Silvania - Boira Llobell - E-Book

Silvania E-Book

Boira Llobell

0,0

Beschreibung

Un viaje al parecer inocente es el culmen de una trama oculta durante años. La joven Sandra parte de viaje de fin de curso hacia Silvania, un pequeño país centroeuropeo en el que tiene un interés especial, pues allí murieron sus padres. Lo que iba a ser solo un inocente periplo con sus compañeros del instituto, pronto se convierte en algo mucho más complicado y peligroso. En Silvania, aunque la chica no lo sepa, razones vivas durante siglos la abocan a un destino elegido para ella mucho tiempo atrás… Aunque puede que Sandra no lo quiera.   

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 638

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Primera edición digital: julio 2020 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: Patricia Á. Casal Maquetación: Luis Alenda Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Juan F. Gordo

Versión digital realizada por Libros.com

© 2020 Boira Llobell © 2020 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18261-17-6

Boira Llobell

Silvania

A mis abuelas y abuelos, por su amor incondicional.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Lunes

Martes

Miércoles

Jueves

Viernes

Sábado

Mecenas

Contraportada

Otros libros publicados

Lunes

 

—¡Vamos, hija! ¡El taxi está esperando!

—¡Un minuto, abuela! —pidió la joven desde el dormitorio.

Sandra se sentó de un golpe en la maleta con ruedas color rojo recién comprada, que rebosaba, y trató de cerrarla como pudo. Tomó todas las cosas que tenía sobre la cama y las metió sin ningún orden en la mochila amarilla de piel gastada: móvil, cargador, libreta, bolígrafo, monedero, cámara de fotos, pañuelos y un largo etcétera.

Se apoyó sobre sus manos en el tocador, tomó aire y reflexionó durante un instante por si se le olvidaba algo. Se miró al espejo. A un lado, una fotografía de sus padres, que le sonreían sobre el puente de Francisco, en Silvania, veinte años atrás. Llevaba mucho tiempo queriendo hacerse una foto en el mismo punto, en el lugar exacto. Quería recorrer cada calle, cada sitio donde una vez, hacía mucho, sus padres fueron felices, antes de morir. Casualidades de la vida, aquel año, por primera vez, el viaje de fin de curso de segundo de Bachillerato sería al pequeño Principado de Silvania, en el centro de Europa, donde su madre había nacido y vivido hasta que fue a la universidad.

Se contempló en el espejo una vez más. ¿Era guapa? ¿Se parecía a su madre? Desde luego ambas tenían el mismo pelo: ondulado, aunque el de ella lucía un poco más oscuro. Lo había heredado de su padre, italiano, al igual que sus ojos negros. La forma de la cara era igual, incluso aquella palidez enfermiza. También se parecían físicamente: delgadas y menudas.

Apenas podía recordarlos, ¿quién sabe si quedaba mucho o poco de ellos en ella?

—¡Perderás el avión, Sandra! —sentenció la abuela, impaciente y con voz firme, desde el recibidor.

La casa estaba en penumbras. Era finales de junio y el sol arañaba con fuerza en el exterior. La joven tomó la maleta, haciéndola rodar, y la mochila y se condujo sin problemas en la oscuridad, rozando las paredes con las yemas de los dedos, despidiéndose. Acarició su precioso piano de cola negro y el cómodo sofá de paso por el salón. Tomó una botella de agua fría de la nevera y trató de captar el dulce olor de su hogar por última vez antes de irse, de retenerlo en su memoria.

Se metieron en el ascensor. Diez pisos dan para mucho, pero a la siempre perfecta Mila Petrova le sudaban las manos.

—Sandra…

—¿Dónde he puesto mis gafas de sol? —Rebuscó en su mochila.

La dama se mordía con nerviosismo los labios pintados de carmesí. Había tenido varios meses para preparar aquella conversación, pero no había sido capaz. ¿Cómo se le dice a alguien lo que se le ha estado ocultando durante años? Conocía a su nieta como si la hubiese parido y sabía perfectamente que, cuando se enterase de todo, sería como si hubieran soltado una bomba atómica.

—Hija, prométeme…

—¡Aquí están! —sonrió triunfal, poniéndoselas al tiempo que llegaban a la planta baja.

El taxista, un hombre de veintitantos, pelo rubio y ojos azules, metió el equipaje en el maletero intercambiando con la señora una mirada muy significativa, cargada de información, pero sin decir palabra alguna.

Durante el trayecto hasta el instituto, en el interior del taxi, Mila miraba por la ventana sin ver, absorta en sus angustias, en mil preocupaciones, rezando por lo inevitable. Su nieta era ya toda una mujer. Ella la había criado y se sentía orgullosa de aquella criatura tan ambigua. Pero también se encontraba cansada. Había una sombra que planeaba sobre ellas desde… desde siempre. Algo que le pesaba, le hundía las vértebras y la atraía contra el suelo con mayor fuerza que la corriente gravedad. El plazo se acababa. Sandra estaba a punto de cumplir dieciocho años y nadie podría hacer nada por evitarlo. Nadie.

Con lágrimas en los ojos, miró a su niña, intentando contenerse. Sandra, emocionada ante su gran viaje, al margen de todo aquello, de cuantos quebraderos de cabeza estaba originando, disfrutaba de las caricias que el viento caliente del mediodía le regalaba en el rostro, agitando ligeramente su cabello, sin más preocupación que junto a quién se sentaría en el autobús camino del aeropuerto.

—¿Estás bien, abuela?

—La mujer tardó unos segundos de más en contestar.

—Sí, hija. —Le tomó la mano con fuerza—. No te preocupes por mí.

El taxi aparcó delante del autobús, en una zona arbolada frente al instituto. A Sandra le faltó tiempo para echar a correr, impaciente, al encuentro de sus compañeros. Elena, su mejor amiga, la vio llegar y corrió a su encuentro dando pequeños saltos de alegría, con los brazos abiertos para darle un abrazo.

—¡Sandy, que nos vamos de viaje!

—¡Qué ganas tengo! —exclamó mientras le devolvía el abrazo.

—¡Sandra! —Mila trató de llamar la atención de su nieta, en vano.

—¿Lo has traído todo? —preguntó Elena en tono conspirador—. ¿También esa falda tan corta que me vas a prestar?

—¡Todo, todo!

—Sandra, escúchame cuando te hablo —ordenó la dama, perdiendo la paciencia—. Hazte cargo de tu maleta. —El taxista se la entregó en mano haciendo que la chica casi perdiera el equilibrio.

—¡Esas chicas guapas! —saludó Marco, otro amigo de la pandilla, al acercarse—. Trae, dame. —Tomó la maleta, heroico, llevándola sin esfuerzo hasta la bodega del autobús, donde la dejó junto a las otras.

Mila vio a su nieta perderse entre la gran cantidad de alumnos, padres, profesores y demás gentío allí congregado sin poder hacer mucho.

—¡Sandra, tengo que hablar contigo!

—¡Ahora, abuela, dame un minuto! —La voz le llegó a Mila desde algún punto del tumulto de gente que tenía frente a ella.

Entre la multitud encontró al director del centro, un hombre de su edad, con pelo canoso y bien parecido para haber pasado los sesenta. Le acompañaba otro varón joven, alto y fibroso, de anchas espaldas.

—¡Mila! —La saludó con un beso en la mejilla—. ¡Qué alegría verla!

—Hola, Martín. —Sonrió como solo ella sabía hacerlo—. Veo que el tiempo no pasa por usted.

—Gracias, ni que decir tiene que usted sigue tan hermosa como siempre —halagó, mirándola de arriba abajo.

Era cierto. Mila Petrova, la que fue otra persona décadas atrás, no había envejecido, en lo que parecía un pacto con el diablo. Su pelo, que un día fue castaño, se veía adornado por hilos de plata, recogido en lo alto. Su rostro, de marfil, mostraba unos pómulos elegantes sombreados con un ligero colorete. Sus ojos grises le daban ese aspecto frío y sus finos labios lucían rojos, como siempre. Aquel día vestía una blusa de seda blanca, vaporosa, una ligera falda en beige y unos tacones marrones, a juego con el bolso. Un collar de perlas decoraba con finura su aún terso y delicado cuello.

—Es más, diría que mejora con los años, como el buen vino.

—Qué amable.

—Deje que le presente a Carlo Bassi. Ha sido profesor de Historia de Sandra durante estos años y es el responsable de este viaje.

