Si pudiera ser para siempre - Rebeka Lo - E-Book

Si pudiera ser para siempre E-Book

Rebeka Lo

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Beschreibung

HQÑ 351 No hagas promesas; ni los dioses saben si podrás cumplirlas. Tras su apresurada marcha del Gixón de finales del siglo XIV, Blanca y Samuel aparecen en el siglo II, en plena rebelión de las tribus celtas contra la dominación romana. Ambos son saltadores de cuerdas, seres capaces de viajar entre cuerdas temporales. Buscarán el modo de salir de allí mientras tratan de recuperar su relación, interrumpida cuando Blanca contrajo matrimonio con el capitán Bernal Villa. Para ello contarán con la ayuda de Arabela, una druidesa miembro de la antigua Hermandad del Roble, que revelará a Blanca su verdadero origen. Gracias a un ritual ancestral, el capitán Bernal Villa logrará cruzar las cuerdas temporales en busca de su amada. Pero no todo va a salir como esperaba. Menos cuando en su camino se crucen la amistad, la traición y... la bella y poderosa Claudia Verania. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

©2023 Teresa González González

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Si pudiera ser para siempre, n.º 351 - febrero 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411416535

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Libro I. Los saltadores

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Libro II. Bernal

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Libro III. Los caminos que se cruzan

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Esta tierra se encuentra fortificada por poderosos elementos naturales, montañas de agreste relieve y un mar poderoso que golpea contra sus costas. Toda esta tierra es de exuberante belleza, donde late un torbellino de lucha constante, un continuo manantial de vida, que nace de las entrañas mismas de la tierra y de las aguas que la fecundan. Desde los helados vientos de las cumbres nevadas, hasta los tibios vientos húmedos de los valles y las costas, desde los saltarines ríos hasta los solitarios acantilados donde el mar se esfuerza por arrancar con cada golpe de su aliento un pedazo de las rocas, se nota la fuerza de una presencia que vive en cada rincón.

Libro I Los saltadores

Capítulo 1

LA LLEGADA

 

 

 

 

Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas

a muchas amargas dificultades.

MIGUEL DE CERVANTES

 

—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté angustiada y con una voz chillona fruto de los nervios del momento.

Cuando me desperté lo primero que sentí fue que la luz me deslumbraba nublándome la vista. Parpadeé un par de veces hasta que logré aclarar la visión y distinguir que la figura que se encontraba a unos metros de mí, agachada y en actitud vigilante, era Sam. Me puse en pie con torpeza y me acerqué despacio a él. Todavía me sentía un poco mareada, solo que esta vez ya sabía que lo que iba a encontrarme no eran alucinaciones, sino, más bien, la cruda realidad.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Shh, no te muevas, vas a hacer que nos descubran —susurró visiblemente irritado por mi inapropiado tono de voz.

En otro lugar, no muy alejado de donde nos encontrábamos, otra voz susurró casi las mismas palabras. Todo está conectado entre sí.

La sugerencia de Sam acerca de la movilidad no era difícil de seguir puesto que yo tenía la mayoría de los músculos agarrotados y un molesto dolor de cabeza como resultado de nuestro salto. Me masajeé las sienes mientras permanecía sentada sobre la llanura verde. Hasta cierto punto, yo tenía confianza en mi capacidad de recuperación, solo hasta cierto punto.

—Dios…, me siento como si me hubiera arrollado un Tyrannosaurus rex —dije ahogando un repentino amago de vómito. No debería haberme zampado aquel opíparo desayuno que nos habían ofrecido los monjes. Y menos en mi estado… Pero, como era habitual, mi estómago decidía con más rapidez que mi sentido común.

—¿Quieres callarte? —me espetó Sam entre incómodo y preocupado.

Estaba a punto de contestarle con un improperio cuando me tapó la boca con su enorme mano de largos dedos mientras con la otra señalaba a un grupo de mujeres en torno a un pozo situado al este revestido con mampostería, y cuya estructura parecía haber sido construida encajada en el terreno natural. Se distinguía una escalerilla descendente por la que, seguramente, se accedería al manantial del subsuelo. ¿Dónde había visto antes yo una fuente así? Apreté los ojos intentando hacer memoria hasta concluir que se parecía sospechosamente a la Fontica del barrio de Cimadevilla…

A poco que las mujeres prestaran atención a lo que ocurría a escasos metros de ellas nos descubrirían, pero afortunadamente parecían enfrascadas en su tarea. Desde mi posición podía divisarlas con claridad. Tres de ellas eran bastante jóvenes, la cuarta tendría unos cuarenta años, aunque era difícil de precisar ya que lucía una larga melena entre rubia platino y canosa trenzada que le llegaba hasta la cintura. Estaba claro que las demás la respetaban pues escuchaban con interés sus indicaciones. El día era claro y templado, pero la fría brisa anunciaba la inminente llegada del otoño.

Por el intenso olor, la fábrica de salazones no debía de encontrarse muy lejos. La conservación de pescado y carne exigía el uso de gran cantidad de sal que se obtenía mediante el secado artificial del agua del mar. Aunque otro método de conservación también muy utilizado era el ahumado, recordé orgullosa un examen de historia del colegio. Había sacado un diez. Lo que no crees que te vaya a servir para nada es lo que en ocasiones te salva el pellejo.

—¡Vas a asfixiarme! —protesté como pude al tiempo que forcejeaba y me retorcía hasta que logré que retirara la manaza izquierda, la que tenía ese lunar justo en el nacimiento del dedo pulgar. No comment.

—Si te callaras de una vez, todo sería más fácil —respondió algo malhumorado.

—¿Y puede saberse qué sería más fácil, pedazo de cretino?

Ni siquiera me respondió. Simplemente señaló con la masculina barbilla hacia un punto un poco más allá del grupo de mujeres donde se concentraban unos cuantos soldados a los que yo no había visto.

—Ah, te referías a eso… —dije apartando un rebelde rizo de la cara que se empeñaba en metérseme en el ojo. Se estaba levantando viento.

El primer oficial Waters hizo el típico gesto de «lo ves, yo tenía razón, como siempre». Muy de madre. Y es que a pesar de su metro noventa, su pelo rubio, su mucho mundo recorrido y su pasado pirata, Sam tenía, a veces, arrebatos de sabidillo. Aunque tampoco es que fuera de extrañar, habida cuenta de que tenía tan solo veintidós años por aquel entonces. Un guaje.

Pelearnos como críos era una actividad que habíamos practicado con frecuencia en el pasado, con dispares resultados. A menudo acabábamos zanjando la cuestión en la cama de su casita del acantilado. Siempre se reflexiona mejor con la mente y el cuerpo relajados.

Sábanas revueltas aparte, después de nuestra precipitada marcha de Gixón huyendo del incendio que asoló la villa y dio por finalizada la disputa entre el conde Alfonso Enríquez, aspirante al trono de Castilla, y su sobrino el rey Enrique III, nos encontrábamos en un destino del que lo desconocíamos todo. Todo salvo que era un territorio que los romanos parecían tener bajo su control. Eso resultaba bastante evidente a juzgar por la cantidad de tropas desplegadas a pocos metros de donde habíamos aparecido como por arte de magia.

A pesar de que todavía no lo sabíamos, los romanos tenían ubicado allí un pequeño destacamento militar. Pero, aunque fuera pequeño, no por ello resultaba menos intimidante. Los uniformes eran inconfundibles y sus portadores no parecían muy amistosos. Dadas las circunstancias, tenía que reconocer que la prudencia de Sam era la actitud más acertada. Punto para el rubito.

