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En esta bella historia, dos niños llegan a visitar a sus abuelos, y en ese lugar se desarrollan muchas aventuras mágicas que dejaran una imborrable huella en los niños. Un bello libro de literatura infantil, lleno de fantasía e imaginación, en el que dos hermanos visitan la casa de sus abuelos, y se encuentran viviendo una gran cantidad de aventuras, con personajes tan diversos pero tan comunes en los cuentos infantiles como duendes, brujas, sapos y cazadores.
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Seitenzahl: 113
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Bastidas Padilla, Carlos, 1947-
Serenata para una rana / Carlos Bastidas Padilla ; ilustraciones Sara Sánchez. -- Edición César Alberto Cardozo Tovar. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2017.
164 páginas ; 20 cm.
ISBN 978-958-30-5407-5
1. Cuentos infantiles colombianos 2. Animales - Cuentos infantiles 3. Historias de aventuras I. Sánchez, Sara, ilustradora
II. Cardozo Tovar, César Alberto, editor III. Tít.
I863.6 cd 21 ed.
A1562318
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Primera edición, abril de 2017
© 2016 Carlos Bastidas Padilla
© 2017 Panamericana Editorial Ltda.
Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 1) 3649000
Fax: (57 1) 2373805
www.panamericanaeditorial.com
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
César A. Cardozo Tovar
Ilustraciones
Sara Sánchez
Diagramación
Martha Cadena, Laura Parra
ISBN 978-958-30-5407-5 (impreso)ISBN 978-958-30-6242-1 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.
Calle 65 No. 95-28. Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008
Bogotá D. C., Colombia
Que solo actúa como impresor
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Niño de pura y despejada frenteen cuyos ojos brilla el asombro de un sueño:aunque el tiempo pase raudo y quieraque media vida me separe de la tuya,tu tierna sonrisa acogerá con gozoel regalo, lleno de amor, de un cuento.
No he visto tu cara radiante de luz,ni he oído la caricia de tu risa de plata;la memoria de tu joven vida no guardaráluego de mí recuerdo alguno...¡Básteme ahora que quieras escucharel cuento que te voy a contar!
Lewis Carroll
Un cantor inocente trina una suave melodía
Y tendrá mi corazón el deambular de un duende
El río que brotó de un árbol sostenido del cielo por un mono
Está bien, mi gatito bravo, disculpa, y sigue contando
Rózame ya, mi gatita, con la luz de tus bigotes
Como el arte también tiene barriga, voy a pasaros mi sombrero
Serenata para una rana coqueta y loca que vive en Charco Largo
Una bruja alimenta a un dragón con animalitos que arrebata al vuelo
El día de la despedida los chicos enfrentan a un cazador de venados
Mientras esperan el avión, Malena lee el cuento de una niña que quería ser diseñadora de mariposas
Un cantor inocente trina una suave melodía
Hay una casita de madera pintada de azul.
La rodea un jardín bien cultivado y perfumado de gardenias.
Colibríes y mariposas, golosos y gráciles, cortejan las flores, y uno que otro espíritu del aire se escabulle por ahí, duplicado en los ojos dorados del gato de la abuela, que se pasea por el jardín como si fuera el mismísimo marqués de Carabás.
Cómo quisiera ese minino presumido, que se las da de ser de “raza”, que alguien que no lo conociera llegara a preguntarle, candoroso:
—¿De quién es este jardín tan galano?
Para responder, tras esponjar el pecho y moviendo los bigotes con desdén:
—Y de quién más, pues, mío: del marqués de Carabás.
No obstante vivir en ese jardín tan primoroso, el marqués se siente solo, tanto que ha pensado en traer a vivir con él a su novia Florinda, a quien nomás ve en las noches (porque durante el día a él no le queda tiempo…); pero el perro de la casa no la puede ver y, cada vez que ella viene a visitarlo, la saca corriendo, con enamorado y todo.
En el patio, frente a la casa, de cara al jardín, dormita el perro. Abre los ojos, perezoso, y ve que el gato lo está mirando.
—Perro mugroso —oye que le dice.
Y el “perro mugroso”, a su vez, pensando, no, mejor hablando:
—Gato creído. Que dizque “marqués”. ¡Ja, ja, ja! Como si yo no supiera que lo compraron en la plaza de mercado.
Y el perro, refunfuñando, refunfuñando, se va a dormitar a otra parte.
Lejos de los ojos del gato que lo siguen con ganas de arañarlo.
Solo que no puede hacerlo con los ojos.
Un turpial, en son de enamorado que busca compañía,
llega a cantar al limonero,
y tan bello y dulce es el canto que parece dar más claridad al día,
y por oírlo se detiene el viento,
y las mariposas se quedan suspendidas en el aire,
desenrollando sus trompas
por si de los trinos caen gotitas de miel.
