Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo - E-Book
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Si el tiempo no existiera E-Book

Rebeka Lo

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Beschreibung

Lo más maravilloso e inquietante de la vida es que puede cambiar en tan solo un instante. Blanca, una joven de Gijón sin familia y con una vida absolutamente convencional, sale a dar un paseo y sufre un extraño desvanecimiento. Lo que en principio parece algo inocente va a ser el punto de partida de un viaje extraordinario que la trasladará al siglo XIV. Allí tendrá que sobrevivir o, mejor dicho, empezar a vivir mientras conoce a personajes tan singulares como el abuelo de Hernán Cortés o el pirata Harry Paye. Pero ¿qué ocurriría si en medio de ese embrollo se enamorara? La vida es una aventura para conocerse, a veces hay que irse muy lejos para lograrlo. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Teresa González González

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Si el tiempo no existiera, n.º 283 - noviembre 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-009-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Son muchas las personas…

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Son muchas las personas que pasan por nuestra vida.

Algunas son como sombras que nunca llegamos a conocer del todo, otras como soplos de aire que nos despiertan o como tornados que nos asolan dejándonos yermos.

Algunas nos ayudan a construirnos, a conocernos. Otras hubiéramos preferido no cruzárnoslas siquiera. Todas tienen una función en nuestra existencia, un mensaje que transmitirnos.

Pero son pocas las que se marcan tanto en la piel que las recordaremos pase el tiempo que pase y hasta en aquellos momentos en que nuestra memoria se desprenda de casi todo salvo lo que realmente le importa al corazón.

 

 

 

 

 

 

El agua es la fuerza que mueve la naturaleza

Leonardo Da Vinci

Capítulo 1

 

VÓRTEX

 

Tengo el presentimiento de que ya no estamos en Kansas.

El mago de Oz, 1939

 

 

 

 

 

Me siento frente al fuego, arrebujada en un chal de tacto dulce que él me regaló. Hace frío, casi tanto como aquel mes de octubre. Tengo muchos recuerdos, algunos vienen y van a su antojo. Otros se quedan acurrucados en un rincón a la espera de asaltarme.

En ocasiones pienso que solo ha sido un largo sueño, pero luego siento su mano sobre la mía y pienso que no lo fue, lo es.

Me llamo Blanca Campoamor. Nací en Gijón, un día de lluvia de abril con olor a sal. He visto muchos cielos, tan distintos y, sin embargo, tan iguales. He conocido muchas almas. Lo que os voy a contar es mi historia. A vosotros mismos dejo la elección de creerla o no.

Yo me perdí cuando ya había entrado el otoño y llegaban las manzanas.

Dicen que para encontrarse lo mejor es perderse. Perderse o escaparse, diría yo. Escaparse de lo preestablecido, de lo previsible, de todo aquello que damos por hecho.

Y cuando estás en ese punto incierto, con esa inquietud, notando el sudor en todos los poros de tu piel. Cuando te sientes sola y aislada, cuando las voces que te rodean suenan lejos, pero no resuenan en ti. Cuando buscas desesperada manos a las que agarrarte. Cuando te encoges para hacerte invisible… y lo consigues. Cuando dudas de todo… Es entonces cuando no tienes más remedio que escucharte.

Yo me perdí cuando ya había entrado el otoño y llegaban las manzanas.

 

 

Hacía tanto tiempo que no me sucedía que me pilló por completo por sorpresa. De hecho, no fui consciente de que se trataba de eso hasta que hubo transcurrido algún tiempo del suceso.

Unos días antes había tenido un amago que achaqué a que me había levantado con demasiado brío del taburete de aquel bar de moda en el que mi amiga Alice y yo acabábamos de tomarnos un par de copas de Moscato helado enfundadas en sendas faldas de tubo, tan a la moda aquella temporada. Era un milagro que hubiéramos logrado trepar al taburete con semejante atuendo.

Por si no lo sabéis, el Moscato es un vino delicioso y traicionero, el equivalente en vino a los pretendientes que te encuentras a partir de las tres de la mañana de un sábado por la noche.

Su sabor dulce, el ligero cosquilleo de sus burbujas y ese choque helado contra el paladar hacen que te lo bebas sin ser consciente de sus efectos. Así que cuando noté el leve mareo, la visión borrosa y el zumbido en los oídos de inmediato pensé que el culpable era nuestro frizzante amigo.

—¿Te encuentras bien?

Alice me cogió por el codo al ver que me tambaleaba y estaba ligeramente pálida. Era bastante guapa, con unos ojos grandes y expresivos, la piel bronceada y una sonrisa traviesa. De esas mujeres que llaman la atención en cuanto ponen un pie en cualquier lugar.

—Perfectamente, creo que será mejor que no ataquemos una tercera copa —le contesté.

—Ja, ja, ja, no me digas que estás borracha por dos copas de vino. ¡Deberías salir más a menudo!

—¡Desde luego! Soy una floja.

Sin embargo, aquella mañana en mi sangre no había una sola gota de alcohol. Solo zumo de naranja. Al principio pensé que debía de haber desayunado poco, eso sumado a mi escasa tolerancia al esfuerzo físico resultaba un cóctel peligroso.

Aunque esa mañana de domingo era fresca el sol anunciaba que iba a darnos una de las últimas alegrías del otoño, por eso Alice había insistido en que diéramos un paseo vigorizante, así era como ella los llamaba. Yo era menos benevolente y los denominaba simplemente tortura matutina.

Conocía muy bien la teoría, el ejercicio oxigena cuerpo y mente y además te hace segregar endorfinas. Pero la práctica siempre se me resistía y necesitaba bastante motivación para moverme del sofá. Esa motivación solía presentarse en forma de WhatsApp de Alice y de un modo tan insistente que era imposible no calzarse las zapatillas y salir. Aunque solo fuera para evitar que recalentara mi teléfono con sus mensajes.

Dado mi casi nulo interés por el deporte, mi equipo básico lo componían unas zapatillas multiusos, un pantalón roñoso y la sudadera de una universidad italiana que alguien me había traído a modo recuerdo de su Erasmus. Solamente se leían la mitad de las letras después de años de lavados así que Firenze había pasado a ser Fire. Universitá Fire. El nuevo logo incitaba al cachondeo porque era algo así como la representación gráfica de aquel clásico de Radio Futura que yo canturreaba en la ducha: Escuela de calor. No obstante, me gustaba y era cómoda. Suficiente para no deshacerme de ella.

Me había entretenido rebuscando una camiseta en el fondo del cesto de ropa para planchar, que ya tenía una altura aproximada a una réplica de la pirámide de Gizeh, y se me había hecho tarde. Sabía lo poco que le gustaba esperar a Alice, aunque desde que había abierto una cuenta en Instagram sus momentos de espera la exasperaban menos.

Bajé las escaleras corriendo, para ir calentando músculo me dije, y salí disparada hacia el parque del Cerro de Santa Catalina. Habíamos quedado en vernos en la zona alta de la ciudad: Cimadevilla. Justo al lado de la gigantesca escultura de Chillida llamada Elogio del horizonte. Plantado erguido y orgulloso allí donde la ciudad había nacido parecía mofarse de la insignificancia del hombre. Incluso podía sentirse el flujo turbulento de energía que se concentraba en aquel lugar expuesto a mares y tempestades.

