arcén de la carretera desierta, junto a un campo baldío y desolado. El polvo blanco se había desparramado por todas partes. Angelo puso cara de incredulidad, pero no le dio tiempo a reaccionar, el otro ya se había bajado del coche.
–¡Maldito gilipollas! –gritó, mientras se bajaba él también.
–Prometiste que lo dejarías –exclamó el chico–. ¡Estás fuera de control!
–Ya está bien de tanta historia –replicó Angelo–. Así no hay manera de controlar el estrés. De vez en cuando tengo que meterme, es mi forma de ponerme las pilas.
–Nos pones a todos en peligro –dijo el chico entre dientes. Los dos se miraron a los ojos, atravesados por una corriente de odio profunda y recíproca, un odio que había nacido años atrás, sobre los escombros de su infancia, sin que ninguno de los dos hubiera sido consciente de ello. Quizá hasta ese preciso momento–. Si no te hubiera detenido, habrías matado a ese viejo –continuó el chico.
Angelo escupió en el suelo y se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
–Para nosotros, matar a alguien significa dos cosas: que te tienes que ocupar del cadáver –añadió el chico–, y que llamas la atención de la policía. No es tan difícil de entender. ¿Y qué habrías hecho después? ¿Habrías matado también a la mujer? Así no se puede trabajar, Angelo. Acabarás con todos nosotros, si es que antes no te echan.
–No me gusta tu tono. Tú no eres nadie –murmuró Angelo lanzándole una mirada perversa. Se dio media vuelta, llegó a la puerta del coche y a continuación, se subió al asiento del conductor.
–Deberías recordar que aquí el jefe soy yo –gritó desde el interior. Luego puso el equipo de música a todo volumen y salió disparado, pasando bruscamente de la segunda marcha a la tercera.
El chico moreno vio cómo se alejaba el coche y sacó la pistola del bolsillo trasero de los vaqueros. Guiñó un ojo, tenía el coche de Angelo en el punto de mira. Habría bastado con disparar, agujerearle una rueda, esperar a que se saliera de la carretera y que el impacto lo dejara seco. Su pulso era firme, tenía una probabilidad de nueve entre diez.
En lugar de eso, el chico bajó el brazo con lentitud, vio cómo el coche giraba en una curva, y devolvió la pistola a su sitio. Del otro bolsillo sacó un reproductor de Mp3 y se colocó los auriculares, subiendo a tope el volumen de la música.
En realidad, no existe el lado oscuro de la luna. De hecho, toda ella es oscura.
Echó a andar despacio, inspirando el aire salobre y pensando que antes o después, no importaba cuándo, encontraría la forma de ajustar cuentas con la vida.
Era sólo cuestión de saber esperar. En la sombra.
A Bianca, lo primero que le chocó de aquella ciudad desconocida fue su luz implacable.
Un sol fulgurante recortaba las sombras como si fuera una cuchilla, se reflejaba sobre la piedra blanca de las construcciones más antiguas, sobre los muros de piedra que bordeaban la costa formando malecones. La brisa limpia de septiembre también añadía luminosidad a las olas, al cielo, al rostro de la gente. El paisaje, barrido por el viento, era de una claridad cegadora.
Bianca se puso las gafas de sol y entornó los ojos.
Durante el interminable viaje desde Milán, que habían dejado a su espalda con un regusto a nostalgia bajo un amanecer gris pálido, Bianca había contado las palabras que había pronunciado su padre, que conducía a su lado.
«Veinticinco.»
–Casi hemos llegado.
«Veintiocho.»
Francesco Prandi, de profesión juez, no siempre había sido tan callado. Ahora la curvatura de la boca apuntaba hacia abajo, pero en tiempos se abría en una sonrisa luminosa o pronunciaba discursos acalorados. De repente todo se acabó, bruscamente, sin previo aviso. Incluso el traslado había sido decidido usando el mínimo de palabras necesarias, como si novecientos kilómetros fueran algo ridículo comparado con la distancia que se había creado entre ellos en casa. Entre él y su mujer, la madre de Bianca. Entre Bianca y ellos, sus padres.
El juez giró, siguiendo la voz metálica del navegador, y se encontraron en un barrio de edificios idénticos, alineados en orden como si fuese un laberinto de sentido único que obligara al padre y a la hija a describir un recorrido retorcido hasta llegar al portal adecuado.
Bianca observó la que iba a ser su nueva casa.