Pero, más allá de lo obvio, eran muchas las preguntas que se agolpaban en mi mente en aquel momento. Por ejemplo: ¿Seguíamos estando en Gixón? La silueta de la costa me recordaba vagamente a la del cabo de Torres con el suave manto verde cubriendo las laderas, así que era muy posible que en lugar de avanzar hacia un futuro que imaginábamos seguro, hubiéramos retrocedido unos cuantos siglos en el tiempo. Es decir, que nos encontráramos en la cuerda temporal por la que el Imperio romano campaba a sus anchas. Mal momento para no tener a mano el DeLorean de Marty McFly y que nuestros saltos no terminaran por llevarnos a cualquier impredecible momento de la historia. Los medios con los que contábamos eran un poco menos… sofisticados.

Por la altura del sol, Sam calculó que serían en torno a las once de la mañana. Una leve brisa revolvió mi pelo como si quisiera llamar mi atención para recordarme que aquel otoño no sería igual a ningún otro que hubiera vivido o que viviría. Me estremecí dentro de la holgada chaqueta de Bernal y por un instante creí sentir la reconfortante presión de sus fuertes brazos alrededor de mi cuerpo. Toqué con aprensión la faltriquera en la que había guardado el torques de mi familia antes de saltar. Comprobé con alivio que continuaba allí.

Sam levantó de pronto la mirada y me miró con sus ojos azul oceánico al ver que temblaba, traspasándome como ocurría siempre que los clavaba en mí. Me pasó la mano por el cuello con suavidad, despacio. Sentí que se me aceleraba el pulso. Las caricias de Sam siempre eran conscientes, siempre hablaban, siempre se escondía un significado detrás de ellas. Tenía las manos heladas.

Nos habíamos acurrucado tras unos matorrales, apretados uno contra el otro, tratando de pasar desapercibidos. Volví mi rostro hacia el de Sam y me perdí en esos ojos, ¿qué otra cosa más que rendirse puede hacerse cuando la intensidad de un alma te alcanza? Y la de Sam vivía enredada en la mía desde antes de que aquellos ojos casi irreales se cruzaran en mi camino. Puede que nos hubieran separado el tiempo y el espacio, si es que esos conceptos que tan básicos nos parecen realmente existían, pero en aquel lugar en que reside lo más profundo de nosotros mismos seguíamos estando irremediablemente encadenados. ¿Serían siempre las mismas almas las que pueblan los cuerpos? ¿Habrían estado las nuestras unidas con anterioridad? ¿Qué habrían compartido? Durante mucho tiempo creí que estaba sola en el mundo, que era como una isla perdida a cuya costa arribaban extranjeros muy de cuando en cuando. Superficiales contactos para que yo no olvidara mi capacidad de hablar y de interactuar con otros seres. Ahora sabía con certeza que nunca había estado sola. Las almas siempre nos acompañan, revoloteando en silencio a nuestro alrededor, pero no nos detenemos a observarlas. Demasiadas prisas, demasiadas distracciones.

Sam me sonrió por un breve instante y un fugaz haz de luz iluminó la verde campiña que nos rodeaba como si del destello de un relámpago que ilumina una oscura habitación se tratara. Hubiera jurado que hasta la brisa se detuvo para verle sonreír. Todo se paraba cuando sus labios se curvaban. Casi hasta mi propio corazón lo hacía. Así era como Sam conseguía mantenerte atrapada bajo su embrujo, simplemente no haciendo nada. Solo respirar. La magia reside en lo sencillo, por eso muchos no son capaces de encontrarla.

Me besó en la mejilla, un beso suave, diría que hasta casto. Tan distinto de aquellos besos húmedos y absorbentes que habíamos compartido hacía ya tanto tiempo que me pareció una eternidad. Dejó que los suaves rizos rubios me rozaran por un breve instante al apoyar su frente contra la mía y posar su mano en mi mejilla. Volvió a sonreír. La imagen de Bernal cruzó mi mente y un escalofrío sacudió mi cuerpo al recordarle. Desvié la mirada. No podía seguir dejándome llevar por aquellos ojos sin pensar en el que había sido mi marido, mi amante, mi amigo, mi guardián, mi universo… durante los últimos meses. Tuve que hacer un esfuerzo para volver a concentrarme en nuestra situación. Teníamos problemas, demasiados para que yo me perdiera en los remordimientos que sentía por haber dejado la villa de Gixón en llamas y a Bernal, Beo y Mila luchando por su vida en ella. De pronto tuve la certeza de que la vida también crecía dentro de Mila. De alguna manera, podía percibir esos lejanos latidos, el ritmo de varios corazones bombeando sangre. Pero ¿cuántos? ¿Formaban también los de Beo y Bernal parte de esa sinfonía? Hasta los descreídos acaban rezando a su manera. Y eso es lo que yo misma hice en aquel momento.

Habíamos logrado huir de Gixón y del terrible destino que la condesa Isabel, señora de Viseu, había urdido para la villa gracias a la puerta que se había abierto a través del sagrado roble que crecía junto al monasterio benedictino de San Juan Evangelista, en Fano, a las afueras de Gixón. Samuel y yo éramos saltadores de cuerdas. Seres capaces de moverse entre cuerdas temporales y vivir en uno de los diferentes presentes, pasados o futuros que coexistían simultáneamente. Sin embargo, no teníamos ningún control sobre el destino al que nos conducirían nuestros saltos. Había hecho falta todo el conocimiento y habilidad del padre Esteban, un monje benedictino además de mi abuelo por giros inesperados de la vida, para lograr forzar la apertura de un portal hacia otros planos y posibilitar así que escapáramos. Mi abuelo pertenecía a una antigua orden conocedora de secretos que asombrarían al mundo y cuya misión era proteger a los que eran como nosotros, los saltadores. Eran nuestros guardianes, nuestros salvadores y, en muchas ocasiones, nuestra familia.

El atropellado abandono del siglo XIV, dejando atrás el pasado de Samuel como primer oficial pirata a las órdenes del corsario inglés Harry Paye y el mío como esposa del capitán de las tropas rebeldes del conde Alfonso Enríquez, Bernal Villa, nos había conducido hasta este pedazo de tierra verde que se extendía bajo nuestros pies.

Creo que cada uno de los dos habíamos albergado en algún momento la infantil esperanza de que el salto nos hiciera regresar a nuestra propia época, pero todavía nos quedaban muchas cosas por vivir juntos y todo ocurre en el momento adecuado, no en el que deseamos que ocurra. Una vez la rueda se pone en marcha la propia inercia la empuja a seguir adelante y la nuestra había empezado a girar hacía aproximadamente un año cuando una desconcertada versión de mí misma había aparecido en un Gixón sitiado por el impresionante ejército del rey castellano y se había topado por casualidad con un ser de luz, Bernal. Pero eso es otra historia u otro salto.

Volví a mirar al frente medio agazapada al lado de Sam. Los soldados romanos estaban situados al norte y dado que nos encontrábamos en una especie de península resultaba inviable escapar por el este o el oeste. La única opción viable era dirigirnos hacia el sur.

—Tenemos que adentrarnos en el bosque, nos proporcionará la protección que necesitamos —dijo por fin Sam consciente de que el efímero momento de intimidad recuperada que habíamos compartido se esfumaba tan presuroso como había llegado.

