Sermón perdido - Leopoldo Alas Clarín - E-Book

Sermón perdido E-Book

Leopoldo Alas Clarín

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Sermón perdido es uno de los textos ensayísticos de Leopoldo Alas, Clarín. En él, el autor hace una afilada reflexión sobre la crítica y la sátira de las letras españolas de su época-

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Leopoldo Alas Clarín

Sermón perdido

(CRÍTICA Y SÁTIRA)

Saga

Sermón perdidoOriginal titleSermón perdidoCover image: Shutterstock Copyright © 1890, 2020 Leopoldo Alas Clarín and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726550092

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

EPÍLOGO QUE SIRVE DE PRÓLOGO

Mucho tiempo después de escritos todos los artículos que componen este libro, se me ocurre coleccionarlos y ponerles esta portada con el título que el lector habrá visto. Por eso es más epílogo que prólogo lo que estoy haciendo; y en cuanto a llamarse, la colección como se llama, consiste en que, pensándolo bien, he venido a comprender que todo lo que sea abogar por el buen gusto y demás fueros del arte es predicar en desierto, si en España se predica. SERMÓN PERDIDO será, por consiguiente, cuanto sigue, porque ni los malos escritores de quien digo pestes más adelante se enmendarán, ni a los buenos a quien alabo y pongo sobre mi cabeza han de respetarlos más el vulgo y los criticastros porque yo se lo mande.

No basta despreciar a los necios que tienen voz y voto en los concilios de la estupidez humana, como yo los desprecio, para evitar que sean los más, los procaces y alborotadores, los que escriben de balde o por cuatro cuartos, los que llenan con sus gritos toda la trompetería de la Fama barullera y trapalona. Los mentecatos son de tantas maneras, que hasta los hay disfrazados de listos; y no dejan de escribir con soltura algunos, y en francés traducido al caló para mayor gracia. Hasta se dan aires de pesimistas o de escépticos estos majaderos disimulados, y no enseñan la oreja en mucho tiempo; pero, amigo, publica uno de los suyos un drama trascendental o un poema filosófico-descriptivo, y como Zapaquilda la bella se echaba sobre el ratón y descubría los instintos felinos, ellos se arrojan ante la obra del genio prosternados; admiran, adoran los dislates del otro, y adiós la blague, copiada del Fígaro, y el eufemismo aristocrático tomado de La Revue de deux mondes; todo se lo lleva la trampa y sólo quedan dos necios uno en frente de otro, admirándose mutuamente, comprendiéndose; y los que antes eran dos distintos botarates, sin dejar de serlo, quedan hechos una sola plaga literaria.

Pero no tarda el tonto disfrazado en querer tomar el desquite, o revancha, como él dice. Publica un autor bueno, de esos que se pueden contar con los dedos de las manos, sin repetir, publica un libro o escribe un drama y entonces el bobo solapado se hace el descontentadizo, escatima el aplauso, prodiga la censura y con buenas palabras les dice a Galdós o a Campoamor, por ejemplo, que tengan cuidado porque decaen mucho, y el mejor día les pone el pie delante cualquier novelista o poeta de los que el bobo caprichoso descubre y apadrina.

Pero no es esto lo peor.

Llega a provincias el periódico en que estas cosas dice nuestro papanatas por poco dinero o por ninguno (no se olvide que Madrid también es provincia), y los socios del Casino, o del Círculo mercantil o Industrial, v. gr. leen el palo (que así lo llaman) que el acreditado crítico Fulano le pega al lucero del alba; y como ellos no se atreven a saber más que el escritor que de saber estas cosas piensan que vive, lo dan todo por hecho; y el público, que al fin son ellos, queda convencido de que la última obra del eminente autor X vale poco, «acusa una rápida decadencia». Y la envidia que llega a los últimos grados de la escala zoológica, late satisfecha en aquel espíritu de ultramarinos o de pan llevar. Así como dijo Víctor Hugo que el genio es la región de los iguales, se puede decir que la necedad iguala al especiero con el cronista espiritual que se dedica a crítico en sus ratos de ocio; se entienden desde lejos, a media palabra, y el terrateniente, al penetrar la intención del escriba, exclama sonriendo y moviendo la cabeza: «El diablo es este Fulanito; tiene la intención de un Miura». Sí que la tiene, porque aquella envidia que en el hombre de la liga... de contribuyentes es rudimentaria, en el crítico de lance es una tenia que se lo come vivo.

Esa necedad inmortal de exaltar a los autores de adefesios y rebajar a los escritores buenos, que indignaba al ilustre Flaubert, es en España el signo de los tiempos en materia literaria.

Chateaubriand se quejaba ya de que se acababan los hombres grandes para todo el mundo; según él dentro de poco ya no habría celebridades europeas. Más adelante se dijo que habíamos llegado a la edad de las medianías. Es verdad. El humorismo, la delicadeza, el pesimismo poético, patrimonio antes de pocas almas escogidas y enfermas de genio, son hoy baldíos en que se alimentan como pueden muchos espíritus vulgares con un poco de talento. Véase lo que sucede en Francia, donde aparecen todos los años dos o tres poetas blasfemos, o escépticos, o humoristas hábiles en el manejo de las palabras y en el arte de enseñar llagas psicológicas, postizas las más veces. Pero en España hemos ido más lejos. Aquí estamos ya bajo el poder de una oligarquía ominosa: la oligarquía de las nulidades.

