Serendipia - Rodolfo Inaudi - E-Book

Serendipia E-Book

Rodolfo Inaudi

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Beschreibung

Preparémonos para disfrutar del vértigo de un puñado de páginas que nos harán fluctuar por emociones heterogéneas y coloridas; por momentos ásperas, contundentes, hilarantes; por otros, devastadoras, empujando el asombro o la tristeza a profundidades de las que no saldremos de un simple sacudón. Los invito a navegar por estas aguas turbulentas y mansas, silenciosas y alborotadas. Nunca inermes. Siempre abarrotadas de vida y sentimientos que harán de nuestra vivencia como lectores una instancia para recordar

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Foto de solapa: Gisela Almirón

Inaudi, Rodolfo Agustín

Serendipia / Rodolfo Agustín Inaudi. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2019.

104 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-409-2

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos Policiales. 3. Cuentos Románticos. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2019. Rodolfo Inaudi.

© 2019. Tinta Libre Ediciones

Serendipia

Rodolfo A. Inaudi

A modo de prólogo

¿Para qué escribimos? Una generosa lista de respuestas de la más variada gama de tintes, de hecho, genera esta pregunta. Seguramente habrá tantas y tan diversas como escritores tiene el universo.

Sospecho con firmeza que Rodolfo Inaudi, escritor dando a luz su primera edición de cuentos y, habiéndome acercado –en ocasiones de deliciosas charlas y lecturas compartidas– a los bordes de su alma, es un hombre que lo hace para no morir. Para anclar en la vida y huir del sinsentido mordaz que nos apabulla en ciertos momentos de nuestra existencia.

En extremo humilde, con la valoración de su talento y crítico implacable de sus producciones, finalmente nos regala un libro. Este será sin dudas el primero con el que descorcha su oficio y al que seguro le seguirán otros, porque su pluma naciente está llena de promesas para deleite de nosotros, sus primeros lectores.

Preparémonos para disfrutar del vértigo de un puñado de páginas que nos harán fluctuar por emociones heterogéneas y coloridas; por momentos ásperas, contundentes, hilarantes; por otros, devastadoras, empujando el asombro o la tristeza a profundidades de las que no saldremos de un simple sacudón.

El valor de una mirada con un perro como testigo en Abuelo, el diálogo ágil y superador de todo límite en Belleza, el laberinto interior y la muerte en ¿Él?, la misteriosa experiencia de Agustín en Neón, las coincidencias metafísicas en Orlando, lo aborrecible hasta el delirio en Sucio, China y un viaje que es mucho más que un recorrido en Tren correcto y la mixtura entre lo inexorable, la naturaleza y la identidad en NN, conforman el cuerpo y alma de esta criatura literaria, hija del deseo y la pulsión de un espíritu inquieto y una inteligencia vacía de artilugios superfluos pero intacta en dones, los de este autor pilarense y cordobés que no parará de obedecer a su innata vocación de escribiente literario.

Los textos gozan de un lenguaje exquisito en formas, colores y sabores. La pluralidad de lenguajes que recorren aportes desde el arte en sus diversas manifestaciones hablan por sí solos de la formación de su autor como lector ávido y responsable de sus elecciones, intentando siempre construir su estilo con perlas que nos hacen disfrutar y volver a canciones, libros, poetas y filósofos que no han pasado en vano por el tamiz de la gloria.

Celebro el alumbramiento de esta recopilación de la que fui testigo, en su gestación y en el amor e intenso cuidado con que fue soñada y finalmente puesta en libro.

Celebro la palabra en todas sus formas, por la libertad en la que nos abraza y por el alivio en el que sume a quien se anima a ser a través de su expresión.

El mundo necesita siempre buscadores de belleza. La Literatura es una inmensa posibilidad de sobrevivir a esta batalla fluctuante entre claros y oscuros que es la vida.

Agradezco a Rodolfo el privilegio de haberme elegido para hacer esta introducción a su querido trabajo. Ambos somos principiantes. Él, en atreverse a publicar; yo, en asumir el coraje de intentar un Prólogo. Por eso, no hay en mi aporte rigor técnico ni aspiraciones de perfección crítica. Nuestro lazo más riguroso es compartir esta pasión que unió, entre otras cosas, nuestros caminos y, mi aspiración supina, que disfruten de la lectura.

Los invito a navegar por estas aguas turbulentas y mansas, silenciosas y alborotadas. Nunca inermes. Siempre abarrotadas de vida y sentimientos que harán de nuestra vivencia como lectores una instancia para recordar.