—He oído hablar mucho de usted —sonrió ella cortésmente, ofreciéndole su mano—. Todo bueno —aclaró.

—Sandra es una alumna impecable… y una chica estupenda. —Le brillaban los ojos al hablar de su alumna preferida.

—Ella piensa lo mismo de usted. Ha conseguido que sea una apasionada de la historia: tengo todos los libros que le ha prestado rodando por casa.

—Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que no hay nada mejor que encontrar a alguien con quien compartir pasión.

Mila le escaneó con fiereza tratando de averiguar el verdadero significado de aquellas palabras. ¿Pasión?

—Perdón —se excusó el director—, acabo de ver a un conocido y debo ir a saludarle. Mila —la tomó de la mano, para besarla—, ahora que su nieta se gradúa, no deje que pase mucho tiempo para que nos volvamos a ver. —Se marchó y la mujer se apresuró.

—Carlo, ¿puedo llamarte así? —Él asintió, algo intrigado—. Me gustaría hablar contigo un momento. —Le tomó del brazo, intimidándolo—. Solo será un minuto.

—¿Alguien ha visto a mi abuela?

—Andará por ahí, no te preocupes. —Marco le hizo una foto, quitándole importancia.

—No te pongas pesado con las fotos, ¿quieres, Marco?, que ni siquiera hemos salido de Roma todavía… —amenazó Elena.

—Quédate tranquila, que no te las hago a ti —acorraló a Sandra—. Estoy sacando a lo más bonito que hay por aquí.

Pero ella no le prestaba atención.

—¿Os habéis fijado? Ese chico también viene —apuntó otra de las jóvenes del grupo.

A un lado, apartado de todo el mundo, bajo la sombra de un árbol, un joven de tez nívea en contraste con sus ropas negras los miraba con interés. Su cuerpo atlético no pasaba desapercibido, menos aún para Elena.

—¡Es el Vampiro Rumano, Sandy! ¡No me puedo creer que tengamos tanta suerte!

—¿Por qué le llamáis así? —se molestó Marco, celoso—. Es un marginado.

—Es diferente —murmuró Sandra, observándolo con interés.

—¡Es el Vampiro Rumano! —gritó Elena, emocionada—. Ojalá me eligiese de primer plato… o como segundo, ¡o como postre! —Rio ante sus propias ocurrencias.

Pero aquel joven de rizos oscuros, aunque miraba en dirección al grupo, tenía sus ojos negros clavados en Sandra desde que llegó.

—Sandra. —Marco la cogió de la mano y la llevó a un lado—. Estoy muy contento de que vayamos juntos a este viaje. —Tomó el rostro de ella entre sus enormes manos, para captar toda su atención, y se acercó todo lo que pudo—. Va a ser inolvidable, ¿de acuerdo? Juntos haremos que lo sea.

Ella asintió levemente, sin comprender del todo lo que quería decir su amigo.

Carlo había terminado la carrera justo dos años antes. Acababa de cumplir veinticinco y, aunque siempre quiso estudiar Literatura, se tuvo que contentar con Historia por expreso deseo de su padre, que no consentía tener un hijo vago y poeta. Cuando encontró trabajo, nada más acabar la especialización, en el que había sido su propio instituto, no se emocionó demasiado, pero se esforzó todo lo que pudo por hacerlo bien.

Sandra fue una de sus mayores motivaciones; conocerla fue sin duda una sorpresa. Cada día estaba más perplejo, le volvía loco: un día estaba de un humor y otro del opuesto, hoy quería estudiar Historia del Arte y al día siguiente Medicina para irse a curar la malaria, a veces eran muy amigos y otras no se podían ni ver. Estas y muchas otras cosas eran lo que le atraía de aquella paliducha extraña. Nunca sabía qué pensar, nunca acertaba, siempre se salía por la tangente y, aunque contrariado, en el fondo le gustaba. Adoraba acercarse a ella tratando de imaginar cómo la encontraría en cada momento, porque siempre iba a sorprenderse. Y en cierto modo intuía que con su abuela pasaba igual.

—Te agradezco que me atiendas, Carlo —susurró suavemente la mujer, sentándose en un banco junto a él, a la sombra—. En realidad tenía muchas ganas de tener una reunión contigo, pero ya conoces a Sandra: a veces se puede mostrar muy hermética.

—Sí. Cuando se cierra en banda no hay forma de acercarse a ella.

—Sandra es una chica muy especial. Es mi única nieta. Yo la crie cuando sus pares murieron y casi nunca nos hemos separado.

—No se preocupe, me hago cargo de la situación. Quédese tranquila porque conmigo estará segura, me encargaré personalmente.

La dama le miraba con desconfianza, clavándole sus fríos ojos grises, tratando de traspasarlo.

—No creo que sepas hasta qué punto es vital la seguridad de Sandra, pero parece que te importa y que cuidarás de ella. —El chico asintió, seguro de sí mismo, tratando de aguantar el interrogatorio—. Me quedo más tranquila —mintió.

—Si no le importa voy a empezar a subir a los chicos al autobús. Debemos irnos.

—¡Claro! Muchas gracias por escucharme. —Le tendió su delicada mano y él la tomó suavemente entre las suyas, volviendo a sonreír—. Una última cosa, ¿podrías decirle a Sandra que venga aquí?

—Por supuesto. —Otra sonrisa más, ya forzada.

Aunque aparentemente había sido una conversación de lo más inocente, el joven profesor sacó algunas conclusiones que le dejaron aún más confundido. Desde luego Sandra tenía a quién parecerse, pensó.

—Chicos, id despidiéndoos, nos vamos ya —avisó al grupo de alumnos de su tutoría.

Tomó a Sandra por la cintura, indicándole la dirección de donde él venía para indicarle.

—Tu abuela está ahí, quiere hablar contigo.

—Gracias, Carlo.

Le sonrió dulcemente, aquella sonrisa de miel que le derretía, y echó a correr en dirección a su abuela.

—¿Qué haces aquí tú sola? —Se recostó a su lado, en el banco.

—Pensaba en lo mayor que estás. —Le acarició el pelo con ternura—. Aún recuerdo cuando te dormías entre mis brazos —evocó con nostalgia—. Siempre has sido una niña muy cariñosa; pensaba que eras así solo conmigo, pero ya veo que no. ¿Vas a explicarme lo que hay entre ese profesor y tú?

La chica se incorporó para mirarla con los ojos desorbitados y la boca abierta.

—¿Has hablado con él? ¿Qué le has dicho?

—Nada, nada… —sonrió, pícara—. Ya sabes que no soy así, yo no me meto en esas cosas. Además, de poco serviría. En el amor, como en tantas otras cosas, basta que te diga que no vayas, que no lo hagas, para que lo desees con más ganas.

—No es amor, solo curiosidad mutua. Tanteo. Tal vez no lo entiendas, abuela, pero nos comprendemos muy bien.

—Te miro y veo que eres una mujer, aunque a veces se me olvide. En mi cabeza siempre serás mi niña pequeña; sé que te cuesta, pero tienes que entender que solo me preocupo por ti. No quiero que te hagan daño.

—¿Todo esto porque me voy? ¿A qué viene esta charla tan profunda a estas horas?

—No, a nada. Solo le he dicho que cuide de ti —sonrió, tratando de transmitir tranquilidad—. Me preocupas, hija.

—No tienes por qué. Sabes que soy muy racional, no hago locuras, me educaste bien. Tú pensarás que me voy en plan juerga, pero en realidad este viaje es muy importante para mí por otros motivos: allí nació mi madre, allí la criaste, allí vivió la mayor parte de su vida. Tengo curiosidad por ver lo que ella vio, pasear por las calles que ella recorrió, visitar los sitios a los que ella fue. Silvania forma parte de su vida, ella sigue allí en cierto modo. No soy tonta, sé que no voy a encontrarla allí, pero me es inevitable buscarla.

—A eso me refiero, cariño… —Acariciaba las manos de su nieta con lágrimas en los ojos.

—No te entiendo, abuela…

—Eres tan blanquita… —Una lágrima rodó por su anguloso rostro y Sandra la quitó con suavidad.

—¡Y que lo digas! Por mucho que tome el sol no pierdo esta palidez… —bromeó, intentando animar a su abuela. Parecía tan abatida, tan frágil… que enseguida le dieron remordimientos por irse y dejarla sola. —¡No te pongas triste; volveré sana y salva, lo prometo!

