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«Serafita» es una novela con temas de androginia. Fue publicada en la Revue de Paris en 1834. En contraste con el realismo de la mayoría de las obras más conocidas del autor, la historia profundiza en lo fantástico y lo sobrenatural para ilustrar temas filosóficos.
En un castillo en Noruega cerca del fiordo Stromfjord, Séraphitüs, un ser extraño y melancólico, esconde un terrible secreto. Séraphitüs ama a Minna, y ella le devuelve este amor, creyendo que Séraphitüs es un hombre. Pero Séraphitüs también es amado por Wilfrid, quien considera que Séraphitüs es una mujer (Serafita).
En realidad, Séraphitüs-Séraphîta es un andrógino perfecto, nacido de padres que según las doctrinas de Emanuel Swedenborg han trascendido su humanidad, y Séraphitüs-Séraphîta es el ejemplo perfecto de la humanidad.
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Veröffentlichungsjahr: 2021
Honoré de Balzac
SERAFITA
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 979-12-5971-057-4
Greenbooks editore
Edición digital
Enero 2021
www.greenbooks-editore.com
SERAFITA
Viendo sobre un mapa las costas de Noruega,
¿quién no se maravillaría ante su fantástica silueta, largo encaje de granito, donde rugen incansable- mente las olas del mar del Norte? ¿Quién no ha so- ñado con el majestuoso espectáculo que nos ofrecen esas costas sin playas, las caletas, las ense- nadas, y las pequeñas bahías, más bellas las unas que las otras, que no son sino abismos impenetrables?
¿No se diría que la naturaleza se ha complacido en dibujar, con estos imborrables jeroglíficos, el sím- bolo de la vida Noruega, dando a sus costas la con- figuración de la espina de un inmenso pescado? Pues es la pesca lo esencial de su comercio y ofrece
a los hombres, anclados a las áridas rocas como una mata de liquen, casi toda su subsistencia. Allí, donde sobre catorce grados de longitud apenas viven sete- cientas mil almas. Gracias a los peligros sin gloria y a las nieves eternas que los picachos de Noruega reservan a los viajeros, cuyo solo nombre da ya es- calofríos, sus cautivadoras bellezas han conservado su virginidad y se armonizan con los hechos huma- nos, vírgenes también, por lo menos para la poesía, que allí se desarrollaron y que aquí se relatan.
Cuando una de aquellas bahías, simple grieta pa- ra los eiders, es lo bastante ancha para que el mar no se hiele totalmente, aprisionado entre las piedras que golpea día y noche, los nativos dan a este pe- queño golfo el nombre de fiordo, palabra que casi todos los geógrafos del mundo han tratado de natu- ralizar en sus respectivas lenguas. Pese al parecido que entre ellos tienen, cada uno de estos canales ofrece características particulares: en todos ellos el mar invade sus hendeduras, pero por todas partes las rocas se han agrietado de muy distinta manera y sus tumultuosos precipicios desafían la caprichosa terminología de la geometría: aquí, la roca se nos presenta dentada como una sierra; allí, sus plata- formas están demasiado empinadas para que en
ellas descanse la nieve o puedan echar raíces los ai- rosos abetos del Norte; y, más allá, las conmociones del globo han redondeado coquetas sinuosidades, modelando hermosos valles, cuyos rellanos están poblados por árboles de negro plumaje. Estamos tentados de llamar a este país la Suiza de la mar. Entre Drontheim y Cristianía, se encuentra una de esas bahías, llamada el Stromfiord. Si el Stromfiord no es precisamente el más hermoso de aquellos pai- sajes, tiene por lo menos el mérito de ser el com- pendio de las magnificencias terrestres de Noruega y haber sido el teatro de retazos de una historia en verdad celeste.