Aquí pasa ya por envidioso el que se opone a la corriente general que proclama el genio... de un ganso. En cambio si se trata de dar a los buenos escritores lo que merecen separándolos de los malos, como piensa hacer Dios en el día del Juicio, se pone el grito en el cielo y hasta se habla de igualdad y fraternidad. Aquí, por sistema, se protege al que empieza mal, y se olvida o desprecia al que sigue bien. Yo he visto a cinco, diez, veinte periódicos analizar detenidamente una novela o un drama de un badulaque, que no merecía ni ser nombrado, y dejar que pasara sin un mal artículo una obra notable de un autor merecidamente célebre. Aquí se llama crítico a cualquiera y se habla de las rapsodias que colecciona en pésimo castellano, y a Meléndez Pelayo se le deja entregado a la sospechosa admiración de viejos y reaccionarios, y se le llama memorión, y mal poeta y ni siquiera se dice que ha escrito in libro de crítica excelente, como hay pocos, y publicado dos tomos de una historia de la Estética en España en que prueba ciencia sólida, juicio profundo, buen gusto, que es lo principal... En fin, que estamos perdidos, qué diablo; y que me iba poniendo serio, que es lo mismo que ponerse en ridículo.

El autor de Bouvard et Pecuchet, dice que una de las cualidades peores que puede tener un hombre es no vivir en paz con los majaderos.

Vivamos. Después de todo, el sol brilla en el espacio con el mismo fulgor y la misma hermosura para unos y otros, como sabiamente advirtió Cienfuegos.

¿Qué es España en el mundo? Un rincón. ¿Qué es la literatura en España? Menos que el billar, uno de los pasatiempos que tiene menos aficionados, la mayor parte de los cuales son verdaderos asesinos.

El mundo marcha, lo dijo Pelletán bajo palabra de honor; además se conoce en que ya casi se ha descubierto la dirección de los globos; y a la hora en que escribo el Sr. Moret está resolviendo la cuestión social, o poco ha de poder, ayudado por mi amigo el ilustrado joven señor Martos y Jiménez. Hay que esperar, hay que creer. En presencia de todo esto, del mundo, de los globos, de Pelletán, del Sr. Martos y Jiménez... ¿qué importa la literatura española de nuestro cuarto de hora, de este momento pasajero, como todos los momentos?

Así es que, sin enfadarme ni insultar a nadie, como me dice mi amigo Sánchez Pérez, dejando a un lado la trompa de la indignación épica, voy a pasar rápida revista a los diferentes ramos (de locura) de nuestra actividad intelectual, y ustedes verán lo que es bueno. La consecuencia será que este libro y todos los que se le parezcan son inútiles, que predicar es perder el tiempo. Y bien sabe Dios que si un editor menos desengañado que yo, y que no me desprecia tanto como ciertos gacetilleros, no me hubiese ofrecido algunos cuartos por la presente colección de quejas al aire, no hubieran mis críticas y sátiras salido a buscar segunda vez fortuna.

Comienzo.

Sagradas Letras. Por aquí se debe empezar. En punto a teología, tenemos que al P. Ceferino, a quien yo respeto y estimo, le han hecho cardenal y le van a hacer metropolitano. No comprendo cómo nuestro muy célebre e ilustre filósofo cristiano puede servir para lo mismo que sirvió el cardenal Moreno, que de Dios goce, como gozó de nosotros.

Con esto de que por ser buen escolástico se puede llegar a la silla de Toledo, ya verán ustedes qué tomistas de tomo y lomo van a brotar por todas partes. Ya sé yo de algunos jóvenes de la Academia de Jurisprudencia que piensan tonsurarse cuanto antes y hacerse todo lo dominicos posible, para ver de llegar en su día a cobrar eso de las parroquias que Moreno dejó pendiente. Como libro de texto se recomienda el de D. Alejandro Pidal, en que se le zarandean las reliquias, las venerandas reliquias, al llamado buey mudo de Sicilia, o sea Santo Tomás de Aquino.

Y a propósito de buey mudo; a la hora en que escribo estas cortas líneas estamos en peligro inminente de que el marqués de Pidal entre en la Academia Española; y todos andan, preguntando: ¿qué méritos tiene Pidal ainé?, ¿qué ha escrito?, ¿qué ha dicho...? Méritos, méritos... Pues eso, su silencio, su elocuentísimo silencio, su adhesión incondicional a todo lo que cree y confiesa nuestra santa madre la Iglesia.

En fin, que el Sr. Pidal ainé es también una especie de buey mudo de Piloña, o de Villaviciosa... o de donde sea el lugar de su nacimiento. Cierto que el marqués no ha escrito una Summa, pero la ha escrito su hermano, que, suma y sigue, es decir, que es una hormiguita teológica que barre para dentro.

Pero eso es política, dirán ustedes, eso no es teología.

Señores, teología es; por lo menos ahora aquí no se usa otra.