Mi amiga creía que antes de empezar con el ejercicio propiamente dicho era muy recomendable despejar la mente y aquel punto elevado con el mar Cantábrico rugiendo a tus pies era el lugar perfecto para lograrlo. Después de todo, la propia estructura de la escultura hacía que resonara como si se tratara de una gigantesca caracola añadiendo más magia, si es que eso era posible, al sobrecogedor escenario.

Apuré el paso, no quería tener que escuchar sus reproches en modo madre.

Empezaba a hacer bastante calor y yo era una mujer del norte, el calor no me sentaba del todo bien. Sin embargo, no quise bajar el ritmo, aunque el camino era empinado y yo ya resoplaba cual bulldog inglés. Para mi alivio pronto divisé la escultura. Milagrosamente no había nadie por los alrededores.

«Perfecto», pensé. «Así podré sentarme un rato a la sombra y recuperar el resuello».

En ese momento, todo se desencadenó. Al principio, me estremecí, como si una corriente de aire inesperada me hubiera envuelto girando en torno a mí y me hubiera sacudido todos los músculos. Miré hacia el cielo, las nubes se desdibujaban. Noté las palpitaciones, el pitido en los oídos y finalmente el sudor frío recorriéndome. Hacía mucho que no me sucedía, pero ya era un hecho.

Todo empezaba y acababa en el mismo instante. Como si los múltiples universos paralelos se alinearan por un instante de luz. Como si las pequeñas pausas entre los actos cotidianos de nuestra vida se rellenaran de sueños. Y estando así, alineados, era posible cruzarlos.

No obstante, ocurría sin que yo fuera consciente del motivo que lo desencadenaba y sin embargo… Sin embargo, todo sucedía precisamente por mí y para mí. Entonces, sin más, me desmayé.

Capítulo 2

 

BERNAL

 

 

 

 

 

Respiré profundamente intentando llenar mis pulmones con todo el aire posible que me devolviera a la realidad. Lo único que conseguí fue que me atacara una molesta tos, así que decidí hacerlo a pequeños bocaditos, de la misma manera que lo haría un pez.

—Más despacio, poco a poco. No tienes prisa —me recité a mí misma tratando de calmar mi agitación.

Solían agobiarme estos episodios repentinos y en mi afán por recuperarme cuanto antes lo único que conseguía era sumar la ansiedad al mareo.

Notaba aún el hormigueo en las manos, pero la visión empezaba a recuperarse. Estaba helada, pero no tenía frío, como si mi cuerpo se hubiera disociado de las terminaciones nerviosas y la información que llegaba a mi cerebro fuese tan confusa como yo misma me sentía. Estaba desorientada y la cabeza me daba vueltas.

Eché un vistazo a mi alrededor, por lo menos no había aparecido sorpresivamente alguien para verme en semejante estado. Supongo que su intención era ayudar, pero en esos momentos cualquier interacción con otros me dejaba exhausta.

—Nada más encantador que una lánguida damisela en apuros —me dije con ironía.

Solo que para mí esos episodios no tenían nada de encantador ni romántico y únicamente me servían para coleccionar cardenales.

Estaba tumbada, mejor así. Me concedería unos minutos antes de incorporarme, aunque la hierba todavía retenía la humedad del rocío de la mañana y ya estaba traspasando la tela de mi sudadera. Mi cabeza quería hacerse cargo de todo y daba órdenes a diestro y siniestro, pero comenzaba a frustrarse al ver que no obtenía resultados. Hice una revisión general, parecía estar en buen estado salvo porque me había lastimado ligeramente la espalda al caer. Traté de estirarme con cuidado para desentumecer los músculos. Estaba cerca de la playa, de eso no tenía duda, el intenso olor a algas era inconfundible. Hasta ahí todo correcto.

Me fui incorporando poco a poco hasta apoyarme en unas piedras. No quería girarme porque aún no tenía el equilibrio necesario, pero por alguna razón estaba segura de que algo había desaparecido detrás de mí y quería comprobarlo. Finalmente, me pudo la curiosidad, así que me puse de rodillas y fui dándome la vuelta hasta descubrir qué era lo que echaba en falta.

—¡Imposible!

Era materialmente imposible que el mastodonte de hormigón que era el Elogio se hubiera volatilizado. Sin embargo, no había ni rastro de él. En su lugar solo estaba la suave hierba que bajaba por el acantilado hasta llegar al mar, una pequeña ermita y a lo lejos una especie de atalaya. No recordaba que nada de eso estuviera allí hacía un instante. Tenía que tratarse de una especie de ilusión óptica.

Me sentía aturdida, pero algo me impulsó a levantarme y empezar a caminar. No servía de nada quedarme allí. Necesitaba saber, lo que fuera, algo que calmara mi sed de información. De modo que comencé a bajar la suave pendiente.

Notaba el viento de nordeste. Siempre despejaba el cielo e invariablemente te engañaba haciéndote creer que el calor del sol efectivamente calentaba. En cuanto dejara de soplar el cambiante tiempo asturiano haría acto de presencia y una fina llovizna empezaría a caer. Inocente, casi imperceptible hasta que te empapaba completamente.

Seguí bajando mientras me repetía que todo aquello tenía que tener alguna explicación sencilla y perfectamente racional. O al menos fui capaz de repetírmelo hasta que alcancé a ver el animado bullicio que había a los pies del cerro. El devenir de gente era constante y tenía toda la pinta de deberse a una de las ferias medievales que el Ayuntamiento gustaba de organizar con el fin de entretener a los turistas. Eran frecuentes, pero algo en esta la hacía parecer tan… real. Todo me resultaba familiar y, sin embargo, no podría asegurar que fuera exactamente como hacía tan solo unos minutos. Meneé la cabeza para intentar deshacerme de la incómoda sensación, mi imaginación tenía por costumbre campar a sus anchas y parecía que se lo estaba pasando en grande a mi costa. Una mujer vestida con un traje de un anodino color marrón y cargando unos cestos pasó con prisa a mi lado. La cogí por el brazo para detenerla antes de que se escapara corriendo hacia el puesto que a buen seguro tenía en la feria. Necesitaba preguntarle a alguien y tenía que hacerlo ya.

—¿Podría decirme qué está pasando?

La rabia inicial por mi interrupción se tornó en sorpresa, como si no pudiera creer que alguien no estuviera enterado.

—Los balleneros, parten hoy para la campaña.

La solté de inmediato, estaba en shock. ¿Balleneros? Aunque sabía que había sido un negocio próspero, hacía muchísimo tiempo que la caza de ballenas no se practicaba en Gijón. Sentí compasión por ellas, por aquellos hermosos e inteligentes animales que iban a perecer. Pero ¿qué estaba diciendo? Una partida de balleneros era algo ¡absolutamente imposible! Sin duda aquello debía de ser un sueño o más bien una maldita pesadilla causada por el desvanecimiento.

Una voz potente me sacó de mis pensamientos de golpe. Sin previo aviso. Sería así a partir de ese momento, solo que yo aún no lo sabía.

—¡Eh, muchacho!, yo que tú correría a buscar refugio. Se avecina una buena —la voz provenía de un hombretón de metro noventa con el cabello ondulado rezumando agua sobre la frente y unos penetrantes ojos verdes. Se lo retiró con una mano fuerte, grande pero hermosa. Su aspecto era rudo y curtido, pese a ello, sus movimientos eran elegantes—. ¡Maldito orbayu! Acaba calando hasta los mismísimos huesos. Este invierno va a ser duro —añadió mirando al cielo.