Pero no es por ellos que trina el dorado cantor su suave melodía: es por una hembra que en el árbol del frente ha acudido a su llamado, y que, seducida por el canto, balancea el cuerpo en adormecido movimiento y después abre las alas colmando el aire de resplandores áureos.
Tan embelesado está el pajarito soltando sus notas amorosas que no ve al gato mañoso que trepa por el tronco del árbol y después, aplanado y lento, se desliza por la rama donde está trinando.
Está el marqués a punto de darle el zarpazo al desprevenido cantor, cuando, ladrando a todo pulmón y quebrando unas ramas secas al pisarlas, Sultán, que así se llama el sabueso que vimos dormitando, irrumpe en el jardín, y el pájaro se echa a volar, inocente del peligro en que había estado.
—¡Huy! ¡Tenías que ser tú, perro mugroso! —le gruñe el gato burlado, enarcando el erizado lomo y mostrando con fiereza garras y colmillos—. ¡Me las pagarás!
—¿Es que no lo oías cantar? —le pregunta Sultán, sorprendido.
—Mi barriga es sorda —le contesta el gato bravo, y se tira del árbol dando dos volteretas en el aire. No se sabe si es para despejar su malhumor o para impresionar al perro.
No lo puede soportar.
Sultán tampoco.
—Animalejo ridículo —le dice el can, y se va del jardín, moviendo la cola, a buscar su rincón.
En alguna parte, alguien lo estará aplaudiendo y, en el reino de las aves, anotarán su hazaña en su favor.
Por lo pronto, nosotros también nos vamos a otra parte.
Qué ancho, muy ancho, es el mundo, y cada cosa se ha puesto en su lugar.
Y tendrá mi corazón el deambular de un duende
Por detrás de la casita, y un poco retirado, corre un riachuelo de aguas rumorosas y claras que, cuando cae la tarde, suenan como voces de campanas para acompañar el dulce canto de las aves vespertinas.
Allí han ido a bañarse Malena y Sebastián que están de vacaciones en casa de los abuelos paternos.
Agosto.
Se está en pleno verano.
La tarde es dorada y suave; abierta amorosamente al sol para que brillen más los colores de la tierra que ama un poco menos la noche, a pesar de la lejana belleza de la luna, del azul titilar de las estrellas y de los suaves pases de las manos del Gran Mago de los cielos para que los hombres tengan unas horas de descanso.
Más arriba de donde se bañan los hermanos, hay un duende joven estirado en la orilla del riachuelo; con las manos en el agua, juguetea con un cangrejo pardo que le atenaza la ramita con la que lo está toreando.
Se aburre el cangrejito, suelta la ramita y se mete en su cueva; después de un rato, saca los ojos, los mueve en todas direcciones y, al no ver por ahí al genio, los recoge y se duerme mecido por el azul campaneo del agua.
El duende está de pie, mirando al sol, sin pestañear.
Se dirige a él en un idioma indescifrable.
Se toca con la mano derecha abierta el lugar del corazón y, como si se arrancara de allí un pájaro invisible, se lo lanza al astro colmado, a su vez, de aves de fuego.
El duende tendrá unos setenta centímetros de estatura.
Barbilampiño, de tez sonrosada, nariz fina y larga, ojos grandes, vivarachos e intensamente azules; su cabello negro sobresale debajo de un sombrero alón hecho de cuero; calza sandalias; el pantalón amarillo y el saco verde le quedan grandes; un morral lleva a la espalda y, en el cuello, luce un pañuelo rojo.
De atrás de unas ramas coge un tamborcito, cruza la correa sobre el hombro y bajo el brazo, del morral saca dos palillos y golpea primero con uno de ellos el cuero del tambor:
¡Tan, tan!
Ahora en el borde del tambor, jugando:
¡Toc, toc, tac!
Con los dos palillos, ya en el parche:
¡Ta, ra, ta, ra ta, ra, ta, ra
ta, ra, ran tan, tan
taran, tan, tan tan, tan, tan!
Y sigue sonando el tambor con aguda y alegre cadencia, y a su son baila el duende loco.
Abajo, los bañistas oyen el tambor y creen que viene de la marimba del pueblo.
Suena que suena el tambor, y es tan frenético el son que el duende danza en la tierra, danza en el aire en la copa de un árbol sobre los matorrales, entra a un mundo y sale por otro: patas arriba, patas abajo horizontal…, siempre tocando.
En una de las volteretas que da, de su morral sale una moneda de oro que brilla un instante en el aire, cae al riachuelo y se va rodando sobre las ondas del agua como sobre un pulido plano de cristal.
Asustado, abriéndose paso por entre los matorrales de la orilla, el duende la sigue corriente abajo, hasta cuando ve que la moneda llega al vado donde están los bañistas, y cae al fondo sin que ellos la vean.