Asentí y nos movimos con cautela para no desvelar nuestra presencia a las tropas imperiales. En cuanto nos fue posible echamos a correr buscando el amparo que la naturaleza podía ofrecernos. El bosque pronto se volvió espeso y, con la caída de la noche, amenazante. Pero solo nos permitimos parar cuando hubimos puesto una buena porción de tierra, y de relativa seguridad, de por medio.

—¿Estás cansada? —me preguntó mientras él mismo se apoyaba en un árbol para recuperar el resuello.

Para ser sincera, Sam estaba en muchísima mejor forma física que yo. Los dulces y deliciosos asados que Flora, la cocinera que servía en la casa que yo compartía con Bernal, preparaba habían redondeado mi figura. A Bernal le encantaban mis nuevas formas y solía entretenerse dibujando su contorno antes de… Tenía que dejar de pensar en Bernal, al menos por el momento. Me centré en el informe de daños. Me dolían terriblemente los gemelos. De hecho, hacía rato que notaba espasmos en algunos músculos. Había aguantado la carrera espoleada por el miedo y la adrenalina, pero ahora que nos habíamos detenido todo mi cuerpo se quejaba. Además, tenía frío. Sin embargo, no era el momento de lloriquear. Si algo me había enseñado mi anterior salto, aquel que me había hecho trasladarme desde mi anodina vida en el Gijón de 2012 hasta el complicado momento que vivía mi ciudad a finales del siglo XIV, era que para sobrevivir era imprescindible saber adaptarse. Derribar nuestras barreras mentales, simplemente tirar a la basura todo lo que dábamos por hecho y empezar de nuevo. Siguiendo el flujo de la corriente.

—Estoy bien, puedo continuar —respondí.

Me había doblado para apoyar las manos sobre las rodillas. Respiré hondo y me erguí. Noté un pinchazo en las lumbares e intenté disimular una mueca que Sam cazó al vuelo. Me lanzó una mirada cargada de una buena dosis de escepticismo. Yo tenía las mejillas de un ardiente color rojo y resoplaba como un búfalo asmático.

—Creo que será mejor dejarlo por hoy —sugirió Sam Waters mientras abría los brazos en cruz para estirar la ancha espalda y miraba a su alrededor en busca de un potencial refugio donde pasar la noche—. Ya casi no hay luz y no podemos andar a tientas por un territorio que no conocemos.

Estaba en lo cierto. Lo más sensato sería pasar la noche escondidos hasta que por la mañana pudiéramos explorar el terreno y decidir qué hacer. Recogimos algunas moras y otras bayas, un escuálido avellano nos proporcionó unas cuantas avellanas que completaron nuestro exiguo menú. Decidimos no encender fuego. Resultaba demasiado arriesgado ya que no sabíamos si los romanos tenían algún destacamento o campamento por los contornos, no nos convenía llamar la atención sobre nuestra presencia. Nos acurrucamos como pudimos contra un tronco caído, hicimos un pequeño lecho con hojas de helechos y nos tumbamos encima, muy juntos para proporcionarnos calor. La cercanía del cuerpo de Sam, tan familiar hacía tan solo unos meses, me resultó ahora más incómoda, pero procuré que no se percatara de ello. Aunque conociendo como conocía a Samuel Roland Waters, hijo adoptivo de lord Thomas Waters de Chillingham Castle, ese detalle no se le escaparía. Su pasado como primer oficial del Mary, el barco del famoso pirata Harry Paye, le había permitido desarrollar un buen conocimiento de los seres humanos. Pero, o bien prefirió ignorar mi tensión o estaba demasiado cansado como para tratar el tema. Fuera cual fuese la razón, mejor así.

Algunas hormigas que habitaban el tronco resultaron ser unas molestas compañeras de cama, pero el agotamiento tanto físico como mental por lo que acabábamos de vivir junto con el contenido de la petaca de buen whisky escocés que Sam había tenido la excelente idea de traer consigo y que apuramos para terminar de calentarnos hizo que cayéramos rendidos. Puede que no fuera muy prudente dormirnos los dos, sin embargo, estábamos demasiado exhaustos como para hacer guardia. Las noches de septiembre son ya frescas y al dormir a la intemperie el rocío se cebó inclemente con nuestros huesos. Tuvimos un sueño agitado e intranquilo, nos despertamos inquietos en varias ocasiones al escuchar ruidos y crujidos, pero estábamos en medio de un bosque y eso era lo menos que podíamos esperar.

Caminamos la mayor parte del día siguiente. Agradecí llevar puestas las resistentes botas de cuero que le había encargado hacer al zapatero de Gixón con un hermoso trozo de piel que el curtidor me dejó a buen precio. Pero los pantalones de lana de las ovejas de Somiedo que Bernal me había regalado estaban húmedos tras haber dormido sobre el suelo y no se secaban, lo que los hacía pesados y fríos.

Durante esos dos primeros días simplemente caminamos, ahorrando las palabras que intercambiábamos con una especie de avaricia. Como si ninguno de los dos estuviera listo para expresar lo que sentía y fuera más práctico concentrarse simplemente en nuestro objetivo más inminente: ponernos a salvo. Yo seguía la estela dorada de los rizos de Sam como quien sigue la estrella polar. De vez en cuando se paraba y evaluaba el camino antes de decidir por dónde continuar abriéndose paso con habilidad entre los arbustos. Recogíamos lo que podíamos a nuestro paso. Nos pegamos un festín de nueces verdes, tantas que terminamos con dolor de estómago, y también encontramos manzanas de todos los tamaños y puntos de acidez que devoramos con ganas. Seguíamos el cauce del zigzagueante río con prudencia. No demasiado cerca para evitar encuentros inesperados ni demasiado lejos como para no tener acceso a una fuente de agua potable.

Al tercer día empecé a sentirme mal. Sam lo achacó al esfuerzo y a la desazón acumulada por lo incierto de nuestra situación, pero la verdad era que yo sospechaba que no era ese el auténtico origen de mi abatimiento. Al final de ese día Sam improvisó un refugio con unos cuantos troncos delgados y ramas que fue cortando gracias a los cuchillos que portábamos ambos. Me acomodó sobre su chaqueta y de algún modo consiguió hacerse con una especie de recipiente natural con el que transportó agua. Yo tiritaba. Comencé a tener fiebre. El sudor helado recorría mi cuerpo ardiente a pesar de que Sam procuraba lavarlo con trozos de su camisa mojados en agua fresca. Aquella noche la lluvia nos empapó a los dos. La techumbre de hojas era demasiado débil y las gotas se colaban por todos lados.

Sam se acostó a mi lado y me retiró el mojado pelo de la cara con dulzura. Abrí los ojos, me quemaban. Tenía la boca seca, pero apenas pude beber un par de tragos de agua. Todo me revolvía el estómago. Pasamos dos días en el refugio. Sam se separaba de mí únicamente para lo imprescindible como ir a buscar agua o algo para comer que yo siempre rechazaba. Me sentía débil, pero por momentos me parecía estar de nuevo en casa. Entonces, ya no sentía frío. Mi perro Beo roncaba a mis pies mientras Bernal, de espaldas en la cocina, tarareaba una canción popular preparando un asado de pollo. Los postigos estaban entreabiertos dejando pasar el aire fresco y esparciendo el delicioso olor a asado por todo el patio. Yo me reía y Beo se despertaba mientras parecía farfullar algo sobre lo ruidosos que éramos. Sí, sin duda, estaba delirando.