Se volvió de nuevo hacia mí, del mismo modo que quien encuentra a un pajarillo herido y es incapaz de dejarlo a su suerte.

—¿Es que no me has oído? ¡Muévete!

Y me agarró con fuerza tirando de la manga de mi maltrecha sudadera de la universidad. Yo le miré desconcertada, pero en medio de la rocambolesca escena me encontré a mí misma indignada porque me hubiera confundido con un ¡varón! Desde luego no estaba atravesando mi mejor momento, pero de ahí a parecer un hombre había un trecho.

Mi pelo, con el que llevaba experimentando un tiempo con bastante poco éxito, tenía un color cobrizo más claro en las puntas. Pese a mis esfuerzos por conseguir lo contrario insistía en rizarse. Lo llevaba justo por encima de los hombros. Pensándolo bien era una versión grunge del Príncipe de Beckelar, aquel gigante no andaba tan desencaminado.

«Mierda», pensé. «Ya es oficial, necesito dejar de ver tutoriales de peluquería en YouTube».

Un nuevo tirón me sacó de mi ensimismamiento.

—¡Por Dios que eres lento, rapaz!

—Y usted un pedazo de bruto de narices —me oí decir.

El hombretón se detuvo en seco y me miró como quien acaba de escuchar hablar a una piedra. A continuación, me soltó para poner los brazos en jarras y una estruendosa carcajada salió de su garganta y le hizo sacudir los poderosos hombros arriba y abajo.

Me agarró, entonces, zarandeándome con tanta fuerza que temí que me dejara maltrecha, como una baya madura y jugosa aplastada entre sus manos. Tenía el cuerpo cálido y, aunque su olor era una intensa mezcla de sudor y heno, exhalaba algo que me hizo sentir en calma. Sin darme cuenta, y sin ningún tipo de miramiento, metió la nariz entre las revueltas ondas de mi pelo. Definitivamente aquel hombre no había oído hablar de la sutileza en toda su vida.

—Hueles igual que una muchacha —manifestó—. ¿De dónde diantres has salido?

Y, soltándome, volvió a reanudar la marcha a grandes zancadas seguro de que le seguiría igual que un pollito sigue a la gallina.

No se equivocaba. Aunque había considerado la idea de escabullirme aprovechando el ajetreo de la plaza lo cierto era que hasta que pudiera pensar con claridad aquel espontáneo parecía ser mi mejor opción. Me recordaba a un oso grande y yo siempre había adorado a los osos. Además, los otros transeúntes habían comenzado a estudiarme con curiosidad y no tenía intención de permanecer allí por más tiempo.

—Me llamo Bernal. ¿Cuál es tu nombre? —gritó a sus espaldas sabiendo que yo seguía torpemente sus pasos.

—Gonzalo —balbucí recordando que era uno de mis nombres masculinos favoritos. Estuve a punto de contestar «¡Van Helsing!», pero me pareció un poco osado dado mi tamaño y mi aspecto en general. Por alguna razón decidí no sacarle de su error acerca de mi género. Quizás fuera más prudente, por el momento.

—Apura el paso, muchacho. Todavía estamos a tiempo de beber algo en la fonda antes de que se nos eche la noche encima. Estoy seco —dijo guiñándome un ojo.

O aquel individuo era la persona más sociable sobre la faz de la Tierra o yo estaba sufriendo una alucinación. Yo siempre había sido más bien cautelosa, pero por alguna incomprensible razón aquel tipo me caía bien, así que aceleré hasta colocarme a su lado.

Hechas oficialmente las presentaciones, Bernal me condujo hasta una tabernucha atestada de gente. Habíamos llegado a través de una maraña de callejuelas sumamente estrechas y sin pavimentar. No las reconocí, y eso que todos los adolescentes de Gijón habíamos recorrido Cimadevilla a conciencia antes de cumplir los veinte. Claro que no siempre lo habíamos hecho en las mejores condiciones. Solíamos acudir a un bar diminuto y alargado en el que nos apiñábamos como podíamos en torno a una barra igual de diminuta para tomar «golpes de tequila»: tequila servido en vasos de chupito cubiertos con medio limón a los que había que dar un golpe seco contra la barra para luego apurar de un trago el burbujeante contenido. Tras unos cuantos de esos el trazado urbanístico del barrio de pescadores se volvía todavía más intrincado. De cualquier modo, estaba segura de que aquella taberna no había estado nunca dentro de mi ruta nocturna.

Y daba gracias por ello, apestaba. Sin embargo, los parroquianos allí reunidos no parecían notarlo. Quizás tuvieran la pituitaria atrofiada o simplemente estuvieran acostumbrados. Engrifé la nariz. Dadas las circunstancias no iba a ponerme exquisita y pedir al grandullón que me llevara a otro sitio. Así que racioné el oxígeno que necesitaba consumir al mínimo mientras echaba un vistazo a la selecta congregación.

Unos reían, otros jugaban a los dados y a las cartas y en general todos hacían bastante ruido. Supongo que por eso me llamaron la atención los cuatro hombres que ocupaban una mesa al fondo, cerca de uno de los dos escuetos ventanucos por los que entraba la escasa luz en ese nublado día.

Tres tenían un aspecto desaliñado y comentaban algo en voz baja. Por alguna palabra suelta que fui capaz de captar hablaban en inglés. El cuarto no tenía nada que ver con sus compañeros de mesa. Como si se tratara de un extraterrestre que hubiera aterrizado en medio de la turba.

Al ver entrar a la extraña pareja que Bernal y yo formábamos levantaron la vista unos instantes para volver luego a enfrascarse en su conversación y su bebida.

Bernal siguió la dirección de mi mirada percatándose del discreto interés que habíamos despertado en la cercana mesa.

—Piratas. El conde no debería haber metido en esta disputa a esa escoria inglesa. —Chasqueó la lengua en un gesto de clara desaprobación.

En mi cara se dibujó un gesto de sorpresa. ¿Piratas? ¿Conde? ¿De qué hablaba? Esto superaba incluso a los balleneros. La opción alucinación estaba empezando a ganar puntos por momentos. No había otra explicación posible para que yo estuviera en medio de ese meollo y me comportara con tanta aparente naturalidad. ¿Desde cuándo me paseaba yo con especímenes desconocidos y de tal envergadura física y me codeaba con piratas en tabernas? Es más, ¿desde cuándo iba yo a tabernas de aquel tipo? Estaba confusa, así que preferí centrarme en observar mi entorno para ver si sacaba algo en claro. En concreto me concentré en los supuestos piratas. Estaba dispuesta a concederles el beneficio de la duda respecto a su condición delictiva.

Desde luego, el más alto de los cuatro no parecía un pirata al uso. O al menos lo que yo esperaba que fuera un pirata. Claro que mi información al respecto procedía de una fuente que no sabía si podía considerarse fiable: el cine. Mi imaginación repasó rápidamente los prototipos de piratas que tenía almacenados. Como mucho era una copia mejorada y actualizada de Burt Lancaster… Tenía que reconocer que muy mejorada.

