Siete tumbas, un invierno - Christoffer Petersen - E-Book

Siete tumbas, un invierno E-Book

Christoffer Petersen

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Beschreibung

UN ASESINATO QUE PUEDE HACER CAER EL GOBIERNO DE GROENLANDIA Después de haber sido torturado por un criminal, el agente David Maratse apenas puede caminar sin dolor. Incapacitado para ser policía en Nuuk, la capital de Groenlandia, decide retirarse a una pequeña población de la costa oriental. Allí, cada verano los habitantes cavan siete tumbas antes de que el interminable invierno endurezca la tierra, con la esperanza de que sean demasiadas. Ese año, sin embargo, no podían imaginar que aparecería el cadáver de una joven en las gélidas aguas árticas. Su asesinato puede cambiar el destino de la mayor isla del mundo y obligará a Maratse a abandonar su retiro forzoso.

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Seitenzahl: 316

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Título original: Seven Graves, One Winter

© Christoffer Petersen, L.P., 2018.

© de la traducción: Cristina Martín, 2020.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2020. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO648

ISBN: 9788491876120

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

NOTA AL LECTOR

SAPAAT

1

MARLUNNGORNEQ

2

3

4

PINGASUNNGORNEQ

5

6

SISAMANNGORNEQ

7

8

9

10

11

12

TALLIMANNGORNEQ

13

ARFININNGORNEQ

14

15

16

SAPAAT

17

18

19

20

ATAASINNGORNEQ

21

MARLUNNGORNEQ

22

NOTA DEL AUTOR

AGRADECIMIENTOS

CHRISTOFFER PETERSEN

¡Ah, eso ha endurecido

cientos de corazones

camino del Polo

de dolores sin nombre!

Nordpolen,

LUDVIG MYLIUS-ERICHSEN (1872-1907)

PARA ISABEL

NOTA AL LECTOR

Siete tumbas, un invierno presenta al policía David Maratse, natural de la costa oriental de Groenlandia. Esta historia, la primera de una serie, tiene lugar después de los sucesos narrados en el segundo libro de la Trilogía de Groenlandia, In the Shadow of the Mountain. Así pues, aunque se hagan algunas referencias a dicho libro, no es necesario leerlo primero para que se entienda. En caso de que algún detalle resulte confuso, delego toda responsabilidad en el agente de policía Maratse, quien insistió mucho, con maneras discretas, en tener un relato propio. Los personajes de Petra Jensen y Gaba Alatak también han aparecido en relatos cortos junto con Maratse. Tampoco es necesario leerlos antes de Siete tumbas, un invierno.

Una vez más, delego toda responsabilidad en Maratse.

Los habitantes de Groenlandia hablan groenlandés, una lengua que tiene por lo menos cuatro dialectos, además de danés e inglés. En muchos aspectos de la vida cotidiana, las lenguas más funcionales son el groenlandés occidental y el danés. Siete tumbas, un invierno está escrito en inglés británico, pero allí donde resulte apropiado, incluye varios vocablos procedentes del groenlandés y del danés, tales como los siguientes:

GROENLANDÉS ORIENTAL / GROENLANDÉS OCCIDENTAL / ESPAÑOL

iiji / aap / sí ;

eeqqi / naamik / no

qujanaq/qujanaraali / qujanaq / gracias

Sapaat

DOMINGO

1

Cavaban las tumbas en la falda de la colina, en la dura tierra que se hallaba encajada entre grandes moles de granito. El cementerio no era muy grande, pero sí lo suficiente como para que en él encontraran acomodo las madres, los padres, los hijos y las hijas de Inussuk, desde los tiempos en que la primera tumba reemplazó al último túmulo de piedras y los recién nacidos que sucumbían al invierno dejaron de momificarse. Los inviernos eran igual de oscuros, los veranos igual de luminosos, pero las muertes habían disminuido y la comida, ya viniera del mar, ya de la tienda, resultaba más fácil de obtener. Aun así, seguían cavando tumbas durante el largo verano para adelantarse al oscuro invierno, cuando la tuberculosis tal vez se llevara consigo a un abuelo o a un nieto, una tormenta de invierno quizás acabase con un cazador o una depresión obligase a alguno de ellos a quitarse la vida. Cavaban dos tumbas para los suicidas, con la esperanza de que fueran demasiadas. Cavaban una para la pelea de borrachos, otra para el accidente de pesca, otra más para el niño que había nacido muerto y que sabían que estaba aguardando en el diminuto depósito de cadáveres del centro médico, situado en un lugar al que se llegaba en bote. Cavaban una sexta tumba para los ancianos. La séptima era para el cáncer. Incluso en el Ártico, siempre había cáncer.