La forma global de Stromfiord es, a primera vista, la de un embudo desportillado por el mar. El corredor que el mar había labrado allí reflejaba la exacta dimensión de la lucha entre el Océano y el granito, potentes creaciones de la Naturaleza: lo uno por inercia y lo otro por su movilidad. Y, como tes- timonios del combate, ahí están algunos escollos, con formas fantásticas, impidiendo el paso de los barcos. Los intrépidos niños de Noruega pueden saltar de una roca a la otra, como si tal cosa, sin in- mutarse si bajo sus pies hay, en determinados luga- res, abismos que rebasan las cien varas de
profundidad. Aquí, un frágil y tembloroso pedazo de gneiss une dos rocas. Allí, los cazadores o los pescadores han colocado unos troncos de abeto a modo de puente, para enlazar dos estrechas plata- formas, y bajo el cual rugen las olas. Aquella peli- grosa garganta serpentea hacia la derecha hasta que se topa con un picacho, de unas trescientas varas sobre el nivel del mar, y cuya base forma un banco vertical de una media legua de longitud y en la que el inflexible granito no empieza a agrietarse más que a unos doscientos pies encima de la mar. Si ésta irrumpe con violencia en las hendeduras, la fuerza de inercia de la montaña la rechaza con idéntica violencia, obligándola a replegarse hacia otras orillas a las que el vaivén de las olas ha dado suaves silue- tas. El fiordo se termina con un bloque de gneiss coronado de bosques, por donde se despeña, en cascadas, un río, el cual, cuando se funden las nie- ves, forma una capa de agua muy extendida, por la que el río vomita viejos abetos y antiguos alerces, apenas emergidos entre las tumultuosas aguas. Vio- lentamente arrojados a las profundidades del golfo, estos árboles reaparecen pronto en la superficie, se juntan, formando islotes que acaban embarrancan- do en la orilla izquierda, donde los habitantes del
pueblecito que está asentado al borde del Stromfiord los recogen rotos, quebrantados, algunas veces enteros, pero siempre desnudos y sin ramas. La montaña del Stromfiord, cuyos pies aguanta los asaltos del mar y cuya cima cabalgan los vientos del norte, se llama Falberg. Su cresta, siempre cubierta de un manto de nieve y de hielo, es la más aguda de Noruega, donde la proximidad del polo norte pro- duce, a unos mil ochocientos pies de altura, el mis- mo frío que en las montañas más altas de la tierra. La cima de este macizo roqueño que por el lado del mar cae casi verticalmente, por el lado opuesto, ha- cia el este, desciende gradualmente y acoge las cas- cadas del Sieg, con sus valles escalonados en los que el frío no deja crecer más que los brezos y sufridos árboles. La parte del fiordo, por donde se escapan las aguas, orilleando los bosques, se llama el Siegdalhen, palabra que podríamos traducir así: "vertiente del Sieg", que es el nombre del río. La curva que da cara a las plataformas del Falberg se llama el valle de Jarvis, y es un paisaje muy bonito, dominado por colinas cargadas de abetos, de aler- ces, de abedules y de algunos robles y hayas, for- mando así la más rica y la más hermosa de las alfombras que la Naturaleza del Norte ha tendido
sobre aquellas ásperas rocas. A simple vista se pue- de distinguir la línea donde se encuentran las tierras calentadas por el calor solar y en las que aparecen los cultivos y se diversifica la flora noruega. En di- cho lugar, el golfo es bastante ancho para que el mar, rechazado por el Falberg, venga a expirar, murmurando al pie de las laderas, a una orilla bor- dada de fina arena, sembrada de mica, de lentejue- las, de esbeltos cantos, de pórfidos, de mármoles de mil tonalidades, que el río ha traído de Suecia, de escombros marinos, de conchas, de flores de mar, que acarrean las tempestades, y que vienen del polo norte o del mediodía.