Mila temblaba por todos lados, sabiendo que aquello no se cumpliría. Agarró a su nieta por los hombros con fuerza, tensa, para decirle con toda la intensidad que pudo:

—¡Nunca olvides quién eres, Sandra, ni de dónde vienes! —La abrazó angustiada—. ¡Este es tu hogar, yo soy tu familia y tú eres Alessandra Galiero, recuérdalo siempre!

Al soltarla y ver la cara de preocupación de su nieta sonrió, pero Sandra la conocía demasiado bien.

Juntas, agarradas por la cintura, se dirigieron a la puerta del autobús, donde la mayoría de los alumnos habían montado ya.

—¿Me llamarás cuando llegues?

—Lo haré. Nos vemos dentro de una semana.

—Ten mucho cuidado, por favor.

—Tranquila, abuela. —La apretó con fuerza, tratando de transmitirle ánimos y todo su cariño—. Te quiero mucho. —Notó deslizarse una lágrima por su mejilla.

—Y yo a ti, hija.

Entonces apareció Carlo, algo contrariado por romper aquel momento tan emotivo.

—Nos vamos, Sandra.

Abuela y nieta se abrazaron y se besaron por última vez. Después, alumna y profesor subieron al autobús, instantes antes de que el conductor cerrara las puertas. Desde allí mismo dijo adiós y tiró besos a su abuela a través del cristal hasta que la perdió de vista.

—¿Estás bien?

—Sí. —Sandra escondía sus ojos vidriosos—. No te rías pero, es la primera vez que nos separamos; es mi única familia. —Le temblaba la voz.

—¿Ves que me ría? —Levantó su rostro por la barbilla suavemente y retiró dos lágrimas que habían escapado, furtivas, con dulzura.

El autobús tomó una curva y, al estar ambos de pie, él se precipitó sobre ella, logrando sujetarse a tiempo para no ir al suelo.

—No estás sola, Sandra. —Escasos centímetros les separaban—. Estoy aquí. —Le sonrió.

—Ya lo sé.

Compartieron una mirada cómplice, llena de cosas, y un par de sonrisas. Ambos acabaron ruborizados.

—Anda, ve a sentarte.

Sandra encontró a Elena hacia la mitad del pasillo y se sentó a su lado.

—¿Estás bien?

—Sí, solo algo mareada. —Sandra se estiró en el asiento, tratando de relajarse, respirando hondo.

—Cámbiame el sitio, mirando por la ventana te pondrás mejor.

Sandra cerró los ojos con intención de perderse en sus pensamientos durante el trayecto. Marco se volvió desde el asiento de delante y les tomó una foto sin avisar.

—¡Marco, para! —pidió Elena.

—¿Sandy, estás bien? Tienes mal aspecto —se preocupó el muchacho al verla así, tocándole la frente con su enorme mano.

—Sí, no es nada. —Intentó liberarse de la presión de la mano de su amigo.

—¿Quieres que le pida al conductor que pare? —insistió.

—Déjala, ¿no ves que la estás agobiando? —le gritó Elena.

—¡He dicho que estoy bien! —gruñó, molesta ante tantas atenciones.

—¿De verdad? ¿No quieres un poco de agua?

—¡No! Dejadme, por favor. —Dirigió el aire acondicionado en su dirección y se encasquetó los auriculares del MP3 en los oídos. Al otro lado de la ventana, las calles del barrio de la periferia donde vivía y que tan bien conocía se movían a velocidad media.

—Vaya humos… —murmuró Marco, dolido.

Ya se encontraba mejor. Notaba su tórax expandirse por completo al respirar. Aquella música mágica la relajaba: el violín era tan triste y tan delicado al mismo tiempo… No conocía a nadie más de su edad que escuchase ese tipo de música, al menos por la calle, por todas partes.

A su izquierda, por detrás, notó que se caía algo. Al mirar entre el asiento y la pared del autobús encontró la caja de un CD. Introdujo sus dedos pinzándolo con las yemas y tiró: un recopilatorio de violonchelo, las mejores piezas interpretadas por Rostropóvich. Su sorpresa aumentó al darse la vuelta para devolvérselo al dueño: el Vampiro Rumano.

—Gracias.

—¿Te gusta el chelo? ¿O, mejor aún, conoces a Rostropóvich? —preguntó incrédula.

—No estoy de acuerdo con la interpretación de todas las piezas, pero, como decís aquí, nunca llueve a gusto de todos —contestó el chico con un acento entre polaco y eslovaco, aunque con un tono muy rudo, muy alemán.

—Oiga, ¿está usted seguro de que sabe llegar? —preguntó el joven profesor, cada vez más nervioso.

—¿Le digo yo a usted cómo hacer… lo que quiera que haga? —contestó con violencia el conductor del bus, escupiendo las palabras en un italiano bastante malo.

—No, si yo no le digo cómo hacer su trabajo. Pero es la tercera vez que pasamos por esta glorieta.

El chófer sudaba ríos de tinta por todos sus poros, se le marcaban las venas de la tensión y murmuraba entre dientes cosas en un idioma que Carlo fue incapaz de reconocer.

—¡Mire, no me ponga más nervioso, que no quiero tener problemas! —En vez de salir de la glorieta siguió en la misma, dando ya la cuarta vuelta—. Yo no tengo la culpa de que en este país se pongan a abrir y abrir cosas y no se molesten en cerrar…— Una rueda reventó y el hombre perdió el control del vehículo.

Agarró el volante con todas sus fuerzas, marcando unos músculos de acero. El autobús se dirigía sin control hacia una zona vallada, con el pavimento levantado. Carlo ayudó al conductor a sujetar el volante, tratando de girar a tiempo para evitar el choque, pero resultó imposible: se llevaron las vallas por delante. El frenazo, sin embargo, fue prolongado. Pararon justo antes de llegar a una enorme zanja excavada en el asfalto y el conductor respiró.

Todo se puso a botar. Todo saltaba por los aires: mochilas, alumnos. ¿Turbulencias en el suelo? En uno de los baches, de los más violentos, sobre las cabezas de Sandra y Marco se desprendió la pieza metálica que ejercía de maletero. Marco se apartó a tiempo, pero Sandra no lo vio venir. El impacto le dio de lleno en la frente y empezó a sangrar.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Carlo, desde la cabeza del autobús, cuando este se detuvo.

—¡Sandra está sangrando! —gritó Elena, muy asustada.

Carlo corrió en dirección a la chica, abriéndose paso entre los exaltados alumnos. Elena se apartó y entre Marco y él le quitaron la pesada pieza de metal de encima. Carlo se sentó a su lado, se quitó la camisa, dejando a la vista una explícita y ajustada camiseta blanca de manga corta que definía su torso a la perfección, y le limpió la sangre con ella. El corte era limpio, de unos dos centímetros, bastante superficial.

—¿Cómo estás? —le preguntó suavemente.

—Bien, no ha sido nada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Marco, muy indignado.

—Hemos tenido un pinchazo, el conductor ha perdido el control —contestó.

—¡Estos inmigrantes! ¡Si no valen para trabajar mejor que se queden en su país! —gritó el muchacho, furioso.

—Deja de decir tonterías —le ordenó el profesor, muy serio.

—¿Cómo vamos a llegar al aeropuerto? —preguntó otra alumna, alarmada—. ¡Perderemos el avión!

—¡Eso no va a pasar! De todas formas, ya estamos muy cerca del aeropuerto, así que tranquilizaos, llegaremos a tiempo —dijo, intentando calmar a los chicos; todos estaban muy agitados—. Marco, aprieta la frente de Sandra con cuidado, para que deje de sangrar. Yo vuelvo enseguida. ¿Estarás bien?

—Sí, tranquilo. Ve. —Ella le sonrió con dulzura.

—¿Dice que no lo puede arreglar? —preguntó Carlo, nervioso.

—¡Quién me mandaría a mí…! ¡Ya les dije que no, que enviasen a otro…! —gruñía el conductor, al borde de un ataque de nervios.

—¿Qué es, su primer día? —exclamó el profesor, con ojos desorbitados—. ¡No, si ya decía yo que estaba perdido…!

—¡Yo no me perdí! —El hombre estaba tan tenso que se le marcaban las venas del cuello y la frente—. Es su ciudad la que está patas arriba… —Y se puso a gritar en un extraño lenguaje, gesticulando como un loco.