Eran las tres de la tarde y la calle estaba desierta. El asfalto mojado apestaba a pescado, como si hubiera habido un mercado allí.
Mientras descargaban el equipaje, Bianca notó que había algunas personas asomadas a las ventanas y a los balcones que parecían estar disfrutando del espectáculo. Se sintió incómoda y agachó la cabeza, para evitar la mirada de aquellos extraños.
–¡Oiga! ¡Usted! –gritó una vieja desde el primer piso del edificio de enfrente.
El juez se giró, mientras Bianca deseaba que se la tragase la tierra.
–Tiene que llamar al portero para pedir las llaves –continuó la vieja, asegurándose con su tono de voz de que la noticia llegara a todo el vecindario–. El dueño ha dicho que si tienen problemas lo pueden llamar a cualquier hora. Pero mejor después de las cuatro y media, que ahora está durmiendo.
–¡Gracias! –gritó el juez a modo de respuesta, esbozando una media sonrisa.
–¿Durmiendo? –susurró Bianca–. ¿Es que está enfermo?
El juez negó con la cabeza.
–Aquí la siesta es sagrada.
Bianca se aproximó a la entrada y vio que la vieja la saludaba con la mano.
–Bueno, no para todos –comentó, aliviada de estar por fin a la sombra del portal del edificio.
Subieron los cinco pisos a pie con una maleta cada uno, tras la espalda maciza del portero, que no cesó de contarles chismes no siempre comprensibles sobre la comunidad y el barrio. Bianca escuchó el sonido de aquel dialecto desconocido y se preguntó con cierto temor si en unos pocos meses ella también estaría hablando así.
–De noche no se puede aparcar aquí en la calle –decía el hombre–, porque tenemos el mercado del pescado y a las cinco de la mañana montan los puestos. Se llevan el coche y te multan.
–¿Un mercado? –preguntó Bianca con sequedad–. ¿Cada cuánto tiempo?
–Todos los días –respondió el portero–. Cuando queráis pescado fresco sólo tenéis que bajar las escaleras, es comodísimo.
Bianca se abstuvo de replicar que en su casa se comía pescado tres veces al año como mucho. Y en cualquier caso, era pescado de ciudad, de ése que no huele mal y que se está quietecito en el congelador.
El portero llegó jadeando al último piso, un rellano rebosante de macetas, e introdujo la llave en la cerradura de una de las dos puertas marrones y lustrosas. Bianca observó la de los vecinos: estaba segura de que alguien los observaba desde la mirilla. Se apostó para no ser vista y después siguió a su padre y al portero al interior del piso, cerrando la puerta tras de sí de un portazo.
–La terraza es una joyita –dijo el portero mientras subía las persianas de madera verde dejando que la luz blanca inundase las habitaciones y revelase los detalles. Había una cocina pequeña, un saloncito al que se accedía directamente desde la entrada y, atravesando una cortina de cuentas de colores se llegaba a la zona de los dormitorios, dos habitaciones pequeñas con un baño. Los radiadores estaban pintados de distintos colores: naranja, verde, rosa.
–Es una casa rara –comentó el juez, observando el papel estilo años setenta, estampado de flores amarillas, que cubría las paredes del dormitorio que daba a la terraza.
–El chico que vivía aquí –le informó el porterotambién era un poco rarito, si entiende lo que quiero decir. Ahora se ha ido a Londres, pero el propietario no ha tenido tiempo de volver a pintar, ustedes tenían prisa y esto es lo que hay.
Bianca se asomó a la terraza y divisó un mar de tejados y antenas de televisión. Al fondo, apenas si se distinguía una sutil franja de mar, color azul brillante.
–¿Quieres quedarte esta habitación? –le preguntó el juez a su hija–. Yo puedo dormir en la otra, no necesito mucho espacio.
Bianca asintió. Le gustaba el papel de pared con sus floripondios. Y, además, había un escritorio grande que le serviría para dibujar y pintar sin necesidad de tirarse en el suelo.
El juez se despidió del portero no sin dificultad, prometiéndole que pronto le entregaría una lista de las cosas que iban a necesitar, desde alguien que se ocupara de la limpieza a alguna tienda que les trajese la compra. Le metió cinco euros en el bolsillo y finalmente consiguió desembarazarse de él.
El silencio los envolvió por unos pocos segundos, hasta que el timbre empezó a sonar con insistencia.