Los hombres salieron de las fosas destinadas a los suicidas y descansaron unos instantes apoyados en las palas, contemplando los icebergs del fiordo. Desde el cementerio se disfrutaba de la mejor vista de las montañas que se elevaban a lo lejos y del asentamiento enclavado al pie de la colina, debajo de donde se encontraban ellos. Inussuk estaba atrapado entre dos playas: una negra y suave y la otra formada por guijarros, piedras y conchas. La playa negra daba al sur y al este, y en ella rompían las olas y era absorbida la energía de todas las tormentas porque estaba sembrada de centelleantes pedazos de hielo tan grandes como las manos, el corazón y la cabeza misma de los sepultureros. Los bloques más grandes, que eran icebergs sumergidos, tachonaban la playa y desviaban el agua que se escurría de la colina en dirección al mar. Entre dos pedazos de hielo flotantes iba a encontrarse el cuerpo de la joven a escasa distancia de la playa aquel mismo otoño, pero por el momento los sepultureros no sabían nada.

Apartaron la mirada de la playa y la fijaron en el asentamiento, donde contemplaron la maltrecha madera de las paredes rojas de la tienda de abastos y la casa recién pintada de verde, propiedad del Comité para la Naturaleza, que en aquel entonces estaba ocupada por dos artistas danesas y una niña pequeña. Uno de los hombres señaló con la cabeza en dirección a la casa, mientras la chiquilla jugaba en la arena y la tierra debajo del porche. Los cuarenta y tres residentes adultos de Inussuk estaban convencidos de que las dos artistas eran amantes. Los doce niños que había eran demasiado pequeños para preocuparse por algo así, y se alegraban de contar con una nueva compañera de juegos, una niña de cabello rubio.

—Cincuenta y ocho residentes —dijo el mayor de los dos sepultureros. Rebuscó en la bolsa que descansaba a sus pies y sacó un termo. Cuando desenroscó el tapón, una ráfaga de viento procedente del fiordo levantó un poco de vapor de la boca del recipiente. Sirvió café en una taza esmaltada para su compañero y, a continuación, llenó el tapón del termo para él.

—Aap —contestó el hombre joven mientras se llevaba la taza a la boca. Observó el asentamiento, se fijó un instante en la niña que jugaba en la arena y luego desvió la mirada hacia su hijo, que lo estaba saludando con la mano desde el embarcadero. El pequeño movió los labios y su pecho se agitó al mismo tiempo que gritaba algo; el hombre lo saludó a su vez y recordó, como hacía siempre que veía a Qaleraq, que su hijo era un niño sano, curioso, difícil a la hora de enseñarle cosas pero ansioso por aprender. Qaleraq, a diferencia del hijo de su hermana, vería muchos más inviernos. Cavarían la última tumba para su sobrino nacido muerto, hundirían el borde de la pala tan profundo como pudieran, hasta tocar la capa de permafrost si tenían la energía necesaria, para que el pequeño descansara en lo más hondo de la tierra.

Se terminó el café, tiró los posos a la fosa y volvió a guardar la taza en la bolsa de su compañero. A continuación, se metió en la fosa y empezó a cavar. El hombre mayor se sirvió otro medio tapón de café y lo bebió mientras paseaba la mirada por el cementerio. El mástil de la antena proyectaba una delgada sombra sobre las tumbas de sus padres, cuyas coronas de flores de plástico se veían ya marchitas por el sol del Polo. Se prometió a sí mismo poner otras nuevas, algo que ya se había prometido el verano anterior, cuando cavaron las siete tumbas, más una octava en septiembre, justo antes de que cayeran las primeras nieves del invierno. La neumonía había pillado por sorpresa a un matrimonio de ancianos: el varón, Aput, sucumbió solo una semana después de su mujer, Margrethe. El sepulturero dejó vagar la mirada por el camino, mientras recordaba cómo había ido cargando con los ataúdes, uno detrás del otro, desde la casa del matrimonio hasta el cementerio, antes de recuperar el aliento durante el breve servicio religioso, y cómo había depositado a quienes fueron amigos íntimos de sus padres en dos fosas contiguas. El sendero era empinado y él se conocía cada recodo, cada piedra y cada hoyo. Llevaba casi seis años junto a su compañero más joven, dándose golpes en los dedos de los pies contra las rocas, resbalando sobre las piedras sueltas y tallando escalones.

Seis años, con sus siete tumbas por año.

Inussuk iba encogiendo a medida que el cementerio iba expandiéndose. Los jóvenes y los que poseían estudios abandonaban el asentamiento y se marchaban a otros pueblos mayores y a las ciudades de la costa occidental de Groenlandia. Los niños se iban para acudir al colegio de Uummannaq, regresaban ya con quince y dieciséis años acabado el décimo curso, y se sentían cada vez más aburridos por la tranquila vida que se desplegaba entre aquellas dos playas, frustrados ante la falta de trabajo y dinero. Tan solo un chico había regresado para dedicarse a pescar en las mismas aguas que su padre, mientras que su hermana y una amiga de esta se habían marchado a cursar Estudios Superiores en Aasiaat, una localidad situada más adelante en la costa.