—Deja, Marco, ya me aprieto yo —pidió Sandra, incómoda por la presión que ejercía su amigo contra su frente.

—Nada, nada. Tú relájate que yo estoy aquí para cuidarte —sentenció él.

—Para, en serio, me estás haciendo daño. —Se revolvió en el asiento.

—No seas mala enferma. Ya has oído a Carlo.

—¿Eres sordo? —intervino de pronto el Vampiro Rumano—. Te ha dicho que la dejes.

—Nadie ha pedido tu opinión. Cuando aprendas a hablar mi idioma como Dios manda…

—No voy a repetírtelo —le cortó el otro—. Te ha dicho que pares, ¿no lo entiendes? Suéltala —amenazó.

—¡Javier! —gritó Carlo al teléfono, hablando con el otro compañero, un profesor de origen español, encargado del viaje—. ¿Dónde te metes?

—Estaba recogiendo los billetes. ¿Qué pasa?

—Hemos tenido un accidente: el autobús ha pinchado una rueda y hemos chocado con unas vallas.

—¡¿Qué?!, ¡¿estáis bien?!

—Sí, algunos golpes leves, y Sandra tiene un pequeño corte, pero no es nada. Todos están muy nerviosos, eso sí.

Observó entre los transeúntes, todos apresurados ante tales temperaturas, a un hombre mayor que él, grande y de aspecto cuadriculado, vestido de negro. Inmóvil entre la multitud, miraba en dirección al autobús. Al girarse para ver el punto exacto que observaba con tal intensidad, vio a Sandra recostada en su asiento. Javier le seguía hablando.

—Perdona, no te escuchaba.

—Que si tenéis forma de llegar hasta aquí.

—No, el autobús se ha estropeado y no podemos seguir. Había pensado en coger el metro, me ha parecido ver una parada por aquí cerca. —Notó que le faltaba el aire.

Se subió la camiseta y vio que su costado derecho estaba rojo: se había dado un buen golpe en el choque y ni lo había notado.

—¿Venís por la S-10?

—Sí, creo que sí. —Al girar de nuevo se dio cuenta de que aquel hombre había desaparecido—. No sé dónde estamos, no conozco esta zona, y el conductor está perdido.

—¡Yo no estoy perdido! —gritó el aludido, indignado.

—¡Cállese, por Dios, que no me entero! Javier, estoy en una rotonda, frente a un tanatorio, parece… —dudó.

—¿Ves un campo de fútbol?

—Sí, a un lado. —Vio que sus alumnos empezaban a bajar del bus tímidamente—. ¿A dónde vais? —gritó—. ¡Volved todos arriba, vamos!

—¡Carlo, escúchame! Debéis dirigiros al estadio de fútbol, bordeadlo y encontraréis la boca de metro.

—Vale, te volveré a llamar si no lo encuentro.

Cuando Carlo volvió a subir al autobús encontró a la mayoría de los chicos levantados, hacia la mitad del pasillo. Algunos se mantenían al margen, otros sujetaban a Marco de los brazos: parecía fuera de control. Todos gritaban y Sandra estaba en medio, tratando de calmar a su amigo. Al Vampiro Rumano, por su parte, se le veía alerta, pero con aire impasible.

—¡Eh, ya basta! —gritó el profesor, metiéndose en medio—. ¿Qué os pasa? ¡Dejad de comportaros como críos! —Miró a ambas partes, muy serio—. Marco, ¿qué ha pasado? —El muchacho no apartaba sus ojos iracundos del otro—. ¡Habla!

—Nada —murmuró.

—No, la gente no se pone así por nada. —Le tomó el rostro para hacer que le mirase—. ¡Para, Marco, no te lo digo más! ¿Quieres quedarte en tierra? —le amenazó.

—Ha sido culpa mía —anunció Sandra.

—¡No! —gritaron a un tiempo ambos muchachos.

—¡Se acabó! —sentenció el profesor—. Esto se acaba aquí, ¿habéis oído? ¡Lo que sea que os pase no subirá al avión! ¿Está claro? —Ninguno contestó—. ¡Pues venga, todos abajo!

—¿Qué? —exclamaron sus alumnos.

—El autobús se ha estropeado, vamos a coger el metro. La parada está aquí cerca, iremos caminando. —Los chicos se quejaron, pero Carlo no quiso escuchar lamentos—. ¡Y al que no le guste la idea ya sabe lo que tiene que hacer! ¡Andando, coged las maletas!

Al llegar al metro el aire acondicionado les devolvió la vida. Habían caminado veinte minutos bajo un sol de tortura y cargados hasta las cejas. El tren estaba prácticamente vacío a esa hora, así que se expandieron a gusto. Sandra se sentó al final del primer vagón, en el suelo, junto a su maleta rodante. Marco le ofreció su asiento con una sonrisa, pero ella lo rechazó con otra. Odiaba la violencia y más aún en la gente que quería. Pero ese chico al otro lado del vagón, apoyado contra una de las puertas, que la miraba tan fijamente como ella a él, con la misma intensidad y el mismo interés… ese chico la había defendido sin conocerla. Había hecho enfurecer a Marco hasta el delirio solo por respeto hacia ella sin apenas mover uno solo de aquellos rizos oscuros de la cabeza, ni se había inmutado. Y encima le gustaba el chelo.

—Hola —saludó Carlo, sentándose a su lado.

—Hola.

Se miraron a los ojos un par de segundos y enseguida tuvieron que buscar refugio a su alrededor. Entre ellos se quedaron un montón de cosas pendientes: ganas, curiosidad, atracción. En aquella ocasión, como tantas otras, se echaron atrás.

—¿Cómo estás, te duele?

—No, estoy bien —murmuró sin mirarle a los ojos—. Siento lo que ha pasado en el autobús. Ese chico solo intentaba defenderme.

—¿De Marco? Porque Marco intentaba defenderte de él.

—No puedo responder de la locura del mundo —murmuró con inocencia, sin darle importancia.

—No claro, no es culpa tuya provocar ese noble sentimiento de ayudar a la princesa en apuros… Aunque a veces no dejas ni que nos acerquemos.

—¿Tú también te incluyes? —preguntó la joven de esa forma tan suya, picándole, retándole para ver hasta dónde llegaba, jugando como solo ella sabía hacerlo, volviéndole loco.

—Creo que ya tienes una ligera idea de mis debilidades; no te estoy descubriendo nada nuevo —murmuró el profesor en un susurro mientras contemplaba a sus alumnos a su alrededor, asegurándose de que no había nadie lo suficientemente cerca como para escucharlos.

Sandra sabía, como él, de aquella extraña partida de póquer que se traían entre manos, y le encantaba. Disfrutaba sobremanera sintiéndose querida o más bien admirada por aquel profesor que podría estar con cualquiera, pero se dejaba seducir por una niña de diecisiete años que lo traía de cabeza.

Por el instituto corría algún que otro rumor sobre ellos, al igual que las muchas habladurías que circulaban sobre él y otras profesoras, pero nada era cierto. Lo único real, por así decirlo, que había pasado entre ambos había tenido lugar los días previos al viaje; el resto eran meras conversaciones y tonteo por los pasillos del centro.

El viernes por la noche, en la fiesta de fin de curso, después de la cena, cruzaron miradas intensas, a distancia, en uno de los locales de moda de la ciudad. Pasadas las cuatro de la mañana, Carlo anunció a sus alumnos que se marchaba a casa. Cuando se hubo despedido de los chavales con los que tenía más relación, echó en falta a Sandra. Parecía habérsela tragado la tierra.

Salió del local con mal sabor de boca al no haber podido despedirse de su alumna, como le gustaba llamarla en su cabeza, como si no tuviese más, y también por no haber cruzado apenas palabra con ella durante toda la noche.

Al doblar una esquina, se la encontró sentada sobre el capó de su coche, con los tacones en las manos y una sonrisa traviesa.

—Me duelen los pies. ¿Me llevas a casa?

Estuvieron paseando por un parque en lo alto de la ciudad desde donde vieron amanecer. Durante un par de horas hablaron como adultos sobre la vida, el futuro y varias cosas más. De todo salvo de ellos dos.

Cerca de las siete de la mañana, Carlo aparcó el coche frente a la casa de Sandra. Tenía tantas ganas de besarla como miedo de espantarla. Y es que con ella ya sabía que debía llevar pies de plomo, pero no tenía claro si podría marcharse y dejarla allí sin llevarse un beso con el que soñar hasta el mediodía.