–Soy Antonia, la vecina –exclamó una voz desde el exterior. El juez fue a abrir y se encontró frente a una mujer baja y robusta, vestida con una bata de cuadros sin mangas y unas pantuflas verdes de suela de goma. En la mano llevaba un plato de loza blanca cubierto por un trapo de tela–. Les he escuchado llegar y he pensado que quizá tendrían hambre después del viaje.
Entregó al juez el plato, que lo cogió con una sonrisa cansada.
–Muchísimas gracias. No debería haberse molestado, nos hemos tomado un bocadillo por el camino.
La mujer hizo un gesto de impaciencia.
–Tienen que ocuparse de una mudanza, ¿cómo van a arreglárselas solo con un bocadillo? –replicó–. Y encima, su mujer no está para cocinarles.
Bianca había permanecido escondida detrás de la cortinilla de cuentas, escuchando a hurtadillas. ¿Cómo es que aquella mujer sabía que su madre se había quedado en Milán? ¿Y por qué les traía la comida?
–Si necesitan cualquier cosa, no tienen más que llamar –continuó la señora Antonia, mientras asomaba la cabeza para echar una ojeada–. Casi siempre estoy en casa.
–Gracias de nuevo, señora, es usted muy amable –dijo el juez–. Le devolveré en seguida sus cosas –dijo el juez, cerrando la puerta con delicadeza, pero con mano firme.
Mientras su padre se retiraba al cuarto de baño para darse una ducha, Bianca se acercó a la mesa donde había dejado el obsequio de la vecina y levantó el trapo. Un intenso aroma a berenjena, salsa de tomate y albahaca le asaltó la nariz.
«Esto lleva por lo menos dos dedos de aceite», pensó, pero de todas maneras se dirigió a la cocina y hurgó en un cajón hasta dar con un tenedor. Cada bocado que se llevaba a la boca tenía un sabor extraño, como a casa ajena, a sol, a frito. No se parecía en absoluto a aquello que había dejado atrás, ni siquiera los olores o la comida. De repente se sentía triste. Quizá había cometido una estupidez. Quizá habría hecho mejor quedándose con su madre, en Milán. En el instituto con sus compañeros. Salir huyendo hasta aquí con esa especie de oso que tenía como padre podía acabar de un modo desastroso.
Pero quedarse allí tampoco habría sido posible.
Bianca cerró los ojos y repasó aquel día que había tenido lugar hacía cuatro semanas.
Llovía y la mochila le pesaba, llevaba dentro al menos tres kilos de material de dibujo y libros de texto. Había echado a correr porque no llevaba paraguas, y después había decidido guarecerse en un portal. No debía de estar allí, sino sentada y calentita en su pupitre. Había estado vagando por el centro de la ciudad casi toda la mañana, sin propósito alguno, con la mirada puesta en los pies y los auriculares con la música a tope.
¿Por qué debería tener miedo a la muerte? No hay ningún motivo, antes o después hay que marcharse.
Había escuchado aquella estrofa de la canción «The great gig in the sky» por lo menos cien veces. Después, la lluvia la había obligado a guarecerse en un portal y a levantar la vista. En la acera de enfrente había un restaurante con un ventanal, a través del cual se veía gente comiendo. Su madre estaba sentada a una de las mesas, estaba sonriendo a un hombre. Un desconocido de cabello entrecano le daba de comer en la boca y le hablaba y, por lo que parecía, la hacía sonreír después de meses de depresión y silencio. Bianca no le había visto en su vida y en ese momento decidió que no quería volver a verlo nunca más. Con las lágrimas empapándole la cara y entremezclándose con las gotas de lluvia, había salido de allí corriendo, intentando interponer la mayor distancia posible entre ella y aquella escena repulsiva.
Todavía recordaba la sensación del pelo, largo y negro, pegándosele a la cara y al cuello como si fuese un manojo de algas, de las piernas que parecían no querer detenerse nunca. Recordaba el sabor a vómito después de salir del baño, en su casa. Su padre le había preguntado qué le pasaba, con el rostro surcado de arrugas recientes, y Bianca había vuelto a vomitar.
Se llevó a la boca otro trozo de berenjena a la parmesana para cubrir el recuerdo del regusto ácido mezclado con las lágrimas. En ese momento llamaron al portero automático.
–¿Es que no vamos a tener ni un momento de tranquilidad? –bufó, levantándose de un salto.