Dígalo si no cierto señor obispo que en un sermón predicado a un cuerpo docente, no encontró cosa más oportuna que decirle en buenas palabras que aquellos que no creyesen C por B todo lo que él creía, estaban en gran peligro de volverse locos por su orgullo. Según su ilustrísima, a medida que aumenta la impiedad aumentan los manicomios, y cree él que esto se debe al propósito del Señor de volverles el juicio a cuantos no son tan buenos ortodoxos como el obispo de quien trato. Y añadía su ilustrísima, que en el día del Juicio el Señor cogerá por los cabezones a los incrédulos y les sacudirá la cabeza, y los llamará locos y les dirá que buena la han hecho.

Esta idea que tiene el mitrado de autos de las intenciones de Su Divina Majestad, me parece un poco antropomórfica, por no decir disparatada. Y se me ocurre pensar si creerá ese señor obispo que Dios entiende la misericordia como el Sr. Pidal, y que no es más que un Alejandrito en grande.

Ya ven ustedes como toda la teología contemporánea va a dar a los Pidales.

Ahora, en un país así, predique V. tolerancia, sinceridad religiosa, piedad caritativa, concordia, entusiasmo por las ideas grandes... sermón perdido.

-Filosofía. «Cuando le digo a V. que se acabó la Metafísica».

-Bueno, hombre, bueno; pero entonces ¿qué hay?

-¿Qué hay? Según eso, V. no va por el Ateneo. Ya no hay más que datos, observación. Ya no se cree ni se deja de creer. Cada uno a lo que está. Ahora al que escribe un libro tratando de algo que no se coma o se beba, o por lo menos se toque, se le llama retórica. ¡Qué libros! Ahora... el laboratorio... el experimento. Por supuesto, yo no he visto en mi vida un laboratorio, no vaya V. a creer, ni sé multiplicar; pero estoy seguro, porque sí, de que si a mano viene, todo en el mundo se puede reducir a hidrógeno; claro. A mí hábleme V. de protoplasmas, y... de vibriones, y de polarización, y disimetría y... y muchos acabados en uro y en ato, y lo demás son cuentos. ¿Sabe V. lo que es la sociedad? Pues se va V. a quedar bizco; la sociedad es un organismo, vamos, como V. y como yo; un animal, como quien dice... ¿Sabe V. de qué se muere esta pobre España? -Eso, sí, señor, lo sé: se muere por culpa de Cánovas y de no trabajar...

-Bueno; ¿pero sabe V. lo que es Cánovas? Un tubérculo. Sí, así es ha ciencia ahora. Ya no se habla de la Idea, ni de lo Eterno, ni de nada de eso. Es decir, los cursis todavía hablan.

Ah, y además en los salones se afecta creer. Es de mal tono llevarles la contraria a los curas. La fe se respeta. Cada cual es dueño de creer lo que se le antoje de la verdad primera. ¡Buena verdad te dé Dios! ¡Así como así, todas son disputas cuando uno se mete en esos laberintos!

En este pedazo de diálogo filosófico está el resumen de nuestra ciencia corriente. Muchos jóvenes imberbes negando a Papá-Dios, y los Nocedales subvencionados por el Purgatorio... Esto es la filosofía española.

La política... la política se come a la literatura. Se la come de varias maneras. Mostremos cómo. Pero no, no lo mostremos. ¿Qué sé yo si al Gobernador de Madrid, Sr. Villaverde, se le antojará perseguir este libro y darle disgustos al editor, porque yo me atrevo a decir que Cánovas del Castillo quiere pasar por buen literato a fuerza de ser Presidente de todo lo que puede ser presidido?

Cánovas, Villaverde... Romero Robledo: así se llama ahora la política. Como en tiempos no más tristes que los nuestros se llamaba: Valenzuela, el Cojo, la Perdiz...

No, no hablemos de política. Así como así, tendría que repetir lo de Pidal y los Nocedales...

Aquí todo es uno y lo mismo, porque todo es nada.

De literatura... ya hablo más adelante, en todo el libro. El cual no es más que una continuación de los Solos de Clarín y de La literatura en 1881, que con el favor del público alcanzaron tres ediciones.

De los Solos de Clarín habló bien parte de la prensa de España, y en Portugal y en Francia tampoco faltó quien creyese útil y agradable el libro.

Como en los Solos, en SERMÓN PERDIDO no hay más que una crónica de la vida literaria de estos años, más los comentarios del autor. Sin embargo, en la colección que ahora publico se verán muchos artículos que no tienen por asunto determinada obra artística, sino algún vicio de nuestras costumbres, especialmente las literarias.

Si por el tono de este prólogo, o por algunos artículos, o por el título del libro, alguien juzgara que soy pesimista, se equivocaría en más de la mitad.

Del pesimismo hay muchas cosas que no me gustan; entre otras, el nombre. El pesimismo es un superlativo, es una exageración.

Yo creo que todo está bastante mal; pero que todavía puede estar mucho peor.