Al pie de las montañas de Jarvis se encuentra el pueblo, que se compone de unas doscientas casas de madera, en donde vive una población caída allí, como los enjambres de abejas en un bosque y que, sin pena ni gloria, liban su vida en la salvaje natura- leza que los rodea. La anónima existencia de este pueblo se explica fácilmente: muy pocos hombres se atrevían a arriesgarse por los arrecifes para llegar hasta el mar y darse a la pesca, que es lo que hacen, en gran escala, los noruegos que viven en parajes costeros menos peligrosos. En verdad el pescado del fiordo da casi de comer a sus habitantes; los
pastos de los valles les dan la leche y la mantequilla, y buenas tierras les permiten cosechar centeno, cá- ñamo, y legumbres que los campesinos saben de- fender contra los rigores del frío y el ardor pasajero, pero temible, de su sol, con una habilidad muy ca- racterística en el noruego. La escasez de vías de co- municación, ya sea por tierra, donde los caminos suelen ser impracticables, ya sea por mar, por donde sólo pueden entrar pequeñas embarcaciones, impide que se puedan enriquecer vendiendo sus maderas. Por otro lado, para limpiar el canal del golfo y abrir un paso hacia el interior de las tierras harían falta sumas de dinero muy importantes. Las carreteras de Cristianía a Drontheim se apartan todas del Stromfiord y cruzan el Sieg por un puente situado a varias leguas de su punto de caída. La costa, entre el valle de Jarvis y Drontheim está poblada por in- franqueables bosques, y el Falberg, para redondear su aislamiento, se encuentra también separado de Cristianía por una serie de inaccesibles precipicios. El pueblo de Jarvis quizás hubiera podido comuni- carse con el interior del país y con Suecia por el Sieg; pero, para ponerse en relación con la civiliza- ción, el Stromfiord deseaba un hombre de talento. Y este hombre, en efecto, iba a aparecer: fue un
poeta, un sueco religioso, que murió admirando y respe-fiando las bellezas de este país, como una de las más hermosas obras del Creador.
Ahora, los hombres a los que el estudio ha do- tado de una visión interior y cuya rápida percepción lleva hasta su alma, como en un cuadro, los paisajes más contrastantes del globo, pueden abarcar el conjunto del Stromfiord con suma facilidad. Sola- mente ellos podrían, quizás, adentrarse por los tor- tuosos arrecifes de la garganta, donde se debate la mar, y dejarse llevar por sus olas a lo largo de las plataformas eternas del Falberg, donde las blancas pirámides se funden con los espesos nubarrones de un cielo teñido de gris perla casi permanentemente; y admirar la escotada laguna que forma el golfo, y escuchar las cascadas por donde se precipita el Sieg, partido en múltiples arroyuelos, sobre un pintoresco tapiz de hermosos árboles, diseminados confusa- mente y medio escondidos entre fragmentos de gneiss; y, por fin, descansar, con los risueños cua- dros que presentan a nuestros ojos las coli-nas bajas de Yarvis, donde se yerguen los más ricos vegetales del Norte, por familias, por miríadas: aquí, la de los gráciles abedules; allá, las columnatas de centenarias y musgosas hayas, y por todos lados, el contraste de
sus variados verdes, las blancas nubes coronando los negros abetos, los páramos de brezos purpura- dos y matizados al infinito, es decir: todos los colo- res y todos los perfumes de esta flora que tantas maravillas esconde. ¡Extended las proporciones de estos anfiteatros, impulsaos hasta las nubes, perdeos entre las rocas, donde descansan los perros de mar, pero vuestro pensamiento no abarcará la riqueza, ni la inmensa poesía de este lugar de Noruega! ¿Vues- tro pensamiento podría ser tan grande como el Océano que amojona, podría ser tan caprichoso como las fantásticas sombras que dibujan sus bos- ques, sus nubes, ysus cambiantes luces? ¿Ven uste- des, más allá de las praderas que bordean las playas, hacia el ondulado repliegue que hay al pie de las al- tas colinas de Jarvis, las dos o trescientas casas cu- biertas naever, con esos techos construidos con corteza de abedul, esas casas tan frágiles, achatadas, y que se asemejan a gusanos de seda sobre una hoja de morera que el viento hubiera depositado ahí? Por encima de esas humildes y pacíficas viviendas desta- ca una iglesia construida con una simplicidad que se armoniza con la miseria del pueblo. Un cementerio sirve de cabecera a la iglesia y al otro lado está el presbiterio. Algo más allá, sobre un cerro, hay una
casa, la única que está construida con piedra y por lo que, la gente del pueblo, la llama "el castillo sue- co".