–Debe de ser el mensajero –dijo su padre desde el baño–. Estoy esperando un paquete. ¿Podrías bajar tú, por favor?
La idea de bajar y subir cinco pisos de escaleras no le apetecía para nada, pero no lo dijo. En lugar de eso, contestó y dijo al mensajero que esperase.
Cuando abrió la puerta de la calle, vio una furgoneta y a dos hombres que estaban descargando algo voluminoso. Para bajarlo, lo deslizaron sobre sus dos ruedas por una pasarela apoyada sobre el pavimento.
Bianca reprimió el impulso de ponerse a dar gritos de alegría mientras en su interior estallaban los fuegos artificiales. Incluso sonrió a la viejecita que todavía estaba asomada al balcón, empeñada en dar instrucciones a los dos transportistas.
Su Vespa. La vieja Vespa destartalada que no quiso mandar al desguace, que no quiso sustituir por un ciclomotor más moderno y manejable. Pensaba que no volvería a verla hasta Navidad.
Bianca se acercó a la Vespa y puso la mano sobre el acelerador, para asegurarse de que era la suya. Comprobó que la abolladura de la plancha delantera que Daniele le había hecho años atrás seguía como la había dejado.
–¿Firma usted? –le preguntó uno de los hombres mientras le pasaba un recibo y un bolígrafo. Bianca escribió su nombre y apellido en la parte inferior del documento, y después empujó la Vespa hasta el portal. La sujetó a un poste con una cadena que tenía enrollada bajo el sillín, y después de mirarla unos segundos, corrió al piso subiendo las escaleras de dos en dos.
–¡Papá!
El juez salió del baño con una toalla alrededor de la cintura. Estaba sonriendo.
–¿Qué pasa? ¿Ha llegado el paquete?
Bianca dudó un segundo, luego lo abrazó impulsivamente. Llevaba meses sin hacerlo.
–Gracias –le dijo.
–Te hará falta –comentó él avergonzado, mientras se deshacía del abrazo–. Yo estaré muy ocupado, así tendrás independencia para ir y venir a tu antojo.
Bianca sabía cuánto absorbía el trabajo a su padre, sobre todo desde hacía un año. Por eso se limitó a asentir.
–¿Te molesta si voy a dar una vuelta?
–¿Ahora?
–Sí, mientras tú terminas de instalarte. Así no seré un estorbo.
Un minuto más tarde estaba conduciendo. Delante de ella se abrían calles desconocidas. Sabía en qué dirección estaba el mar por el olor, como si emanase de él una especie de fuerza magnética. Y, también, porque lo había visto desde la terraza. Era extraño orientarse así. Delante, el mar, detrás, el resto. Se podía seguir la costa hacia el sur o hacia el norte sin perderse nunca. Bianca observó las gaviotas que revoloteaban encima de ella y de pronto vio el paseo marítimo.
A pesar de que hacía sol, el mar estaba revuelto. Era de un color azul rabioso salpicado de espuma blanca, que centelleaba como cuchillas veloces. Bianca imaginó la quietud y la oscuridad bajo las olas. Una quietud similar a la de la muerte, pero también repleta de vida y de energía.
Sonrió. Sabía que acababa de encontrar un amigo.
Querido Daniele:
Hoy he hablado con las olas.
Creo que en el mar yacen todos nuestros secretos. Viven junto a los peces pero las redes no consiguen capturarlos. Y aunque lo consiguieran, los secretos morirían en cuanto fueran expuestos a la luz del sol. Porque se nutren de oscuridad y de silencio. Como yo.
Bianca
Las chicas y los chicos del grupo B del último curso observaron a la recién llegada con curiosidad.
Una desconocida de piel demasiado clara, como si nunca la hubiera rozado ni un rayo de sol, con el pelo negro y ondulado, que hacía que sus ojos verdes parecieran más interesantes de lo que en realidad eran.
Guapa no era, dictaminaron las chicas. Al menos no en el sentido estricto de la palabra.
No llevaba maquillaje, salvo el esmalte desportillado de las uñas, color morado oscuro. No vestía de una forma rebuscada y parecía que no le gustasen demasiado los colores vivos: la falda por la rodilla era de color negro, al igual que la camiseta y las botas que llevaba a pesar de que todavía hacía calor.
No había sonreído a nadie de la clase. No había hablado demasiado, pero las pocas palabras que habían salido de sus labios las había pronunciado con un marcado acento del norte.