Los pesimistas no creen que el mal pueda ser mayor; yo sí. En esto nos diferenciamos. Ciñéndome a la literatura, diré que todavía estará peor todo esto el día en que Zorrilla se muera, Campoamor se jubile, Núñez de Arce se canse, Galdós se aburra, Pereda lo deje, Valera nos olvide por completo, Castelar calle, Echegaray siga los consejos de los que ven en él cambios favorables, M. Pelayo se ahogue en el mar de envidia pidalina en que navega, y los jóvenes de talento que empiezan a pelechar se desanimen, al ver que son tan pocos y que son tantos los necios que quieren apagar su voz, graznando desde los periódicos, de balde.

Sí, todo puede ponerse peor de lo que está. Si gran parte de la prensa sigue como hasta aquí aplaudiendo a los mentecatos y despreciando al ingenio verdadero; si las empresas periodísticas continúan publicando artículos críticos de autores desinteresados que no cobran o se contentan con dos perros chicos; si el éxito de Pasionarias y Pedro

Abelardos y Marías de los Ángeles sigue siendo mejor, más ruidoso y célebre que el de los dramas, poemas y novelas de autores de ingenio cierto; todo puede empeorar, y la literatura llegará a ponerse como decía la señorita del cuento, intransitable.

Y no se crea que la tristeza de estas observaciones la engendran los desengaños propios; que si yo fuera a ajustar cuentas con la fama, aun con ser tan pequeña la mía, de fijo resultaría que le debo lo que no le pago ni pagaré en mi vida. ¿Cómo he de quejarme por mí, si lo que lamento es que se atiende a los pequeños y se olvida a los grandes? Tengo yo gran placer cultivando la amistad de los buenos escritores, y la mayor vanidad de las mías consiste en que me quieran algo hombres que honran a mi patria en las letras. Pues bien, de las quejas que estos hombres permiten que se escapen del pecho en la intimidad del trato, nace la melancolía de este prólogo, que bien sabe Dios que no es afectada. Y vaya de ejemplo:

Mientras Víctor Hugo puede dejar veinte y más millones a sus herederos, y Francia entera pagará la Edición nacional de las obras de ese genio sublime, D. José Zorrilla escribe lo siguiente:

«De mis obras completas debe de haber treinta y tantas entregas publicadas; pero delas

V. por concluidas aquí por falta de suscritores y sobra de estafadores; ni la Academia, ni Fomento, ni el rey, ni nadie, ha patrocinado la publicación y la he dejado caer en el pozo por no salir con las manos en la cabeza».

LOS POETAS EN EL ATENEO

- I - POETAS LÍRICOS

Así se llaman todavía; no es mía la culpa. Muchos poetas líricos hay que no han visto en su vida una lira, ni siquiera traducida del italiano, es decir, una peseta: es más, ya no tienen lira ni los poetas de partido judicial que ganan rosas naturales en los certámenes incruentos. Hace años decían esos muchachos que las cuerdas de su lira estallaban de dolor o se rompían por lo más delgado; posteriormente los imitadores de Campoamor y de Bécquer trajeron las poesías cortas, los vuelos de gallina, los suspirillos germánicos, que dijo con gracia Núñez de Arce, y en estos versos telegramas, en que los vates abreviaban razones, como si cada palabra les costase diez céntimos, ya no cabían las digresiones -como decían antes en la Universidad- ni había tiempo en ellos para decir si estaban flojas o apretadas las cuerdas; nada de eso, se iba al grano, que solía ser maligno. En cuanto a los poetas descriptivos, que parecen calendarios americanos y barómetros, y hasta semáforos, y anuncian los ciclones, y no dejan pasar una nube sin hacerle versos, tampoco usan lira; son predominantemente impersonales, se esconden detrás de la alma naturaleza, y vaya V. a dar con ellos.

Pero las cosas desaparecen antes que los nombres. El poeta lírico se llama así a falta de otro apelativo mejor. Más ridículo sería decir poeta subjetivo -y más disparatado. Dejemos los nombres como están y vamos a las cosas.

La poesía lírica, ¿está llamada a morir en breve? Este problemazo, que parece idea de imberbe secretario de Ateneo, lo discuten muy serios algunos escritores formales. Un crítico portugués, muy discreto, que escribe excelentes sonetos además, dice que la poesía necesita ser muy buena para que tenga disculpa; se transige con ella, por espíritu de tolerancia.

Yo no creo que la lírica muera en breve, ni nunca. En mi opinión, le sucede lo mismo que al Carnaval; decae, decae mucho, puede llegar a parecer difunto, pero la máscara es una invención de las más características; es un hallazgo que la humanidad no olvidará jamás. Figurémonos que el Carnaval desaparece, y pasan años y años sin máscaras; pues la generación que lo resucite encontrará en él delicias que no podemos conseguir nosotros. Figurémonos que nadie escribe versos en mucho tiempo; pues el primero que salga al cabo de los años mil con unas coplas, será bendito y alabado como un Homero, y volverá el furor de la poesía, y todos harán versos... No, no, más vale que la poesía lírica no desaparezca. ¡Sería terrible una resurrección! Es mejor lo que empieza a suceder ahora, que los versos están muy desacreditados, y sólo cuando son muy buenos gustan a las personas inteligentes; y en tal caso, son manjar exquisito.