Treinta años antes del día en que da comienzo esta historia, un hombre rico vino desde Suecia y se estableció en Jarvis, con la intención de hacer pros- perar su fortuna. Aquella casita, construida con la idea de alentar a los nativos a imitar al sueco, tenía una solidez admirable y notable a causa del muro que la rodeaba, cosa poco usual en Noruega, donde incluso para acotar terrenos se usan vallas de made- ra. La casa quedaba protegida, así, contra la nieve, pese a que estaba sobre un otero y en medio de un inmenso patio. Las ventanas estaban protegidas por unas marquesinas enormes, que descansaban sobre gruesos abetos labrados, que dan a las edificaciones del Norte esa inconfundible fisonomía patriarcal. Desde ellas se podía admirar la salvaje desnudez del Falberg, y comparar la gota de agua del espumoso golfo al infinito mar que lo acunaba, o escuchar el vasto derramamiento del Sieg, cuya laguna, vista de lejos, parecía inmóvil, al caer en su copa de granito, bordada por tres leguas de glaciares del Norte, en una palabra: el inmenso paisaje en el que iban a su-
ceder los sobrenaturales y simples acontecimientos de esta historia.
El invierno de 1799 a 1800 fue uno de los más crudos en el recuerdo de Europa; el mar de Norue- ga fue apresado en los fiordos, en los que, habi- tualmente, la violencia de la resaca impedía que se helara. Un viento, cuyos efectos lo asemejaban al levante español, había barrido el hielo del Stromfiord, empujando las nieves hacia el fondo del golfo. Hacía mucho tiempo que los habitantes de Jarvis no habían podido ver reflejados los colores del cielo, en pleno invierno, sobre el ancho espejo de las aguas del mar; era un curioso espectáculo que muy raramente se daba al pie de aquellas montañas, cuyas formas habían ido siendo niveladas por suce- sivas capas de nieve y en las que aristas y precipicios no eran sino simples pliegues al lado de la inmensa túnica que la naturaleza había extendido sobre aquel paisaje, que se nos presentaba entonces resplande- ciente y monótono a la vez. Las grandes cascadas formadas por el Sieg, súbitamente heladas, descri- bían una enorme arcada bajo la cual hubieran podi- do pasar los habitantes, al resguardo de los torbellinos, si alguno de ellos se hubiera atrevido a husmear por las afueras del pueblo. Pero los peli-
gros de la menor salida retenía en su casa a los más intrépidos cazadores, que temían perderse y termi- nar cayendo en un precipicio o alguna grieta. Nadie animaba, pues, con su presencia, el inmenso de- sierto blanco donde la única voz que de vez en cuando se oía era la de la brisa del Polo Norte. El cielo, casi siempre grisáceo, daba a los lagos el color del acero. A veces un viejo eider surcaba impune- mente el espacio, abrigado por su plumón, el mismo sobre el que se forjan los sueños de los ricos, que ignoran los peligros con que dicho plumón se ad- quiere; mas, como el beduino, que surca solo los desiertos de África, el pájaro pasó completamente desapercibido; la atmósfera aterida, privada de sus comunicaciones eléctricas, no retransmitía ni su fe- bril aleteo, ni sus alegres gritos. ¿Qué mirada hu- biera podido resistir el resplandor de aquel precipicio, piqueteado de fulgurantes cristales, o los tenaces reflejos de la nieve, apenas irisada en las al- turas por los pálidos rayos de un sol que, a ratos, parecía un moribundo que estuviera avergonzado de seguir viviendo? A menudo, cuando un montón de nubes grises, cruzando como escuadrones sobre las montañas y los abetos, escondían el cielo bajo un triple velo, la tierra, falta de luces celestes, se ilumi-
naba ella misma. Aquí, por lo tanto, se daban cita los majestuosos fríos que de costumbre sentaban sus reales en el Polo Norte, y cuyo principal rasgo era el silencio real en el que viven los monarcas ab- solutistas. Todo principio extremo lleva en sí la apa- riencia de una negación y los síntomas de la muerte:
¿acaso la vida no es el combate entre estas dos fuer- zas? Aquí, nada daba testimonio de vida. Una sola potencia, la fuerza improductiva del hielo, reinaba en ama y señora de todo. El rumor de la alta mar apenas se oía en aquella silenciosa cuenca, donde la naturaleza se afana, en las tres breves y alegres esta- ciones del año, para ofrecer a aquel paciente pueblo las flacas cosechas necesarias para su subsistencia. En las copas de algunos pinos talludos se recorta- ban festones de nieve, y las inclinadas barbas que pendían de sus ramas completaban el luto de aque- llas cimas. Cada familia se sentaba frente al hogar, con la casa cuidadosamente cerrada, con bizcochos, mantequilla, pescado seco, y otras provisiones alma- cenadas para resistir los siete meses de invierno. Apenas se distinguía el humo de sus chimeneas. Ca- si todas las casas estaban medio enterradas en la nieve y preservadas contra ella por medio de largas tablas de madera, que partían del techo de la casa y
se apoyaban sobre sólidas estacas colocadas alrede- dor de ella, con lo cual quedaba rodeada de un ca- mino cubierto. Durante estos terribles inviernos, las mujeres tejían y teñían las telas de lana o de lona, con las que se confeccionaban su vestimenta, mien- tras los hombres leían o se entregaban a profundas meditaciones, que engendraron las no menos pro- fundas teorías, los sueños místicos del Norte, sus creencias, sus completísimos estudios sobre un punto concreto de la ciencia que sondeaban incan- sablemente; costumbres medio monásticas, que obligan al alma a reaccionar contra sí misma, a en- contrar su propio alimento espiritual, y que hacen del campesino noruego un ser exótico entre los eu- ropeos. Tal era, pues, la situación en el Stromfiord, a mediados del mes de mayo del primer año del si- glo XIX.
Una mañana, con un sol resplandeciente, que sembraba el paisaje de lucecillas, como efímeros diamantes, provocadas por la cristalización de la nieve y del hielo, dos personas pasaron sobre el gol- fo, lo atravesaron y volaron a lo largo de las plata- formas del Falberg, hacia cuya cima subieron, de friso en friso. ¿Eran dos personas o se trataba de dos flechas? Cualquiera que las hubiera visto a tal
altura las hubiera tomado por dos eiders tomando altura, emparejados, a través de las nubes. Ni el más supersticioso de los pescadores, ni el más intrépido de los cazadores no hubiera podido creer que eran dos seres humanos los que andaban por los estre- chos senderos de granito, por los que la pareja se deslizaba con esa increíble soltura que sólo poseen los sonámbulos cuando, olvidando las leyes de la gravedad y los peligros del menor traspiés, se van de paseo por los tejados y se mantienen en equilibrio protegidos por no se sabe qué fuerza desconocida.
-Detente, Serafitus -dijo la pálida muchacha-, y déjame recuperar. Recorriendo las murallas de este precipicio, no he hecho más que mirarte a ti. ¿Qué hubiera sido de mí, si no? En el fondo no soy más que una personilla muy frágil. ¿Te canso?
-No -respondió el otro sobre cuyo brazo se apoyaba la muchacha. Sigamos andando, Minna, porque este lugar no es el más apropiado para des- cansar.
De nuevo se oyó el crujir de las tablas, que lle- vaban atadas a los pies, al resbalar sobre la nieve, y luego llegaron al primer zócalo que el azar había labrado sobre aquel abismo. La persona que Minna llamaba Serafitus se apoyó sobre su pie derecho pa-
ra levantar la tabla, larga aproximadamente de una vara, estrecha como el pie de un niño, y que llevaba atada a su borceguí con dos correas hechas con piel de perro de mar. Dicha tabla, de dos dedos de espe- sor, estaba forrada con piel de reno, cuyo pelo, al erizarse sobre la nieve, detuvo a Serafitus; retiró suavemente su pie izquierdo, cuyo patín debía medir sus buenas dos varas de largo, giró rápidamente so- bre sí mismo, tomó en sus brazos a su miedosa compañera, pese a los molestos patines que llevaba, y la sentó en un bloque de piedra, tras haberla lim- piado de nieve con su pelliza.