La Santoro, la profesora de Anatomía, la había invitado a que escogiera un pupitre y ella se había dirigido al fondo del aula, a la esquina más alejada de la ventana. Se llamaba Bianca Prandi. Sus dibujos no estaban nada mal, sobre todo los realizados a carboncillo. Y las notas que traía de su antiguo instituto indicaban que era una estudiante de las buenas.
–Hola –le susurró el chico sentado delante de ella, después de girarse–. Soy Leo.
–Hola –respondió ella educadamente. En seguida apartó la mirada y se puso a hurgar en su mochila. Por un segundo, el chico le había mirado las tetas. Detestaba que los hombres hicieran eso. Se preguntó cómo habría reaccionado Leo si en lugar de dirigirse a él mirándole a la cara, se hubiese puesto a charlar con su entrepierna.
Bianca extrajo el cuaderno de bocetos y el estuche. Inclinó la cabeza sobre la mesa y comenzó a dibujar, como les había pedido la profesora.
Cuando dibujaba, encontraba un cierto sentido en las líneas negras que trazaba sobre el papel. Eran como calles que la guiaban hacia un lugar solitario, hecho a base de música, pero también de silencio, donde el rumor del resto de la gente, de la ciudad, del transcurrir de un tiempo que nunca sería futuro, desaparecía.
No sabría precisar cuánto tiempo estuvo con la cabeza agachada, la mirada puesta en el folio, y el pelo cubriéndole la cara como si fuese una cortina.
–¡Eh! ¿Estás en este planeta?
La voz la trajo de vuelta al presente. Miró hacia arriba y vio el rostro sonriente y pecoso de una chica que parecía demasiado pequeña para estar en último curso.
–Ha sonado el timbre del recreo. ¿Vienes a dar una vuelta? –preguntó a la vez que le tendía la mano–. Me llamo Valeria, puedo ser tu guía turística, si tú quieres.
Bianca le estrechó la mano y asintió. Antes o después tendría que aprender a moverse en aquel instituto enorme y desconocido, por lo que decidió que lo de tener una guía no era mala idea. Le evitaría retrasos y hacer el ridículo.
–¿De dónde eres? –le preguntó Valeria después de andar un rato por los pasillos, sorteando chicos y chicas como si estuvieran en un videojuego.
–Pensaba que normalmente eran los turistas los que hacían las preguntas a la guía –respondió Bianca con una sonrisa tirante. Valeria no se percató de lo violento de la situación y se echó a reír. Una risa sana y vibrante.
–Tienes razón –exclamó–. ¿Qué es lo que quieres saber? ¿Dónde está el baño? ¿Quiénes son los camellos del instituto? ¿O quién es el chico más guapo?
–Venga, el chico más guapo –respondió Bianca, intuyendo que ésa era la respuesta más adecuada. Sabía que, evidentemente, Valeria le iba a enseñar al chico más guapo en su opinión. Le siguió el juego; observar a los demás era preferible a ser observada. Bajaron a la planta baja y salieron al gran patio cuadrado, en cuyo centro crecía un único y mísero árbol. Hacía un sol de justicia pero a los estudiantes no parecía importarles, ya que todos estaban a plena luz y casi todos vestían ropa veraniega. De hecho, algunos iban en chanclas. Bianca pensó que su madre, antes de salir de casa para ir al instituto, le había contado por teléfono que en Milán estaba lloviendo a cántaros. El típico otoño, frío y húmedo.
–Ahí está. Se llama Andrea –susurró Valeria, señalando con un gesto de los ojos a un chaval que estaba apoyado en una pared junto a unos amigos. Iban vestidos como de raperos, con vaqueros anchos y la gorra puesta de cualquier manera excepto la correcta.
–No está mal –comentó Bianca, aunque pensaba todo lo contrario. Demasiado bajo. Casi todos los chicos en el patio eran unos retacos. No es que ella fuese altísima, pero en cuestión de chicos, la altura le parecía importante. Y en cualquier caso no estaba interesada en ninguna relación que fuera más allá de ser compañeros de clase.
Valeria continuó charlando, mientras iba señalando un chico por aquí, una chica por allá, refiriendo distintas anécdotas y noticias picantes. Por lo que parecía, en aquel instituto la privacidad no era un concepto demasiado extendido.
–¿Vamos dentro? Tengo calor –dijo Bianca en el preciso instante en que sonaba el timbre y el patio empezaba a vaciarse.