Nada de pelo desgreñado, dientes renegridos, loro al hombro o parche en el ojo. Samuel Roland Waters, como más tarde supe que se llamaba, más se asemejaba a un aristócrata que un corsario.

Tenía el pelo ligeramente rizado, recogido en la nuca con una sencilla cinta de cuero, y era de un rubio oscuro, del color de una buena cerveza. Se apartó un mechón y dejó al descubierto unos ojos de un profundo azul oceánico. Imaginé que no resultaría complicado naufragar en ellos, dejarse engullir por las mareas que su mirada desencadenaba, sin atisbo de miedo ni conciencia alguna de peligro. Esos ojos debían de traspasarte el alma. Deduje que era una cualidad bastante útil poder desarmar a quien tienes frente a ti con tan solo una mirada.

En el centro de su mejilla izquierda un visible lunar le daba un aspecto pícaro al igual que la media sonrisa que, casi permanentemente, adornaba su rostro. Una barba incipiente cubría una mandíbula decidida y varonil rematada por un gracioso hoyuelo.

Procuré que Bernal no se percatara de mi interés por Samuel. Sentía muchísima curiosidad, habría que estar muy ciego para no haberlo notado, y Bernal no parecía ser de los que dejaban escapar detalles. Pero no deseaba dar explicaciones. Todo a su debido tiempo.

Agaché la cabeza para examinar con detenimiento el vino que una camarera regordeta y risueña me había colocado delante asegurándose de que yo viera con claridad sus pechos. Era bastante directa, la verdad, o yo estaba muy anticuada en cuanto a métodos de ligue se trataba.

Por el olor del brebaje supe que era vino especiado. Algo parecido a un tónico contra el cansancio. En mi ignorancia esperaba que le hubieran añadido canela, una de las pocas especias que yo toleraba. Di un trago corto y prudente. De inmediato un gesto de desagrado se dibujó en mi cara.

—¡Puaj! ¿Qué demonios lleva esto? —exclamé.

Bernal se rio, en el poco tiempo que llevaba con él ya me había percatado de que era un hombre de risa fácil.

—¿No te gusta?

—¡No! ¡Pica! —añadí con un mohín infantil.

—Es por el jengibre, Juana es bastante aficionada a añadir una dosis extra. Piensa que así logra enmascarar el sabor de este horrible vino que nos hace tragar —declaró elevando el tono de voz para que la mesonera se diera por aludida.

—¿No podría tomar un poco de agua? —pregunté inocente de mí.

Bernal parecía divertido y lanzó otra de sus contagiosas risotadas.

—¿Agua? ¿Acaso eres una rana?

Se dirigió a la mesonera con su portentosa voz.

—¡Juana! Un poco de sidra para mi joven amigo, tu vino le está poniendo colorado como un tomate maduro.

Se oyeron risas al fondo. Verdaderamente el picante estaba surtiendo efecto y tenía la cara ardiendo.

Juana, una mujerona entrada en carnes, se limpió las manos en un delantal con pinta de no haber visto el jabón desde hacía una buena temporada y me puso delante un vaso con otro líquido de dudosa procedencia. Lo miré con desagrado, pero me decidí a probarlo, no sin antes encomendarme a san Jorge, por si las moscas. Resultó ser una sidra fuerte y algo amarga, con un ligero tasto a la madera del barril en la que había madurado. Nada que una digna hija de Asturias no pudiera soportar e incluso… disfrutar. Sobre la higiene del vaso preferí ni manifestarme. Toda la taberna tenía el tufo característico de grasa requemada mezclado con demasiada gente, por no hablar del pegajoso suelo.

—¿Mejor? —preguntó Bernal, que había llenado de nuevo su vaso con el brebaje de vino.

Asentí sonriente. Él se inclinó sobre la mesa secándose la boca con la manga de la camisa.

—Bien, pues entonces ya es hora de que me expliques qué hacías en la plaza lívido como si acabaras de ver a un espectro.

Me removí en la silla y desvié la mirada hacia mi derecha de manera inconsciente. El grupo de piratas estaba ahora dando buena cuenta de unos platos de carne con un pan rústico que empezaba a estimular mi estómago. Samuel sujetaba una jarra de cerveza con unas manos fuertes de largos dedos. De pronto, ladeó la cabeza para mirarnos como si se hubiera sentido observado. Al encontrarme con sus ojos un escalofrío me sacudió como un rayo toda la espina dorsal.

Vestía una camisa negra y holgada, sin cuellos, que dejaba a la vista sus clavículas. Sobre ella un chaleco con remaches metálicos. Un fajín de cuero ceñía a su cintura unos pantalones bombachos metidos dentro de unas botas de cuero reluciente también negras. En el dedo meñique de la mano izquierda resplandecía un sencillo anillo de plata formado por tres aros entrelazados. Pese a mis esfuerzos por impedirlo hacía rato que no podía mirar otra cosa más que a él. Si yo hubiera sido la Bella Durmiente solo habría abierto un ojo si aquella suerte de espécimen perfecto me hubiera besado. Me exigió una buena dosis de voluntad concentrarme de nuevo en lo que Bernal me estaba diciendo. Mi mente ya rodaba un videoclip completo al ritmo de Sweet Child Of Mine con el pirata haciendo de coprotagonista.

—Ibas a contarme algo, ¿no es así? —me estaba preguntando Bernal con interés.

Vacilé por un instante, no tenía ni la más remota idea sobre la respuesta que iba a darle. Tenía claro que no quería hacer o decir nada que pudiera enemistarme con él. Había sido muy amable conmigo. Mientras pensaba, y en un intento de concentrarme, fijé la vista en un punto que resultó ser la espada que Bernal portaba al cinto. Se dio cuenta y sonrió paciente. Iba a concederme tiempo.

—Veo que te has fijado en mi hermosa Iona, ¿te gusta? —dijo posando su mano sobre el pomo con orgullo.

La desenvainó y la colocó sobre la mesa para que pudiera apreciar los detalles de la hoja y la empuñadura. Yo no había visto una espada de cerca en toda mi vida, pero esta era, sin duda, impresionante.

—Es una Claymore. La forjó para mí un herrero escocés.

Alargué la mano para tocar la hoja, tenía una inscripción.

—¡Cuidado! —me alertó haciendo que diera un respingo y retirara la mano—. Está bien afilada.

—¿Qué pone ahí? —pregunté señalando la inscripción sobre el acero.

—El lema de mi casa, los Villa: Una buena muerte honra toda una vida —suspiró emocionado—. Así ha de ser.

Sobre la frase, que se extendía a lo largo de la hoja, habían grabado la imagen de un águila de sable con el pecho atravesado por una saeta.

—¿Sueles ponerles nombre a todas tus armas? —pregunté sin levantar la vista del águila.

Me dedicó una sonrisa pícara.

—No, solo a ella. Una espada es como una buena amante. Debe conocer tus secretos y tú los suyos, y debe ser una prolongación de tu propio cuerpo. Unirse hasta ser uno para así alcanzar la gloria.

Le miré con escepticismo, lo que pareció no afectarle en lo más mínimo. No andaba falto de imaginación.

—Iona significa nacida del tejo —me explicó, se veía que el tema era de su agrado—. Los antiguos guerreros astures siempre llevaban encima un veneno hecho a base de extracto de tejo para suicidarse en caso de ser derrotados y evitar, así, ser hechos esclavos.