—Oye —dijo el hombre mayor tras terminarse el café.

—¿Qué?

—¿Te has enterado de lo del policía?

—¿Qué policía? —El hombre joven apoyó la pala contra la pared de tierra y salió de la fosa.

—Va a venir la semana que viene.

—¿Aquí?

—Aap —respondió el mayor, y señaló la casa de color azul oscuro que había detrás de la tienda de abastos—. Ha comprado la casa de Aput. —Guardó silencio—. ¿No lo sabías?

—Naamik —replicó el joven. Y después añadió—: Puede ser.

—Deberías escuchar a tu mujer, Edvard. A ella se lo contó mi esposa.

—Ya.

El hombre mayor miró a Edvard a los ojos.

—¿Ocurre algo?

Edvard se encogió de hombros.

—El niño —respondió, y volvió la vista hacia el lugar en el que estaba en aquel momento su hijo, jugando con la niña danesa—. Queremos tener otro hijo, pero a ella le preocupa que pueda sucederle lo mismo que a su hermana. Dice que podría ser por el agua.

—¿Por el agua?

—Contiene metales, de la mina. Los llevan dentro los peces.

—Estas aguas no contienen metales.

—Eso tú no lo sabes, Karl.

—No —aceptó Karl con un suspiro—, no lo sé. —Volvió a enroscar el tapón del termo y lo guardó en la bolsa.Acto seguido, cogió la pala y se dispuso a meterse de nuevo dentro de la fosa. Pero Edvard se lo impidió con una tosecilla—. ¿Qué pasa?

—¿Qué me estabas diciendo del policía?

—Aap, que viene hacia aquí.

—¿A trabajar?

—A vivir.

Edvard sacudió la cabeza y añadió:

—Eso ya lo has dicho, pero ¿va a trabajar aquí como policía?

—Nunca hemos tenido un policía en Inussuk.

—Por eso precisamente te lo pregunto.

Karl se echó a reír.

—¿Estás preocupado por tu licor de fabricación casera? Si lo descubre, posiblemente habrá más levadura en la tienda de abastos, y así podré comer pan recién hecho, para variar.

—Puede ser —respondió Edvard sonriendo—, aunque en ese caso, ¿dónde ibas a conseguir el alcohol, viejo?

—En Uummannaq, como todo el mundo.

—Tú mismo. —Edvard reflexionó unos instantes—. Pero ¿por qué viene aquí ese policía, si no es para trabajar?

—Buuti mencionó que piensa jubilarse, no sé qué de una jubilación anticipada.

—Debe de estar enfermo —dijo Edvard contemplando las dos tumbas que ya casi tenían terminadas.

—Débil e inválido —repuso Karl—. He oído que anda con una muleta, puede que con dos.

—¿Así que se muda aquí procedente de Nuuk?

—Naamik, es de Ittoqqortoormiit.

—¿Tunu? ¿Groenlandia oriental?

—Aap.

—¿Y por qué viene aquí?

—No lo sé. Se lo puedes preguntar tú la próxima semana.

Edvard lanzó un gruñido y saltó al interior de la fosa. Recogió su pala y empezó a cavar mientras Karl hacía lo mismo en la tumba de al lado. Estuvieron trabajando dos horas más y terminaron las tumbas a la vez, como siempre, aunque Karl sospechaba que Edvard aminoraba el ritmo siempre que estaba a punto de finalizar y se ponía a raspar los bordes en lugar de cavar, hasta que su compañero, mayor que él, hubiera terminado.

Karl fue el primero en salir de la fosa y le tendió la mano a Edvard para ayudarlo a subir, un pequeño gesto de agradecimiento a cambio del respeto mostrado hacia sus mayores. Fueron hasta el otro extremo del cementerio, situado más cerca de la cornisa que recorría la falda del cerro y también del oleaje que azotaba las rocas oscuras y húmedas que había allá abajo. Trazaron la forma de las dos tumbas que iban a cavar allí, tan cerca del borde como se atrevieron, y dentro de lo que se consideraba respetuoso, sin condenar a los ocupantes a sufrir vértigo durante toda la eternidad.

Edvard se detuvo un momento en el punto más alejado y contempló el mar. Tocó a Karl en el hombro y señaló una embarcación a motor de tamaño medio que llevaba un rayo dibujado en el casco y que se mecía a la sombra de un enorme iceberg, demasiado próxima a él como para escapar del oleaje y de los fragmentos sueltos si el bloque de hielo empezara a moverse o a partirse. Karl hizo un gesto de preocupación y Edvard se encogió de hombros. Ninguno de los dos reconoció la embarcación. Incluso a aquella distancia sería raro no identificar la forma de una lancha del pueblo o la curva que formaba su proa.

—¿Sabes tú quién es?

—Naamik —contestó Edvard—. Puede que sea alguien de la isla de Disco.

—Quizá.