¡Qué alegría! Y qué paz…

Aquí está, nacida, la publicación.

Silvina Del Pino

Neón

Decidió volver solo a casa. Caminaba por callecitas angostas y húmedas, cerradas entre paredes desganadas y altas. Bajo la lluvia tenue, diligente, se puso al reparo de su paraguas. Momentos antes había tomado una decisión importante, había roto un pronóstico, corregido una marcha de pasos en calzado ajeno escorada hacia un destino planeado en cada detalle.

El horizonte ante sus ojos se extendía solo hasta sus pies, el suelo bajo ellos y la parte inferior de las paredes derruidas. Tras batallar contra la tentación de volver sobre sus pasos, logró que solo aquellos minúsculos retazos de mundo acordelaran sus pensamientos; peculiar juego que lo colmó de un novedoso sentimiento de poder, al que se le ocurrió llamar adultez.

Uno de los pasajes lo depositó en un espacio amplio y rectangular, con uno de sus lados teñido, por el paso sereno del tiempo, en tonos ocre y verde oscuro. El silencio era tal que dejaba oír, limpio, el chisporroteo de un letrero de luces de neón apenas sostenido por encima de una puerta oscura; sola en aquel muro oscuro. Sin saber bien por qué (cómo saberlo en esos momentos de cimientos revueltos) se acercó y tocó lo que quedaba de un timbre que, apenas visible, colgaba del lado izquierdo del estrecho ingreso. Quien abrió la puerta, lo hizo levemente y, al instante, con voz chillona y arrastrando un poco la vocal, preguntó:

—¿Sí?

Agustín musitó una respuesta rápida.

—¿Cómo? —preguntó el hombre.

—Eso, que vengo a ver a un amigo —farfulló seguro Agustín. La puerta continuó su recorrido extendiendo el ángulo de apertura y se detuvo en el punto en que dejó el espacio exacto para que el recién llegado entrara ciñendo solo un poco los hombros.

—Amigo. ¡Je! Un jovencito de su clase no creo que tenga amigos por acá. Igual pase, me resulta muy simpático el escudo en su saco —le dijo aquella misma voz, la que a esta altura ya le resultaba como la de un niño.

Agustín miró rápidamente su pecho, no sin sorpresa de que el viejo se detuviera en el escudo, en brillante dorado, de su selecto club allí bordado, intocable, inviolable, en la solapa del fino saco en conveniente verde oscuro

Al ingresar, observó que su interlocutor era un hombre solo un poco más joven que su abuelo, dueño de un cuerpo que testimoniaba años de excesos. Le costó imaginarlo rodeado de nietos escurridizos y juguetones.

—¿Podría decirme su nombre y su edad?

—Claro, Agustín Taboada, dieciocho años. ¿Y usted?

«¡Qué pregunta es esa!», se lamentó inmediatamente.

—Eso no es importante —respondió el sujeto apartando levemente la mirada de la hoja suelta y algo deshecha en la que acababa de anotar el nombre completo de Agustín—. Puede pasar —dijo con la misma voz de siempre, aunque para Agustín esta sonase ahora adulta y distante.

Tras dar solo un par de pasos en el interior, sintió cómo una oleada de humo agrio se inyectaba en su nariz. Le resultó repulsiva y embriagante.

—Lo olvidaba, señor Agustín, aquí está prohibido fumar tabaco, pero no hay problemas con el hachís y la marihuana; salvo en el sótano, donde no está permitido quemar ninguna sustancia —dijo aquel hombre ya algo distraído con otro recién llegado.

—Gracias, es bueno saberlo —respondió Agustín, quien ahora ponía nombre al humo novedoso.

No demoró en darse cuenta de que el lugar adonde acababa de entrar era un bar; no menos rápido, notó también que era distinto a todos los que conocía. A ninguno de los personajes allí reunidos los había visto jamás o, para decirlo mejor, lo que no había visto nunca era el tipo de personas allí reunidas. En su diversidad, todas le parecieron tener algo en común: el aspecto de vivir en la penumbra, el espanto y rechazo de trayectos vitales ordinarios, percudidos por la áspera y agobiante monotonía de la cotidianidad.

El lugar era más largo que ancho, en cualquier sentido poco extenso. Ninguna de las luces alumbraba el espacio común, sino sectores determinados a los que abrigaban con una luz cálida. Había un foco pequeño en cada una de las mesas, dos o tres en la parte interna de la barra, uno por cada puerta de los baños y uno en el acceso al sótano. Al producirse una individuación de los espacios, cada grupo de personas quedaba en un primer plano escénico y le resultó fascinante a Agustín ver el efecto que se producía cuando una de ellas se levantaba de su mesa. Era como si la oscuridad la devorase para regurgitarla inmediatamente en otra mesa o en otro sitio iluminado, como si cayera en un pequeño agujero oscuro del que era rescatada por el haz de luz más próximo.