–Tenemos que volver sí o sí –suspiró Valeria. Se encaminaron juntas hacia el interior, siguiendo la corriente–. Pero tu ropa no es la más adecuada. Aquí hace calor hasta octubre, me parece que has hecho el cambio de armario demasiado pronto.
Bianca se encogió de hombros.
–No me gusta llevar los pies al aire.
–Y en la playa ¿qué haces?, ¿vas con botas? –bromeó Valeria. Bianca, irritada, se giró para mirarla a la cara, pero vio que la otra no lo decía con malicia. Era una broma inocente.
–No voy.
–¿Nunca? –preguntó Valeria con incredulidad.
–Nunca.
–¿Y qué es lo que haces en verano?
Habían llegado a clase y el profesor ya estaba sentado a su mesa, así que se vieron obligadas a interrumpir su conversación y Bianca pudo volver a su sitio, a mirar las espaldas de los demás.
Era de noche cuando Bianca llegó a casa. Ya en el descansillo escuchó voces desconocidas junto a la de su padre, grave y profunda, provenientes del interior del piso.
Abrió la puerta con cautela, como si temiese molestar a alguien o como si esperase, contra toda lógica, que nadie se percatase de su llegada.
–Estás aquí –le dijo su padre a modo de bienvenida. Estaba sentado en el sofá junto a un señor bigotudo, con traje y corbata, de aspecto bonachón a la vez que severo. De pie, curioseando entre los libros de las estanterías, había un chico de pelo rubio, con vaqueros y camisa celeste–. Ella es mi hija Bianca.
–Por suerte no se te parece –bromeó el hombre del bigote–. Soy Dario Leone, un viejo amigo de tu padre. Él es mi hijo Paolo.
Se estrecharon la mano con cordialidad y a Bianca no le pasó desapercibida la sonrisa sincera del chico, que la observaba del mismo modo que antes había hecho con los libros: estudiándola minuciosamente. Al menos no le había mirado las tetas.
–¿Os quedáis a cenar? –preguntó el juez levantándose del sofá y dirigiéndose a la cocina, donde ya había una olla puesta a hervir.
–No queremos molestar –respondió Leone sin mucho convencimiento.
–No es ninguna molestia –replicó el juez desde la cocina–. Mi vecina se empeña en traerme la comida, está convencida de que moriré de hambre sin mi mujer.
Los dos hombres se rieron.
–Bueno, si es cocina casera –concluyó Leone–, entonces es una oferta que no puedo rechazar.
Leone se reunió con su amigo para echarle una mano y Bianca, finalmente, se decidió a dejar caer la mochila al suelo. Sentía los ojos de Paolo clavados en ella. Le devolvió la mirada un segundo, y a continuación empezó a poner la mesa para huir de una posible conversación.
–Tenéis unos libros un poco raros –comentó Paolo.
–No son todos nuestros –replicó Bianca, mientras sacaba el mantel de un cajón del mueble de la sala de estar–. Esos tan tristes con las tapas azules o granates y letras doradas son de mi padre. Esos tan divertidos sobre diseño o sobre juguetes años sesenta son del antiguo inquilino.
–Tu padre ha dicho que te gusta dibujar –dijo Paolo.
–Más o menos.
–Yo soy un negado para eso. Ni siquiera soy capaz de sostener un lápiz en la mano –comentó él–. De hecho, estoy haciendo el bachillerato tecnológico. Ya sabes, temas de contabilidad, cálculo y números, y muchas tablas con datos.
–Es lo que tiene usar el hemisferio izquierdo del cerebro, no es tu culpa.
Paolo soltó una risita.
–Entonces, ¿qué te parece la ciudad? ¿Estás a gusto?
Bianca se encogió de hombros. Ya había respondido a demasiadas preguntas, estaba cansada de aquel interrogatorio. Y además, le daba la sensación de que Paolo quería ganarse su confianza demasiado rápido, como si sintiese que la amistad entre sus padres le autorizaba.
Por eso se alegró de que los dos regresaran al salón trayendo consigo las bebidas y una fuente de pasta humeante. Puede que Paolo cerrase el pico mientras comía.
Y, como había previsto, su padre fue el que monopolizó la conversación. Después de un par de chistes, Bianca dedujo que Leone era comisario de policía y no se sorprendió. Los amigos del juez solían encajar en ciertas categorías, todas ellas ligadas de alguna forma a su trabajo.