Los dos sepultureros, apoyados en sendas palas, contemplaron cómo la embarcación se alejaba progresivamente del iceberg y se perdía de vista.Aguardaron hasta que la popa desapareció por detrás del iceberg, y solo entonces sacaron la primera paletada de tierra de las nuevas tumbas. Si pudieran ver a través de la masa del iceberg o por detrás de él, habrían visto a un hombre saliendo del camarote de la embarcación y arrastrando a una joven desnuda por su larga y negra melena. Lo habrían visto abofetearla dos veces. Si el viento hubiera estado soplando en la dirección adecuada, puede que incluso la hubieran oído gritar.

Era una mujer joven, con curvas suaves que definían su sexo. Tenía la piel más oscura que sus amigas europeas, pero más clara que los groenlandeses. Lucía varios hematomas y sangraba por la nariz. El hombre se limpió la mano manchada de sangre de la chica en el estómago de esta, después la arrastró por la cubierta y la arrojó al suelo. Ella agitaba las piernas al igual que un pez ensangrentado y él la abofeteó de nuevo, esta vez con el dorso de la mano, de forma que la nuca de la joven chocó contra la borda de la embarcación. El bote se meció de resultas del impacto. La chica dejó de agitar las piernas y se quedó con sus ojos castaños muy abiertos e inmóviles, fijos en su agresor. Su melena negra estaba esparcida sobre el asiento moldeado en el casco; el hombre apoyó la bota en el asiento, encima del pelo, para que la chica no pudiera moverse del sitio. Acto seguido, alargó un brazo por encima de ella, cogió una bolsa del asiento que había enfrente, abrió la cremallera y sacó varias prendas de ropa de invierno que fue tirándole encima.

—Vístete —le ordenó.

Arrojó la bolsa hacia el interior del camarote y apoyó el peso en la rodilla. La joven, peleando con el pantalón y los calcetines, aguantaba la respiración sin apartar los ojos del hombre. Este retiró el pie con el que le pisaba la melena y le dijo que se incorporase y se pusiera el forro polar y un gigantesco y grueso anorak Canada Goose. Mientras la chica se vestía, él posó la mirada en las aréolas oscuras de sus pechos. La obligó a ponerse de pie y la llevó a rastras por la cubierta.Agarró unas botas de senderismo que había debajo de la rueda del timón.

—Las botas —dijo al mismo tiempo que se las lanzaba.

A continuación, giró la silla situada frente a la rueda del timón y obligó a la chica a sentarse por la fuerza. Ella se mordió el labio y él la asió por el pelo para darle un tirón, un movimiento que le arrancó un sollozo. Esperó a que se pusiera las botas y se atara los cordones. Una vez calzada, tiró nuevamente de ella para ponerla de pie y la empujó hacia el lado de babor de la embarcación, el que estaba más cerca del iceberg.

La chica se agarró a la barandilla, temblando de arriba abajo y sollozando. El hombre la soltó y regresó al timón, y aplicó un poco de impulso para aproximarse más al iceberg. Entonces quitó la marcha y dejó el motor al ralentí. Una nube de humo gris alcanzó el rostro de la chica y la hizo toser.

—¿Cómo dices? —preguntó el hombre.

—He tosido —respondió la joven en danés. Notaba en los labios el sabor de las lágrimas, un sabor salado como el mar.

—¿Qué has dicho? —dijo el hombre al mismo tiempo que la agarraba por el pelo.

—¡No he dicho nada! —respondió ella. El hombre le giró la cara para obligarla a mirarlo—. Nada —dijo en un sollozo.

—Habla en groenlandés, puta —le dijo a la vez que le empujaba la cabeza hacia abajo y sonreía tras arrancarle otro sollozo.

—No sé.

—Exacto.

Entonces la empujó hacia la borda. La chica, llorando, se deslizó hacia el suelo hasta quedar de rodillas. Varias hebras de su pelo quedaron prendidas en el borde de piel de la capucha del anorak cuando el hombre dejó de agarrarla del pelo y le introdujo las manos por debajo de las axilas.

—Fuera de mi barco —le dijo, y la levantó en volandas.

La joven lanzó un chillido y manoteó buscando la barandilla, desesperada por aferrarse a ella, mientras el hombre la pasaba al otro lado de la borda y sus piernas tocaban el agua. Logró cerrar las manos en torno a la barandilla y se agarró con fuerza, lo cual hizo que su agresor, gruñendo por el súbito peso, resbalara sobre la cubierta.

El hombre se puso a propinarle patadas en los nudillos hasta que ella lanzó un chillido y se soltó. Las manos le fueron resbalando por el costado de la embarcación al mismo tiempo que el aire contenido en el interior del anorak se expandía al entrar en contacto con el agua. El frío la hizo expulsar el aire que tenía en los pulmones, y empezó a convulsionarse mientras luchaba por aspirar una última bocanada.