Capítulo 2

ARABELA

 

 

 

 

Al final del cuarto día la fiebre no remitía y yo me marchitaba como una hoja. Así que Sam tomó una decisión, había visto una cabaña de piedra durante una de sus escasas ausencias para recoger comida. Era un lugar relativamente seguro puesto que se encontraba como mínimo a un par de días de marcha desde el lugar en el habíamos aparecido. No era especialmente grande, pero de su chimenea salía humo procedente de una lumbre. Se hallaba en lo profundo del bosque, así que a sus habitantes no debía de gustarles mucho el contacto humano, pero tenía que arriesgarse. Me envolvió con la chaqueta de Bernal y me cogió en brazos. Tuvo que caminar durante un par de horas hasta lograr localizarla. Cuando estuvo frente a la entrada bajó la vista y dudó un instante. Fue tan solo un breve momento de indecisión, pero había prometido mantenerme a salvo y haría lo que fuera necesario para lograrlo. Me cargó con suavidad sobre su hombro izquierdo mientras llamaba a la puerta con los nudillos de la mano derecha. Con un gesto rápido bajó la mano y agarró el puñal que llevaba al cinto. Le pareció que transcurría una eternidad antes de que la puerta se abriera y la figura de una mujer de largo pelo se recortara en el hueco de la misma.

—Necesitamos ayuda… —fue lo único que se le ocurrió decir a Sam.

La mujer frunció el ceño mientras nos escrutaba, pero finalmente se apartó para franquearle la entrada. El interior era sencillo pero caliente y, sobre todo, estaba seco. La cabaña olía a leña quemada, lo que a Sam le resultó extrañamente reconfortante. La única ventana de la habitación era angosta, seguramente para salvaguardar el interior tanto del frío como del calor. En el hogar el fuego estaba encendido y un caldero con un humeante contenido desparramaba un agradable olor con generosidad por toda la estancia. A Sam le sonaron las tripas.

—Ponla sobre la cama —le ordenó la dueña de la casa y se acercó a mí para examinarme—. ¿Cuánto tiempo hace que está así?

—Un par de días —contestó Sam nervioso al percibir en los ojos de la mujer un destello de recelo.

Ella empezó a quitarme de encima las capas de ropa mojada hasta dejarme completamente desnuda y se las tendió a Sam, que se quedó parado sin saber muy bien qué hacer con ellas. Me encogí instintivamente.

—¡Vamos, vamos! —le urgió la mujer—. No vas a ser de gran utilidad si sigues actuando con la lentitud de un oso en invierno. ¡Pon esa ropa frente al fuego para que se seque! Luego ve afuera, hay un pequeño arroyo que discurre tras la casa, trae agua fresca en ese cubo. ¡Date prisa! Taranos saldrá esta noche y será mejor que nos resguardemos antes de que llegue.

Señalaba la puerta con la cabeza.

—Sí, señora —logró balbucir Sam demasiado aturdido como para preguntar quién era ese tal Taranos del que la mujer había pronunciado el nombre con tanto respeto.

Todavía no sabía que no era otro sino el señor del cielo, el que hace truenos, el dios de las tormentas y que tal vez acabáramos necesitándole.

—Arabela —dijo de pronto la mujer con una voz que se había tornado suave.

—¿Disculpad?

—Puedes llamarme Arabela. Y ahora ve a por esa agua, muchacho.

Volvió a concentrarse en mí. Yo seguía tiritando y sudando. Arabela secó mi cuerpo con un paño limpio y áspero y me cubrió con una tela ligera. Estaba aturdida pero consciente. La piel de cordero que envolvía la paja que hacía las veces de cama me resultó sorprendentemente cálida y acogedora. Abrí los ojos. Seguía teniendo bastante fiebre, así que me escocían. Los entreabrí con esfuerzo y al mirar hacia la mujer esta ahogó un grito y se tapó la boca con la mano de finos dedos.

—Mara… —pronunció el nombre despacio dejando tiempo para que su mente asimilara la presencia que tenía ante ella.

Parpadeé intentando distinguir con mayor claridad su rostro, aunque la fiebre nublaba mi vista. Juraría que me había llamado Mara, el nombre de mi madre.

—No soy Mara, me llamo Blanca —dije tragando saliva con esfuerzo. Tenía la garganta demasiado seca para seguir hablando. Caí en un sueño profundo, pero considerablemente más tranquilo que el de las dos noches anteriores pasadas a la intemperie.

La mujer pasó una mano por mi frente con delicadeza y apartó el pelo que se apelmazaba adherido a ella.

—Has vuelto a casa, pequeña Mara, como prometiste —musitó.

Necesitaba actuar con rapidez, Arabela había visto muchas cosas a lo largo de su vida y podía presentir cuando el aliento se escapaba de un cuerpo. Por alguna razón, el mío lo dejaba irse sin oponer demasiada resistencia, como si buscara terminar de una vez con alguna clase de sufrimiento.

La muerte ronda a los vivos. Puede pareceros una obviedad, pero no lo es en absoluto. Asociamos la muerte con los que ya no están, pero a ella no le interesan los muertos. Esos ya son suyos. Le interesan nuevas presas, así que nos acecha tras cada esquina, tras cada sombra, y nosotros nos empeñamos en vivir como si ella nos fuera totalmente ajena. Como si no tuviera la facultad de saltar en cualquier momento sobre nosotros y hacernos ver, por un último instante de clarividencia, aquello que desaprovechamos en vida. Pero hay ocasiones en que queremos ponerle las cosas fáciles. Algo en mi interior se había roto en el momento en que había dejado a Bernal en Gixón luchando por su vida, y por la mía.

Su hermoso rostro se me apareció en sueños, alargué la mano para tocarlo, pero se desvaneció como la niebla, se volvió humo. Había tenido una vida a su lado, una vida llena de amor. Bernal me había hecho despertar. Durante mucho tiempo había pensado que era Samuel quien lo había logrado, pero en medio de la fiebre tuve claro que había sido el capitán Villa el que, pacientemente, se había encargado de conectar todas mis terminaciones nerviosas de nuevo a mi piel con la minuciosidad de un ingeniero hasta convertirme en un todo. Solemos decir que el otro nos completa, pero no es cierto. Aquel que de verdad te ama logra que, por fin, te reconozcas como un todo por ti misma.

Arabela acercó a mis labios un cuenco de barro con una decocción de hierbas que había estado preparando.

—Bebe, niña. No es esta tu hora.

Luego posó su mano sobre mi vientre, que no mostraba signo alguno de albergar una nueva alma en busca de cuerpo, y susurró:

—Tráela de nuevo al mundo de los vivos, tira de ella. No la dejes subirse a esa barca con Navia, no la dejes cruzar ese río.

 

 

Cuando Sam volvió del arroyo, Blanca dormitaba y sus mejillas habían recuperado su color melocotón salpicado por algunas pecas de distintos tamaños. Suspiró aliviado y depositó el cubo en el suelo despacio, tratando de no hacer ruido. A continuación, se dejó caer con pesadez sobre un banco de madera que ocupaba la pared junto a la puerta, bajo la ventana, y alzó los ojos. En ellos se reflejaba la preocupación acumulada durante días, pero también un hilo de esperanza. Al menos, estaban juntos, aquello podía ser un nuevo principio para los dos. Arabela le observaba muy seria apostada junto al camastro en el que Blanca descansaba roncando con suavidad.