–En fin, yo digo que deberíamos volver a interrogar a ese agricultor –estaba diciendo al comisario, que llevaba casi cinco minutos rallando parmesano sobre su plato. Bianca pensó que, de seguir así, la montaña de queso acabaría sepultándolos a todos–. En mi opinión no nos ha dicho la verdad.
–Tú no conoces a la gente de esta zona, Francesco –replicó Leone–. Si los presionas demasiado, se cierran en banda. Debemos andarnos con cuidado.
–¡Pero no tenemos tiempo! –exclamó el juez. Bianca notó que se le habían puesto rojas las orejas. Le sucedía cada vez que se acaloraba por algo. En los últimos tiempos, sólo cuando hablaba de trabajo–. Debemos actuar más rápido que ellos.
–Déjame terminar mi investigación –insistió Leone, mientras revolvía su plato, donde el queso se había convertido en una plasta blanca–. Te digo que esa gente no es de por aquí. Antes de hacer el próximo movimiento, debemos tener claro quiénes son y sobre todo quién los ha enviado.
Mientras los dos discutían animadamente, Paolo se inclinó hacia Bianca.
–Se trata de una red de tráfico de residuos tóxicos –le dijo en voz baja–. Parece ser que se trata de un clan en busca de tierras para llevar a cabo vertidos ilegales. Se han puesto en contacto con varios agricultores y algunos incluso han sido amenazados.
–¿Ah, sí? –dijo ella, no demasiado interesada. En la medida de lo posible evitaba conocer los detalles del trabajo de su padre. Lo normal era que se tratase de crímenes espantosos que él creía que podía resolver, castigar o incluso prevenir. El hecho de que la mayoría de las veces no consiguiera hacer justicia no lo alteraba lo más mínimo. Era de esas personas que siempre caminan hacia delante; Bianca pensaba a menudo que quizá estuviese ciego, ciego por dentro, y que no quería ver la realidad tal y como era: injusta.
–Es algo grande, un pez gordo del norte, todavía no se sabe qué industrias están involucradas –añadió Paolo, dándoselas de experto–. Tu padre y el mío están siguiendo una pista para detener a los responsables antes de que pasen a la acción.
Bianca continuó masticando.
–¿Es que tú también eres policía? –le preguntó sarcástica, antes incluso de tragarse el bocado.
–Puede –murmuró Paolo, orgulloso–. Cuando me gradúe, quiero entrar en la policía científica. Me gustaría seguir los pasos de mi padre, pero a mi manera.
–Qué emocionante –comentó ella.
Paolo la miró con cara de desilusión.
–Eso no es lo que piensas, ¿verdad? –le preguntó–. A juzgar por tu cara no parece importarte ni lo más mínimo lo que digo –Paolo la observó con resentimiento–. Perdóname si he dado la impresión de querer invadir tu intimidad. Acabas de llegar y he pensado que te gustaría conocer a alguien.
Bianca, sonrojada, se escondió por un instante detrás del pelo, fingiendo que se lo peinaba con los dedos.
–No pretendía ser descortés –le dijo–. Y no creo en la justicia.
–¡Bianca!
Su padre la reprendió con sequedad, en un momento de silencio imprevisto.
–Olvídalo –añadió ella, girándose hacia Paolo–. Mi padre no quiere que diga cosas así. De hecho, ni siquiera quiere que las piense. Por suerte, mi cerebro todavía no está dentro de su jurisdicción.
A continuación hubo unos instantes embarazosos, y Leone observó a su amigo con expresión interrogante. El juez se encogió de hombros y trató de sonreír.
–Adolescentes. Creen que conocen el mundo y, en realidad, ni siquiera se conocen a sí mismos.
Leone se relajó.
–Ah, sí, y las mujeres ¡son tan complicadas! –exclamó mientras se servía vino–. Si tuviese una hija, también necesitaría el manual con las instrucciones.
Bianca los dejó hablar.
También dejó que Paolo continuase dirigiéndole miradas extrañas durante el resto de la velada. Se limitó a ignorarle y, cuando le resultó posible, fue a encerrarse en su habitación con la excusa de que tenía deberes. Después de clase había estado dando vueltas con la Vespa durante el resto de la tarde, y ahora tenía que aprovechar las últimas horas del día para hacer los ejercicios de dibujo.
Cogió el cuaderno de bocetos, afiló un lápiz graso y comenzó a deslizarlo sobre el papel con la perfección que la caracterizaba.