En cuanto la oyó caer al agua, el hombre regresó a la palanca del motor, metió la marcha y se alejó a toda prisa. La joven, con los ojos desorbitados, vio que un poco más allá viraba, rectificaba el rumbo y se asomaba por encima de la borda para observarla. El motor rugió cuando el hombre aumentó la potencia y se dirigió hacia ella a toda velocidad.

La chica, haciendo uso de las escasas fuerzas que le quedaban, palmoteó el agua con los dedos rígidos en su intento por huir del barco nadando. El hombre corrigió el rumbo y pasó tan cerca de la chica que la golpeó en la cara con el duro casco de la embarcación. La cabeza de la joven se hundió en el agua y su melena quedó flotando en la superficie a modo de una maraña de zarcillos y nervios, conectada a lo profundo del agua, en sintonía con su muerte, mientras el hombre frenaba de nuevo, daba media vuelta y aceleraba una vez más hacia ella. La quilla de la embarcación le golpeó la cabeza produciendo una vibración que resonó en todo el casco.

El hombre, sonriendo, describió lentamente un círculo alrededor de la última posición conocida que había ocupado la joven. Luego se acomodó en el asiento tras la rueda del timón y metió la mano en el bolsillo buscando un paquete de caramelos de menta, pero frunció el ceño cuando sus dedos se toparon con las bragas de color topacio de la chica. Volvió a guardárselas en el bolsillo y puso rumbo a la entrada del fiordo mientras los sepultureros cavaban hondo en el cerro que se elevaba por encima de Inussuk.

Marlunngorneq

MARTES

2

El agente de policía David Maratse dejó escapar un gruñido al sentir otra llamarada de dolor que le subía por las piernas y le llegaba hasta la parte baja de la espalda, formando lo que a él se le antojó un muro de fuego. Le sucedía lo mismo cada vez que levantaba el pie izquierdo, cuando recibía otra punzada de dolor candente que le presionaba los nervios al apoyar la planta en la cinta de correr. Se detuvo un momento para recuperar el aliento, aferrado con los nudillos blancos a las barandillas de la máquina mientras el fisioterapeuta escribía otra nota más en su cuaderno.

—No está mejorando, ¿verdad? —preguntó.

—Eeqqi —respondió Maratse negando con la cabeza. Tomó aire y lo expulsó, una, dos, tres veces, hasta que el dolor fue cediendo—. Vamos otra vez —dijo al mismo tiempo que levantaba el pie izquierdo.

—¿Está seguro?

—Iiji —contestó Maratse—. Sí, estoy seguro.

Sus nervios estallaron en llamas y se derrumbó, entre maldiciones, sobre la áspera superficie de caucho de la cinta. El fisioterapeuta desconectó la máquina y lo ayudó a incorporarse.

—Vamos a sentarnos —le dijo.

—Llevo una semana sentado.

—Y antes de eso, estuvo tumbado —replicó el fisioterapeuta al mismo tiempo que lo ayudaba a acomodarse en una silla— durante tres semanas. Está progresando. Tiene que tomárselo con calma.

—¿Progresando? —gruñó Maratse. Se palpó los bolsillos del pantalón de deporte y, de pronto, se acordó de que el tabaco lo tenía en el bolsillo del anorak, junto a la cama.

—Fumar no ayuda.

—A mí, sí.

—Lo digo en serio —dijo el fisioterapeuta—, con el daño que han sufrido ya sus nervios...

—Fumar me ayuda —insistió Maratse y retó al fisioterapeuta a que le sugiriera lo contrario. El joven se encogió de hombros y escribió más notas en su cuaderno.

Maratse reflexionó unos instantes sobre el daño sufrido por sus nervios; casi le parecía percibir el olor de su carne chamuscada, pues el Chino le había apretado los terminales de su improvisado instrumento de tortura contra el pecho, las piernas, los testículos. Apartó aquella imagen de su mente y calculó la distancia que había hasta la cama.

—Necesito echar un pitillo.

—Voy a llamar para que lo acompañen de vuelta hasta su pabellón —respondió el fisioterapeuta. Dejó el cuaderno y cruzó la sala de entrenamiento hasta alcanzar la silla de ruedas de Maratse, que estaba aparcada contra la pared. Empezó a empujarla, pero se detuvo porque de improviso se abrió la puerta. Sonrió a la mujer policía que entraba en la sala, soltó la silla de ruedas y le dijo—: Es todo suyo.

—¿Ya ha terminado? —preguntó ella, al mismo tiempo que se colocaba un largo mechón de pelo negro detrás de la oreja. Aquel gesto le recordó a Maratse otra mujer que hacía lo mismo: una policía danesa de la patrulla Sirius, la misma que lo había rescatado del Chino.

—Necesito fumarme un pitillo —dijo Maratse señalando la silla de ruedas—. Uno de vosotros tiene que ayudarme.