Por todo lo cual, no me aflige que mientras veo surgir en la novela española nuevos mantenedores cada día, algunos excelentes, al contar los poetas líricos por los dedos, comenzando por el pulgar, no paso del que llaman del corazón, o sea el dedo del medio. ¿Nada más que tres poetas? Nada más. Y si vamos a tomar a rigor el concepto, dos y medio. ¿Quién son? Campoamor y Núñez de Arce los enteros, el medio (y un poco más) Manuel del Palacio.

-¿Y Zorrilla?

-Si se cuenta a Zorrilla, tenemos más de cuatro, porque ese vale por dos o por uno y medio. Pero entonces podemos contar a Espronceda, y al duque de Rivas, y a Quintana casi casi... Zorrilla...

-Zorrilla vive.

-Sí, pero ¿sabe V. para qué? Para evitar a España la vergüenza de haberle dejado morir sin pensión y sin un centenario en vida, que es lo que merece.

-¿Cómo un centenario en vida?

-¿No dicen que Carlos V y otros celebraron sus exequias vivos? Pues ¿por qué no se ha de dar a Zorrilla el gusto de asistir vivo a su apoteosis? ¿No tiene el autor del Don Juan Tenorio crédito suficiente para girar un centenario tomado en anticipo contra la inmortalidad segura?...

Pero comprenderá el lector que si tolero estos diálogos se interrumpe a cada paso el hilo de mi discurso. Sigo sin oír más observaciones.

Esta opinión mía, que no impondría a nadie, aunque fuera gobernador de Madrid, o Cánovas del Consejo de ministros (que nos quiere imponer a su tío el Solitario), esta humilde y bien intencionada opinión no es la del Ateneo, que empieza todos los años pidiendo lecturas de Campoamor y Núñez de Arce, y acaba dejando leer versos a los niños de la escuela. Para el Ateneo en echando los dientes ya hay poeta lírico.

No sé si ahora que ha mudado de casa cambiará también de costumbres, pero me temo que no. Al contrario, la asistencia de las señoras temo que dé alientos a muchos líricos nuevos de aquellos que Iriarte quería mandar a guisar huevos más allá de las islas Filipinas; y si Dios no lo remedia, vamos a tener una buena cosecha de genios en la presente temporada. Esas damas, que son tan elegantes, tan virtuosas por lo común, tan bellas, en fin, la más hermosa mitad del género humano, como se dice todavía, aunque parezca mentira, esa mitad hermosa, en punto a lírica, suele tragarlas como puños. Casi, casi, como los hombres.

Y es más, creo que ha de llegar el caso de que guste más a esa hermosa mitad, etc., un poeta de los que escriben con almíbar, que el mismo Campoamor.

Y se comprende. El escepticismo de Campoamor no es para todos. Se necesita ser un gacetillero muy corrido o un orador de la Sección de ciencias naturales para comprender perfectamente que el mundo es una farsa, y que nadie sabe dónde la tiene, y que esto va siendo una perdición. Las señoras elegantes, guapas, ricas casi todas, que van a la tribuna del Ateneo, no tienen motivo para pensar que esto va a dar un estallido. De aquí que no tengan la penetración de esos revisteros que entienden perfectamente todos los humorismos habidos y por haber, y que tienen mucha correa y copian dos heptasílabos seguidos, creyendo que son un endecasílabo verdadero. Para todo esto se necesita haber estudiado mucho, y ya se sabe cómo está la educación de la mujer en España. Bien, que ahora nos va a educar Pidal a todos, a hombres y mujeres.

Pues bien, por lo dicho, creo yo que día vendrá y no lejano, en que tal o cual poeta descriptivo o no descriptivo, que no nombraré, porque a El Día no le gustan las alusiones personales, leerá en el Ateneo con mejor éxito aún que Núñez de Arce y Campoamor. Y se deberá en gran parte a la más hermosa mitad del género humano.

En esto de lirismo los españoles, sin distinción de sexo, somos exagerados. Tenemos a lo lírico una afición casi tan decidida como a los toros y a la lotería. Lo que yo decía antes de la decadencia de los versos referíase a los afrancesados, a los que están plagados de extranjerismo. Recuerdo que una noche en el teatro de... no importa el teatro, se le ocurrió a una dama (porque antes se le había ocurrido al autor) concluir una quintilla diciendo:

Y el sol chispas arrancaba del joyel de su sombrero.

Chispas fueron, que por poco se hunde el coliseo, como dicen en provincias. Ni aunque las chispas hubieran hecho presa en los bastidores se hubiese promovido semejante alboroto.

-¡Bravo, bravo! -se gritaba, y tuvo que salir el autor en aquel mismo instante para que el público le devorase con los ojos. ¡Tanto se admiraba al inventor de aquello de las chispas!

Tal es el amor al lirismo de buena cepa.

Si me equivoco, mejor; pero verán ustedes cómo no; verán ustedes cómo el Ateneo no piensa que sólo tenemos dos poetas y medio.

Y antes de explicar por qué no le doy los honores de poeta entero a Manuel del Palacio, a quien tanto aprecio como escritor, voy a decir en el número romano siguiente...

- II - POR QUÉ SE HABLA AQUÍ DE ZORRILLA

Zorrilla no ha leído hace tiempo en el Ateneo, es probable que no lea este año; y, sin embargo, yo quiero recordar su nombre, por no incurrir otra vez en una omisión censurable en que he incurrido muchas veces.