—Resulta un poco lúgubre…

—Ahhhh, mi querido muchacho. La vida es a veces lúgubre y la muerte es luz en ocasiones. Para un astur no hay peor muerte que la falta de libertad. Somos un pueblo de guerreros. Luchamos contra los elementos de esta tierra hermosa y agreste, luchamos contra aquellos que pretenden dominarnos. Contra lo que intenta domarnos, somos caballos salvajes. Y a los caballos salvajes les gusta correr notando el viento en su cara —afirmó.

Envainó la espada con mimo. Mucho tiempo más tarde recordaría sus palabras al conocer a otros jinetes libres como el viento, mas, como he dicho antes, todo a su debido tiempo.

—Pero basta ya de historias. Es tarde y tendrás hambre. Quizás cuando tu estómago esté bien lleno me contarás la tuya.

Lo decidiría luego. Ahora mismo solo podía pensar en calmar mis tripas que llevaban un rato rugiendo sin pudor.

No es que el pan fuese una maravilla, de hecho, tenía un poco de moho que aparté discretamente para no ofender a Bernal, quien se estaba tomando muchas molestias y además iba a pagar porque yo no llevaba un euro encima. Las monedas debían de habérseme caído del bolsillo cuando aterricé de bruces sobre la hierba del cerro. De todos modos, junto con el queso fuerte y curado me supo a gloria y reconfortó mi espíritu. Pronto comencé a sentir la placidez que acompaña a tener la tripa satisfecha y me recosté en la silla.

Bernal casi no había probado bocado pese a que un corpachón como el suyo debía de precisar una buena ración para saciarse. ¿Sería uno de esos aficionados al deporte que solo comen pollo y claras de huevo? Esos músculos parecían los de una escultura.

Me miraba mientras comía, cauto y con una mirada inteligente. Al ver que me relajaba sonrió.

—¿Y bien?

Tenía que contarle algo, lo que fuera. Sobre el mostrador de la taberna vi unas conchas. Alguien negociaba con Juana la venta de aquellos moluscos. Ella regateaba con habilidad. Y de pronto, se me ocurrió. Quizás fuera una idea descabellada, pero era la única que había surgido en mi mente así que tendría que apañarme con ella.

—La ruta Jacobea —solté.

Bernal compuso un gesto de desconcierto.

—¿Qué quiere decir eso?

—Íbamos camino de Santiago. —Tenía que ganar tiempo para seguir armando mi mentira, así que soltaba poco a poco lo que se me iba ocurriendo.

La exhibición de la espada por parte de Bernal y el escenario en que me encontraba me sugerían que o bien mi sueño/alucinación transcurría unos cuantos siglos atrás o estaba en medio de una especie de juego de rol medieval muy bien organizado, así que mi historia debía ir en consonancia. Es más, sería divertido estar a la altura.

La idea del juego de rol me tranquilizó. Podía explicar aquel embrollo en el que estaba inmersa y que todo el mundo pareciera tan metido en su papel. La gente solía tomarse muy en serio su participación. Se había puesto de moda que empresas especializadas reprodujeran series de éxito en rutas itinerantes de ciudad en ciudad. El despliegue solía ser espectacular, una mini producción cinematográfica, y la participación masiva. Recordaba que Javi, un compañero de trabajo, se había apuntado a uno de esos juegos hacía unos meses. Era un friki de The Walking Dead y había reservado plaza con meses de antelación. Cuando me enseñó las fotos tuve que admitir lo bien montando que estaba, ¡hasta había un helicóptero con actores disfrazados de soldados patrullando el recinto por el que los zombis perseguían a la resistencia! No recordaba que hubiera una serie medieval de éxito emitiéndose en esos momentos, pero tampoco es que yo estuviera muy al tanto de las novedades y había infinitas plataformas e infinitas series, imposible conocerlas todas. Además, seguramente se trataría de algo llegado de Estados Unidos. Sí, seguro que Estados Unidos tenía la culpa de este lío.

—¿Quiénes? —me preguntó.

Ya casi me había despistado entre tanto zombi y tanto marine suelto con la testosterona por las nubes, pero retomé mi historia:

—Los monjes, somos peregrinos —afirmé con seriedad.

Frunció el entrecejo. Yo no sabía si aquello era bueno o malo.

—Continúa…

—Viajaba con unos monjes en peregrinación para visitar las reliquias del apóstol Santiago. Pensábamos llegar hasta Campus Stellae, ya sabes, el lugar donde se descubrió el sepulcro en un bosque cerca de Iria Flavia. —Había estado buscando información sobre el camino una lluviosa tarde de sábado de hacía unos meses. Decían que quienes hacían el camino volvían cambiados y yo andaba falta de un cambio en mi vida. Poco podía imaginar que el cambio iba a llegar sin necesidad de dar un paso.

Bernal asintió. Debía de conocer que la ruta Jacobea antigua atravesaba Asturias continuando el camino de Santiago francés. La llamaban la ruta primitiva por ser la primera que fue utilizada por el propio rey Alfonso II, el Casto, cuando hasta sus oídos llegó la noticia del hallazgo del cuerpo del Apóstol. Tal era la importancia de la ruta que resultaba parada obligada la ciudad de Oviedo con su Catedral de San Salvador erigida en el siglo XIII. La Cámara Santa de la Catedral albergaba numerosas reliquias, aún hoy en día se conserva un lienzo de lino con manchas de sangre y quemaduras de velas que se venera como el sudario que cubría la cabeza de Jesús de Nazaret y que se menciona en el Evangelio de Juan. Se hizo famoso el dicho: «Quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y deja al Señor».

—Decidieron parar aquí para reponer fuerzas. Uno de los monjes había pasado algunos años en el convento benedictino de San Juan Bautista. —En mi mente se dibujó la imagen de la pequeña iglesia. Hay que ver las cosas que se recuerdan de pronto cuando hacen falta.

Yo solía pasar los veranos en la casa de mi abuela en el pueblo y los restos de los capiteles del antiguo pórtico de la iglesia me tenían fascinada. Aquellas figuras desgastadas por el paso de siglos y que yo jugaba a intentar descifrar. Había hojas, un animal mordiendo a una figura humana que me valió no pocas pesadillas, alguna representación demoníaca y las típicas escenas de caza. Pero lo que a mí realmente me impresionaba era el león. Aquel magnífico león con su pata derecha levantada desplegando todo su poder.

La voz de Bernal interrumpió mis fantasías:

—Ese lugar se encuentra fuera de las murallas.

Un pequeño desliz, tenía que ser más prudente o dar datos más generales para resultar creíble. Por la puntualización de Bernal el juego debía de estar ambientado en un momento temporal en que Gijón se limitaba a la península de Cimadevilla circundada por la muralla romana, así que el resto serían praderías y pequeños y dispersos poblados.

—Sí, eso es. Quise acercarme a la villa, mi familia procede de aquí y sentía curiosidad por volver a visitar los lugares de mi infancia. Me escabullí mientras dormían. Fue fácil, fray Norberto tiene el sueño profundo y si los demás se enteraron de que me iba les dio igual. —Tomé aire antes de proseguir—: Tuve que caminar bastante hasta llegar aquí. Cuando pensaba en regresar la marea comenzó a subir y me quedé atrapado, sin poder cruzar.