—¿Quiénes sois? —le preguntó tomando nota de los detalles del aspecto del joven.

—No temáis. No nos quedaremos mucho tiempo, solo necesitamos descansar un poco y que ella se reponga. Nos iremos y no volveréis a saber de nosotros —contestó Sam intentado alejar la sombra que veía en la mirada de Arabela y que no conseguía interpretar.

Quizás no hubiera sido tan buena idea traer a Blanca hasta la cabaña, pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? No podían seguir durmiendo a la intemperie, no con ella en ese estado. Desconocía si había un pueblo cerca y, en caso de haberlo, si lograrían cobijo en la casa de alguno de sus habitantes o si les denunciarían a los romanos. Se sentía perdido, tenía miedo y esa sensación le resultaba extraña. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no la experimentaba. Se mordió el labio inferior con fuerza.

La idea de abandonar la villa de Gixón había sido suya. Había convencido a Blanca para dejar su vida allí con la promesa de un futuro. La disputa entre el conde Alfonso Enríquez, primogénito de Enrique II por derecho de lecho, y su sobrino, el rey Enrique III, había sentenciado a Gixón a desaparecer. Él había querido salvar a Blanca y ahora se debatía en un mar de dudas. Quizás hubiera sido mejor no intervenir y dejar que compartiera lo que el destino les tuviera reservado a ella y al capitán Bernal Villa.

La mujer se sentó a su lado. Parecía haber recuperado cierta serenidad y le observaba con compasión. Clavó los ojos en los rizos alborotados de Sam, le pareció un niño en aquel instante a pesar de su corpulencia y su estatura. Su casi metro noventa constituía una altura considerable y más teniendo en cuenta que Arabela era menuda y mucho más bajita. Blanca emitió un pequeño gruñido antes de darse la vuelta y continuar durmiendo.

—Ella… Me recuerda a alguien a quien conocí hace mucho, mucho tiempo. Unos ojos como los de ella no se olvidan nunca. Las almas que no han concluido su labor siempre regresan a los mismos lugares a saldar las deudas pendientes —sentenció Arabela mientras dirigía hacia la joven una mirada cargada de nostalgia.

Sam esbozó una media sonrisa. Almas, el hálito divino de todos los seres. ¿Cuántos cuerpos habría habitado la suya antes de lanzarle a esta vida? ¿Cuánta sabiduría albergaba? ¿Le sería útil en estas circunstancias? Pronto lo descubriría. Estaba más delgado, pero sin duda se había hecho más hombre. Los acontecimientos vividos habían terminado de completar su formación. Ya no era un muchacho. Nunca se vuelve a ser un muchacho.

Arabela observaba cada gesto que se reflejaba en el hermoso rostro de Sam. Cada línea de preocupación que cruzaba su frente y cada mueca involuntaria que acompañaba a sus pensamientos. Quizás no fuera únicamente el alma de Blanca la que iba a necesitar de su ayuda.

Puso su mano sobre la de Waters, pero la retiró con rapidez, al sentir como si una pequeña descarga de electricidad se hubiera producido al tocarle. No dijo nada, simplemente se levantó y se dirigió hacia la humeante olla que borboteaba sobre el fuego. Ahora tenía la certeza de que su llegada no había sido casual, aunque hacía mucho tiempo que Arabela conocía ese secreto: nada es casual.

—Estarás cansado, come algo y luego podrás dormir, mañana tendrás tiempo de contarme vuestra historia —le dijo con dulzura.

—Sois muy generosa.

Arabela se aproximó a una repisa y se estiró para intentar alcanzar un par de cuencos de madera. La pared alrededor del fuego estaba ennegrecida por el humo. Samuel se levantó y con una zancada se colocó tras ella y le acercó los cuencos. La coronilla de ella apenas le alcanzaba el amplio pecho. Un corazón fuerte y decidido latía dentro de aquel pecho. Lograrían aquello que buscaban, no sería fácil, pero un corazón como aquel perseveraría.

—Y tú muy alto —rio ella.

Repentinamente, la mujer le pareció mucho más joven a pesar de la multitud de canas que se entremezclaban con el resto de fibras entre rubias y cobrizas. Sin duda sería por efecto del cansancio. Miró hacia la cama donde Blanca reposaba. Volvía a roncar ligeramente, eso le animó.

—Tiene que descansar. Pero se recuperará, es más fuerte de lo que crees. Y ahora come —dijo la mujer depositando sobre la mesa los dos cuencos con su caliente contenido.

La cabaña tenía una planta circular no de gran tamaño con el suelo de arcilla compactada y unas escaleras que ascendían hasta un piso superior. Al lado de la puerta había una ventana estrecha y pequeña que servía de ventilación y adosado a la pared un banco semicircular frente al que había colocada una mesa de madera gastada por el uso y con los perfectos agujeros redondos que causa la polilla dibujados en la superficie. Anexa a la cabaña, otra construcción de menor tamaño albergaba a los animales y proporcionaba calor a la construcción principal. A pesar de la rusticidad del entorno la decoración tenía algunos detalles sorprendentes que contrastaban con él, como un pequeño pebetero para perfume o un altar con varias figuritas de terracota. A Sam le llamaron la atención por la exquisitez con la que estaban elaboradas. Representaban al menos a cuatro mujeres, una niña, un hombre de oscura barba y lo que parecía un guerrero. Un peculiar grupo.

Se sentaron a la mesa uno frente al otro. Arabela contempló con discreción los profundos ojos azules de Sam. Le recordaban el color del mar que cambia según las mareas. No, ninguno de aquellos dos desconocidos lo era en realidad. Ella ya había conocido a otros antes que a ellos y conocería a alguno más si sus huesos seguían resistiendo, porque de lo que no le cabía duda era de que su espíritu lo haría. Todo lo que existe ya existió y volverá a existir. La vida es un ciclo infinito.

Desvió la vista hacia el altar. Una de las figuras estaba gastada, la pintura se desvanecía en algunas partes haciendo que los intensos colores se convirtieran en tonos pastel. El artesano había sido muy fiel a la imagen original.

Se volvió hacia el joven. Los rubios rizos de Sam ocultaron sus ojos cuando bajó la cabeza para concentrarse en la comida, brillaban. En realidad, todo él parecía brillar de alguna inexplicable manera. Aunque, como descubrirían más adelante, todo tiene una explicación.

—Está delicioso —dijo tomando un gran bocado con glotonería para a continuación empezar a boquear y pasarse la comida de un lado a otro de la boca en un intento por evitar quemarse la lengua. No había podido esperar a que se enfriara, estaba realmente hambriento—. ¿Todo esto procede del huerto que he visto tras la casa?

—Así es.

—Parece una tierra muy fértil —comentó Sam animado por la comida.

—Ha de serlo, entierro en ella a todos mis animales —contestó ella y siguió masticando sin inmutarse.

—¡Por Dios bendito! —dijo Sam mientras escupía en el cuenco lo que tenía en la boca con un gesto de evidente asco—. ¿Cultiváis en un cementerio? ¡Y espero que solo sea de animales!

Escuchó una risita socarrona procedente de la mujer que le miraba con picardía. Había que reconocer que era clara y directa. En otras circunstancias, eso le habría agradado bastante.