Sandra se le adelantó, dándole un abrazo que le dejó fuera de juego. No se esperaba aquello, pero se dejó llevar; se perdió en su pelo ondulado, el olor dulce que desprendía y el calor de su cuerpo contra el suyo.

—¿Haces algo mañana? Podríamos ir al cine —sugirió ella.

Carlo no estaba preparado ni contaba con la suficiente sangre en la cabeza para poder pensar demasiado. Aceptó y la noche siguiente fueron al cine. Era sábado y el centro comercial al que acudieron estaba a rebosar. Entre otros, además de algunos alumnos que los miraron y cuchichearon, se encontraron con el jefe de estudios y la profesora de Dibujo Técnico, a los que Carlo no tuvo más remedio que saludar mientras Sandra compraba palomitas.

Cuando la muchacha terminó y se acercó hacia el improvisado grupo docente, Carlo empezó a sudar y a ponerse pálido mientras veía cómo su alumna se aproximaba hacia ellos. Sandra se dio cuenta y disimuló dirigiéndose hacia la salida. Un par de minutos después, el profesor salía disparado, buscándola, angustiado, hasta que dio con ella en un banco, en la acera de enfrente.

Le pidió disculpas varias veces mientras ella prefirió quitarle importancia al asunto y reírse diciendo que podrían haber llevado a cabo una reunión de evaluación de haber estado por allí la profesora de Filosofía y el de Matemáticas.

Anduvieron sin rumbo fijo por la ciudad, dando un paseo. La noche de principios de verano era cálida y agradable, y entre el gentío y la oscuridad el profesor parecía más relajado en lo que era algo así como la primera cita oficial. Sin saber cómo acabaron frente al piso de Carlo, que se vio en la obligación de invitarla a subir.

El apartamento, que compartía con Javier, tenía dos habitaciones, un pequeño salón con la cocina incorporada y una apacible terraza con muebles eclécticos y bombillas de colores que podría contar más de una fiesta y alguna que otra conquista.

Carlo le prestó un libro de poesía del que le había hablado esa misma semana y ella le animó a que le leyese algunos versos allí, en la quietud de las alturas en la noche. Y él no se hizo de rogar; prácticamente cualquier cosa que aquella chiquilla le pidiese quería concedérsela.

Mientras recitaba, por el rabillo del ojo, veía a su alumna sentada frente a él, con aquel encantador vestido amarillo y todos los bucles deshechos de su pelo ondulado cayendo por los hombros, escuchándole sin parpadear, con admiración, e irremediablemente se sintió mal de nuevo. Con Sandra siempre había una gran parte de él que se sentía así, como si estuviese haciendo algo malo. «Juego sucio» eran las palabras que le atormentaban y que uno de sus mejores amigos había murmurado en una ocasión en que su grupo de colegas le animaban a que contase sus idas y venidas con las adolescentes a las que daba clase.

No podía evitar sentirse así, como si supiese de su poder y posición como docente y creyese que, en el fondo, si Sandra fuese de su misma edad probablemente ni siquiera se fijaría en él.

Cuando volvió de todos aquellos oscuros pensamientos se encontró al objeto de los mismos de pie, frente a él; muy cerca, de hecho. Carlo apartó el libro y puso las manos en las caderas de Sandra, acercándola hacia él. Y allí volvía a estar ella, mujer fatal de casi dieciocho años, mirándole a los ojos de aquella manera que lo derretía. Y esos labios por los que suspiraba, tan cerca, invitándole a pasar.

Antes de que pasase nada más, la puerta del apartamento se abrió de golpe y entró Javier Pascual como una exhalación. El profesor de Inglés de Sandra tenía concierto con su grupo aquella noche en un garito de la ciudad y había olvidado su cejilla de la suerte. Sandra, azorada por la interrupción y por el hecho de que otro de sus profesores favoritos hubiese sido quien les interrumpía, se despidió atropelladamente y salió de allí poco menos que corriendo.

Javier persiguió a su compañero haciéndole preguntas al respecto por todo el piso, pero Carlo no quería hablar del tema, pues seguía sintiéndose mal. De no haberles interrumpido, quién sabe qué habría sucedido. ¿Estaban preparados para dar ese paso, para saltar la barrera? Desde luego podrían hacerlo, pues el curso había terminado y, una vez volviesen del viaje, Sandra ya no sería nunca más alumna suya. ¿Estaría ella preparada para algo así? ¿Y él mismo?

Carlo pasó todo el domingo tirado sin poder pensar en otra cosa, queriendo llamarla, hablar con Sandra y resolver todo aquello de una vez. A media tarde por fin se puso las pilas e hizo la maleta.

Javier no apareció hasta casi las once de la noche. Habían empalmado el concierto con la fiesta, después el desayuno con un partido de fútbol y por la tarde habían comido y pasado la tarde por el centro, de terraza en terraza. Llegó agotado, y aunque aún tenía la maleta por hacer no pudo evitar recordarle a su compañero y amigo que tenían una conversación y muchas respuestas pendientes. Qué más quisiera Carlo que dar respuesta a todas aquellas preguntas. Tal vez ese viaje fuera el momento.

—Algo me imaginaba, sí —murmuró Sandra sacándole de sus pensamientos—. Lo que pasa es que, no te ofendas, pero no me termina de gustar lo de que todo el mundo tenga a bien protegerme de esa forma. No tengo necesidad de un príncipe que me rescate, te lo aseguro. Sé cuidarme sola.

—Lo sé, es obvio que sí. No te creas que los que hacemos esto elegimos ser caballeros andantes. Yo no me levanto por las mañana pensando en cómo salvar a Sandra, aunque no lo creas… Algo tienes, pequeña —aseguró, sacándole una enorme sonrisa a su alumna.

Y ese sentimiento de culpa volvió a invadirle, como si estuviese haciendo algo horrible.

El aeropuerto estaba lleno de gente: cientos de viajeros, acompañantes y trabajadores de un lado para otro, con prisas y maletas por todos lados.

—No os separéis, Javier debe andar por aquí —indicó el profesor.

—¿Quién quiere un billete a Silvania? —preguntó apareciendo el joven profesor, de treinta y pocos, con camiseta de Los Frinchers, deportivas chillonas y pantalones vaqueros—. ¡Un poco de ánimo, chicos, que nos vamos de viaje! —gritó, pero nadie le siguió—. Vaya panda de mantas —le estrechó la mano a Carlo—, y tú el primero.

—No nos lo tengas en cuenta, están cansados.

Se dirigieron hacia el mostrador de facturación.

—Así es mejor: esta noche dormirán bien —le zarandeó amistosamente—, y tú y yo también.

Liberados al fin de su equipaje, pasado el control de seguridad y esperando para embarcar, los alumnos se esparcieron por la sala de espera, visitaron las tiendas del aeropuerto y se entretuvieron como pudieron.

—¿Queréis comer algo? —preguntó Marco.

—Vamos a embarcar dentro de poco —contestó David—. Espérate a la maravillosa y suculenta comida del avión.

—¿Si vamos a embarcar ya por qué no pone nada en los monitores? —Sandra estaba desparramada por los asientos, con Elena. Ya no sabían ni en qué postura ponerse.

—¡Ding, dang, dung! —sonó al fin por los altavoces—. Atención, señores viajeros. El aeropuerto les informa que el vuelo 328 1E con destino Silvania ha sido retrasado por un tiempo estimado en más de una hora. Disculpen las molestias. Seguiremos informando.

—Ahí tienes la respuesta; si antes lo dices… —murmuró Elena, cansada.

—Vamos a llegar a las mil —concluyó Sandra, mirando el reloj—. Voy al baño, necesito estirar las piernas. —Se levantó, desperezándose.

—¿Te acompaño? —preguntaron a la vez Elena y Marco.

—¡Somos las chicas las que nos acompañamos al baño! —protestó Elena, dándole una pequeña colleja a su amigo.

—Vuelvo enseguida —murmuró ella como respuesta mientras se colocaba la vieja mochila en la espalda.

—¡Tráeme algo bonito! —oyó gritar a Marco detrás de ella.