—¿Me estás diciendo que lograste pasar el cerco, cruzar la muralla y llegar al centro de la villa tú solo?

—Eso parece…

Se quedó pensativo supongo que valorando si creerme o no.

—Está bien, muchacho. Puede que nadie haya reparado en ti. Son momentos de confusión y estarán más distraídos o… —Hizo una pausa remarcando la última letra y apretó la mandíbula—: puede que me estés mintiendo.

Me estremecí, resultaba muy convincente en su papel. Dejó pasar unos segundos que se me hicieron eternos y, sin previo aviso, me palmeó la espalda en señal de confianza.

—Aunque si lo haces tendrás tus motivos. —No debí de parecerle peligrosa y, sin duda, estaba acostumbrado a juzgar a las personas—. Esta noche dormirás en los establos, con los mozos, y mañana te ayudaré a volver al convento.

—¡No! —No quería irme a ninguna parte antes de ser capaz de asimilar dónde estaba o lo que estaba ocurriendo. Hasta ahora todo eran hipótesis, pero lo cierto es que no tenía ni idea de qué trataba todo aquello.

Me miró sorprendido por mi reacción.

—¿No?

—No puedo volver al convento, seguramente ya hayan partido.

—¿Dejándote atrás? ¡Valientes peregrinos cristianos!

—Es que… —balbucí— no deseo volver con los monjes, no estoy hecho para la vida monástica y esta es mi oportunidad de empezar una nueva.

Enarcó una ceja.

—Sea pues —dijo poniendo su poderosa mano sobre mi hombro izquierdo. Pesaba como el hierro—. Un hombre debe poder elegir su destino.

Solté todo el aire contenido en un prolongado suspiro, ahora mismo el cansancio me abrumaba y la cabeza había vuelto a dolerme. Ya me daba igual pasar la noche en un establo o donde narices fuera, pero tenía que dormir un rato para poder tener la mente despejada.

Capítulo 3

 

LOS SUEÑOS

 

 

 

 

 

Los establos no estaban muy alejados de las dependencias que rodeaban el alcázar donde don Alfonso Enríquez, a la sazón conde de Gixón y Noronha e infante de Castilla, tenía fijada su residencia.

Había una torre situada en un extremo del conjunto, era una impresionante estructura de piedra de cuatro alturas rematada con almenas. Anexo a la torre estaba el edificio principal de tres pisos.

Para cuando llegamos yo ya había desechado definitivamente la idea de que una empresa de entretenimiento hubiera montado un escenario en Gijón al estilo de los estudios Cineccitá. Aquel despliegue era demasiado impactante y Bernal resultaba demasiado creíble para ser un simple aficionado a las series históricas jugando a recrear una. Además, los juegos no duraban días, sino unas horas, y a estas alturas todo el mundo debería estar ya volviendo a casa y a su propia y caliente cama con un buen montón de fotos en el móvil en lugar de andar deambulando por establos. Y yo no había visto un solo móvil en escena desde que me había llevado el porrazo. Nadie haciéndose un selfie, ni un solo coche, y desde luego aquellas casas no se parecían en nada a los edificios de Gijón. No, no podía ser un juego de rol ni nada por el estilo. Hipótesis 1: rebatida. Hipótesis 2: en estudio, sigo inconsciente y estoy viviendo un sueño sorprendentemente real.

Dejé que me guiara hasta los establos sin fijarme en el camino. Solo deseaba poder dormir un rato, si es que no lo estaba haciendo ya y en realidad lo que deseaba era despertarme. Noté el característico dolor asociado a la tensión sobre las cejas y me masajeé las sienes.

—Aquí estarás bien, es caliente y tranquilo.

Se oyó un relincho al fondo del establo. Efectivamente parecía un sitio agradable donde poder descansar. Un bulto en una esquina se removió. Era uno de los mozos de cuadras. Por lo que Bernal me había contado el resto de los empleados tenían casa en la villa o dormían en una casa de servicio junto a la casa principal. Solo se quedaban en las cuadras si era necesario como por ejemplo cuando una yegua estaba a punto de parir.

Me dio una manta con olor a heno seco y a animal y me condujo a un lugar resguardado. Me eché sobre la paja e inmediatamente sentí todo el peso del cansancio. Estaba a punto de quedarme dormida cuando un perro que pasaba por delante de los establos me vio y decidió entrar. Los caballos debían de estar acostumbrados a su presencia porque no se movieron. Tenía un pelaje brillante y gris y las patas blancas como la nieve. Los ojos dorados y el cuerpo de un atleta, imponente, regio. Si no fuera por su tamaño le hubiera confundido con un lobo. Me olisqueó con interés y se acomodó en la curva de mi vientre. Me encantan los perros, así que su calor terminó por calmarme y solo alcancé a musitar un desvaído gracias hacia Bernal mientras me aferraba al animal. Estaba convencida de que en cuanto abriera los ojos todo estaría de nuevo en su lugar. A no ser que… pero no, esa opción era descabellada.

—Felices sueños, muchacho —musitó Bernal mientras me pasaba la mano por los despeinados rizos y fruncía el ceño preguntándose por qué mi desaliñado aspecto le despertaba tanta ternura.

 

 

Estaba en un campo plagado de margaritas, era una tarde cálida de septiembre. Lo sabía por la luz, dorada y acogedora, y por la tibieza del sol que me acariciaba el rostro. Oía la voz de mi madre, dulce pero enérgica, llamándome.

Mi relación con mi madre había sido atípica, o puede que no tanto, pero a mí, siendo la hija, me lo parecía. No conocí a mi padre ni ella quiso desvelarme su identidad, eran muy jóvenes y yo fui el resultado de una relación fugaz, para qué remover el pasado. En ocasiones, mi abuela nos decía que yo parecía la madre y mi madre la hija, en el fondo tardó más que yo en crecer. Cuando yo tenía quince años se casó y se mudó a otro país, tardé en perdonarle lo que veía como una traición. Me sentí abandonada por quien se supone que más debe preocuparse por ti. Con el tiempo comprendí que necesitaba volar y ese era su momento de hacerlo. Las madres también tienen derecho a vivir su propia vida. Comprendí que lo hizo lo mejor que supo y que eso también es amor.

Mi abuela, con la que había vivido desde que mi madre se fue, falleció un par de años después dejándome desolada y con una pequeña herencia que me permitió terminar mis estudios, aunque pronto fue necesario buscar trabajo. Era duro, pero era libre, dueña de mis decisiones y de sus consecuencias. Hacía unos meses que mi madre y yo habíamos retomado el contacto, aprendiendo a conocernos como mujeres adultas y dejando atrás nuestros roles pasados.

De repente, el trajín a mi alrededor me hizo despertarme. ¿Quién estaría montando semejante escándalo? Mis vecinos eran un matrimonio de cierta edad y por lo general bastante silenciosos. Tenía una sensación extraña, como si no hubiera descansado lo suficiente. Alargué la mano para buscar las almohadas que solía dejar esparcidas por la cama durante la noche. Al no encontrar nada entreabrí un ojo y volví a cerrarlo de inmediato para abrir después los dos de par en par. No podía ser posible, ¡seguía allí! Donde o cuando quiera que eso fuese. Mi compañero de cama me había abandonado y mi manta estaba llena de su pelo. Echaba en falta su calor.