Cuando he hablado de los poetas de ahora, he prescindido casi siempre de Zorrilla, haciendo lo mismo que otros escritores que tratan estas materias. Para unos, el mejor poeta que tenemos es Campoamor; otros opinan que es Núñez de Arce, y nadie se acuerda de Zorrilla.

¿Por qué es esto?

¿Es que se cree que Zorrilla vale menos que poeta alguno español del siglo XIX? ¡Absurdo!

Es que a Zorrilla, sin querer, ya se le cuenta entre los inmortales. Sus versos no tienen actualidad, en el sentido de que no tienen sólo actualidad; tienen sí, la actualidad de lo eterno; pero entonces también Garcilaso es del día, y fray Luis poeta de moda. Zorrilla se quejaba no ha mucho del gusto que hoy domina, en una poesía que titula La Mandrágora; en ella hace rico alarde de las maravillas de filigrana que sabe crear con sus versos, si bien al hablar de cosas prosaicas se convierte en mal prosista. Esta poesía del gran vate nacional, sí no merece excepcional consideración por su mérito intrínseco, debe llamar la atención, porque es una querella candorosa del gran mago de la rima, a quien debemos todos lo más rico del caudal de la fantasía.

En La Mandrágora Zorrilla se queja del siglo, del gusto moderno, del análisis, en fin, de todo lo que él cree que separa hoy al público ilustrado de sus versos.

Sería una irreverencia discutir con Zorrilla si la literatura moderna va o no por buen camino; pero no sobra todo lo que sea darle explicaciones respecto de la omisión de su nombre, cuando se trata de la poesía española de estos días.

Por lo que a mí toca -y es claro que sólo de mí puedo responder-, declaro que si omito muchas veces su nombre, es por una razón análoga a la que tengo para no decir a cada paso «Haré esto o lo otro, si Dios quiere».

Claro es que sin Dios no se hace nada -tal creo yo que soy un pobre burgués-, pero por lo mismo no hay para qué advertir lo que de sabido se calla.

Pues bueno: que Zorrilla vive es evidente; que no hay mejor poeta en España entre los vivos, evidente también; pero como los versos que le han hecho inmortal no son de estos años, se omite su nombre al hablar de la actual poesía; pero ya se sabe que en la intención se añade siempre «...y, por supuesto, Zorrilla el primero».

Y que conste, para que no se nos llame mequetrefes atrevidillos, impertinentes e irreverentes, a los gacetilleros y criticastros, que nos empeñamos en que cada tiempo tenga su literatura.

Y concluyo como el cómico del cuento. ¡Viva el rey absoluto!, es decir, ¡viva Zorrilla!

- III - MANUEL DEL PALACIO

Al no contarle como poeta entero, no es mi propósito mortificarle. Ser dos tercios de poeta, ¡es ya tanto! Todo consiste en la unidad de medida. Para mí esta es un Núñez de Arce, un Campoamor. Si contáramos por... ¡atrás seductores nombres propios!, diría que Palacio vale por quince. Ser algo menos que un Campoamor, y aunque sea bastante menos, no debe parecerle mal al popular autor de quien trato.

A mí no me importa que el bombo mecánico de la gacetilla, más o menos disfrazada, agite los epítetos del elogio en cuanto abre la boca un poeta, y lee en público.

Y aún me importa menos que los poetas escriban sonetos llenos de malicia insultando con una porción de metáforas a los envidiosos críticos, que arrojan baba venenosa y otra porción de alegorías. Aunque me comparen con la cabeza de Medusa y con las Euménides y diablos coronados, yo no he de elevar el diapasón normal. De esta manera, cuando llega la ocasión de alabar una cosa buena de verdad, en vez de necesitar, para que se crea que aquello me gusta, todos los superlativos de nuestro altisonante idioma, me basta con decir, v. gr.:

-D. Gaspar, ¡cuidado que es interesante y natural, y sencillo y hermoso el poema La Pesca! Que sea enhorabuena.

Y ya sabe D. Gaspar que su obra me parece excelente.

Manuel del Palacio escribe muy buenos versos, expresa en ellos sentimientos poco variados, pero con naturalidad y sencillez; no se le debe ninguna obra que revele genio, pero sí muchas que merecen ser leídas por la elegancia de la forma.

En Francia hubiera sido un excelente discípulo de Gauthier, un poeta de los escultóricos... aquí ha sido y es un oportunista del Parnaso. Me explicaré.

Palacio fue muchos años un periodista en verso. Como otros escribían artículos de actualidad, él entregaba al confeccionador del periódico versos de actualidad, sonetos, muchos sonetos, quintillas, romances, tercetos, etc., etc. Casi todos estos versos eran satíricos o puramente burlescos -no humorísticos, Palacio no es ni ha sido, ni será probablemente humorista-. Vicisitudes de su existencia y de la política le hicieron recogerse dentro del espíritu, contemplar su conciencia de artista y allí vio aptitudes que merecían aplicación y cultivo. Tal vez un viaje a Italia, y muchos viajes a los desengaños del mundo, ayudaron, como sugestión, al cambio relativo de su ingenio. Y el inventor gracioso del deplorable camelo abandonó estas nimiedades, cultivó menos la poesía satírico-política que en superficial gracejo le salía a borbotones para admiración del vulgo, y penetrando en los tesoros de sentimiento que, cuando menos como artista, poseía, expresó en forma cada vez más correcta, fácil y elegante, rica y sencilla, afectos siempre amables, como el amor de la familia, los embelesos del padre, la dulce tristeza del desencanto que nos hiere, al abrigo de más altos ideales que aquel del desengaño.