—Vamos, joven. No exageres, estoy segura de que te has metido en la boca cosas mucho peores que esa cebolla. —Hizo una pausa para señalar hacia el lugar donde Blanca permanecía tumbada dormitando y añadir—: Y no me refiero ella.

—Os aseguro, señora, que nunca he comido nada que se hubiera abonado con cadáveres —repuso Sam que se había puesto colorado como un pimiento ante la insinuación de la mujer.

Arabela dejó el tazón con parsimonia y cruzó los brazos sobre la mesa antes de clavar sus inquietantes ojos grises rodeados de finas arrugas sobre el apuesto primer oficial.

—Eres joven, pero he notado que no te falta de experiencia en la vida. Ya deberías conocer que el cuerpo es solo un instrumento que sirve al alma para pasearse entre los que llamamos vivos. ¿Te escandalizas porque devuelvo a la tierra lo que le pertenece y la nutro con ello?

—¡Me escandalizo porque los usáis como abono y luego os coméis el fruto de esa tierra!

—¿Eres cristiano? —preguntó Arabela frunciendo el ceño para examinarle con más detenimiento. Hacía poco que a la civitas habían llegado algunos seguidores de la doctrina cristiana. Aunque su intuición la hacía inclinarse a pensar que este no era el caso.

Al principio de la invasión, los romanos habían respetado los cultos ancestrales de los astures a cambio de que aceptaran el sistema administrativo romano sin oponer resistencia. Incluso habían asimilado algunas de aquellas prácticas tras darles una conveniente pátina romanizante.

Luego habían llegado los seguidores de Jesús. No eran muchos. Arabela había escuchado las palabras de algunos de ellos. Le pareció que su profeta no difería mucho de otros grandes guías de la antigüedad. Hablaba de amor y ella sabía que esa fuerza irrefrenable hacía girar al mundo. Sin embargo, también estaba convencida de que algunos de sus discípulos habían comenzado a incluir en los sermones partes de su propia cosecha y donde el amor había sido la fuente de inspiración germinaba la semilla de la incomprensión. Esa era una de las razones por las que ella había dejado la ciudad y regresado al bosque. Necesitaba volver a conectar con lo esencial. Con la fuente de la que todo mana.

—¿Por qué me hacéis esa pregunta? —quiso saber Sam.

—Porque no entiendo tus remilgos —respondió ella mirándolo de un modo inquisitivo—. Mi pueblo honra a la naturaleza, hace muchos miles de años que vive en armonía con ella. Desde el principio de los tiempos. Respetamos sus ciclos porque sabemos que formamos parte de ellos. Cuando el alma de un animal abandona su cuerpo este debe volver a la tierra para cerrar el círculo. Donde antes hubo muerte renace la vida. La tierra es nuestra madre, nos cuida, nos provee. Tiene muchos nombres. Unos la llamaron Gaia, otros Dana, nosotros la conocemos como la Vieya. La vieja, la que todo lo sabe, la que atesora todos los poderes de la naturaleza. Los cristianos la llaman Virgen María.

Samuel había recibido algo de formación católica en Escocia de la mano de su madre adoptiva, Lucrecia de Waters, pero no se consideraba un hombre particularmente religioso. Aun así, sabía que la Virgen, la madre del Mesías, era parte fundamental en la doctrina cristiana en base a la cantidad de veces que el padre Monroe le había hecho rezar el Ave María como penitencia por sus travesuras.

—Yo le devuelvo la carne que se pudre para que nos ofrezca nueva vida. ¿Lo entiendes ahora?

—¿También la de los humanos? —preguntó Sam quien seguía mirando con desconfianza las manzanas que había sobre la mesa.

Arabela rio con ganas. Hacía tiempo que no disfrutaba de compañía y aquel joven le estaba proporcionando un buen entretenimiento. Tenía la cara alargada, con una mandíbula un poco equina, y un lunar grande y marcado al lado del ojo derecho que permanecía casi oculto bajo la mata de pelo largo, ondulado y rebelde que parecía contagiado del espíritu de su dueña. Ese espíritu que vive dentro de nosotros suele expresarse a través de los ojos y sus signos de escritura son las arrugas, cicatrices, marcas que se forman sobre nuestra piel. Si eres capaz de leer ambas cosas habrás llegado a conocer a alguien de tal modo que le sea imposible mentirte.

—Veo que no conoces nuestros ritos funerarios —continuó diciendo—. Quemamos los cadáveres de nuestros muertos. Son sus cenizas las que vuelven a la tierra. Pero respondiendo a tu pregunta, no, no tengo ningún muerto más en ese huerto. A excepción de unas cuantas cabras, unas gallinas y un gato, mi pobre Ezequías.

A pesar de las explicaciones, Sam ya no tenía tanta hambre, aunque agradeció la jarra con una bebida fuerte que Arabela colocó sobre la mesa delante de él. La justificación que le había dado la mujer era razonable, pero su estómago seguía sin estar muy convencido. Se mantuvo todo lo alejado del guiso que pudo. Su olor le resultaba ahora más que molesto.

—Bebe y recupera el color, muchacho —rio Arabela. Y lo hizo abriendo su boca en una amplia sonrisa imposible de dejar de mirar.

—Está muy buena. Parece… ¿sidra?

—La llamamos zythos. La hago yo misma fermentando el zumo de las manzanas. Habrás observado que hay bastantes manzanos en este bosque.

Tomó otro trago largo que le sentó bien. Arabela volvió a hablar.

—Estáis aquí por algún motivo. Tendremos de descubrir cuál es. Pero antes… debería conocer vuestros nombres

—Me llamo Samuel Waters y ella es Blanca… —Se le atragantó el apellido de casada de Blanca.

—Solo Blanca…, está bien. Tú no pareces de por aquí, ese pelo… tan claro. Sin duda, llueve en el lugar donde naciste. Por tus ojos fluye el agua.

—Podría decirse que nací en Esco… Britania, en el norte de Britania.

—¿Eres un picto, un pintado? —inquirió ella, aunque le resultaba raro porque los pictos que conocía eran en su mayoría morenos.

—No tengo constancia de ello. —Sonrió Sam con picardía, ya que sabía que los pictos, antiguos habitantes de Escocia, eran más bien bajos y con el cabello oscuro. Nada que ver con su aspecto físico.

—No, no lo pareces —confirmó Arabela—. Está bien, puedes dormir en aquella esquina, te daré unas mantas.

—Prefiero quedarme despierto y vigilar a Blanca.

—¿Bromeas? No aguantarías ni un instante despierto. —Sam la miraba sorprendido por la cantidad de energía que fluía por aquel cuerpo pequeño y delgado que se adivinaba bajo la falda de lana, el jersey y el colorido chal. Claro que para vivir sola en el bosque sería necesaria una buena dosis de ella—. No, no bromeas. Yo la cuidaré, puedes descansar tranquilo.

—No quisiera ocasionaros más molestias.

—Escúchame, joven. A Blanca no le ocurre nada.

—¿Cómo podéis decir eso? Ha tenido muchísima fiebre, ¡deliraba!

—Cierto, quiero decir que a su cuerpo no le ocurre nada. Confía en mí, tengo alguna experiencia en estos asuntos. Blanca está decidiendo en qué mundo quedarse —dejó caer con dulzura.

—Perdonadme, pero no os entiendo.

—Su alma quiere irse y ella tiene que decidir si desea vivir o morir.