El duende está tranquilo viéndola allí.
Sabe que ellos podrán ayudarlo.
Va a presentárseles.
Pero ya lo han visto correr desesperado por la orilla.
Ahora lo ven sobre la roca grande del río, temeroso, nervioso, y como a punto de darle al tambor o echarse al agua.
—Es un gnomo —dice la niña, sin la más leve extrañeza.
—Y le tiene miedo al agua —le responde el hermano, como si hubiera hecho un gran descubrimiento.
Y los dos buscan las mejores posturas, los más confiables ademanes y los gestos más amables, para mostrarse amistosos.
Para no asustarlo, como cuando se está frente a un pajarito y se contiene la respiración para que no se vuele.
Con todo, Malena le advierte a Sebastián:
—Los duendes no son de fiar. Tengamos cuidado.
—Mejor, vámonos de aquí —le responde el hermano.
Y como si el duende los hubiese oído:
—No voy a haceros daño, amigos míos;
pero por la Luna y por el Sol,
prestadme ayuda en mi aflicción.
Les suplica y, aunque ellos ya saben quién es, solo para que siga hablando, le pregunta Sebastián:
—¿Eres un duende?
—No lo niego, esa es mi natura,
y toco tambor por afición.
—Ah, eras tú el del tambor de hace rato —observa Malena, y agrega—: cómo te llamas y en qué quieres que te ayudemos.
—Mi nombre cierto no lo digo
para no trabaros la lengua;
pero ponedme el que queráis
que, si es de mi gusto, me lo quedo.
—Gaspar… ¿Te gusta?
—Txklzmo.
—¿Qué dices?
—Que sí.
—Entonces, dinos ahora en qué podemos ayudarte.
—Sacándome una monedita que se me ha ido al fondo del río.
Desde aquí la miro brillando.
Donde mi dedo señala, ahí.
Los chicos la ven en el punto indicado por el duende.
—Allí, Sebastián, sácasela, pobrecito —le pide la niña a su hermano, en tono de súplica.
El chico se zambulle, bucea como rana y, al rato, sale mostrando la moneda que relumbra al sol.
—Aquí está. ¿Nos dejas verla un rato? —le pregunta Sebastián al duende, después de tomar aire.
—Claro, pero que sea deprisa,
que es de aquellos que miran miran
quedarse siempre con algo.
—Es un doblón español del tiempo de la Conquista —dice Malena, admirada—. Vimos uno en el Museo Nacional, ¿te acuerdas?
—Cierto, aunque este es mucho más bello y está como recién acuñado.
—¿Dónde lo hallaste? —pregunta Sebastián.
—No lo hallé. Lo trajeron de España mis antepasados. A cada uno de nosotros, al nacer, se le entrega uno que nos identifica ante la comunidad. Si lo llegamos a perder, tenemos que pasar por muchas pruebas para que nos entreguen otro.
—Con razón estabas tan preocupado por él.
—Y no era por poca cosa, Malena —indica su hermano.
—Gaspar, Gaspar, aclárame esto —pide Malena—: ¿En estas tierras hay duendes de otros países? ¿Es lo que dijiste con eso de que tus antepasados eran españoles?
—Y hasta de otros mundos, Malena. No os extrañéis. Nosotros, los de esta colonia, vinimos con el adelantado don Sebastián de Belalcázar. Mis antepasados se embarcaron en las Islas Afortunadas. Somos de origen bereber…
—Luego nos explicas sobre tus orígenes españoles o bereberes; lo de “otros mundos”… ¿quieres decir extraterrestres?
—No hablo de otros planetas, sino de otros mundos que están en este. Hoy mismo entré danzando en un par de ellos, diferentes de este. Pero dadme la moneda ya. Que no estoy para daros clases.
Sebastián pasa el doblón a Gaspar, y este, colocándolo entre el índice y el pulgar, lo impulsa al cielo, a tal altura que el duende loco alcanza a dar dos volteretas en la roca antes de recibirlo en la palma de la mano; lo lanza luego en dirección a los chicos, y la moneda desaparece en el aire.
—Allí, amigos, en el agua —les grita.
Y ellos la ven brillando en el fondo del vado.
—Ahora yo voy a sacarla —dice Malena, y se zambulle.
Desde la orilla, el hermano la ve coger la moneda y salir con ella.
—Aquí está, Gaspar. No vuelvas a tirarla al agua, se te puede perder y no siempre habrá quién te la busque —observa la niña, echándose el cabello hacia atrás.
Mas, al abrir la mano, Malena halla una piedra.
—Pero si los dos lo vimos, Sebastián. Yo cogí el doblón de oro.
—¡Mírenlo acá!
Se vuelven para ver cómo Gaspar se saca el doblón de la oreja y lo lanza de nuevo al aire.