No cabe duda, en la historia de nuestra poesía ocupará dignamente una página Manuel del Palacio. No creo nada grande, no deja un pensamiento suyo, ninguna obra maestra (por supuesto hasta ahora, yo no puedo hablar de lo porvenir); todas sus poesías agradan, ninguna admira, nada ha influido en la evolución literaria de nuestros días; es un poeta más de los que han escrito con gallardía el sonoro verso español; no imita a nadie, pero nadie le sigue; es una individualidad digna de elogio, no es la personificación de un momento característico de nuestra vida literaria.

Puede decir: no soy un gran poeta, pero escribí cuando sólo otros dos españoles eran más poetas líricos que yo; y con esta aurea mediocritas, a que debe de inclinarse su temperamento horaciano, puede darse, y creo que se dará, por satisfecho Manuel del Palacio. Y puede repetir legítimamente lo que Musset decía de sí con excesiva modestia:

Mon verre n'est pas grand, mais je bois dans mon verre.

Esto era lo que yo quería decir al llamarle medio poeta, o dos terceras partes de poeta. De ningún modo me proponía mortificarle, ni dudar de su entereza moral.

Pocos españoles habrá que lean con más gusto que yo sus versos. Y leo versos de muy pocos.

Y ahora vamos a Núñez de Arce y su poema La Pesca, que en mi concepto, vale por mar tanto el Idilio por tierra... de Campos.

- IV - NÚÑEZ DE ARCE

Núñez de Arce es el único poeta lírico que produjo la revolución de Setiembre. Campoamor es anterior a ella, las Doloras más famosas fueron escritas antes. Aunque el ilustre autor de los Pequeños poemas aspira a formar escuela, y no sólo predica con el ejemplo, sino que escribe tratados de poética, esta pretensión de hacer prosélitos, me parece a mí -salvo el respeto debido- una humorada más de Campoamor. Su prosa poética, o mejor, su verso prosa que es en él excelente, cada vez mejor, es cosa deplorable cuando le imitan algunos desgraciados. Decía Klopstock, que la imitación es como la sombra del árbol, o más corta o más larga que el árbol mismo; el verso-prosa de los imitadores de Campoamor siempre pecó de prosaico, siempre fue prosa prosaica. Además, en Campoamor, lo principal es él mismo; lo que piensa y siente y la manera original de expresar las imágenes. Núñez de Arce también se propone tener escuela, y parece que con mejor éxito, aunque en mi opinión, hasta ahora, los imitadores del poeta vallisoletano son tan malos como los del poeta del lugar de Vega. Pero sería más verosímil que al fin hubiese escuela de Núñez de Arce, porque, sin que le falte a él gran originalidad, carácter, individualidad literaria intrasmisible, su ideal, sus procedimientos, se refieren a lo que puede ser aspiración general, interés común y arte de muchos. Núñez de Arce toma en serio esto de las escuelas literarias; Campoamor no, aunque él jure en cruz otra cosa. Campoamor sabe que está solo, que tiene que estar solo, como están solos Heine, Leopardi, Quevedo, Fígaro, Juan Pablo, Valera, Luciano (por citar algunos y sin orden). Núñez de Arce no aspira a la originalidad del humorismo, ni se entretiene mucho tiempo en cantar sus sueños, sus tiquis-miquis psicológicos, como diría el autor de Asclepigenia; si valiera todavía la terminología de cuando yo estudiaba, diría que el poeta castellano es más épico que lírico. ¿Y los Gritos del Combate?, se dirá. Hermosos gritos, en efecto; no falta allí subjetivismo (como decían algunos en mis tiempos, aunque está mal dicho); pero lo más de aquel libro excelente es poesía épica, a pesar de la forma. Aun allí le preocupan más las cosas que le suceden al mundo, que las que le pasan a él mismo. Por eso es precisamente el poeta que produjo la revolución, como decía al principio. Cierto que hay allí poesías puramente líricas, como aquel romance, que si no recuerdo mal, empieza así:

¡Cuántas ilusiones muertas

y cuántos recuerdos vivos!

-En el corazón humano

jamás se forma el vacío.

Verdad es también que la epístola «La duda» en que habla con terror del análisis diciendo:

¡Si a veces imagino que envenena

la leche maternal!...

puede tomarse por lírica sin mezcla; pero en general las poesías de este tomo se refieren a la realidad exterior, y son cantos de libertad, himnos al progreso, a la fe, tal vez ausente, elegías trágicas, si cabe la expresión, en que se lamentan las luchas terribles del siglo.