—Sigue igual de gruñón, ¿eh? —afirmó la policía. Con un suspiro, se guardó en el anorak el sobre que llevaba en la mano, agarró el manillar de la silla de ruedas y la situó a un costado de Maratse. El fisioterapeuta ayudó a la mujer a incorporar al paciente y, mientras ella lo sostenía, cambió una silla por otra. La policía sonrió y miró a Maratse a los ojos—. ¿Otra vez se te ha olvidado cómo me llamo?

—Hola, Piitalaat.

—Me llamo Petra —replicó ella—. Soy la agente Petra Jensen. —Maratse hizo una mueca de dolor al sentir que el fisioterapeuta empujaba el asiento de la silla contra la parte posterior de sus piernas. Petra lo ayudó a sentarse—. ¿Por qué insistes en llamarme así?

—Porque me gusta. —Maratse agarró las barras circulares que había a cada lado de las ruedas, se apartó de Petra y se dirigió hacia la puerta—. Necesito fumar, agente.

—Ya te he oído la primera vez —replicó ella—. Ah, y dentro de poco, ya no seré agente.

Maratse se volvió al llegar a la puerta.

—¿Te has presentado al examen para sargento?

—Sí —respondió Petra—, y he aprobado. Recibiré la confirmación oficial antes de que finalice esta semana.

—¿Es eso lo que hay dentro de ese sobre?

—No. —Petra apretó los labios y se retiró un imaginario mechón de pelo de la cara—. Es otra cosa.

—¿Para mí?

—Me temo que sí. —Petra abrió el sobre mientras acompañaba a Maratse hacia los ascensores—. ¿Quieres que te lo lea?

—Iiji —contestó él, y dejó que el caucho de los neumáticos le raspara las palmas de las manos—, pero solo los puntos más importantes.

—Muy bien —dijo Petra. Fue pasando el dedo por el apretado texto—. Van a concederte la jubilación anticipada, cobrando la totalidad de la pensión. —Hizo una pausa al oír que Maratse emitía un gruñido—. Pero ya no volverás a ser oficial de policía nunca más. Lo siento.

—No pasa nada —replicó Maratse. Al llegar a los ascensores, se detuvo y pulsó el botón de llamada. Ya se esperaba algo así, y la sesión matinal de fisioterapia le había confirmado lo que sabía: que jamás volvería a ejercer de policía.

—¿Todavía piensas ir a Inussuk?

—Iiji.

Petra dobló la carta al mismo tiempo que se abrían las puertas del ascensor.

—No entiendo por qué. Podrías irte a casa.

Maratse fue el primero en acceder al ascensor, se volvió y esperó a que entrara Petra y pulsara el botón de la primera planta.

—Seré policía siempre —afirmó—. Es mejor empezar de cero en un lugar distinto.

—Jubilado —apuntó Petra.

—Es lo mismo. Eso no va a cambiar nada.

—¿De modo que vas a abandonar las brillantes luces de la ciudad y me vas a dejar sola en Nuuk? —Petra se apoyó contra la pared del ascensor y compuso su mejor puchero. Maratse estuvo a punto de echarse a reír, y a ella le agradaron las arrugas que se le formaron al policía en torno a los ojos. Enderezó la espalda cuando el ascensor aminoró y se detuvo. Maratse aguardó a que saliera al pasillo y después salió él también.

—¿Y Gaba?

—No hablemos de él —respondió Petra.

—¿Desde cuándo?

—Desde el pasado sábado por la noche.

Petra se situó detrás de él y agarró el manillar de la silla de ruedas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Maratse soltando las ruedas. Percibió un olorcillo a gel de alcohol, procedente de un ordenanza que estaba desinfectándose las manos en la puerta del aseo de caballeros, pero enseguida desapareció en cuanto Petra apretó el paso.

—No me apetece hablar de ello.

—Está bien. —Maratse lanzó un suspiro. Petra giró la silla de ruedas y lo condujo de nuevo a su habitación. Lo dejó junto a la cama, y él alargó el brazo para coger su anorak. Petra fue hasta la ventana, se apoyó en ella, cruzó los brazos y miró a Maratse con gesto de enfado—. ¿Qué? —dijo él deteniéndose un momento en la operación de sacar el paquete de tabaco del bolsillo del anorak.

—No me has preguntado.

—Has dicho que no querías hablar de ello.

—Y no quiero. —Volvió el rostro, y después señaló la portada del periódico que descansaba sobre la mesilla de noche—. Eso no ayuda.

—No lo he leído.

—Ese idiota de Seqinnersoq ya está fanfarroneando otra vez. Utiliza el groenlandés como promesa electoral, a modo de arma arrojadiza. Es la única calificación que tiene. —Cogió el periódico.

—¿Cuándo son las elecciones?

—En el mes de mayo. —Petra frunció el ceño—. ¿Es que no ves las noticias?

Maratse se encogió de hombros.