—¿Morir? —Ahora sí que estaba realmente alarmado. Aquello tenía que tratarse de un mal sueño. Empezaron a sudarle las manos.

—No hay nada que tú puedas hacer para decantar la balanza. Hay algo que la hace querer marcharse. Y esa decisión ha de tomarla por sí misma.

Samuel se deshizo de las mantas y se dispuso a coger a Blanca en brazos.

—Nos marchamos. Os agradezco vuestra hospitalidad, pero debemos irnos —dijo mientras la envolvía en la tela con la que Arabela la había cubierto.

—¡Espera!

—¡No! Me habéis engañado, me dijisteis que se recuperaría y ahora me soltáis toda esa basura acerca de querer morir. Volvemos al bosque.

Arabela le agarró por el brazo, tenía una fuerza increíble. Sam intentó deshacerse de ella y la hizo tambalearse, pero no le soltó.

—Quedaos, no hagas que su cuerpo sufra. Lo que tenga que ser, será de todos modos —le rogó.

Sam dudó un instante. Puede que aquella mujer tuviera razón. Exponer a Blanca al frío y a la humedad del bosque sin un techo donde cobijarse ni comida con la que alimentarla podía resultar fatal. Esperaría al alba, ese era el límite del plazo que se iba a dar.

Volvió a dejarla sobre el camastro y se acostó a su lado, cuidando de que su cuerpo siguiera las curvas del de Blanca, pero dejándole suficiente espacio como para que estuviera cómoda. No pensaba quitarle el ojo de encima en toda la noche.

Arabela suspiró.

—Como quieras —dijo mientras recogía las mantas y se acomodaba ella misma en la esquina que había ofrecido a Sam.

Capítulo 3

QUIEN DESPIERTA VUELVE A NACER

 

 

 

 

Me contaron que dormí durante dos días con sus correspondientes noches. A veces, empapada en sudor que Sam limpiaba con paciencia y agua fresca del arroyo. A veces, murmurando una letanía que no sabía o no quería traducir. Él lo achacaba a la tensión y el cansancio, pero cada vez que miraba a Arabela sus ojos le decían lo mismo: Yo no había tomado una decisión aún.

La mañana del tercer día abrí los ojos. La fiebre había remitido y Arabela lo consideró un buen presagio puesto que el número tres tiene un carácter mágico. Tres son el principio, el medio y el fin. Tres son los momentos temporales que reconocemos: pasado, presente y futuro. Y tres las espirales que forman un trisquel…

Lo había descubierto entre mis ropas al lavarlas, el broche en forma de trisquel que Bernal me había regalado para lucir en mi capa en el día de nuestra boda para recordarme que el pasado, el presente y el futuro están unidos y que yo llevaba prendido a la chaqueta de mi marido que me había traído desde el Gixón de 1395. En ese momento supo que yo era quien tenía que llegar, pero necesitaba estar completamente segura antes de desvelar algunos secretos que habían permanecido ocultos, bien protegidos, durante tanto tiempo.

Para Arabela el trisquel no era un simple adorno, creía firmemente que se trataba de un símbolo del camino que había de recorrer un ser humano hasta descubrir quién era realmente. Descubrir el cuerpo y sus sensaciones, la mente y sus pensamientos y, por fin, conocer la propia alma. Cuerpo, mente y alma. Tres. Aquello demostraba que yo había iniciado mi viaje del que este no era mi destino, sino tan solo una etapa.

Todo ello la conducía a pensar que en mi vida éramos tres. Estaba Sam, yo misma…, pero algo le decía que el tercero no era ese ser que crecía en mi vientre. El tercero era el que me había conducido hasta el punto en el que en ese momento me encontraba. Y, aunque pudiera parecer lo contrario, no se hallaba muy lejos de allí. Podía percibir su vigorosa y ardiente energía, como la de un oso.

 

 

—¡Blanca!

Sam me miraba como si acabara de regresar de una expedición a la luna y así me sentía yo. Con los músculos débiles y blandos como si hubiera permanecido meses flotando en la ingravidez del espacio. Intenté sonreír, aunque hasta ese pequeño movimiento me costaba un gran esfuerzo. De pronto, caí en la cuenta de que yo no era solo yo y pasé la mano con ansiedad sobre el vientre buscando algún signo de que su habitante seguía allí. Ni siquiera había pensado aún en cómo sería. Quiero decir que no me lo había imaginado. La noticia de mi embarazo me había dejado tan sorprendida y preocupada porque no podía saber quién era el padre que la había mantenido en el más absoluto secreto.

Una sola noche en la playa con Samuel le concedían la posibilidad de ser él el progenitor. Quizás percibiendo mi intranquilidad aquel pequeño ser que anidaba en mí se estiró y yo le sentí contra mi carne. No puedo describir la sensación de notar otro corazón latiendo dentro de tu cuerpo. Pero, como casi todo en la vida, tras la extrañeza inicial ese doble latido en tu interior acaba pareciéndote lo más natural del mundo.

Sam observaba mis movimientos con una mezcla entre curiosidad e inquietud. Aquello le daba la respuesta a la pregunta que me había hecho en el monasterio de San Juan de Fano justo antes de saltar desde el siglo XIV. Ya no albergaba ninguna duda, yo estaba embarazada. Sintió una repentina alegría que se tornó zozobra al darse cuenta, él también, de que tanto podía ser hijo suyo como hijo de Bernal.

Arabela nos miraba sin intervenir. Pero al advertir cómo la angustia se apoderaba de las hermosas facciones de Sam se adelantó y se interpuso en su campo de visión para ayudarme a incorporarme colocándome unas mantas dobladas tras la espalda.

—Bienvenida de nuevo a este mundo, niña.

—No he podido daros las gracias aún por ayudarnos —dije apoyándome en las mantas para intentar permanecer erguida.

—Habrá tiempo, todavía pasarán unos días antes de que puedas levantarte. Has pasado por un trance muy duro.

—¿Cómo podremos corresponderos? —escuché que preguntaba Sam con su ligero acento inglés.

Seguía evitando mirar directamente hacia mi vientre. Se le veía incómodo. Arabela se volvió hacia él. Llevaba el largo cabello trenzado escrupulosamente alternando los mechones que conservaban el rubio cobrizo original con los blancos. Vestía una túnica larga, de fina lana negra, y con un intrincado dibujo geométrico en azul, verde y rojo alrededor del bajo y de las mangas que le llegaban hasta el codo. Completaba su atuendo con un par de pendientes dorados y brillantes, dos aros con un delicado dibujo floral y algunas bolas también doradas de pequeño tamaño. Además, lucía una pulsera. Un brazalete de junco grueso con los extremos rematados por cabezas de serpientes cuyo diseño llamó poderosamente mi atención. Uno de los reptiles sujetaba en su boca un refulgente trozo de cristal de roca. A pesar de vivir en el bosque parecía ser una mujer noble, con cierto rango. La casa tenía piezas de cerámica policromada que reflejaban una esmerada elaboración. Además del pebetero que había llamado la atención de Sam el primer día, en el exterior un cuidado jardín y algunas macetas con hierbas aromáticas, romero, tomillo, salvia y lavanda, embellecían aquel pedacito de bosque dotándole del aspecto de un oasis en medio de la espesura de la naturaleza que crecía salvaje más allá de la cerca. Sam había estado curioseando en el piso superior, era una estancia espaciosa, con ventanas pequeñas, una amplia mesa de madera e infinidad de recipientes de todos los tamaños y que, por lo visto, hacía las veces de laboratorio para las hierbas de Arabela. Sin embargo, también debía de usarlo para descansar porque albergaba una cama. Las paredes estaban cubiertas por pinturas murales coloridas, pero no le había dado tiempo a fijarse en lo que representaban. No obstante, le dio la impresión de que contaban algo así como una historia o antigua leyenda.