«¡Hijo soy de mi siglo!» es el grito de Núñez de Arce. En Campoamor no se concibe grito semejante. Campoamor diría en todo caso: ego sum qui... sum, sin añadir qui futurus sum, por modestia y porque no está seguro. Las dudas de Núñez de Arce son de las que acaban en la fe, porque la desean, porque ven en ella la salvación. Son una especie de dudas provisionales, como la de Descartes, pero más poéticas. Y en efecto, pasan años, y el ingenio del poeta castellano, al llegar a toda su madurez ya no canta la duda, ni siquiera escribe en forma lírica; prefiere el poema, el verdadero poema épico; no como el pequeño poema de Campoamor que es, o puro simbolismo de sus ideas y sentimientos, o expresión dramática de una psicología profunda y perspicaz, de una observación fina, valiente al traducirse en poesía. Después de los Gritos del combate, ¿qué escribió Núñez de Arce? Poemas y más poemas. Aquel mismo libro, ¿cómo termina? Con un poema semi-histórico, Raimundo Lulio, nunca bastante alabado; y después vienen: el Idilio, en que el amor del poeta se expresa en forma descriptiva y narrativa, con elementos épicos casi exclusivamente; La Visión de Fray Martín, La Selva oscura, El Vértigo, poemas épicos todos, aunque los dos primeros sean lo que aún se llama trascendentales. ¿Qué es La última lamentación de lord Byron? Una poesía de las que algunos estéticos apellidan intermedias, como las Heroidas, de Ovidio; el lirismo hecho poesía épica, con tan marcada tendencia al predominio de este último elemento que, en la descripción de Grecia y de aquella famosa batalla en que perecen en una sima las suliotas, está lo mejor del poema. Sí, Núñez de Arce sería un poeta épico más que nada, si ahora se hablase todavía como hace años. Veremos al tratar de su último poema, La Pesca, que de esta tendencia nace principalmente la facilidad que hay en su poesía para servir de transacción entre el lirismo idealista y el adecuado a los procedimientos del mal tratado y mal entendido naturalismo.

Pero ahora se trata de otra cosa; de seguir comprobando que Núñez de Arce puede aspirar, con probabilidades de conseguirlo, a formar escuela. Este carácter objetivo (como se decía antes, sin deber decirlo), de la inspiración de Núñez de Arce, se presta a la imitación seria, o mejor diré, a la formación de una escuela, de una tendencia por lo menos, más que la naturaleza inimitable de la poesía campoamorina, una e indivisible, como la famosa República francesa.

Viniendo ahora al elemento formal, se observa lo mismo. La novedad de la poesía de Núñez de Arce es el predominio de la descripción correcta, exacta, tomada de la observación de la naturaleza, siguiendo el orden de esta, no sometiéndola al punto de vista psicológico, ni subordinándola a los intereses del lirismo; no la descripción según el ánimo, sino la descripción de las cosas, según su género. Y por lo que se refiere al estilo, Núñez de Arce no pretende crear manera inusitada, sino atenerse a la forma clásica, depurándola, si cabe; quiere ser original por fuerte y correcto, por sencillo y noble en el decir: el vocabulario que emplea es el que los buenos poetas emplearon siempre.

(Ya veremos que en este punto La Pesca ofrece ciertas atrevidas y felices novedades). Pues todo esto, lo mismo el predominio de la descripción desinteresada, ordenada o realista (epítetos a escoger) que la fuerza, corrección, nobleza y sencillez del lenguaje, puede servir de modelo, puede ser el dechado de una escuela.

Tenemos que Núñez de Arce puede legítimamente y con toda formalidad crear una escuela. ¿Y a qué vino todo esto? Ante todo, a indicar el carácter general de su ingenio; pero además vino a cuento, porque demostrada -o poco menos- esa posibilidad, adquiere mayor importancia el punto que se expone en esta pregunta: ¿Hay tendencias en Núñez de Arce al naturalismo? Esto es lo que vamos a ver luego, sobre todo, al examinar La Pesca. Pero antes dos palabras, para decir por qué creo que esa escuela, que puede formarse, no se ha formado todavía.

No ha dejado de formarse por falta de tiempo, sino por falta de mimbres; es decir, por falta de poetas. La juventud de más ingenio -que es poco numerosa- no se va tras los versos, en esto hay que convenir, y los jóvenes amables que hasta ahora han imitado o seguido, o como se quiera a don Gaspar, han demostrado mejor deseo que facultades. Y como esto no es ofenderlos, no tengo inconveniente ahora en citar nombres.

El Sr. Velarde, a quien yo he negado, y niego, la calidad de poeta notable, es el que hasta ahora se ha considerado, o para evitar anfibologías, ha sido considerado como legítimo discípulo, digno de tal maestro. Creo haber demostrado cien veces que tal juicio es erróneo; pero como el Sr. Velarde leerá probablemente en el Ateneo, cuando esto suceda volveré a aducir mis argumentos, apoyados en nuevas pruebas documentadas. Si, como oí decir, el Sr. Velarde está en Filipinas, o en camino, entonces no diré nada. Otro gran poeta anuncian estos días los periódicos: el Sr. Ferrari. Hay quien asegura que no se trata ya de un poeta, sino de El Poeta.