A la salida del baño, habiéndose lavado las manos y refrescado un poco, con una coleta bien hecha y unas ligeras gotas acariciando su cuello mojado, se sentía mejor. Casi le pasó desapercibido, pero a un lado, junto a las puertas de los servicios, el Vampiro Rumano utilizaba un teléfono público. Hablaba con seriedad en un idioma que ella creyó que sería su lengua materna. Se le acercó por la espalda, despacio, lo suficiente para poder escucharlo hablar en aquel extraño idioma que a la vez le resultaba familiar.

El joven se volvió bruscamente y la encontró allí, andando de puntillas, con sus mejores vaqueros, una camiseta roja, deportivas y sudadera blancas y una extraña sonrisa que no supo descifrar. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para simular que no ocurría nada, para dar normalidad a aquella llamada de rutina y para controlar su cuerpo y su expresión. Odiaba las sorpresas; su trabajo era estar siempre prevenido y evitarlas. Pero no podía odiarla a ella.

—¿Qué ocurre? —le preguntaron desde el otro lado del teléfono.

—Tengo que colgar —contestó en su idioma. Ella le sonreía y casi no podía ni pensar.

—Espera…

—Llamaré después, está todo bien. —Y colgó.

—Hola —saludó Sandra. Él notaba cómo su sangre se calentaba, cómo fluía por sus venas, espesa—. Siento haberte asustado.

—No pasa nada. —Recuperó el habla, por fin—. No te esperaba.

El silencio ocupó un gran y gélido espacio entre ellos; Sandra quería hablar, deseaba comunicarse con él y además hacerlo de forma fluida, relajada y cálida. Pero no le salía. Con Carlo sí; él era más sencillo de abordar, resultaba cercano y mucho más fácil volverle loco, tan transparente era. Pero él era como una pared. Un muro sólido y frío, grande e inabarcable.

—En fin, no pretendía interrumpirte.

—Es igual, hablaba con mi… —dudó— tío.

—Yo también tendría que llamar a mi abuela, pero creo que esperaré a llegar al hotel. Se ha retrasado el vuelo, ¿lo sabías?

—No… —Se tensó y miró a todos lados, tratando de disimular su nerviosismo.

—Lo acaban de decir por megafonía. No sé cuánto tiempo estaremos aquí. Habíamos pensado en ir a tomar algo, seguramente llegaremos tarde… —Observó sus manos, grandes y claras; todas sus venas se dibujaban bajo la piel—. ¿Te gustaría acompañarnos?

—¿Me invitas a cenar contigo… y tus amigos? —preguntó incrédulo, con una media sonrisa y aquel acento delicioso—. No creo que todos estén de acuerdo.

—Bueno… —sonrió ella—, alguien que me defiende tan férreamente sin que yo lo pida lo merece. Y más si le gusta Rostropóvich… —Él rio abiertamente y ella sintió un escalofrío por toda su espalda—. Además… me he fijado que no tienes muchos amigos.

—Tal vez sea elección mía. —Echó a andar para hacer una ligera batida de reconocimiento y ella le siguió.

—Sí, claro, yo no pretendía…

Sandra miró a sus amigos enfrente, jugando a las cartas, y les sintió muy lejos. Compartía todo con ellos desde hacía seis años y aun así sentía que no tenía nada con común con el resto. Todos ellos tenían sus familias más o menos estructuradas, sus sueños y planes para un futuro que estaba a la vuelta de la graduación, esperándoles, todos calentando motores en lo que se anunciaba una gran aventura. Y Sandra se sentía, en su interior, fuera de lugar.

Aún no sabía qué carrera escogería ni dónde la cursaría. No sabía qué sería de ella, sus planes cambiaban prácticamente a diario. Aún aguardaba a que el destino se personase ante ella mostrándole el camino a seguir. Pero sin duda lo que más la diferenciaba del resto era la ausencia de sus padres. Aquel accidente estúpido y sin sentido venía a ella cada día y cada noche llenando de frío, oscuridad y desolación los rincones más inestables de su alma; haciéndola frágil, solitaria a pesar de estar rodeada de gente e incomprendida. Ninguno de sus amigos sabía aún ni probablemente sabría jamás cómo se sentía Sandra.

El joven giró a su izquierda y siguió caminando, en alerta, buscando signos de alarma entre las personas que pasaban por allí, en maletas u objetos extraños que pudieran resultar peligrosos. Sandra le siguió, casi por inercia, aún perdida en sus pensamientos. Caminaron en silencio, dejando tiendas a los lados, hasta llegar a una sala de espera circular, un mirador. Empezaba a atardecer y los aviones aterrizaban y despegaban cual ágiles pájaros de metal.

Ella regresó de sus pensamientos, sorprendida de haberse encontrado tan a gusto durante aquel rato, aunque no hubieran cruzado apenas palabra, cuando él dijo:

—Por cierto, nunca hemos sido presentados formalmente. Me llamo Demian.

Mientras, a miles de kilómetros de allí, anochecía sobre la Ciudad de las Mil Torres. La Sede Müller, en el centro de la ciudad, estaba en penumbras: casi todo el mundo había salido a patrullar. Sebastian Müller, de sesenta y cinco años, vestía aquella noche un carísimo traje gris oscuro de firma, camisa gris claro y corbata azulona. A pesar de la hora, permanecía perfecto y preparado, inmóvil, observando la ciudad a través de una ventana de su despacho, a oscuras.

—¿Estás bien? No has probado bocado —observó Gabriel Kuffner, su ayudante, al ver intacta la bandeja de la cena.

—No tengo hambre —dijo Müller pasándose una mano por el impoluto cabello blanco, tratando de ocultar que estaba nervioso, intentando convencerse de que todo iría bien—. ¿Se sabe algo?

—El vuelo se ha retrasado. Estamos investigando si se trata del azar o hay alguien detrás. De cualquier forma el jet Müller ya está en Roma; cuando los chicos despeguen el resto del equipo saldrá también.

—Sigo pensando que al menos uno de los nuestros debería ir en el avión comercial con ellos.

—Es demasiado peligroso —le contradijo su asistente—. No por ella, que no se daría cuenta, pero sabes que prácticamente en cada vuelo viaja algún que otro Novak, y si reconociese a alguno de ellos…

—No me gusta la idea de que viajen solos.

—No están solos. Demian…

—Demian es un crío —zanjó.

—Con el debido respeto, Sebastian, ese chico se ha educado mejor que muchos de nuestros mejores hombres, encubierto, con un equipo insuperable que ha demostrado su buen hacer durante casi seis años. Ha trabajado en esta misión desde niño, y no solo no ha causado ni un problema en este tiempo, sino que además ha dado muestras de su valor.

—Lo sé; sé lo mucho que vale. Pero también sé, igual que tú, quién es en realidad. No es tan descabellado que me preocupe también por él, ¿no te parece?

—¿Le has cogido cariño? —se sorprendió Gabriel Kuffner mientras recogía y ponía orden en el enorme escritorio del director de la Orden Müller.

—No se trata de eso. Él es mi as en la manga; después de tantos años de invertir en él, no pienso desaprovecharlo —murmuró con frialdad.

—Cuéntame —pidió Darko al descolgar el teléfono, poniendo el manos libres.

—Están bien; el vuelo se ha retrasado —informó Max, un joven de veintitantos con el pelo rapado al dos que vestía en esa ocasión unos vaqueros desgastados y una camisa de cuadros de manga corta.

—¿Por qué, qué ha pasado?

—El piloto ha olvidado la documentación en casa y ha tenido que volver a por ella —murmuró sin darle importancia mientras guardaba en su mochila el portátil y los aparatos que había utilizado para meterse en el sistema telefónico del aeropuerto y obtener aquella información.

—Demian no me ha dicho nada. Ha colgado muy rápido, de hecho.

—Ya, el pajarito está revoloteando sobre él. Cuando te ha dado el reporte, yo le estaba vigilando. He visto cómo Sandra se le acercaba por la espalda, por eso ha colgado a toda prisa.

—¿Se ha acercado a Demian? —preguntó con incredulidad.

El resto del equipo (el conductor del autobús, el taxista y una mujer de unos treinta y pico) se detuvieron en seco para mirar al hombre, que agarraba con fuerza el teléfono, alarmados.

—Ha sido en plan encerrona. Demian se ha quedado sin habla, pero después se han alejado de allí como si nada.

—¿Juntos? —preguntó de nuevo sin dar crédito, mientras los demás terminaban de cargar el avión privado con maletas y una docena de cajas de cartón.