—Yo no voto. —Extrajo un cigarrillo del paquete y se lo encajó en el espacio entre los dientes. Luego agarró el encendedor—. Me marcho afuera.

Petra volvió la portada del periódico en dirección a Maratse y señaló la foto con el dedo.

—Ella no era mucho mayor que esta.

—¿Quién?

—La chica con la que se acostó Gaba el sábado por la noche. —Petra sostuvo el periódico a un lado y observó la fotografía de Malik Uutaaq, de pie al lado de su esposa, con una joven al fondo con aspecto de adolescente—. La chica con la que se acostó Gaba tiene más o menos su misma edad, diecisiete o dieciocho.

Maratse soltó un gruñido y se encaminó con su silla de ruedas hacia la puerta. Cuando salió al pasillo y continuó en dirección a los ascensores, oyó el ruido que hacía el periódico al caer sobre la cama. Petra salió detrás de él. No pronunció una sola palabra hasta que estuvieron acurrucados en la caseta para fumadores que había en el exterior, junto a la entrada principal del hospital Dronning Ingrid. Esperó a que Maratse hubiera encendido su cigarrillo y luego le preguntó:

—¿Por qué no votas?

Maratse dio una profunda calada al pitillo y después le indicó con la cabeza la primera página del mismo periódico, que una paciente estaba leyendo mientras fumaba. Bajó la voz para responder:

—Porque no me fío de los políticos.

—Sin embargo, trabajas para el gobierno, un gobierno formado por políticos —repuso Petra—. Todavía gozamos de cierta autonomía. Deberías tener voz y voto sobre las personas que te dan trabajo.

—Se te olvida una cosa, Piitalaat —dijo Maratse. Petra frunció el ceño, pero él prosiguió—: La policía groenlandesa responde directamente ante Dinamarca. Ellos —añadió, señalando el periódico— no nos dicen lo que tenemos que hacer. Además, ya estoy jubilado.

Enarcó las cejas y le dio otra calada al cigarrillo. Imaginó que sus nervios se relajaban conforme el humo iba inundando sus pulmones. Por un momento, al menos, le pareció haber encontrado la paz.

—Odio que me llames así. Es como si tuvieras que recordarme que soy groenlandesa.

—Es que eres groenlandesa.

—Ya lo sé.

Maratse expulsó una nube de humo en dirección al techo de la caseta. Suspiró al darse cuenta de que se había dejado el anorak en la habitación, otra vez. Apoyó las manos en los muslos y cerró los ojos, y solo los abrió un momento cuando la paciente se levantó para marcharse. La saludó con un gesto de la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Petra se sentó en el banco, a su lado.

—¿Qué vas a hacer en Inussuk? —le preguntó.

—Cazar y pescar. —Maratse abrió un ojo cuando Petra le cogió la mano.

—Pero si ni siquiera puedes andar.

—Todavía —replicó él, y cerró los ojos de nuevo.

Petra le apretó la mano, y él cerró los dedos en torno a los suyos. Escuchó el murmullo del viento que barría el polvo de la calle, el graznido del cuervo que arañaba el techo del hospital y el tañido de la campana de una iglesia a lo lejos. Notó cómo el viento le erizaba el fino vello de los brazos y, de repente, se sintió agradecido de que el Chino tan solo le hubiera dejado cicatrices en la piel que no se veía y de que el dolor estuviera oculto en el interior de su cuerpo. Al pensarlo, estuvo a punto de echarse a reír, se extrañó de aquel repentino arrebato de vanidad y se preguntó si no tendría algo que ver con sus treinta y nueve años y con los veintitantos de la persona que le estaba agarrando la mano.

—A lo mejor, te hago una visita —dijo Petra, y volvió a apretarle la mano—, si me das permiso.

—Iiji —respondió Maratse, y abrió los ojos.

—¿Estarás bien?

—Sí.

—¿Y procurarás no meterte en líos?

Maratse reflexionó unos instantes antes de contestar. Desde el punto de vista de su carrera profesional, había salido ileso de su relación con la agente Brongaard, así como de los daños colaterales provocados por esta a raíz de su guerra privada contra la comunidad internacional de inteligencia. Resultaba increíble que aún siguiera vivo, y se preguntó si ella también lo estaría. Admiraba sus agallas, su empuje y su código ético, y, al menos durante un tiempo, había disfrutado de la emoción, del chute de adrenalina que todo ello suponía, tan diferente de lo que experimentaba a diario en su trabajo de policía. Aquello estuvo a punto de acabar con su vida, un hecho del que era muy consciente, si bien mientras duró, en determinados momentos, le había colmado de alguna manera. Y ahora, lo único que tenía que hacer era no meterse en líos.

—Seré bueno —prometió, y se soltó de la mano de Petra.

—De acuerdo —dijo ella, y se levantó. Liberó un mechón de pelo que se le había adherido al velcro del cuello, luego se sacó del bolsillo del anorak el documento de despido de Maratse y se lo entregó—. Será mejor que me vaya.