De un hueco en la pared, oculto tras una cortinilla, salía un destello dorado que atrajo su atención, pero el ruido de unas pisadas acercándose a la angosta escalera habían hecho que dejara el examen para otro momento.

—No precisas pagarme, es mi oficio. Soy sanadora —escuchó decir a la mujer—. Aunque no me vendría mal que usaras esos brazos fuertes. Hay mucho que hacer por aquí.

Me ofreció un cuenco con agua fresca. Me dolían los ojos y tenía la boca seca como el estropajo, así que la encontré deliciosa.

—He visto que el tejado necesita algún arreglo y pronto las noches serán más frías. Me encargaré de repararlo y de cortar leña para el invierno —apuntó Sam dedicándole una de sus luminosas y cautivadoras sonrisas. Le caía bien la sanadora y estaba dispuesto a compensarla por su amabilidad con todo lo que pudiera.

Arabela asintió. Estaba de acuerdo con el trato. La construcción era más sólida de lo que en un principio podía parecer, pero el techo de paja necesita ser revisado a fondo.

—¿Qué tal se te da la caza? —le preguntó risueña.

—Me defiendo —contestó Samuel. No era su especialidad, pero prefería tratar de cazar algún habitante del bosque antes que volver a probar las verduras del huerto de Arabela.

Aquella noche cenamos un guiso de jabalí acompañado por las zanahorias más tiernas y dulces que yo hubiera probado jamás. Nuestra anfitriona, que guardó los colmillos del animal para usarlos supongo que como amuletos o como ofrenda a la diosa de la caza, había pochado las verduras en mantequilla y una curiosa sal púrpura hasta lograr aquella deliciosa textura que se deshacía en la boca. Me fijé en que Sam las apartaba discretamente, en cambio yo las devoré. Lo acompañamos con unas tortas de pan que Arabela nos explicó que hacía moliendo bellotas en una especie de cazuela hasta convertirlas en harina. «De roble», puntualizó. «Las bellotas de encina son demasiado dulces para hacer pan». Bellotas y robles… Era como si todo en mi vida hubiera comenzado a girar en torno al árbol sagrado y todo acabara confluyendo en él. Podía alejarme siglos o volver al punto de partida, pero todo terminaba resumiéndose en el roble: Duir, la puerta hacia otros mundos, y como bien nos había explicado el padre Esteban, yo era la llave de esa puerta.

Al terminar de cenar nos quedamos sentados en el banco con el fuego bien encendido gracias a la leña que Sam había comenzado a cortar y la mujer nos ofreció una jarra de zythos a cada uno. Estaba fuerte y el gas me dio hipo.

—De modo que sois sanadora… —pregunté intentando controlar los pequeños espasmos involuntarios.

Me sentía bastante animada y con ganas de saber más acerca de Arabela y del lugar en que nos encontrábamos.

—Así es. Arreglo huesos rotos, coso heridas… Cosas sin importancia. —Se levantó y cortó un limón de un brillante amarillo en dos—. Muérdelo.

El ácido del limón cortó mi hipo de inmediato. La miré con intriga. En los últimos meses había empezado a confiar en mi instinto. Sara de Remy, una judía conversa que había conocido a mi llegada a la villa medieval de Gixón, me había leído las cartas del tarot y me había dicho que debía escuchar a mi corazón. Había sido el punto de partida de un reencuentro con mi sabiduría interior. La que dicen que reside en nuestro corazón acallada por los gritos del raciocinio que durante siglos ha llevado la voz cantante. Era ese mismo instinto el que me llevaba a pensar que Arabela era mucho más que la simple sanadora que afirmaba ser.

—Vivís en el bosque, un poco lejos de los pueblos y de los clientes, supongo… —añadí mientras tomaba otro sorbo.

Los ojos grises de Arabela eran redondos como dos monedas de plata y la hacían parecer un animalillo siempre alerta. Se agrandaron y un brillo divertido apareció en ellos avivado por mi interés.

—Es más tranquilo —se limitó a contestarme.

—Pero habrá algún pueblo cerca… —insistí. Quería sonsacarle dónde estábamos porque después de varios días allí seguíamos sin tener ni idea de en qué lugar nos hallábamos.

—En efecto, los romanos están muy orgullosos de su caput civitas.

—¿Caput civitas?

—La llaman Gegionem y allí concluye la vía de la plata que conecta la red de caminos romanos principales que recorren la península de norte a sur y de este a oeste. Algunos de los nuestros se niegan a mudarse a la nueva ciudad y siguen viviendo en la fértil campiña de Noega, pero son cada vez menos y más viejos. Al final, todos terminarán doblando la espalda e inclinándose ante los romanos —dijo con un deje de tristeza.

Abrí los ojos con sorpresa ¡oppidumNoega! El antiguo e imponente asentamiento de la gens de los cilurnigorum, el pueblo de caldereros que había habitado Gijón y uno de los recintos fortificados más importante de los antiguos astures junto con su vecino oriental, el cerro de Santa Catalina. Dos importantes y estratégicos puntos. La ubicación había sido elegida con esmero ya que los acantilados, de al menos setenta metros, ofrecían una protección natural a la que había que añadir el foso y los ingeniosos parapetos defensivos construidos por los habitantes del castro que se asentaban en la ladera del cerro. Sus pobladores, además de ganaderos, se dedicaban a la fundición de oro, plata y bronce y habían convertido el lugar en uno de los más ricos de toda la costa cantábrica. El de Noega era, sin duda, el asentamiento más importante, pero había habido muchos otros menores como los de Serín o Fano, donde los romanos habían erigido un templo en honor a Hércules… El recuerdo de la iglesia de San Juan de Fano palpitó en mi interior sacudiendo todo mi exterior. Rápidamente, deseché el recuerdo de mi propia imagen cubierta con una capa verde de terciopelo caminando hacia el altar con un ramo de flores silvestres y helechos entre las manos y el de un impresionante Bernal esperándome para desposarme. Ahora debía concentrar toda mi atención en la druidesa y en la información que pudiera aportarnos.

Teniendo en cuenta nuestra cercanía al poblado de Noega, las joyas que Arabela lucía debían de ser de oro. El famoso oro astur que había hecho que los romanos encontrasen tan atractivo hacerse con el control de aquellas tierras. Auri sacra fames, maldita hambre de oro. Pero no solo el oro había atraído a los romanos, la abundancia de maderas y la excelente calidad de las piedras de las canteras astures habían sido también apreciadas desde hacía siglos.

Los cilurnigorum eran, además, el pueblo del que procedía el torques de plata con dos aguamarinas que yo solía llevar al cuello. Me eché la mano al mismo con aprensión al caer en la cuenta de que no estaba donde se suponía que debía estar pues me había parecido más seguro sacarlo de la faltriquera y ponérmelo que exponerme a perderlo. Aquella joya había permanecido en mi familia durante generaciones. Mi abuela me lo había legado y para mí tenía una gran importancia, más allá de su simple valor material.