-Aquí estarás más segura, Minna, y podrás respi- rar tranquilamente.
-Ya hemos escalado un tercio del Gorrito de Hielo -dijo ella, mirando el pico al que dio el popu- lar nombre con el que se le conoce en Noruega-. No creo -añadió.
Pero, como estaba muy cansada y no podía ha- blar, sonrió a Serafitus, quien, sin responder, tenía la mano puesta sobre su corazón, escuchaba las irre- gulares palpitaciones, tan precipitadas como las de un pajarillo atemorizado.
-Aunque no corra palpita a menudo así -le ex- plicó ella.
Serafitus inclinó su cabeza, sin desdeño ni frial- dad, y pese a la gracia con que hizo el gesto, casi suave, éste delataba una negativa y que, hecho por una mujer, hubiera sido de una embriagadora co- quetería. Serafitus abrazó a la muchacha con vivaci- dad. Minna interpretó aquella caricia como una respuesta y siguió mirándolo. En el instante en que Serafitus levantó su cabeza, echando hacia atrás, con ademán casi impasible, los dorados bucles de su cabellera, para destapar su frente, vio transparentar la felicidad en los ojos de su compañera.
-Sí, Minna -dijo él, con una voz paternal, que tenía algo de encantador en un adolescente-. Míra- me y no bajes la vista.
-¿Por qué?
-¿Quieres saberlo? Pues, prueba a ver.
Minna fijó rápidamente la mirada en sus pies y dio un grito, como un niño que se hubiera topado con un tigre. El horrible sentimiento de los abismos se había apoderado de ella y al desviar su mirada había bastado para contagiarla de tan angustiosa impresión. El fiordo, al tanto de su presa, tenía una voz potente con la que aturdía a sus víctimas y se interponía entre ellas y la vida. Luego, a lo largo de su cuerpo, por el espinazo, le corrió un escalofrío,
glacial primero, pero que pronto vertió sobre sus nervios un insoportable calor, recorrió sus venas y quebró sus extremidades, con descargas eléctricas parecidas a las que propina el pez torpedo. Muy frá- gil para resistirse, Minna se sintió atraída por una fuerza desconocida hacia abajo, donde creía ver a un monstruo que le arrojaba veneno y cuyos ojos despedían un magnetismo que la encantaba, con la boca abierta, como si ya estuviera triturando a su víctima.
-Muero, Serafitus mío, y no he amado a nadie más que a ti -dijo la muchacha, haciendo maquinal- mente además de precipitarse en el vacío.
Serafitus sopló dulcemente sobre su frente y sobre sus ojos. De pronto, Minna sintió desaparecer su profundo malestar, disipado por aquel cariñoso aliento que penetró en su cuerpo, inundándolo co- mo de balsámicos efluvios.
-¿Quién eres tú? -dijo ella, con un sentimiento de dulce terror-. Pero, ya lo sé: eres mi vida. Y ¿có- mo puedes mirar hacia el abismo sin morir? -añadió ella, tras una breve pausa.
Serafitus dejó a Minna asida al granito y como si fuera una sombra se posó sobre la plataforma, des- de donde vertió su mirada hacia las profundidades
del fiordo, como desafiándolo; su cuerpo se mantu- vo inmóvil, su frente permaneció blanca e impasi- ble, como la de una estatua de mármol: abismo contra abismo.
-¡Si me quieres, vuelve, Serafitus! -gritó la mu- chacha-. Si peligras, mis dolores reviven. ¿Quién eres tú, que a tan temprana edad tienes esa fuerza sobrehumana? -le preguntó, cobijándose de nuevo en los brazos del muchacho.
-Pero si tú miras espacios aún más inmensos, sin temor alguno -respondió Serafitus.
Y aquel singular personaje, con la mano le mostró la aureola azul que las nubes dibujaban, de- jando un espacio encima de sus cabezas y en el que se veían las estrellas, en pleno día, en virtud de leyes atmosféricas aún inexplicadas.
-¡Qué diferencia! -dijo ella, sonriendo.