—Sé que querrías oír otra cosa, pero ahora mismo están viendo juntos cómo despegan los aviones sentados en un banco en lo que parece una escena de una película de esas que tanto le gustan a Teresa.

—¡Eeeh…! —se quejó la mujer, dándose por aludida.

—Este chico no ha aprendido nada… —gruñó entre dientes.

—No te pongas así, Darko, no lo ha buscado él —le defendió el muchacho.

—No le defiendas, Max…

—Demian no contaba con que esto pudiese pasar; ni él ni nadie, la verdad.

—Aunque no contase con eso, sabe perfectamente cuál es nuestra misión y las claves para llevarla a cabo: salvo que sea estrictamente necesario, nunca, nunca, nunca se hace contacto con el objetivo.

—Ya, bueno, recuérdaselo la próxima vez que lo veas.

—Lo haré, te lo aseguro.

—También habrá que decírselo al pajarito; si vieses cómo lo mira… —añadió divertido, contemplándolos desde lejos.

—En cuanto embarquen, ven al aeródromo. El jet Müller está listo, te esperamos.

—Nos vemos en un rato, ¡no me dejéis en tierra! —pidió como despedida antes de colgar.

El jefe de seguridad de Sandra contempló el teléfono un momento, lo soltó en la mochila y suspiró. Darko Zemaj era un hombre de unos cuarenta años, bien parecido, alto, fibroso y de espaldas anchas, un exmilitar de la guerra de Kosovo. Aquel día vestía de negro por completo. La mujer se acercó a él por la espalda y le masajeó las cervicales con cariño.

—No sé de qué te sorprendes. Hemos criado a un chico muy guapo y ella siempre lo ha visto así también. Era cuestión de tiempo que reuniese el valor suficiente para acercarse a hablar con él.

—El problema no es ella.

—¿Y qué se supone que debe hacer él, salir corriendo? Ahora mismo están solos; en cuanto suban a ese avión Demian será su único escolta, mejor que esté cerca de ella.

—No vayas por ahí, Teresa. Ahora empieza una parte crítica de esta misión; si Demian mete la pata…

—¡No lo hará!

—Si lo hace…

—Demian ha aprendido de los mejores; ¡le has enseñado tú, Darko, por el amor de Dios! Dale un voto de confianza. Demian es muy tímido, y una cosa es que no le quede más remedio que hablar con ella como compañero de clase y otra que de la noche a la mañana se vayan a hacer amigos o algo más…

—¿De dónde eres, Demian? —preguntó Sandra mientras contemplaban desde el mirador los últimos rayos de sol del día en un cielo plagado de aviones despegando y tomando tierra.

—¿Por qué? —preguntó el chico, aún vigilando cada rostro que aparecía y desaparecía de aquel lugar lleno de secundarios en constante movimiento.

—¿Cómo por qué? Por tu acento —contestó ella, reincorporándose en el asiento para mirarle a los ojos.

—Nací en un pequeño pueblo al sur de Silvania, pero crecí en la capital.

—¡Vaya, entonces conoces la ciudad!

—Viví allí hasta los doce años.

—Mi madre también nació allí —comentó con una amarga sonrisa en los labios—. ¿Te apetece visitar Silvania?, ¿tienes familia allí?

—¡Estabas aquí! —les interrumpió Elena—. Llevo rato buscándote… Hola —saludó al joven con una arrebatadora sonrisa.

—Hola —contestó él.

Elena, voluptuosa para su edad, iba embutida en una camiseta con la bandera estadounidense, sin mangas, que dejaba poco a la imaginación, y unos vaqueros ajustados. Su pelo oscuro, capeado, brillaba, al igual que sus ojos negros. Sus labios carnosos esbozaron una sonrisa al pensar en Demian como Vampiro Rumano y sin darse cuenta repitió:

—Hola…

—Hola, Elena —saludó Sandra, divertida—. ¿Estás bien?

—¡Muy bien! —contestó conteniendo lágrimas y carcajadas, muchas carcajadas—. Íbamos a tomar algo: la compañía le ha dado a Carlo talones para que cenemos donde queramos. ¿Venís? —invitó, observando provocativamente al chico. Demian miró a Sandra, que afirmaba con la cabeza.

—No sé… —murmuró el joven, sintiendo latir su corazón con fuerza.

Sabía que no debía; en su cabeza oía a Darko repitiendo lo mismo una y mil veces: «Salvo que sea estrictamente necesario, nunca, nunca, nunca se hace contacto con el objetivo». Pero ¿qué se suponía que debía hacer? Ella le había invitado e insistido, y él no quería parecer un borde desagradecido.

—No pienso dejar que cenes tú solo. —Lo tomó de la mano y él pegó un brinco—. ¡Vamos! —casi le ordenó, tirando de él—, ¡arriba!

Los alumnos de segundo de Bachillerato, unos treinta chicos y chicas, comían animados en una cafetería del aeropuerto.

—¡Eh, Sandy! —la saludó Marco señalándole un sitio a su lado, con una sonrisa—. ¿Dónde te metes?

Su rostro se ensombreció al ver tras ella a Demian, que se sentó en un extremo de la mesa, al lado de Sandra.

—¿Qué quieres tomar? —inquirió ella, intentando que el nuevo de la pandilla se sintiera cómodo.

—¿Qué hace él aquí? —interrogó Marco a Elena mientras esta buscaba el monedero en su mochila.

—Sandra le ha invitado —contestó burlona, viendo que a Marco se le hinchaba la vena del cuello—. Son amigos.

—¿Desde cuándo? —Él la agarró con fiereza del brazo para atraer su atención.

—¡Desde hoy! —Ella se soltó con la misma fuerza—. Y más vale que te acostumbres, porque si no vas a salir perdiendo. Déjala respirar —le incitó, mientras el chico se sentaba entre decepcionado y frustrado.

—No has contestado a mi pregunta —insistió ella, escaneándolo con sus enormes ojos negros mientras el joven miraba la carta plastificada de bocadillos.

—Estoy mirando, pero no lo sé. ¿Qué vas a pedir tú? —murmuró él, haciéndose el loco.

—¿Por qué te fuiste?

—Tomaré un sándwich vegetal, gracias.

—¿Algo más? —preguntó riendo en su improvisado papel de camarera.

—Una cocacola estaría bien, sí. —Le sonrió.

Después del tentempié Sandra se escabulló entre sus compañeros. Volvió al mirador desde donde un rato antes había visto ponerse el sol, pero esta vez sola. Necesitaba su espacio, por muchos amigos que tuviese. Sacó su libreta y se preparó para escribir.

Comenzó por mirar a la gente que se encontraba a su alrededor: casi todos descansaban como podían en aquellos incómodos bancos, haciendo tiempo hasta tomar el avión. Se preguntó a dónde irían, si sería para quedarse o si sería por placer. Qué motivos les incitaban a dejar aquel país y si habría alguien esperándoles al otro lado. Casi sin darse cuenta arrancó a desarrollar historias sobre aquellos viajeros que la rodeaban, inventándose sus nombres, sus profesiones y sus viajes, destino y motivos. Era un ejercicio de escritura que le había sugerido su profesora de Literatura y que de un tiempo a esta parte Sandra llevaba a cabo con frecuencia. Dejaba volar la imaginación y las historias empezaban a fluir.

Con la llegada de la noche, las luces de la inmensa sala circular bajaron su intensidad haciendo el ambiente más cálido, más acogedor. A una distancia prudencial, Demian no le quitaba ojo de encima.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Max, apareciendo de la nada y sentándose en el mismo banco. Dejó un asiento libre entre los dos y abrió su portátil, como si fuera a trabajar.

—Mi trabajo —contestó él sin inmutarse, sin apartar su intensa mirada de la chica.

—¿Tu trabajo? ¡Ja! —se burló el joven con sorna, sin mirarle—. Creía que tu trabajo, como el mío, era vigilarla, no tomar contacto con ella.

—Ha sido ella quien se ha acercado a mí —se defendió—. ¿Se lo has dicho a Darko?

El muchacho le miró apenas un par de segundos y no hizo falta decir nada.

—Joder, Max…

—¿Qué querías que hiciera? Si apenas pudiste dar el parte en condiciones; tenía que informar al menos de que el vuelo se ha retrasado.

—¿Qué has averiguado al respecto?

—El manta del piloto se olvidó la documentación en su casa; ha tenido que volver a por ella.