Seguía allí, se me formó un nudo en la garganta que me hizo difícil tragar mi propia saliva. Finalmente, me había convencido a mí misma de que todo había sido una especie de ensoñación derivada de la pérdida de consciencia. Como aquella vez en que, con ocho años, me había desmayado en clase de gimnasia y me había despertado media hora después contando una historia sobre un viaje en barco para regocijo de mis compañeros de clase.

Recuerdo haber llegado a casa con un chichón y a mi abuela mirándome sonriente y abrazándome con ternura. La oí decir que era algo así como mi bautismo. Yo no entendía nada. Me habían bautizado cuando tenía un par de meses, según la costumbre de la época, y desde luego esta vez no había tenido nada que ver con agua bendita ni pila bautismal ni cura ni nada de nada. Más bien me había sentido completamente ridícula por caerme al suelo sin razón aparente.

Ella me sentó delante de una taza de cacao tamaño gigante y un buen montón de galletas y se acomodó en la silla a mi lado. Me miraba en silencio mientras yo engullía con deleite.

—¡Qué vergüenza, güelita! Intenté sentarme, ¡pero me caí de culo!

Ella sonrió.

—¡Ojalá no vuelva a pasarme nunca más!

Pero pasó algunas veces más. Los médicos les explicaron a mi madre y mi abuela que los desvanecimientos eran producidos por mi baja tensión arterial. Resultaba un poco molesto, pero no tenía mayor trascendencia y además me aseguraba una vida longeva. Esa era una cuestión que me traía sin cuidado a esa edad, los niños siempre se creen inmortales.

Al escuchar el dictamen mi abuela sonrió. En aquel momento yo pensé que la explicación la había tranquilizado. No sabía que en realidad sonreía porque por fin había surgido una más, la última de muchas.

Asumimos mis desmayos como algo natural con lo que convivir. A veces eran cortos episodios que lograba disfrazar de mareo ocasionados por el calor o los nervios. Otras eran más largos, casi siempre coincidiendo con mi presencia en lugares rodeados de naturaleza. En esos casos, después de despertarme mi mente había registrado en una especie de bitácora mis vivencias. Era como si yo tuviera que dejar de estar consciente en este mundo para saltar a otro. Y resultaba tan real que llegaba a creerme que mi vida era capaz de ser múltiple. Siempre era yo, en el fondo, pero no en el mismo lugar ni en el mismo tiempo. Eran como esos sueños que se mantienen pegados a la piel cuando las sábanas aún están calientes, pero su recuerdo va desvaneciéndose poco a poco.

Los síntomas siguieron manifestándose hasta que llegué más o menos a la pubertad. Momento en el que empecé a encontrar bastante más atrayente lo que ocurría en el mundo exterior que en el interior y todo se interrumpió sin más.

Pero recuerdo un día, después de la ración de cacao y galletas del desayuno, en que mi abuela me llevó a la sala y abrió el cajoncito de una mesita de castaño. Dentro había un papel amarillento, solo contenía unos cuantos nombres femeninos escritos con una caligrafía pulcra y delicada y unidos entre sí por una línea floreada.

No reconocí los que estaban arriba, pero sí dos de ellos. El último nombre de la lista era el mío, Blanca, e inmediatamente encima de mí estaba el de mi abuela, Inés.

—¿Qué es esto, abuela?

Ella se tomó unos segundos para contestar. Como si estuviera valorando la conveniencia de explicarme la verdad.

—La línea de sucesión, pequeña. Eres la última de nuestra estirpe que tiene el don. La última saltadora.

Hizo una pausa. Yo no era particularmente buena saltando a la comba y no creía que ese papelito mejorara mis habilidades con la misma.

—Antes que yo estuvo mi abuela y antes que ella la suya y así se remonta a mucho tiempo atrás. A los tiempos en que la magia no tenía que esconderse y los nuestros andaban libres por la tierra. Te esperan cosas maravillosas si abrazas el don que habita en ti, pero recuerda que siempre podrás decidir por ti misma.

La miré sin comprender. Cogió mi mano y depositó dentro el papel cuidadosamente doblado. Rodeó mi mano con las suyas.

—La vida es como las cuerdas de una guitarra, Blanca. Algunos pueden hacer saltar sus dedos entre ellas y componer una bella melodía, pero solo unos pocos son capaces de hacer que la melodía se te cuele tan profundamente que resuene en tu alma —explicó, aunque yo no entendía nada de lo que me estaba revelando.

Me sonrió fijando en mí aquellos ojos de color verde musgo idénticos a los míos. Luego levantó la cabeza para mirar al horizonte a través de la ventana.

—Alba rubia, o viento o lluvia —recitó aquel viejo refrán que repetía a menudo y se volvió hacia mí—. No tardes en regresar, Blanca. Pronto lloverá.

Cuando estaba en la casa de mi abuela me despertaba temprano. Creo que la certeza de que me dejaría corretear libre por el valle me emocionaba tanto que mi cerebro se programaba para dormir solo lo estrictamente necesario.

Antes de que terminara de hablar yo ya salía por la puerta a toda velocidad dejando tras de mí la estela de cuadros rosas y naranjas de mi ligero vestido de algodón. De cerca me seguía un perrito de raza indefinida y ojos del color del caramelo quemado.

Tal y como mi abuela había predicho el cielo comenzó pronto a encapotarse. El verano asturiano era siempre una sorpresa.

Yo llevaba un buen rato jugando cerca de la iglesia en compañía de mi fiel y achuchable Simón cuando las primeras gotas se estrellaron contra nuestras cabezas. Nos miramos, había que salir corriendo si no queríamos llegar a casa empapados.

Cogí el ramillete de diminutas margaritas que había estado recogiendo y me lo metí en uno de los bolsillos de mi vestido. Al ir a hacerlo toqué algo, era el papel con la lista de nombres que me había dado mi abuela. No sé por qué, pero sentí el repentino impulso de ocultarlo en algún sitio en que estuviera a buen recaudo. No había mucho tiempo para pensar y los restos del antiguo muro de la iglesia me parecieron una buena opción. Después de todo, se trataba de un lugar sagrado.

Entre las piedras perfectamente encajadas entre sí encontré un hueco en el que un helecho de hojas rizadas, jugosas y de un brillante verde había nacido. Me pareció el lugar ideal para ocultarlo. Lo estrujé dentro del agujero justo antes de que las gotas de lluvia empezaran a multiplicarse. Y luego, como ocurre tantas veces con los niños, me olvidé de él. Mis desmayos se volvieron cada vez más infrecuentes y acabaron por desaparecer… igual que mi abuela y sus historias.

Muchos años después, leyendo una de esas revistas de divulgación que incluyen una pincelada de ciencia aquí y allá me topé con un artículo sobre la teoría de cuerdas y su relación con los vórtices energéticos. A pesar de ser una versión para neófitos era un lío y no llegué a comprenderlo del todo, pero por alguna razón las palabras de mi abuela acudieron raudas a mi mente desde algún recóndito lugar de mi memoria.

Cuando me desperté sobre la cama de heno de los establos del conde Alfonso Enríquez algunos recuerdos volvieron a manifestarse como los fantasmas que eran. Me daba miedo admitir algo que ya sabía que era un hecho, como si ignorarlo pudiera borrar su existencia.