-Tienes razón -respondió él-, hemos nacido para alcanzar el cielo. La patria, como la cara de una ma- dre, no asusta nunca a un niño.
Su voz vibró en las entrañas de su compañera, que había enmudecido.
-Vamos, ven -agregó él.
Entonces, la pareja se deslizó resueltamente por los estrechos senderos que surcaban la montaña,
devorando las distancias y volando de una plata- forma a otra, con la rapidez del caballo árabe, ese pájaro del desierto. En breve espacio de tiempo lle- garon a una alfombra de césped, de musgo y de flo- res, sobre la que nunca se había sentado nadie.
-¡Qué hermoso soeler! -exclamó Minna, dando al prado su auténtico nombre-. Pero, ¿cómo puede encontrarse a semejante altura?
-Aquí se detiene, es cierto, la vegetación de la flora noruega -le precisó Serafitus-, pero estas flores y esta hierba viven aquí gracias a esas rocas que las protegen contra el frío polar.
Y cogiendo una flor se la tendió a la muchacha.
-Toma -le dijo-, ponla en tu pecho, Minna. Es una suave creación que no ha podido admirar nin- gún humano; guárdala como el recuerdo de esta mañana única en tu vida. Porque ya no volverás a encontrar un guía para llegar a este soeler.
Dándole aquella planta híbrida, que sus ojos de águila le habían hecho descubrir entre silenos acau- les y saxifragáceas, la obsequiaba con una maravillo- sa creación evangelical. Minna la tomó con diligencia infantil. Era de un verde transparente y brillante, como el de una esmeralda, con hojitas en- rolladas en forma de cucurucho, ligeramente teñidas
de caoba clara en su base y cuyas puntas estaban cortadas verticalmente con una delicadeza infinita. Las hojitas estaban tan prensadas que se confundían y parecían rosetones. En aquella hermosa alfombra despuntaban, por doquier, estrellas blancas, borda- das de un hilillo de oro, de donde surgían anteras purpuradas, sin pistilo. Un aroma, en el que se mez- claba el olor de las rosas y el cáliz de los naranjales, salvaje y fugitivo, impregnaba la misteriosa flor de un no sé qué celeste y que Serafitus contemplaba con melancolía, como si de aquel aroma se des- prendieran quejumbrosas ideas que sólo él podía comprender. A Minna el fenómeno se le antojó un capricho de la naturaleza, que se dedicaba a rodear aquella pedrería llena de frescura con la molicie y el fuerte perfume de las plantas.
-¿Por qué será única? ¿Acaso no volveré a co- nocer ninguna mañana más como ésta? -preguntó la muchacha a Serafitus, que se sonrojó y desvió brus- camente la conversación.
-¡Sentémonos, gira y admira el paisaje! Quizás a tal altura ya no te dé por hablar. Los abismos son tan profundos que no alcanzarás a distinguir su misterio; ya no son sino una perspectiva en la que se unen la mar, las olas de nubes, el color del cielo; el
hielo del fiordo es una bonita turquesa; y en los bosques de abetos te parecerá que ves leves pince- ladas de bistre; para nosotros, Minna, los abismos deben estar siempre adornados así.
Serafitus lanzó aquellas palabras con aquella un- ción, en el tono y en el gesto, que sólo conocen aquellos que alcanzan las más altas cimas de la tie- rra, unción involuntariametne contraída, pues el más orgulloso de los maestros se ve obligado a tra- tar al guía como a un hermano y no vuelve a creerse superior hasta que desciende a los valles, donde vi- ven los hombres. Serafitus se había arrodillado a los pies de Minna y le estaba quitando los patines. La niña se maravillaba del imponente espectáculo que Noruega le ofrecía, al abarcar con la mirada aquellos macizos roqueños, cuyas heladas cimas tanto la emocionaban, sin que pudiera encontrar palabras con que expresar su admiración.
-No hemos llegado hasta aquí únicamente con recursos humanos -observó ella, juntando las ma- nos-. Debo estar soñando, sin duda.
-Llamáis hechos sobrenaturales a todo aquello cuyas causas no comprendéis -respondió él.