—¿Casualidad o provocado?

—Parece casualidad, no he encontrado nada sospechoso al respecto. Esperemos que pilote con más atención de la que pone en hacer el equipaje.

—Si ella se me acerca, no puedo darle la espalda —retomó Damian, tratando de que el chico, al que consideraba uno de sus hermanos, empatizara con él.

—Darko no lo ve así.

—¿Y qué se supone que debo hacer, salir corriendo?

—No, claro que no. Al fin y al cabo, está a punto de descubrirse el pastel. No soy el único que piensa que lo mejor sería hablar con Sandra y explicárselo todo. Así sería mucho más fácil garantizar su seguridad.

—¡Gracias! Creía que yo era el único que lo pensaba…

—Nada de eso, Demian, pero las órdenes están claras. No podemos saltárnoslas así como así, tienes que entenderlo.

—Pues Darko tiene que entender que no tenemos control cien por cien sobre ella: si quiere pillarse una borrachera, si se escabulle del grupo o se pone en peligro sin tener ni idea, si se acerca a mí, ¡yo no puedo hacer nada!

—¡Pero tampoco puedes ligar con ella como un colegial! Mira, yo te entiendo: hasta hace nada tuve tu edad y la de ella, sé lo que se siente. Pero no eres un chico normal, y ella tampoco —le recordó.

—¿De quién te escondes? —preguntó el joven profesor, apareciendo por sorpresa.

—De nadie. —La chica se incorporó en su asiento, recogiendo sus papeles.

Carlo iba a sentarse a su lado, pero se paró a preguntar:

—¿Te interrumpo?

—No, siéntate.

El muchacho se sentó a su lado y ella se acomodó, recostando la cabeza junto a su hombro. Él respiró hondo y se relajó. Tan fácil, tan rápido. Era tan sencillo que no había lugar para explicaciones. Juntos estaban bien. No hacía falta que nadie lo entendiera. ¿Por qué aquello solo le ocurría con esa chica? ¿Por qué no podía tener apenas dos años más? ¿Por qué no podía evitar sentirse culpable?

—¿Dónde están todos?

—Por ahí, con Javier. Creo que aterrizaba la selección ucraniana de balonmano.

—¡Qué gran acontecimiento! —rio ella.

Martes

 

El restaurante del hotel contaba con alrededor de cuarenta mesas cuadradas, algunas de ellas juntas de dos en dos, rodeadas de sillas que habían visto tiempos mejores. Todo el mobiliario se veía desgastado, como si no lo hubieran renovado desde la inauguración, con arañazos y golpes que el paso de los años había dejado como tachones en un calendario. Las paredes, de un extraño color que en su día fue beige, clamaban por una capa de pintura que refrescase la estancia y borrase aquel olor a rancio. Con las cortinas que cubrían parcialmente los ventanales ocurría igual: su basto tejido de algodón estaba lleno de pelotillas, enganchones y alguna que otra quemadura, por no hablar del color blanco, que ya no era tal.

Al fondo de la estancia se ubicaba el buffet: mesas de comida caliente alternadas con otras de alimentos fríos, una pequeña con dos jarras de zumo de origen desconocido y varias de café y leche y otra más, la última, donde reposaba el menaje.

Los alumnos y el resto de pocos huéspedes del hotel ocuparon según llegaban las mesas más próximas a la comida; todos menos uno. Demian estaba sentado en una mesa junto a la ventana, solo. La cálida luz de la mañana le bañaba desde un lateral dejando a oscuras el lado que les miraba serio mientras tomaba café, zumo y un tazón de cereales. Frente a él, un periódico local abierto por la mitad.

—¡Hola! —saludó alegremente Elena, olvidando que no hacía ni dos minutos bostezaba en el ascensor, quejándose de haber madrugado tanto.

Sandra, en cambio, torció el morro y empujó a su amiga hacia la zona del buffet, sin saludar al muchacho.

—¡No me empujes en ayunas, por favor! —se volvió a quejar Elena, arrastrando los pies.

Sandra seguía enfadada con el chico por cómo había osado meterse en su relación con Carlo y dar su opinión al respecto sin que ella se la pidiera, pero mostraba resignación y terquedad, como siempre, mientras ponía pan, queso y unas uvas en un plato arañado y algo desconchado.

—A los maleducados no se les trata con educación —contestó con retintín sin mirar a su amiga.

—¡No seas pedante! No sé qué te habrá hecho, pero solo por lo bueno que está no deberías tenérselo en cuenta —repuso, sirviéndose un vaso de zumo de naranja amargo.

Sandra se volvió hacia ella entre asombrada y decepcionada ante tal crítica.

—Para tu información, ese chico no es más que un niñato. ¡Ayer me dijo que para estar con chicas como yo era mejor estar solo!

—¿Y esa tontería ha calado en tu congelado corazón? ¿Es eso o es que duele que te rechacen? —la picó sin contemplaciones mientras se servía huevos revueltos, beicon y tostadas.

—Sé que intentas provocarme con lo de mi corazón congelado y por eso no te lo tendré en cuenta, pero ¿quién rechaza a quién? —preguntó escéptica—. Además, Elena, te creía algo menos superficial, la verdad. ¡El hecho de que sea atractivo no le exculpa de ser un imbécil! —aseveró, llenando una enorme taza de café.

—¡Ajá, has reconocido que es atractivo! —acusó Elena, triunfante, señalándola con un brioche—. ¡Te gusta!

—¡No me gusta! —refutó Sandra, metiéndole a su amiga un pastelillo de fresa en la boca para hacerla callar.

—¡Lo que tú digas! —farfulló su amiga con la boca llena, volviéndose hacia una de las mesas.

—¡No me gusta! —repitió.

—No me extraña; este buffet es de lo más extraño —intervino Carlo a su espalda—. ¿Qué demonios es eso? —preguntó, señalando una bandeja con una extraña pasta verde con bolitas rojas y amarillas.

Sandra dio tal brinco que por poco se le cayeron el plato y la taza de café. No lo esperaba. Estaba recién duchado y su olor a loción para después del afeitado era tan agradable como tentador; bien peinado y con ropa limpia resultaba tan atractivo como cuando se veían cada mañana en el instituto. Ese era el chico por el que Sandra se desvelaba desde hacía meses. ¿Cómo era posible que la noche anterior tuviese dudas?

—Cualquiera sabe… —sonrió.

—Come bien; hoy nos espera un día muy largo —aconsejó el profesor, manteniendo cierta distancia ante la mirada inquisitiva del resto de los alumnos, que no les quitaban ojo.

Todos desayunaron copiosamente esa mañana. Aunque apenas se habían recuperado del accidentado viaje del día anterior, aquella comida, la primera decente en casi veinticuatro horas, les devolvió la vida y les hizo recobrar ese espíritu bromista y juguetón que dan los diecisiete años. Sandra pensó con añoranza en su casa, en su desayuno habitual tranquilo y relajado en la intimidad de su terraza, junto a su abuela. ¿Estaría ella desayunando también allí sola? No podía evitar echarla de menos.

Después del reconfortante desayuno Carlo les advirtió que saldrían hacia el centro en quince minutos, ni uno más ni uno menos, así que ya podían espabilar lavándose los dientes y preparándose para pasar todo el día fuera.

Sandra subió a uno de los ascensores. Forrados en madera, debieron ser de lo más modernos en los sesenta, pero ahora no solo eran tremendamente lentos, sino que tampoco daban ninguna confianza. Justo cuando se cerraban las puertas Carlo metió un pie entre ellas, haciendo que volviesen a abrirse. Sonrió nada más verla, recordando cada uno de los besos que se habían dado la noche anterior, deseando repetirlos.

—Hola —saludó amablemente.

Pero Sandra se sentía terriblemente turbada. Seguía sin tener claro nada de lo que había ocurrido en las últimas horas y lo último que necesitaba era encontrarse a solas con él. Se sorprendió a sí misma rezando para que alguien más cogiese ese maldito ascensor.

Carlo esperó a que las puertas se cerrasen para aproximarse ligeramente a ella y susurrarle al oído:

—Sandra…

Pero las puertas volvieron a abrirse en la misma planta baja. Fue Demian quien se sumó al grupo. Sandra soltó todo el aire que tenía en los pulmones, con alivio. Demian, sin embargo, al ver a los dos solos, bastante juntos a decir verdad, dio un paso atrás.

—Esperaré al siguiente.