Capítulo 4

 

SORPRESA, SORPRESA

 

 

 

 

 

Llevaba ya tres días en las cuadras. Y había seguido una rutina similar. Aferrarme a las costumbres hacía más fácil asimilar que cada vez que me despertaba volvía a verme allí.

Me levantaba muy temprano, antes incluso de que amaneciera y empezara la actividad. Lo hacía para mantenerme a salvo de miradas indiscretas.

Compartía un desayuno de pan, queso y sidra con un joven mozo recién llegado de un pueblo del interior, a los pies del Collado del Zorro. Era poco hablador, lo que me convenía bastante. Después de todo, no habría sabido qué contarle.

Bernal había pasado a verme el día anterior y farfullado algo sobre que me encomendaran cepillar a los caballos hasta que encontrara un emplazamiento definitivo para mí. Se había dado cuenta de que estos se calmaban en mi presencia. Yo no tenía ni idea de cómo tratar a un caballo, pero aquellos ojos inteligentes seguían mis movimientos y yo había decidido hablarles suavemente del modo en que lo hacía con mi perro Simón cuando era niña.

Les contaba cuán suave era su pelo y pegaba mi cara a su hocico para que me olieran. Me colocaba justo delante de sus ollares. Sabía que el olfato era importante en los perros y sospechaba que también lo sería en los caballos. Así que dejaba que se recrearan en mi aroma y emitieran su juicio sobre mí.

El voto de confianza pareció gustarle en especial a una hermosa yegua de asturcón. Sólida y de pelaje negro rojizo, tenía una cola majestuosa y unos ojos oscuros y grandes. Me pregunté si echaría de menos las montañas. Siempre se acaba añorando el hogar.

Los otros mozos ponían los ojos en blanco, pero acataban las instrucciones del capitán Villa sin rechistar. No obstante, se guardaban de mezclarse con el muchacho de pelo enredado. Eso también me convenía. Menos relaciones, menos explicaciones. Además, ganaba tiempo para pensar e ir haciéndome una composición de lugar sobre mi situación.

No había vuelto a sentirme mareada y cada vez tenía más claro que las historias de mi abuela estaban convirtiéndose en realidad. En la realidad en que estaba inmersa en ese preciso instante.

Me venían a la cabeza retazos de imágenes olvidadas. Y por la noche, cuando me acurrucaba en mi rincón acompañada por el cuerpo cálido y peludo del perro que ya había decidido adoptarme definitivamente, el viento me traía esas historias en forma de susurro, de rezo.

Soñaba, entonces, con mi abuela al calor de la antigua cocina de carbón renegrida por el uso contándome que hay quienes saltan entre cuerdas y son capaces de pasar de una vida a otra. Que podemos vivir muchas vidas sin dejar de ser nosotros mismos. Que hay muchos modos, momentos y lugares en los que existir. Que las cuerdas cantan cuando vibran y que según la canción que canten viviremos una u otra vida. Que la melodía puede variar durante una misma existencia y que a veces dura solo una nota y otras veces años porque el tiempo, el que queremos encerrar entre las manecillas de un reloj, no existe. Que algunos nunca llegaban a atreverse a saltar. Cuando notaban que se desvanecían su mente racional tiraba tan fuerte de ellos que volvían a la consciencia sin darse la oportunidad de experimentarlo. Miedo al abismo, lo llamó. Me lo contaba mientras añadía un leño grueso y redondo de manzano y yo miraba embobada los colores del fuego envolviéndolo.

—Pero tú saltarás —declaró un día justo antes de que yo me quedara dormida.

Entreabrí un poco los ojos para preguntarle.

—¿Me dolerá? —pregunté siguiendo la lógica infantil.

—No, pequeña. Solo recuerda cuando hayas saltado que sigues siendo tú y ¡vive!

Tenía que ser eso, no encontraba otra explicación. Los breves episodios que me habían ocurrido hacía tantos años eran la preparación, o la prueba, para saber si tendría el valor necesario para ser otra versión de mí misma y seguir el consejo de mi abuela: vivir allí donde y cuando me tocara hacerlo.

Se habían terminado los ensayos. Acababa de hacer mi debut, ¡y de qué manera!

No tenía claro si me despertaría de golpe y aparecería de nuevo en lo que había sido mi vida hasta hacía tres días o cuánto tiempo permanecería allí. No era capaz de recordar más pistas y mis anteriores episodios nunca habían pasado de unos minutos de duración por lo que no me servían de gran ayuda. Nunca había permanecido tanto tiempo dentro de otra vida, de otra cuerda, de otro plano. De lo que estaba segura era de que no me quedaba más remedio que adaptarme lo antes posible.

La mañana del cuarto día me levanté temprano, como ya era mi costumbre, dejando a mi amigo peludo remolonear sobre la manta que compartíamos. El agua estaba helada, pero sentirme limpia, aunque de manera un tanto precaria, me reconfortaba. Me habían proporcionado una camisola de tela vasta y unas calzas además de la manta. Me despojé de la parte superior e introduje mi mano en el cubo sintiendo cómo se me erizaba todo el vello con su contacto.

La voz a mi espalda atronó la quietud de la mañana.

—¡Por los clavos de Nuestro Señor Jesucristo! Pero ¿qué demonios…?

Cogí rápidamente la camisa para cubrirme el pecho, pero Bernal ya había visto lo suficiente.

—Bernal… yo…

No me dejó continuar.

—¡Tú! ¡Tú eres…! —Me señalaba con el dedo índice.

Di un paso hacia delante apenas cubierta con la camisa que sujetaba con mi mano izquierda.

—… una mujer —dije completando su frase—. Y por el escándalo que estás montando tal parece que nunca hubieras visto a una.

Por lo que conocía de Bernal hasta el momento estaba segura de que apreciaría que fuera directa. Su rostro empezó a relajarse y soltó una risotada.

—¡Demonio de chico! —se corrigió—. Perdóname, no quería… es decir…

—Entiendo tu sorpresa, pero empiezo a congelarme. ¿Podrías darte la vuelta para que termine de vestirme?

Se giró de mala gana, no estaba dispuesto a quedarse a medias con la información.

—Pero ¿por qué has mentido?

—Simplemente me pareció más seguro dadas mis circunstancias y te recuerdo que fuiste tú quien me asignó género. Lo único que yo hice fue no sacarte del error.

Asintió. Una mujer sola y desorientada era una presa fácil y más en tiempos convulsos como aquellos.

Había escuchado hablar a los mozos entre sí y la tensión se palpaba en el ambiente. Palabras sueltas que me ayudaron a conocer el momento que estaba viviendo la villa. Al parecer llevaba meses sitiada por el ejército del rey Enrique III de Castilla. De inmediato se me vino a la cabeza la imagen del colegio y su añeja marca de una bombarda en la fachada. Nos habían contado su historia. Algo sobre un tal conde Alfonso Enríquez, el primogénito, pero bastardo hijo de Enrique II de Trastámara que nunca había cejado en su empeño de proclamarse legítimo heredero al trono y que se había levantado en armas en su más formidable fortaleza: la casi inexpugnable villa de Gixón. A mí me había encandilado la historia de caballeros aguerridos y luchas con espada así que había prestado más atención de la habitual y fantaseado con castillos.

Gixón era una península fortificada, una auténtica fortaleza natural, a media legua del cabo de Torres y tres leguas del cabo de Peñas.