Como fuese, todo se mostraba acompasado: cada mesa, vaso, botella; cada risa, frase, palabra; cada rostro, gesto, mueca, incluso cada grito, era como si floreciese en una tierra común y amable, labrada con instrumentos y manos fuertes y envejecidos. Agustín, sorprendido de lo que veía, pero aún más de la paz que sentía a pesar de lo extraño de aquella geografía, jugaba feliz con la mirada, llevándola de acá para allá, deteniéndose de a ratos en lugares nimios: una tacha en una campera, un tatuaje, un parche decorando un jean, un pie descalzo bajo una mesa, una mano en una rodilla desnuda... una mejilla sonrosada.

De pronto, sintió que sus ojos comenzaban a achicarse y a pesarle cada vez más. No era ingenuo: si no se retiraba pronto, el humo agrio reinante le alteraría la estabilidad y los sentidos, y no quería que eso le sucediera; pero tampoco deseaba abandonar el bar. Optó entonces por bajar al sótano.

El ingreso se encontraba en un rincón, tenía una puerta que había permanecido abierta desde que Agustín mirara por primera vez en esa dirección, hacía no menos de veinte minutos. La escalera era estrecha y las paredes, a ambos lados, de ladrillos descubiertos y rugosos. Después de descender unos escalones, el sonido del recinto principal comenzaba a desvanecerse, pasando de una fuerte sonoridad a un murmullo y luego a un vacío. Agustín podía sentir en su cuerpo el abandono de las vibraciones, las que ahora notaba un tanto agresivas. Un par de escalones más y el rumor de la superficie había desaparecido.

El lugar no era muy amplio, tenía forma oval. Nadie ocupaba las sillas del centro ni los almohadones en el piso contra las paredes. Él parecía ser la única persona allí. En el punto más abovedado había un piano con la tapa superior apenas abierta. Tuvo la sensación de que al teclado había alguien, pero no estaba seguro, la penumbra lo envolvía; la falta de luz parecía lo preferido del lugar. Concluyó que se encontraba solo, corrió las sillas y se ubicó sobre el piso en el centro de la habitación, puso sus brazos en “v” por detrás de la cabeza y se recostó.

El silencio del fondo del mar, segundos de espera a una posible interrupción, la cadencia de la respiración en lo sencillo, lo elemental. La vigilia que se aleja. La seguridad de unos dedos delgados y firmes, dos teclas que se hunden, unos macillos que percuten unas cuerdas. Una cinta vivaz que desciende rítmica, pero impertinente por aquel espacio silencioso, enlaza por la cintura y arrastra ondulante a Agustín hacia el antojadizo presente.

Agustín no se mueve, se mantiene callado sin atreverse a interrumpir los sonidos que lo envuelven. El piano suena lento, él no se representa manos sobre un teclado común, sino pies sobre uno enorme. Los imagina descalzos y limpios, de tecla en tecla dando tímidos saltitos. Recuerda el nombre del creador del primer piano, Bartolomeo Cristofori. Sospecha que este hubiese elegido a quien toca en ese momento para presentar su novedoso instrumento. El silencio que regresa.

—No te detengas —murmura Agustín.

Contra el piano, un cuerpo se yergue arrastrando las patas de madera del banco que lo sostiene. Una voz joven y parsimoniosa, con claro tono de sorpresa, reclama:

—¿De dónde saliste?

Agustín se da cuenta de que la situación es bastante extraña, ahora sentado sobre el piso habla con una sombra tras un piano de cola.

—Perdón, ¿podríamos subir un poco la luz? —pregunta tímidamente.

—A un metro de la escalera, tenés un interruptor —indica la voz anónima.

—¿Interruptor? —repite en voz baja, inaudible, Agustín; la palabra le duele como un cachetazo—. Sí, ahora lo muevo, responde solícito.

La luz no se enciende presta, centellea a un ritmo acelerado. En cada palpitar Agustín la ve, en cada oscuridad ya la extraña. Finalmente, la luz se estabiliza. Ahora ella se encuentra de pie por delante del piano, sin interrupciones a la mirada. Es joven, de unos veintidós o veintitrés años. Su cuerpo está apenas velado por un vestido corto de georgette en marrón claro.