—Gracias por venir.

—Cuando quieras.

—¿Mañana?

—Déjame adivinar... ¿Necesitas que te lleven al aeropuerto?

Maratse alzó las cejas. «Sí».

Petra asintió con la cabeza y miró la puerta.

—¿Podrás regresar tú solo?

—Descuida.

—De acuerdo.

Petra palmeó ligeramente a Maratse en el hombro, luego dio media vuelta y se marchó. Él aguardó a que hubiera doblado la esquina antes de meterse el sobre debajo de la pierna, salir de la caseta para fumadores y continuar por la pared del hospital en dirección al taller de ambulancias. Saludó con un movimiento de la cabeza al mecánico que estaba trabajando en una de las tres ambulancias que había en Nuuk y se detuvo junto a una larga barra cubierta de óxido, atornillada a la pared del garaje a la altura de las caderas. Aplicó los frenos de la silla de ruedas, se agarró a la barra e hizo fuerza para ponerse de pie. El mecánico levantó la vista cuando Maratse lanzó una maldición contra la barra, antes de maldecir sus propios pies, uno tras otro, mientras avanzaba muy despacio hasta el final de la pared y después daba media vuelta para regresar.

Cuando el dolor alcanzaba su punto álgido, cuando ya pensaba que iba a desmayarse, se imaginaba al Chino con sus palas de electrochoque, y escupía contra la pared y maldecía a aquel tipejo, enviándolo al otro lado del infierno que conocía el hombre blanco, al mundo escarchado de los espíritus más oscuros de Groenlandia, donde la piel quemada era una exquisitez y los ojos enrojecidos solo una molestia previa al comienzo del verdadero tormento.

Se detuvo un momento para limpiarse las limaduras de metal oxidado que se le habían adherido a las palmas de las manos y se las habían teñido de color naranja, y luego agarró la barra otra vez y tiró de sí mismo para ir siguiendo la pared, mientras escupía contra el Chino y maldecía la llamarada de dolor que recorría su columna vertebral, junto con los clavos de hierro candente que le atravesaban las plantas de los pies.

—Volveré a andar —se dijo, y dio otro paso más.

Oyó el estruendo metálico que hizo el mecánico al dejar caer las herramientas, y observó cómo se limpiaba las manos en un trapo grasiento y se encaminaba hasta el otro extremo del taller para ponerse detrás de la silla de ruedas.

Maratse apretó los dientes.

—Solo uno más —dijo.

El mecánico asintió con la cabeza y fue hacia la fila de taquillas que había al fondo. Regresó con una botella de vodka y dos vasos de chupitos sucios y los colocó encima de un barril puesto boca abajo al mismo tiempo que Maratse se abandonaba en la silla de ruedas. Llenó ambos vasos y le entregó uno a Maratse.

—Skål —dijo, y acto seguido chocó su vaso con el de Maratse. Esperó hasta que este hubo apurado su vodka y después le quitó el vaso vacío y se lo cambió por el suyo, aún lleno.

—Qujanaq —dijo Maratse, y a continuación se bebió el segundo vodka—. Gracias.

El mecánico cogió los vasos ya vacíos y los puso junto a la botella de vodka. Pero al ver que Maratse negaba con la cabeza, le puso el tapón a la botella.

—Te esfuerzas demasiado —comentó el mecánico.

—Puede ser.

—Sí, sin duda —El mecánico ladeó la cabeza y miró fijamente a Maratse—. ¿Por qué?

Maratse sacó el sobre que tenía debajo de la pierna y se lo dio al mecánico. Se limpió el sudor de la frente mientras el otro abría la carta y la leía.

—Ahí tienes el motivo —le dijo cuando el otro lanzó un silbido.

—Van a pagarte la totalidad de la pensión.

—No la quiero.

—No tienes necesidad de volver a trabajar. —El mecánico esperó mientras Maratse respiraba hondo. Cuando exhaló, aprovechó para decir—: ¿Quieres ser policía?

—Y tú, ¿quieres ser mecánico? —replicó Maratse recorriendo el taller con la mirada. Señaló con un gesto las manos del otro, manchadas de grasa, y olfateó el fuerte olor a gasóleo.

El mecánico se encogió de hombros.

—Se me da bien —respondió.

—A mí también —repuso Maratse. Indicó la botella—. ¿Me dejarás el vodka cuando te vayas?

—Claro.

Maratse asintió con la cabeza. Dio la espalda al mecánico, se agarró de la barra y se irguió para ponerse de pie. El dolor le recorrió la espina dorsal como si fuera una mecha de fuegos artificiales. Escupió y maldijo hasta que la llamarada se transformó en un hierro candente, pero continuó yendo y viniendo aferrado a aquella barra, hasta que el sol estuvo muy bajo en aquel cielo de finales de otoño y todo el vodka se hubo terminado.

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